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DÍA 21 DE NOVIEMBRE
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* * * San Agapio. Fue martirizado en Cesarea de Palestina el año 306. Acusado de ser cristiano, lo encarcelaron tres veces sometiéndolo a suplicios cada vez más crueles, pero no consiguieron que apostatara. Arrestado de nuevo, en presencia del mismo emperador Maximino, durante los juegos del anfiteatro, lo echaron a un oso para que lo devorara. Quedó malherido, pero con vida. Al día siguiente le ataron piedras a los pies y lo arrojaron al mar, donde se ahogó. San Gelasio I, papa del año 492 al 496. Le tocó gobernar la Iglesia en circunstancias difíciles, tanto en Oriente como en Occidente. Hombre esclarecido por su doctrina y santidad, para que la autoridad imperial no perjudicara la unidad de la Iglesia, aclaró a fondo las características propias de las dos potestades y su mutua independencia. Movido por su caridad sin medida para socorrer a los pobres y dadas las necesidades de los indigentes, murió en la más extrema pobreza. San Mauro de Cesena. Era sobrino del papa Juan X, y hacia el año 915 fue elegido obispo de Cesena (Italia). Fue un hombre ejemplar, que dedicaba mucho tiempo a la oración y vivía en gran austeridad y penitencia. Murió hacia el año 946. San Mauro de Parenzo. Obispo y mártir de Parenzo (hoy Porec) en Istria (Croacia), en el siglo IV. San Rufo. Conmemoración de san Rufo, de quien dice el apóstol san Pablo en su carta a los Romanos: «Saludad a Rufo, el escogido del Señor; y a su madre, que lo es también mía» (Rm 16,13). Beata María de Jesús Buen Pastor de Siedliska. Nació en 1842 cerca de Varsovia, en la zona polaca ocupada por los zares. Su padre era ministro de Hacienda. Recibió una buena formación en cuanto a cultura, pero no en los sentimientos religiosos, que luego le proporcionó el P. Leandro Lendzian, capuchino, que fue su director espiritual. Muerto su padre en 1870, intensificó su vida religiosa y acogió la propuesta de su director de fundar una nueva congregación. Con las compañeras que la siguieron desde Polonia y con la aprobación del papa Pío IX, fundó en Roma la Congregación de la Sagrada Familia de Nazaret para atender a los emigrantes de su patria. Murió en Roma el año 1902. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: En la Visitación, Isabel dijo a María: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! (...) Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor, se cumplirá». Y María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,42-50). Pensamiento franciscano: Del Saludo de san Francisco a la Virgen: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (SalVM 1-5). Orar con la Iglesia: Proclamemos las grandezas de Dios Padre todopoderoso, que quiso que todas las generaciones felicitaran a María, la Madre de su Hijo, y supliquémosle, diciendo: Que la llena de gracia interceda por nosotros. -Tú que hiciste de María la madre de misericordia, protege a quienes viven en peligro o están turbados. -Tú que encomendaste a María la misión de madre de familia en el hogar de Nazaret, haz que, por su intercesión, las madres fomenten en sus hogares el amor y la santidad. -Tú que fortaleciste a María cuando estaba al pie de la cruz y la llenaste de gozo en la resurrección de su Hijo, levanta y robustece el ánimo de los decaídos. -Tú que hiciste que María meditara tus palabras en su corazón y fuera tu esclava fiel, haz de nosotros, por su intercesión, dóciles siervos y discípulos de su Hijo. -Tú que coronaste a María como reina del cielo, haz que, guiados por ella, caminemos siempre hacia la felicidad de tu reino. Oración: Concédenos, Padre, por intercesión de la Madre de tu Hijo, cuanto te hemos pedido con espíritu filial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * EL
«MAGNÍFICAT», El Magníficat es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, despojado de la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat está marcado por esta «humildad», en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1,46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona: «Mi alma... Mi espíritu... Mi Salvador... Me felicitarán... Ha hecho obras grandes en mí...». Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor. La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su fiat y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia: «Hace proezas...; dispersa a los soberbios...; derriba del trono a los poderosos...; enaltece a los humildes...; a los hambrientos los colma de bienes...; a los ricos los despide vacíos...; auxilia a Israel». En estas siete acciones divinas es evidente el «estilo» en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento: se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan «los soberbios, los poderosos y los ricos». Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: «Los que le temen», fieles a su palabra, «los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo», es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son «pobres», puros y sencillos de corazón. Se trata del «pequeño rebaño», invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12,32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia: «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios... El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas». En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: «Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios». Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo. * * * DIO FE AL MENSAJE DIVINO Y
CONCIBIÓ POR SU FE Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella? Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno. Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María sea dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno. María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza. Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos. * * * SAN FRANCISCO, UN HOMBRE
COMUNIÓN A LA PAZ DESDE LA GUERRA: EN LA SOCIEDAD (y II) En su mundo, él iba a ser hermano, comunión. El hermano Francisco. Por eso yo diría que Francisco, lo que es romper, no rompió con nadie. No le iba. Él era pobre para hacer sitio, para disponer de tiempo y espacio en el corazón, pero no para hacer de la pobreza un fortín ni tampoco un pedestal. Él era pobre, por ejemplo, para respetar. Reverenciar, diría él. Respetar, conceder a cada ser su sitio, como a aquel gusanillo del camino que apartaba para que no lo aplastasen. Eso precisamente. Que nadie se monte sobre los otros. Menores de todos y para todos, porque todos señores en el Señor Jesús. Es la pobreza. Él no tiene otra palabra para ser acogedor, para hacerse hermano. Francisco participará, por ejemplo, en la V Cruzada. Pero no será un cruzado al estilo y pensamiento de entonces. La presencia de Francisco en el campamento cristiano estrenaba una forma nueva y peregrina de conquistar los santos Lugares. Había que comenzar, como siempre, por el corazón. Doblegar el corazón, rendirlo bajo el poder de la pobreza-minoridad, de la paciencia, de la palabra amiga y conveniente. Era su frente y forma de luchar: respetar las personas. Ser pobre y pequeño para acertar en ello. Pocas cosas ha repetido más a sus hermanos. El Legado pontificio en Damieta no lo entendió (LM 9, 8). El Sultán, sin embargo, se sintió cómodo frente a aquel cristiano que había olvidado las armas y que no tenía más defensa y poder que su frágil corazón, aquel imposible deseo de comunicarle su felicidad, la fe. Igual que cuando se decida a intervenir, por medio de sus compañeros, para restablecer la paz entre el Obispo y el Podestá de Asís. También entonces será la palabra ungida de oración, templada de humildad, pero comprometida, la que buscará y edificará la paz entre ambos (LP 84). La manera de hacer comunión Francisco es siempre la misma. Los dos hechos evocados nos lo presentan interpelado por situaciones que desbordan, por decirlo así, la intimidad personal de su compromiso evangélico, pero de las que Francisco sin embargo se considera responsable, se cree con el derecho y la obligación de intervenir. Aunque eso sí, no se coloca en ninguno de los bandos enfrentados. Ningún estamento social de entonces lo pudo sentir o ver enfrente. Cerca, sí. No vamos a repetir nada más sobre esta proximidad universal de Francisco. Pero sí interesa destacar su cercanía, su estar con los pobres. Porque el Evangelio, la reconciliación por lo tanto, y él mismo se decantan precisamente ahí. Francisco ha escogido la pobreza de Jesucristo, pero dentro por supuesto del contexto de pobreza y pobres que encontró a su alrededor. Y desde ella fue «el Pobrecillo y el Padre de los pobres», y ella se encargaba de recordarle que nunca se la posee, sino que se estrena cada mañana. Por eso, ella y ellos fueron su herencia, su lugar, su sitio en este mundo. Ser pobre de cosas para ser pobre para Dios, era el camino. Junto a ellos se colocó el Pobrecillo, no para defender precisamente unos derechos, sino para asumir, comulgar su pobreza, vestirla, y así hacer tangible la libertad, la justicia, el amor. Para repartir además sus cosas con ellos, dando así de nuevo urgencia al evangélico reparto de bienes entre los pobres, significando con ello la presencia del Reino porque los pobres son evangelizados, socorridos, porque «el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos» (Test 2). Francisco fue comunión así, estrenando de nuevo una serie de gestos y palabras puramente evangélicos, que descubrieron al mundo lo olvidado que tenía el Evangelio, comunión al fin, reconciliación, por culpa de la riqueza, del poder. «Éramos iletrados y súbditos de todos». Con estas palabras recuerda y resume Francisco en su Testamento su vida y la de los suyos al principio de la Fraternidad. Y así fue cómo la paz, don de Dios, «el Señor os dé la paz», no fue vana en sus labios, porque fueron además de heraldos, artífices de la paz. «Más con el ejemplo que con la palabra...». Hoy los tiempos son distintos. Por supuesto. La evocación de Francisco no ha querido ser la presentación de un ejemplar que copiar. Sólo una palabra evangélica, de carne y hueso, que nos recuerda que la reconciliación no es sólo una obligación, ni un sistema, ni tampoco de hoy exclusivamente; es una gracia a la que hay que ser fiel, una vida acogida a la paz que es Dios en Cristo; que la reconciliación cuesta la vida, los bienes, todo. Sólo quien se ha acostumbrado a dar es hermano y comunión. Desde ahí es posible todo. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166] |
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