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DÍA 20 DE NOVIEMBRE
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* * * San Basilio. Sufrió el martirio en Antioquía de Siria en el siglo III. San Bernwardo de Hildesheim. Sajón de familia noble, nació hacia el año 960. Estudió en la escuela catedralicia de Hildesheim y en Maguncia, donde abrazó el estado eclesiástico. Le confiaron la educación del emperador niño Otón III, por lo que vivió seis años en la corte. El año 993 fue elegido obispo de Hildesheim (Sajonia, Alemania). Fue un pastor modelo que tuvo siempre las miras puestas en la salvación de las almas, la formación y disciplina del clero, el esplendor de la liturgia, el respeto a la justicia, la atención a los más pobres. Gran amante de la cultura, favoreció la creación y conservación de libros y el cultivo de las bellas artes. Fomentó la vida monástica. Murió el año 1022. San Cipriano. Nació en Reggio Calabria (Italia) hacia el año 1100. De joven estudió y ejerció la medicina. Luego ingresó en el monasterio del Salvador, de Calomeno, abadía de rito griego, en el que llevó una vida de gran austeridad, entregado a la contemplación. Lo eligieron abad del monasterio de Calamizzi, y como tal promovió la observancia estrecha de la Regla, siguiendo las enseñanzas y ejemplos de los Padres orientales. Su fama de santidad atrajo a muchos que iban a consultarle o a pedirle oraciones. Socorrió con generosidad a pobres y enfermos. Murió el año 1190. San Crispín de Écija. Obispo y mártir de Écija (Sevilla, España) en el siglo III/IV. San Dasio. Sufrió el martirio en Silistra, la antigua Doróstoro (Bulgaria), en el siglo IV. San Doro. Obispo de Benevento (Campania, Italia) en el siglo V. San Edmundo. Nació de familia sajona en torno al año 841, y siendo aún muy joven fue coronado rey de la Inglaterra oriental (condados de Norfolk y Suffolk). En el gobierno mostró un gran sentido de la justicia, una enorme equidad y responsabilidad en sus decisiones, a la vez que una profunda piedad cristiana. En la guerra con los daneses, paganos, cayó prisionero. Le exigieron, para quedar en libertad, que firmara un tratado contrario a la justicia y a la religión, y que renegara de su fe. Él se negó y lo decapitaron. Era el año 869. San Francisco Javier Can. Nació en Vietnam el año 1803. Era una persona culta y estaba casado. Colaboraba con los misioneros como catequista de la comunidad cristiana de Ké-Vinh. El Vicario apostólico le encomendó que llevara una carta a la comunidad cristiana de Ké-Vac. Apenas llegó allí los paganos lo detuvieron y lo llevaron al mandarín. Lo sometieron a sucesivos suplicios para que apostatara, pero él se mantuvo firme en su fidelidad a Cristo. Por eso fue estrangulado y degollado en Hanoi (Vietnam), siendo emperador Minh Mang, el año 1837. San Gregorio Decapolitano. Vivió en el siglo IX y fue sucesivamente monje, anacoreta y peregrino. Se detuvo bastante tiempo en Tesalónica, y finalmente se afincó en Constantinopla, donde luchó fuertemente en defensa de las imágenes sagradas, y entregó su alma al Señor de muerte natural. San Hipólito. Abad-obispo en los montes del Jura (Francia), que ejerció su ministerio hasta el año 770 aproximadamente. Santos Octavio, Solutor y Adventor. Sufrieron el martirio en Turín (Italia) en el siglo IV. San Silvestre. Obispo de Chalon-sur-Saône (Borgoña, Francia). Confirió la tonsura a san Cesáreo de Arlés. Gobernó su diócesis unos cuarenta años y murió con fama de santidad y de milagros hacia el año 530. San Teonesto. Fue martirizado en Vercelli (Liguria, Italia) el año 313. El obispo san Eusebio construyó una basílica en su honor. Beata María Fortunata Viti. Nació en Veroli (Lazio, Italia) el año 1827. Huérfana de madre a los 14 años, cuidó de sus muchos hermanos y tuvo que trabajar en el servicio doméstico. A los 24 años ingresó en el monasterio benedictino de su pueblo y profesó en calidad de hermana conversa. Se santificó en la vida sencilla de oración y de trabajo como enfermera y costurera. Pasó más de 70 años en el anonimato de su celda, como buena monja de clausura. Murió en 1922.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: De la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2). Pensamiento franciscano: Dice san Francisco en su Regla: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene. En cualquier casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa» (2 R 3,10-14). Orar con la Iglesia: Oremos confiados siempre en la palabra de Jesús: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo». -Por la Iglesia, para que viva y sienta la palabra del Señor: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». -Por los que tienen autoridad en la vida pública, para que al menos respeten y hagan respetar la vida y dignidad de toda persona. -Por los cristianos, sus familias y sus grupos, para que acojan con amor a los débiles y desamparados, recordando la palabra de Cristo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe». -Por todos los creyentes, para que de palabra y de obra demos testimonio convincente de Cristo muerto y resucitado. Oración: Señor Jesús, hijo de María Virgen, escucha las plegarias que te dirigimos confiados en la intercesión de la madre que tú mismo nos diste. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén * * * NINGUNA AFLICCIÓN
PUEDE BORRAR Esta noche, antes de la vigilia de oración con los jóvenes de todo el mundo que han venido a Madrid para participar en esta Jornada Mundial de la Juventud, tenemos ocasión de pasar algunos momentos juntos y así poder manifestaros la cercanía y el aprecio del Papa por cada uno de vosotros, por vuestras familias y por todas las personas que os acompañan y cuidan en esta Fundación del Instituto San José. La juventud, lo hemos recordado otras veces, es la edad en la que la vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus potencialidades, impulsando la búsqueda de metas más altas que den sentido a la misma. Por eso, cuando el dolor aparece en el horizonte de una vida joven, quedamos desconcertados y quizá nos preguntemos: ¿Puede seguir siendo grande la vida cuando irrumpe en ella el sufrimiento? A este respecto, en mi encíclica sobre la esperanza cristiana, decía: «La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre ( ). Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (Spe salvi, 38). Estas palabras reflejan una larga tradición de humanidad que brota del ofrecimiento que Cristo hace de sí mismo en la Cruz por nosotros y por nuestra redención. Jesús y, siguiendo sus huellas, su Madre Dolorosa y los santos son los testigos que nos enseñan a vivir el drama del sufrimiento para nuestro bien y la salvación del mundo. Estos testigos nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar esta impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no solo: desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece. Esta especial predilección del Señor por el que sufre nos lleva a mirar al otro con ojos limpios, para darle, además de las cosas externas que precisa, la mirada de amor que necesita. Pero esto únicamente es posible realizarlo como fruto de un encuentro personal con Cristo. De ello sois muy conscientes vosotros, religiosos, familiares, profesionales de la salud y voluntarios que vivís y trabajáis cotidianamente con estos jóvenes. Vuestra vida y dedicación proclaman la grandeza a la que está llamado el hombre: compadecerse y acompañar por amor a quien sufre, como ha hecho Dios mismo. Y en vuestra hermosa labor resuenan también las palabras evangélicas: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Por otro lado, vosotros sois también testigos del bien inmenso que constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su lado y para la humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su presencia suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia el corazón de los hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por haberlos conocido. Queridos amigos, nuestra sociedad, en la que demasiado a menudo se pone en duda la dignidad inestimable de la vida, de cada vida, os necesita: vosotros contribuís decididamente a edificar la civilización del amor. Más aún, sois protagonistas de esta civilización. Y como hijos de la Iglesia ofrecéis al Señor vuestras vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando con Él y entrando «a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano» (Spe salvi, 40). * * * BEATOS PASCUAL
FORTUÑO, PLÁCIDO GARCÍA, La esperanza de estar donde poder contemplar abiertamente el rostro de Cristo y sentarse a la mesa de la bienaventurada inmortalidad ilumina el camino de cuantos creen en el Evangelio y, ceñida la cintura y teniendo en las manos lámparas encendidas, esperan la vuelta del Señor glorioso (cf. Lc 12,35-36). La esperanza de los bienes futuros es especialmente viva y fuerte en los mártires, que, confiados en la promesa de Cristo: «El que persevere hasta el fin, se salvará» (Mt 10,22), no se abaten por las persecuciones y los tormentos, sino que corren hacia la meta, para testimoniar la fidelidad de su amor a Dios y conseguir el premio de la vida eterna. Así actuaron muchos cristianos durante la terrible persecución religiosa que ensangrentó España los años 1936-1939. Entre los que inmolaron su vida al Señor deben contarse cuatro religiosos de la Orden de Hermanos Menores, que recorriendo hasta el fin el camino de la cruz, y, sostenidos por el Espíritu Santo, siguieron el ejemplo de Berardo, Pedro, Adyuto, Acursio y Otón, los protomártires franciscanos asesinados en Marruecos en 1220. Los cuatro testigos de la fe, Pascual, Plácido, Alfredo y Salvador, sufrieron el martirio el año 1936, en días y lugares distintos. Los cuatro se distinguieron por su amor seráfico, por su preparación para el martirio y por su perseverancia en la fe; y murieron perdonando a sus verdugos. Pascual desarrolló principalmente su vocación franciscana en la educación de la juventud y en la dirección de almas; enamorado de Jesús Eucaristía y de la santísima Virgen María. Fue asesinado el 8 de septiembre, a los 50 años de edad. Plácido era lector general de derecho y de moral; se dedicó preferentemente a la formación de los jóvenes de la Orden; se distinguió por la mesura de ánimo, el estudio, el silencio y la oración. Fue asesinado el 16 de agosto, a los 41 años. Alfredo, estudiante del primer curso de teología, se mostró siempre alegre, humilde y piadoso, dando pruebas de fidelidad a su vocación. Fue asesinado el 4 de octubre, cuando contaba 22 años de edad. Salvador, dotado de buen carácter, cultivó la humildad, el espíritu de sacrificio y el servicio a los hermanos; singularmente devoto de la Virgen María. Fue asesinado el 27 de octubre, cuanto tenía 40 años. Los cuatro gozaron siempre de fama de santidad y de martirio. Los beatificó el papa Juan Pablo II el 11 de marzo del año 2001. Oración. Señor y Padre nuestro, que enriqueciste la vida de tus siervos Pascual, Plácido, Alfredo y Salvador con la gracia del bautismo, y les concediste fidelidad y fortaleza para derramar su sangre por el Evangelio; te pedimos que su ejemplo nos estimule a mantenemos firmes en la fe y en la entrega a los hermanos. Por nuestro Señor Jesucristo... * * * SAN FRANCISCO, UN HOMBRE
COMUNIÓN A LA PAZ DESDE LA GUERRA: EN LA SOCIEDAD (I) «Los hermanos, cuando van por el mundo...» (2 R 3,10). Con estas palabras nos revela Francisco su reconciliación con el mundo, el contorno humano e institucional, por la que optó ya al principio de su vocación evangélica, cuando según Celano, «escogió no vivir para sí solo, sino para Aquel que murió por todos, pues se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas» (1 Cel 35). Francisco había dejado el pecado del mundo, pero escogió una Vida y Regla sin muros que le separaran o alejaran de él -«Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (2 R 6,1)-, y que hiciese posible el diálogo con los hombres, «hablando a todos honestamente, como conviene» (2 R 3, 11). La vida, para él y los suyos, se les iba a ir, en su mayor parte, haciendo camino y recortando horizonte, peregrinos y huéspedes en este mundo. Es el Francisco reconciliado y fraternal que descubríamos al principio y que las biografías no han acertado a presentar desde la visión suya pietista de santidad. Pero el hecho es indudable. Sin negar sus retiros, frecuentes y prolongados, la existencia de Francisco trascurre en plena calle, diríamos hoy, si la frase acertase a expresar la riqueza y frecuencia de encuentros humanos que los caminos de entonces, más que los de hoy, proporcionaban. Hemos hecho a Francisco conventual en exceso, cuando en realidad su vida se desarrolla en muy buena parte fuera del convento. Basta hojear sus biografías para verlo con entera naturalidad rodeado de gente la más heterogénea. Abigarrado y rico es en afecto el grupo de personas que desfilan por las biografías: además de los hombres de Iglesia, clero alto y bajo, aparecen el Emperador, el Sultán Melek-el-Kamel, caballeros, mercaderes, leprosos, ladrones, campesinos, etc., etc. Y aparecen también, más o menos señalados, los problemas de aquella sociedad: la pobreza, la guerra, el abuso del poder, la difícil convivencia de la Iglesia con el Imperio. ¿Qué haría Francisco en aquel mundo en ebullición, tan extraño, tan áspero y fronterizo? ¿Al lado de quién se colocaría, o a favor de quién tomaría partido? Respondíamos al principio que nos parecía clara y definitiva su suprema y primerísima opción por el Evangelio. Y, desde ese ribazo, Francisco fue comunión. No acertó a ser otra cosa. Sin embargo, aventuraría además una respuesta más concreta: Francisco escogió la pobreza de Jesucristo con toda la rica densidad que la palabra tiene en su pensamiento y praxis. La pobreza fue su más enardecida rebeldía y donde todo, paradójicamente, se le hacía comunión. Al fin la pobreza, sin ser todo él, ni la meta ni corazón de los suyos, es la que asume y resume, cataliza también, todo su ser como respuesta, como encuentro, como reconciliación. Escogió la pobreza. Dejó su casa y el mundo que suponía dinero, seguridad, poder, y abrazó al leproso, al marginado por antonomasia de entonces, haciendo de ello el gesto expresivo, significante de su conversión. Es decir, escogió al hombre en su más desesperada situación, en su debilidad extrema, que evidencia hasta qué punto el Señor era el que lo conducía y cómo él se había abierto en canal para trasvasar la misericordia que había recibido... Y tras el leproso, todos lo fueron descubriendo hermano: «Veneraba a los prelados y sacerdotes de la santa Iglesia y honraba a los ancianos, nobles y ricos; también a los pobres los amaba de lo íntimo de su corazón y se compadecía de ellos entrañablemente. De todos se mostraba súbdito» (TC 57). A sus hermanos dejará esta consigna: «Cualquiera que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7,14), que, sin querer, trae a la memoria las palabras de Pablo Neruda en sus memorias: «Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. Yo quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta. Quiero que se pueda entrar en todas las iglesias, a todas las imprentas. Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar, leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta termine...». [Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166] |
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