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| DÍA 16 DE AGOSTO
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* * * San Armagilo. Ermitaño del siglo VI en Bretaña (Francia). San Arsacio (o Ursacio). Era un persa alistado en el ejército romano en tiempo del emperador Licinio. Conoció el cristianismo, se convirtió y recibió el bautismo. Meditando sobre el sentido de la vida, decidió dedicarse a la oración y penitencia. Dejó la profesión militar y se retiró a llevar vida eremítica en Nicomedia (en la actual Turquía). En agosto del año 358 anunció al pueblo la llegada de un gran terremoto que destruiría la ciudad. Y en efecto, lo hubo el día 16 de aquel mes y año. Los supervivientes acudieron a donde vivía Arsacio y lo hallaron muerto en actitud de oración. San Frambaldo. Monje que alternó la vida eremítica y la monástica en el territorio de Le Mans (Francia). Murió el año 650. Santa Rosa Fan Hui. Mujer soltera, catequista en su pueblo, Fan-Kia-Tchoang, provincia de Hebei (China), y entregada a tareas de evangelización. Cuando se acercaron los bóxers, que perseguían a los cristianos, se escondió, pero, cuando llegaron, unos vecinos del pueblo les indicaron el escondite. La detuvieron y le exigieron que renegara de Cristo. Ella se negó, y comenzaron los malos tratos. La hirieron con golpes y espada, la echaron al río, ella nadó hasta la otra orilla, donde otros bóxers la remataron y arrojaron luego su cadáver al río. Era el 16 de agosto de 1900. San Teodoro de Valais. Primer obispo de Sión, en la actualidad capital del cantón de Valais en Suiza. Siguiendo el ejemplo de san Ambrosio, defendió la fe católica contra los arrianos y veneró con todos los honores las reliquias de los mártires de Agauno. Su vida se desarrolló en el siglo IV. Beato Amadeo Monge, Operario Diocesano. Nació en Batea (Tarragona) en 1906. Fue ordenado sacerdote en 1930. Desempeñó el cargo de prefecto en los seminarios de Burgos y Barcelona. En junio de 1936, terminado el curso, marchó a su pueblo, y estando allí estalló la persecución religiosa. Se refugió en casa de personas de confianza. Los cabecillas revolucionarios intensificaron los registros a las casas de la familia, y las amenazas a la madre y a un hermano de D. Amadeo fueron en aumento. En tal situación decidió entregarse voluntariamente. El 16 de agosto de 1936 lo asesinaron en Gandesa (Tarragona). Beatificado el 13-X-2013. Beato Ángel Agustín Mazzinghi. Nació en Florencia hacia el año 1386. Ingresó en la Orden de los Carmelitas en 1413, siendo el primer hijo de la reforma de Santa María de Le Selve y luego promotor de la misma. Ordenado de sacerdote, ejerció cargos de autoridad en diversos conventos. Fue un acreditado y fervoroso predicador, sobre todo en Florencia, y un confesor muy buscado por quienes querían cambiar de vida. Murió en Florencia, víctima de la peste, el 16 de agosto de 1438. Beato Antonio Rodríguez Blanco, sacerdote cooperador salesiano. Nació en Pedroche (Córdoba) en 1877. Después de estudiar en los salesianos de Utrera, entró en el seminario diocesano de Córdoba, y recibió la ordenación sacerdotal en 1901. Además de ejercer el sagrado ministerio, fue profesor en el seminario de Córdoba. Cuando estalló la persecución religiosa de 1936, estaba de párroco en Pozoblanco (Córdoba). El 16-VIII-1936 fue arrestado y fusilado, mientras oraba por sus perseguidores y perdonaba a quienes lo martirizaban. Beato José Reñé. Nació en Lérida el año 1903. Profesó en los mercedarios en 1920, estudió en Roma y fue ordenado sacerdote en 1926. Desempeñó el cargo de maestro de postulantes, estuvo algún tiempo en Palma de Mallorca y en 1934 lo destinaron a Barcelona. El 18-VII-1936, a causa de la persecución religiosa, tuvo que dejar el convento y buscar refugio en la Ciudad Condal. El 16 de agosto de 1936 lo apresaron los milicianos y, después de confesar él que era sacerdote mercedario, lo asesinaron en un suburbio de Barcelona. El P. Reñé era culto y laborioso, cuidaba la catequesis infantil, atendía a los miserables del sórdido “barrio chino” de la ciudad. Beatificado el 13-X-2013. Beato Juan Bautista Ménestrel. Nació en Serécourt (Francia) el año 1748. Ordenado de sacerdote, estuvo en la parroquia de Hagécourt-Valleroy hasta que, en 1781, obtuvo una canonjía en el cabildo de Remiremont. En 1793, llegada ya la Revolución Francesa, fue encarcelado en Epinal, a pesar de estar enfermo de fiebre biliosa, y al año siguiente lo internaron en una de las naves-cárcel ancladas frente a Rochefort. Allí su cuerpo se llenó de llagas y los gusanos lo devoraban vivo. Fue ejemplar su paciencia y confianza en el Señor. Murió el 16 de agosto de 1794. Beato Lorenzo Loricato. Casualmente y sin querer mató a una persona. Por ello decidió expiar su culpa llevando una vida de extrema austeridad y penitencia, para lo que se retiró a vivir como ermitaño en la cueva de un monte en el Subiaco (Lazio, Italia). Beato Radulfo (o Rodolfo) de La Fustaie. Sacerdote, fundador del monasterio de San Sulpicio, que vivió en los bosques cercanos a Rennes (Francia). Murió el año 1129. Beato Sebastián Balcells. Nació en La Fuliola (Lérida) en 1885 de familia muy religiosa. Profesó en los claretianos como hermano coadjutor en 1902. Era servicial, alegre, muy devoto. Se dedicó a la enseñanza de los niños en sus colegios; tenía buenas cualidades para profesor de párvulos. La persecución religiosa de 1936 le sorprendió en La Selva del Camp. En busca de un refugio seguro, fue a parar a su pueblo natal. De allí se lo llevaron los milicianos que lo mataron a tiros en el término de Tornabous (Lérida) el 16 de agosto de 1936. Beatificado el 13-X-2013. Beatos Simón Bokusai Kiota y compañeros mártires. El 16 de agosto de 1620 fueron crucificados cabeza abajo, en Kokura (Japón), dos matrimonios y el hijo de uno de ellos, acusados de que eran cristianos y hospedaban a los misioneros extranjeros. En efecto, eran cristianos fervorosos, que ayudaban y hospedaban a los misioneros, con los que colaboraban en el mantenimiento de la Iglesia local y en la difusión del Evangelio. Éstos son los mártires: Simón Bokusai Kyota, catequista, y su esposa Magdalena; Tomás Gengoro, su esposa María y el pequeño Santiago, hijo de ambos. ***
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: José y María estaban admirados por lo que se decía del Niño cuando lo presentaron en el Templo. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,33-35). Pensamiento franciscano: Rezaba san Francisco: -El santísimo Padre del cielo, Rey nuestro antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, y nació de la bienaventurada Virgen santa María (OfP 15,3). Orar con la Iglesia: Con gozo y confianza, presentamos nuestras súplicas a Dios nuestro Padre, por intercesión de María asunta al cielo. -Para que la Iglesia, peregrina por esta tierra, se llene de consuelo y esperanza al verse glorificada en María. -Para que el Papa, los obispos y todos los sagrados ministros sean fieles servidores de Cristo y de su Evangelio. -Para que cuantos experimentan en sí el dolor y la angustia se sientan libres y afianzados por la intercesión de María. -Para que nuestros hermanos difuntos contemplen gozosos la gloria de Cristo, con santa María y todos los santos. -Para que cuantos contemplamos piadosos la Asunción de María, vivamos plenamente el Evangelio y así consigamos la gloria eterna. Oración: Tú, Señor, que has ensalzado a la Virgen María glorificándola en cuerpo y alma: escucha nuestras oraciones y concédenos bondadoso cuanto te hemos pedido con fe. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * LA ASUNCIÓN DE LA
VIRGEN MARÍA Queridos hermanos y hermanas: Celebramos la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Se trata de una fiesta antigua, que tiene su fundamento último en la sagrada Escritura. En efecto, la sagrada Escritura presenta a la Virgen María íntimamente unida a su Hijo divino y siempre solidaria con él. Madre e Hijo aparecen estrechamente asociados en la lucha contra el enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él. Esta victoria se manifiesta, en particular, con la derrota del pecado y de la muerte, es decir, con la derrota de aquellos enemigos que san Pablo presenta siempre unidos. Por eso, como la resurrección gloriosa de Cristo fue el signo definitivo de esta victoria, así la glorificación de María, también en su cuerpo virginal, constituye la confirmación final de su plena solidaridad con su Hijo, tanto en la lucha como en la victoria. María, al ser elevada a los cielos, no se alejó de nosotros, sino que está aún más cercana, y su luz se proyecta sobre nuestra vida y sobre la historia de la humanidad entera. Atraídos por el esplendor celestial de la Madre del Redentor, acudimos con confianza a ella, que desde el cielo nos mira y nos protege. Todos necesitamos su ayuda y su consuelo para afrontar las pruebas y los desafíos de cada día. Necesitamos sentirla madre y hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia. Y para poder compartir, un día, también nosotros para siempre su mismo destino, imitémosla ahora en el dócil seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a los hermanos. Este es el único modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación terrena, la alegría y la paz que vive en plenitud quien llega a la meta inmortal del paraíso. En la Biblia, la última referencia a su vida terrena se halla al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, que presenta a María recogida en oración con los discípulos en el Cenáculo en espera del Espíritu Santo (Hch 1,14). Posteriormente, una doble tradición -en Jerusalén y en Éfeso- atestigua su «dormición», como dicen los orientales, es decir, el haberse «dormido» en Dios. Este acontecimiento que precedió su paso de la tierra al cielo, ha sido confesado por la fe ininterrumpida de la Iglesia. En el siglo VIII, por ejemplo, san Juan Damasceno, gran doctor de la Iglesia oriental, afirma explícitamente la verdad de su asunción corpórea, estableciendo una relación directa entre la «dormición» de María y la muerte de Jesús. Escribe en una célebre homilía: «Era necesario que la que había llevado en su seno al Creador cuando era niño, habitase con él en los tabernáculos del cielo». Como enseña el concilio Vaticano II, a María Santísima hay que colocarla siempre en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En esta perspectiva, «la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10), brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68). Desde el paraíso la Virgen sigue velando siempre, especialmente en las horas difíciles de la prueba, sobre sus hijos, que Jesús mismo le confió antes de morir en la cruz. ¡Cuántos testimonios de esta materna solicitud suya se encuentran al visitar los santuarios a ella dedicados! María elevada al cielo nos indica la meta última de nuestra peregrinación terrena. Nos recuerda que todo nuestro ser -espíritu, alma y cuerpo- está destinado a la plenitud de la vida; que quien vive y muere en el amor de Dios y del prójimo será transfigurado a imagen del cuerpo glorioso de Cristo resucitado; que el Señor humilla a los soberbios y enaltece a los humildes. La Virgen proclama esto eternamente con el misterio de su Asunción. ¡Que tú seas siempre alabada, oh Virgen María! Ruega al Señor por nosotros. * * * RELATO DEL MARTIRIO DE LOS
BEATOS Fray Víctor Chumillas nació en Olmeda del Rey, provincia de Cuenca en España, el 28 de julio de 1902. Siendo aún niño, destacó por su religiosidad, laboriosidad y amor a los pobres. Reprendía a los que blasfemaban y predicaba incluso a los adultos. Con frecuencia hablaba de los mártires franciscanos del Japón, y decía: Voy a ser franciscano para irme a misiones y morir mártir, deseo que mantuvo hasta su muerte. Ingresó en el Seminario franciscano, fue ordenado sacerdote y en 1936 se encontraba como superior en el Seminario franciscano de Consuegra (Toledo). Por entonces gozaba ya de fama de santidad. El 24 de julio de 1936, Fray Víctor y sus compañeros fueron expulsados del convento, siendo acogidos en sus casas por familias amigas del pueblo. El 9 de agosto fueron detenidos y encarcelados. La noche del 15 al 16 del mismo mes fueron sacados de la cárcel y conducidos al lugar del martirio. El vicepostulador de la causa nos relata los últimos momentos del padre Chumillas y compañeros con las siguientes palabras: Sin perder tiempo, los milicianos abrieron la parte posterior de la caja del camión y mandaron bajar a los franciscanos. El P. Víctor Chumillas fue el primero en hacerlo y en dirigirse al sitio de la ejecución, en el momento cumbre de su ministerio de Guardián de la comunidad, como el pastor que antecede a su grey en la inmolación. Iba conducido por los milicianos, con las manos atadas y entonando el Libera me, Domine. Los milicianos lo colocaron de espaldas a la carretera, a unos diez metros de ésta, en un rastrojo. Iban bajando serenamente del camión los otros diecinueve franciscanos. Ya en tierra, los verdugos les cacheaban a todos y les quitaban las medallas y objetos religiosos. Después, sin ser llevados, los religiosos se fueron dirigiendo uno a uno a donde estaba el P. Chumillas y poniéndose a continuación unos de otros hasta formar la fila de los veinte, todos de espaldas a la carretera. Como una sola voz, sin quebrarse, y con un solo espíritu, caminaban cantando el Libera me, Domine y lo continuaron en la fila. Los tres coches pequeños que habían escoltado al camión dirigieron sus focos al grupo de las víctimas; además, había luna. A los dirigentes y milicianos se les veía nerviosos, como agarrotados y desconcertados, no atinando a veces a coordinar oportunamente sus pasos y movimientos; en las víctimas, paz, mansedumbre, serenidad y fortaleza admirables, no observadas por el conductor en casi ninguna otra saca; fueron derechos y orando a su inmolación, sin quejas ni reproches a nadie, sin desviarse en intento de huida. Joaquín Arias, el alcalde, colocó a ocho metros de los religiosos al piquete de ejecución, compuesto, al menos, por doce o catorce individuos, y preguntó a aquéllos si querían pedir algo. El P. Víctor le contestó: -Que nos desaten para poder morir con los brazos en cruz como Jesucristo; no tengan miedo, que no escaparemos. Lo denegó el alcalde. Insistió el P. Chumillas: -Que nos fusilen de cara, no de espaldas. Y aquél: -Podéis volveros. Lo hicieron todos. El P. Víctor se dirigió por última vez a su comunidad: -Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los Cielos. Y perdonad a los que nos van a dar muerte. Intervino Joaquín Arias: -¿Tenéis algo más que decir? Y el P. Guardián: -Estamos dispuestos a morir por Cristo. Como un eco de sus palabras, se oyó una voz enérgica y entusiasta: -Perdónales, Señor, que no saben lo que hacen. Era Fr. Saturnino. Y entonces, las órdenes de rigor: -¡Apunten! ¡Disparen! ¡Fuego! Al tiempo y mezclándose con las primeras descargas, sin un lamento, un coro de veinte voces, vigoroso, vibrante, venciendo la voz de las armas, llenando el valle: -¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Orden Franciscana! ¡Perdónales, Señor! Siguieron los disparos hasta que no quedó en pie ningún religioso. Eran aproximadamente las 3,45 de la madrugada del domingo 16 de agosto de 1936. Sucedía en Boca de Balondillo, término municipal de Fuente el Fresno (Ciudad Real). Realmente aquella pólvora valía mucho: para convertir un campo en santuario, para hacer veinte héroes, veinte nuevos testigos de Dios y de su Cristo, veinte nuevos mártires de la Iglesia: Víctor Chumillas, Ángel Ranera, Domingo Alonso, Martín Lozano, Julián Navío, Benigno Prieto, Marcelino Ovejero, José de Vega, José Álvarez, Andrés Majadas, Santiago Maté, Alfonso Sánchez, Anastasio González, Félix Maroto, Federico Herrera, Antonio Rodrigo, Saturnino Río, Ramón Tejado, Vicente Majadas y Valentín Díez. Seis de ellos eran sacerdotes y catorce estudiantes de teología. Los primeros, excepto el P. Ángel, de 58, tenían entre 29 y 36 años. Los jóvenes, entre 20 y 23. * * * LA DEVOCIÓN MARIANA
DE SAN FRANCISCO El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia. Francisco no ve ni contempla a María en sí misma, sino que la considera siempre en esa relación vital concreta que la vincula con la santísima Trinidad: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha iglesia, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado, y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (SalVM 1-3). También esto nos deja ver que cuanto Francisco dice de la Virgen y las alabanzas que le dirige, todo nace de ese misterio central de la vida de María, de su maternidad divina; pero ésta es la obra de Dios en ella, la Virgen. Incluso la perpetua virginidad de María ha de ser comprendida sólo en relación con su maternidad divina. La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su gracia, para realizar el gran misterio de la encarnación. La virginidad no es, pues, un valor en sí -muy fácilmente podría significar esterilidad-, sino pura disponibilidad para la acción divina que la hace fecunda de forma incomprensible para el hombre: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». Esta fecundidad es mantenida por la acción de Dios-Trinidad: «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien». Esta relación vital entre María y la Trinidad la expresa Francisco aún más claramente en la antífona compuesta por el santo para su oficio, llamado con poca exactitud Oficio de la pasión del Señor, antífona que quería se rezara en todas las horas canónicas: «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant). También estas afirmaciones se fundan en lo que la gracia de Dios ha obrado en María. Las alabanzas a la Virgen son al mismo tiempo alabanzas y glorificación de aquel que tuvo a bien realizar tantas maravillas en una criatura humana. Si los dos primeros atributos son claros e inteligibles sin más, y se usaron con frecuencia en la tradición anterior de la Iglesia, tendremos que detenernos un poco más en el tercero, «esposa del Espíritu Santo», tan común hoy día. Lampen, después de un minucioso estudio de los seiscientos títulos aplicados a María por autores eclesiásticos de Oriente y Occidente, recogidos por C. Passaglia en su obra De Immaculato Deiparae Virginis conceptu, hace constar que no aparece entre ellos este título. Esto le hace suponer con un cierto derecho que fue san Francisco el primero en emplearlo. Como tantas otras veces, también en este caso pudo Francisco haber penetrado con profundidad en lo que el evangelio dice de María, y haber expresado claramente en su oración lo que veladamente se contenía en el anuncio del ángel según san Lucas (Lc 1,35). María se convierte en madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Ya que ella, la Virgen, se abrió sin reservas -o, para decirlo con san Francisco, en «total pureza»- a esta acción del Espíritu, en calidad de «esposa del Espíritu Santo» llegó a ser madre del Hijo de Dios. Esta manera de ver estos misterios nos puede descubrir en Francisco un fruto de su oración contemplativa. Según Tomás de Celano, «tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación..., que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Por eso no se cansaba de sumergirse en este misterio por medio de la oración. Podía pasar toda la noche en oración «alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24). Todo esto lo inundaba de una inmensa veneración y era para él la más íntima y pura realidad de Dios. En todo esto redescubría a Dios en su acción incomparable; y esta consideración lo hacía caer de rodillas para una oración de alabanza y agradecimiento. Esta acción del divino amor, que María había acogido y aceptado con un corazón tan creyente, la elevaba, según Francisco, sobre todas las criaturas a la más íntima proximidad de Dios. Por esto, Francisco ensalzaba tanto a la «Señora, santa Reina», proclamándola «Señora del mundo» (LM 2,8).
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