DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 14 DE NOVIEMBRE

 

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SANTOS NICOLÁS TAVELIC Y COMPAÑEROS MÁRTIRES. Nicolás Tavelic, Deodato de Rodez, Estaban de Cuneo y Pedro de Narbona, sacerdotes franciscanos, murieron mártires en Jerusalén el 14 de noviembre de 1391. Procedían de distintas Provincias franciscanas: Croacia, Aquitania, Génova y Provenza, y coincidieron en la Custodia de Tierra Santa, confiada por la Santa Sede a la Orden franciscana. Durante años estuvieron prestando servicio religioso en el convento de Monte Sión (Jerusalén), hasta que se decidieron a predicar públicamente el Evangelio a los musulmanes. Después de consultas oportunas, intensa oración y estudio, el 11 de noviembre de 1391 fueron ante el Cadí de Jerusalén y, en su presencia y la de muchos musulmanes, expusieron los textos que habían preparado, en los que explicaban y defendían la fe cristiana frente a la musulmana. Se entabló un diálogo tenso, y fueron invitados a retirar lo que habían dicho y a convertirse al Islam. Los frailes se reafirmaron en su fe, y fueron condenados a muerte. Durante tres días sufrieron en la cárcel bárbaras torturas, y el día 14 siguiente, en la plaza pública, fueron ejecutados, descuartizados y quemados. Los canonizó, el 21 de junio de 1970, el papa Pablo VI, quien en su homilía explicó la peculiaridad del martirio de estos santos.- Oración: Oh Dios que has glorificado con el triunfo del martirio a los santos Nicolás y compañeros, quienes extendieron tu reino con la propagación de la fe; concédenos, te rogamos, por su intercesión y ejemplo, ser fieles en el cumplimiento de tus mandamientos, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

BEATA MARÍA MERKERT. Cofundadora de la Congregación de las Hermanas de Santa Isabel. Nació en Nysa (en la actualidad Polonia) el año 1817. En 1842 decidió dedicarse totalmente a los pobres, enfermos y abandonados, y a tal fin se unió a Clara Wolff, terciaria franciscana, y a otras compañeras que habían decidido servir a los enfermos y a los pobres a domicilio. Comenzaron su actividad en Nysa, escogieron a santa Isabel de Hungría por patrona y en 1859, con una Regla inspirada en la de la Tercera Orden Franciscana, su Asociación fue aprobada por el obispo de Breslavia. A los votos de castidad, pobreza y obediencia, añadieron el de servir a los enfermos y necesitados. El amor a Dios impulsaba a María al amor al prójimo, en favor del cual gastó todas sus energías. La asistencia a los enfermos y abandonados en sus domicilios no la distraía de la vida de oración, pues en la filial devoción al Corazón de Jesús encontraba la fuerza para su obra caritativa; sentía también una gran devoción a la Virgen. Murió en su pueblo el 14 de noviembre de 1872 y fue beatificada el año 2007.

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San Dubricio. Obispo y abad en la isla de Bardsey, situada en la costa septentrional de Gales, en el siglo VI.

San Esteban Teodoro Cuenot. Nació en Le Bellou (Francia) el año 1802. Estudió en Besançon y Aix, y se ordenó de sacerdote en 1825. Para dar cauce a su vocación misionera, pronto ingresó en la Sociedad para las Misiones Extrajeras de París. Lo destinaron a Vietnam. No tardaron en llegarle las persecuciones del emperador Tu Duc, que sorteó como mejor pudo para atender a los seminaristas y a los fieles, e incluso tuvo que dejar el país por algún tiempo. En 1835 lo nombraron obispo-coadjutor de Vietnam. Fue arrestado en octubre de 1861 y trasladado, en una jaula para elefantes, a la fortaleza de Binh Dinh, donde murió el 14 de noviembre de 1861 por la disentería contraída a consecuencia de los malos tratos y de las pésimas condiciones en que lo tuvieron.

San Hipacio. Obispo y mártir de Gangra en Paflagonia (Turquía). Los herejes novacianos lo lapidaron en un camino en la primera mitad del siglo IV.

San Juan. Obispo de Trau en la actual Croacia. Era ermitaño en el monasterio camaldulense de Osor cuando lo eligieron obispo. Defendió con éxito la ciudad del asalto del rey Colomano. Murió el año 1111.

San Lorenzo O'Toole. Nació en Castledermont (Kildare, Irlanda) el año 1128, en el seno de una familia distinguida. En 1140 ingresó en el monasterio de Glendalough, del que fue abad de 1154 a 1162, año en que fue elegido arzobispo de Dublín. Fue uno de los grandes hombres que aplicaron la reforma gregoriana en medio de las implicaciones político-religiosas que vivió la Iglesia en su tiempo, y tuvo que hacer frente a grandes problemas. Favoreció las fundaciones de cistercienses y canónigos regulares, promovió la disciplina regular de la Iglesia, procuró poner paz entre los príncipes, llevó una intensa vida de piedad y atendió a los pobres. Murió el año 1180 en Eu (Normandía, Francia), cuando fue a visitar al rey Enrique II de Inglaterra.

San Rufo. Es considerado como el primer responsable de la comunidad cristiana de Aviñón (Francia) en el siglo IV.

San Serapio. Nació en Londres de familia noble el año 1179. Acompañó a su padre en la III Cruzada. A la vuelta estuvo tiempo en Austria y participó también en la V Cruzada. En 1221 acompañó a doña Beatriz de Suabia, que se iba a casar con san Fernando, rey de Castilla y de León. En Daroca conoció a san Pedro Nolasco y decidió entrar en la recién fundada Orden de la Merced. Hizo varios viajes de rescate de cautivos, visitó Londres y volvió a España, de donde una vez más se fue a Argel. Allí, el año 1240, tuvo lugar su martirio: lo crucificaron en aspa, le rompieron las coyunturas y le sacaron las entrañas. Fue el primer miembro de la Orden de la Merced que obtuvo la palma del martirio.

San Siardo. Nació en la diócesis de Breda y se educó en la abadía de Mariengarden (Holanda), perteneciente a la Orden Premonstratense, en la que profesó después. El año 1194 fue elegido abad de su monasterio. Fue un religioso ejemplar, humilde y caritativo, que se distinguió por su observancia regular y por su generosidad para con los pobres que acudían a la abadía. Los fieles alababan su devoción a la Virgen y la emoción religiosa con que participaba en los divinos misterios. Murió el año 1230.

San Teodoto. Sufrió el martirio en Heraclea de Tracia en el siglo III.

Beato Juan Liccio. Nació en Caccamo, junto a Palermo en Sicilia, el año 1430. Muy joven ingresó en los dominicos y, cursados los estudios eclesiásticos, se ordenó de sacerdote. Durante una temporada se dedicó a la enseñanza, pero no tardó en centrarse en la predicación popular que ejerció con mucho provecho espiritual en su tierra y por toda Italia. Además, se dedicó a visitar a los presos y atender a los enfermos. Fundó un convento en su pueblo y ejerció cargos importantes de gobierno en su Orden, en la que fomentó la reforma y la observancia de la disciplina. Propagó el rezo del Rosario. Murió en Caccamo el año 1511.

Beato Juan de Tufara. Nació en Tufara (Molise, Italia), fue sacristán de su parroquia y estudió en París. Cuando regresó a su pueblo decidió abrazar la vida eremítica, entregó sus bienes a los pobres y se internó en el bosque de Baselice para vivir en soledad. Años más tarde fundó el monasterio de Santa María de Gualdo Mazocca, cerca de Campobasso (Italia), en el que murió el año 1170.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Decía san Pedro: «Estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de alegría desbordante. Si os ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados vosotros, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Así pues, que ninguno de vosotros tenga que sufrir por ser asesino, ladrón, malhechor o entrometido, pero si es por ser cristiano, que no se avergüence, sino que dé gloria a Dios por llevar este nombre» (1 Pe 4,13-16).

Pensamiento franciscano:

De las admoniciones de san Francisco: «Consideremos al buen Pastor que, por salvar a sus ovejas, sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

Orar con la Iglesia:

Elevemos confiados nuestras súplicas al Padre, por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres.

-Por la santa Iglesia: para que viva en la unidad, la libertad y la paz, necesarias para llevar a cabo su misión en todo el mundo.

-Por el santo pueblo de Dios: para que el dueño de la mies multiplique los ministros de Cristo, servidores del Evangelio.

-Por las necesidades de la evangelización misionera: para que no falten jóvenes y adultos decididos a entregar sus vidas a tan noble tarea.

-Por las comunidades cristianas: para que vivan en su interior y difundan a su alrededor la herencia que nos dejó el Señor.

Oración: Escucha, Señor, las súplicas de tu Iglesia, para que se realice cuanto antes el deseo de Jesús: que haya un solo rebaño y un solo Pastor. Por el mismo Jesucristo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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EL CAMINO DE FE DE LA MUJER CANANEA
Benedicto XVI, Ángelus del 14 de agosto de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El pasaje evangélico de este domingo (XX del TO-A) comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un demonio (cf. Mt 15,21-28). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión recurrente en los Salmos; lo llama «Señor» e «Hijo de David», manifestando así una firme esperanza de ser escuchada.

¿Cuál es la actitud del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo». El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel», no desalienta a la cananea, que insiste: «¡Señor, ayúdame!». E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda esperanza -«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos»-, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe tan grande y le dice: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».

Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Cor 2,13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.

Queridos hermanos y hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.

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DISPUESTOS A SUFRIR EN DEFENSA DE LA FE
De la narración del martirio
de los santos Nicolás Tavelic y compañeros,
escrita por un contemporáneo suyo

Nicolás y sus compañeros, franciscanos, se dedicaron en largo coloquio a estudiar el modo cómo conquistar para Dios las almas, que el maligno con tanto empeño busca arrebatarle, y cómo ellos mismos podrían ofrecer sus vidas al Altísimo en la ciudad santa de Jerusalén. Posponiendo todo temor, consultaron, además, a todos los hermanos prudentes y maestros en teología, contrastando todo ello con textos de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, con largas lecturas y profundas reflexiones. Confortados, pues, en el Señor, para emprender con valor esta empresa, y superando el miedo a las inspiraciones de la carne, el día once de noviembre del año mil trescientos noventa y uno, fiesta de san Martín, hacia las nueve de la mañana, en religioso orden y cumpliendo los proyectos tomados con tanto esmero, se dirigieron todos ellos, portando en sus manos unas proclamas, escritas en italiano y en árabe, hacia el templo de Jerusalén, en donde les fue prohibida la entrada.

Conducidos ante el Cadí, mostraron dichas proclamas y las leyeron. El Cadí intervino:

-El contenido de este escrito, ¿proviene de vosotros, como fruto de serias reflexiones vuestras, o más bien habla vuestra demencia e insensatez? ¿Os envía acaso el Papa o algún otro príncipe cristiano?

Con mesura y discreción, con valor de espíritu y con intrepidez cristiana respondieron ellos:

-Ningún hombre nos propuso esta embajada, sino que venimos en nombre de Dios, quien nos inspiró indicaros el camino de la salvación, el conocimiento de la verdad, según dice Cristo en el Evangelio: El que crea y sea bautizado, se salvara; el que no crea, se condenará.

El Cadí les volvió a preguntar:

-¿Os retractáis de estas afirmaciones y os hacéis sarracenos, estando dispuestos a salvar vuestras vidas? Si así no fuera, me veré obligado a enviaros a la muerte.

A una sola voz replicaron ellos:

-Nos mantendremos firmes, y estamos dispuestos a sufrir todos los tormentos en defensa de la verdad, que se halla en la fe católica, porque es santa, universal y verdadera.

Ante semejante respuesta, el Cadí, oído su Consejo, pronunció la pena capital sobre aquellos religiosos. Hecha pública la sentencia, los presentes, con grandes clamores, vociferaban:

-¡Que mueran, que mueran!

Y allí mismo cayeron semimuertos, a golpes de la enfurecida muchedumbre. Eran las tres de la tarde, y permanecieron allí hasta la media noche, porque proseguía el clamor de la multitud. Desnudados, atados fuertemente a unos maderos, flagelados con horrible crueldad y lanzados al suelo, quedaron inertes. Los trasladaron a la prisión y los colocaron sobre cepos, sometiéndolos a bárbaros tormentos, sin descanso y con suma crueldad.

Al tercer día, conducidos a la plaza pública, en donde son ajusticiados los malhechores, ante la presencia del Emir, del Cadí y del pueblo, teniendo desenvainadas las espadas los soldados, y atizando una inmensa hoguera, preparada al efecto, se les volvió a interrogar si mantenían la postura tomada o se retractaban, haciéndose sarracenos, con lo cual lograrían salvar su vida. La respuesta fue unánime:

-No renunciamos; y os rogamos con todo el corazón que os convirtáis vosotros a Cristo y os bauticéis. Sabed que, por Cristo y por su fe, no tememos ser consumidos por el fuego, ni tampoco ofrecer nuestras vidas al suplicio de la muerte violenta.

La masa, incontenible y embravecida, se lanzó sobre ellos con toda clase de instrumentos cortantes, y los soldados, con sus dagas, destrozaron sus cuerpos, sajando los rostros, tanto que no parecían ya hombres, y los arrojaron al fuego. Durante un día se prolongó el suplicio.

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SAN FRANCISCO, UN HOMBRE COMUNIÓN
por Sebastián López, OFM

FRANCISCO ESCOGIÓ LA PAZ

Decididamente, Francisco había nacido para acoger, para hacer corro a su alrededor. Basta evocarlo como el rey de la juventud de Asís, o recordar el adjetivo de cortés que Celano le aplica más de una vez y que los Tres Compañeros ponen en su boca cuando se recrimina a sí mismo su comportamiento con los pobres. Pero la palabra que, sin duda, prefería como definición de su actitud frente a los hombres y a las cosas fue la de hermano. «El hermano Francisco, el pequeño, el siervo, el a los pies de todos». Celano razona así en pocas palabras la sangría irrestañable de aquella vida: «No sólo hacía tales cosas [entregar el hábito, etc.], sino que estaba también pronto a entregarse por entero a sí mismo hasta agotarse; y daba muy gozosamente cuanto le pedían» (2 Cel 181).

Y sin embargo... a Francisco también le hervía y brincaba la sangre en las venas, aunque no lo destaque demasiado el género edificante de las primeras biografías. Es el Francisco de la guerra entre Asís y Perusa; el que se alista en el ejército a las órdenes de Gualterio de Brienne; y también el Francisco de las rebeldías evangélicas, de las originalidades religiosas que, independientemente de su intención más profunda, lo alineaban junto a movimientos incómodos y molestos para la Iglesia de entonces. Hay también por tanto un Francisco rebelde, guerrero, inconformista, que creó incomodidad y produjo desasosiego a su alrededor, del que no se puede prescindir si se quiere acertar con su estampa de hermano.

La fraternidad y la paz arrancaban en él desde la reconciliación que impuso a su propio ser. La expresión el hermano cuerpo, que usará más tarde, señala su sincera voluntad de paz en la propia casa. «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados. Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo» (TC 58), decía a los suyos. Lo había hecho él antes firmando la paz entre los dos Franciscos. Era un reconciliado. Siempre le dolería la paz como una antigua y entrañable cicatriz.

No se puede hablar, nos parece, de Francisco reconciliado y reconciliador, del hermano Francisco, sin remontar las aguas hasta lo que él escogió como inagotable manantial de todo en su vida: el Evangelio. Dios revelado y entregado en Cristo. Nada hay más claro y seguro en su vida, ni que se preste menos a interpretaciones, que la decidida opción por una forma y estilo de vida conforme al Evangelio. Su exclamación al escuchar el evangelio de la Misión de los Apóstoles, lo subraya suficientemente: había encontrado lo que buscaba, el Evangelio como norma de vida. Los biógrafos lo repetirán insistentemente: le urgía el Evangelio, su seguimiento, hacer de la vida su copia y calco exacto y literal (1 Cel 84). Así se hizo y eso es al fin: evangelio en carne viva. Francisco se define desde ese inquieto e incansable afán que da luz, además, a todo lo que aconteció en su vida, igual que a su propia persona.

Pero teniendo en cuenta lo siguiente. Sin negar su arranque temperamental, Francisco es un activo, un voluntarista; el Evangelio le enseñó que lo primero y fundamental en definitiva son las obras más que las palabras. Desde la escucha del evangelio de la Misión de los Apóstoles a que nos hemos referido, escuchar para realizar, para plasmar el Evangelio es una constante en su vida. Saber es sobre todo hacer, poner en práctica la Palabra (cf. Sant 1,22). Esta actitud define su vida y lo define a él medularmente. No se cansará de repetirlo: plus exemplo quam verbo, más con el ejemplo que con la palabra.

La paz, la hermandad, más que un programa es un hecho: sus brazos abiertos, su servicio. En nuestro hoy, tan fácil y pródigo de palabra, es necesario no perder de vista esto si queremos entender a Francisco como comunión.

Francisco, pues, escogió la Paz que Cristo hizo y es y que el Evangelio anuncia; escogió la hermandad que nos regaló el Hermano Jesucristo. Su opción por Cristo y el Evangelio nos explica, por tanto, su fundamental postura mediadora, reconciliadora y fraternal consigo mismo, con Dios, con los hombres y las cosas.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166]

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