DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

UNGIDOS POR EL ESPÍRITU

por Miguel Payá Andrés


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Capítulo IV

EL ESPÍRITU NOS GUÍA
HACIA LA VERDAD COMPLETA

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AGUA

«Así dice la Escritura: De sus entrañas manarán ríos de agua viva. (Se refería al Espíritu que habían de recibir los creyentes en él) (Jn 7,38-39). El agua, elemento necesario para la vida y signo de la renovación obrada por Dios (cf. Ez 47,1-12; Za 14,8), se convierte en el N. T. en el signo sacramental del nuevo nacimiento en el Espíritu, el Bautismo.»

1. El Espíritu Santo y la Revelación

Dios, que es invisible, ha querido manifestarse a los hombres y darles a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9). Y esto la ha hecho de muchas maneras desde el origen mismo del mundo.

En primer lugar, al crear y conservar el universo por su Palabra, ha ofrecido a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo. Como dice San Pablo, «lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se deja ver a la inteligencia desde la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,20). Además, queriendo abrir el camino de la salvación, Dios se reveló desde el principio a nuestros primeros padres. Y, después de su caída, los levantó a la esperanza de la salvación con la promesa de la redención.

Después, ha cuidado continuamente del género humano, ha inscrito su ley en la conciencia de todo hombre para que sepa discernir entre el bien y el mal, y ha ofrecido su salvación a todos los que le buscan con sincero corazón. Por eso no es extraño que los hombres de todos los tiempos hayan tenido una cierta percepción de esa fuerza misteriosa que dirige el mundo y los acontecimientos de la vida humana; y que muchos incluso hayan reconocido a Dios y hayan impregnado toda su vida de un íntimo sentido religioso. Así lo atestigua la historia de las religiones.

Pero, como a causa del pecado, los hombres se ofuscaron en sus razonamientos, adoraron y sirvieron a las criaturas en vez del Creador, y cayeron en todo tipo de perversiones (cf. Rom 1,18-25), Dios, movido por su amor, decidió manifestarse más claramente a los hombres, hablarles como amigos y tratar con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía.

Para reunir a la humanidad dispersa, comenzó llamando a Abrahán para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gén 12,2-3). Y, en efecto, después de la época de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo, salvándolo de la esclavitud de Egipto, y lo fue instruyendo por medio de Moisés y los profetas para que lo reconocieran a él como Dios único y verdadero, como Padre providente y justo juez. Además, fue despertando en ese pueblo una gran esperanza: un día, Dios purificaría todas las infidelidades de la humanidad y ofrecería la salvación definitiva, no sólo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres (cf. Ez 36; Is 49,5-6). De este modo, Dios, a través de su «aliento» misterioso, fue preparando a través de los siglos el camino del Evangelio.

Y, por fin, llegó el día de la manifestación definitiva: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre que actuó y habló movido por el Espíritu de Dios, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En él, Dios nos lo ha dicho ya todo, no le queda más por decir. Con sus palabras y obras, con sus signos y milagros, y, sobre todo, con su muerte y gloriosa resurrección, Jesús nos ha revelado toda la hondura del amor que es Dios y su designio admirable sobre nosotros.

Pero la plenitud de la revelación de Jesús sólo se produjo cuando él envió al Espíritu de la verdad. Ya lo anunció a los apóstoles en el Cenáculo: «Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ellas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga» (Jn 16,12-13). Fue, pues, el Espíritu Santo quien concedió luz a los apóstoles para que conocieran la «verdad completa» del Evangelio de Cristo, para que ellos y sus sucesores pudieran anunciarla a todas las gentes (cf. Mt 28,19).

2. El Espíritu Santo y la transmisión de la Revelación

La revelación definitiva de Dios en Jesús, nosotros sólo la conocemos a través del testimonio de los apóstoles.

Como lo que Dios había revelado tenía que servir para la salvación de toda la humanidad, Dios mismo estableció la manera de conservarlo íntegro para siempre y transmitirlo a todas las edades.

a) La transmisión de los Apóstoles

Cristo mandó a los apóstoles predicar el Evangelio a todos los hombres, como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta (cf. Mt 28,19-20). Los apóstoles cumplieron fielmente este mandato, transmiténdonos todo lo que habían aprendido de las obras y palabras de Jesús y lo que el Espíritu Santo les había enseñado. Y lo hicieron de dos maneras: oralmente, es decir, con su predicación, y por escrito, ya que los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación.

Tanto la transmisión oral como la escrita, se hicieron bajo la inspiración y la asistencia del Espíritu Santo. Sólo él es capaz de garantizar que la verdad transmitida coincida con la verdad revelada. Esta intervención del Espíritu en la predicación de los apóstoles comenzó ya el día de Pentecostés: «... quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2,4). San Pedro tiene plena conciencia de esta acción del Espíritu, cuando escribe: «... éste es el mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el Evangelio, en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1 Pe 1,12).

b) La transmisión de la Iglesia

Después de la muerte de los apóstoles, la Revelación tenía que darse a conocer a los hombres de todos los tiempos. Y esta es la tarea asignada a la Iglesia. Por eso San Pablo escribía a sus discípulos: «Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta» (2 Tes 2,15).

Las últimas palabra del Apóstol ya nos indican que la Iglesia tendrá que conservar lo transmitido por los apóstoles de dos modos:

1) En la Sagrada Escritura conservará lo que ellos escribieron.

2) En la Tradición, es decir, en su enseñanza, su vida y su culto, conservará lo que ellos hicieron y enseñaron oralmente.

Sagrada Escritura y Tradición son para nosotros las fuentes donde encontramos la Revelación. Ambas están estrechamente unidas, ya que manan del mismo manantial, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin (cf. Dei Verbum, 8). Y ambas constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia.

Ya hemos dicho que el Espíritu Santo está en el origen de este depósito de la fe, por cuanto que ha inspirado tanto la Sagrada Escritura como la predicación oral de los apóstoles que nos transmite la Tradición. Pero, para que este depósito sea conservado y transmitido por la Iglesia, el Espíritu necesita hacer aún otras dos operaciones:

1) Ayudar a que los creyentes acojan con fe y crezcan en la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas. Esta acción interna del Espíritu Santo nos acompaña cuando contemplamos y estudiamos estas verdades, cuando profundizamos en los misterios que vivimos, y cuando escuchamos su proclamación por parte de los sucesores de los apóstoles.

2) Asistir al Magisterio de la Iglesia para que enseñe e interprete auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita. Porque los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, tienen por mandato divino la misión de custodiar celosamente y explicar con fidelidad el depósito de la fe. Y, en el ejercicio de esta misión, cuentan con la asistencia del Espíritu Santo.

Gracias a esta doble acción del Espíritu Santo, la Iglesia es infalible, no se puede equivocar al presentar e interpretar la doctrina revelada. Este don de la infalibilidad está concedido, en primer lugar, a todo el pueblo de Dios: la totalidad de los creyentes no puede equivocarse cuando, desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos, muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y moral. Y esta infalibilidad reside también en aquellos que, por voluntad de Jesús, tienen la capacidad de representar a todo el pueblo de Dios: en el Papa, cuando como Pastor supremo enseña definitivamente una doctrina, y en el Cuerpo Episcopal, cuando ejerce el magisterio supremo presidido por el sucesor de Pedro.

3. La Sagrada Escritura, inspirada por el Espíritu Santo

Hemos dicho que la revelación de Dios nos llega al mismo tiempo a nosotros por la Sagrada Escritura y por la Tradición. Vamos a fijarnos ahora especialmente en la palabra de Dios escrita, en la Biblia.

El Concilio Vaticano II afirma: «La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia» (Dei Verbum, 11). Desentrañemos el significado de esta declaración solemne.

La Sagrada Escritura es, a la vez, un libro divino y humano. Es divino porque tiene a Dios por autor, ya que las verdades que en él se contienen se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. Y es humano porque, en la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaron de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (cf. Dei Verbum, 11). Y, como todo lo que afirman los autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que estos libros sagrados nos enseñan fielmente y sin error la verdad que Dios ha querido transmitirnos para nuestra salvación.

Ahora bien, si en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera de los hombres, para interpretarla bien es preciso estar atento, tanto a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar, como a lo que Dios quiso manifestarnos a través de sus palabras. Para descubrir la intención de los autores sagrados, es preciso tener en cuenta la cultura, la historia y los modos de hablar y de escribir de la época en que escribieron. Para captar lo que Dios nos quiere decir, hemos de tener en cuenta este gran principio: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Dei Verbum, 12). Y esto se logra aplicando estos cuatro criterios:

1) Se ha de leer a la luz de la fe, que es la que nos permite recibirla como palabra de Dios.

2) Se ha de leer desde Cristo, porque, por muy diferentes y distantes que sean los libros que la componen, todos manifiestan el único designio de Dios, cuyo centro y corazón es Cristo Jesús.

3) Se ha de leer en la Tradición viva de la Iglesia, ya que la Revelación va dirigida a todo el pueblo de Dios, que conserva su memoria viva en la Tradición y cuenta con la asistencia del Espíritu Santo para interpretarla auténticamente.

4) Se ha de leer situando cada cosa en el conjunto, ya que existe una cohesión entre todas las verdades que enseña, dentro del proyecto total de la Revelación.

En cuanto a su contenido, recordemos que la Sagrada Escritura se compone de Antiguo y Nuevo Testamento. Los 46 libros del Antiguo Testamento, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, están divinamente inspirados y conservan un valor permanente. Nos enseñan la pedagogía divina, que fue preparando y anunciando la venida de Cristo, y contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y sobre el hombre. Los 27 escritos del Nuevo Testamento nos ofrecen la verdad definitiva de la revelación divina, porque su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. Y, entre los escritos del Nuevo Testamento, sobresalen los cuatro Evangelios, corazón de toda la Biblia, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador.

Finalmente, conviene que ponderemos la importancia de la Biblia para nuestra vida de creyentes. El Vaticano II compara la importancia de la Sagrada Escritura para la Iglesia con la que tiene la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). Y es que la Sagrada Escritura y la Eucaristía hacen la Iglesia. Para explicar esta función constitutiva de la palabra de Dios escrita, el mismo Concilio hace tres afirmaciones muy importantes:

1) La Sagrada Escritura es «sustento y vigor de la Iglesia». En efecto, ella es la norma suprema de la fe, junto con la Tradición, y el alimento de toda su predicación y vida.

2) La Sagrada Escritura es «firmeza de fe para sus hijos». Pues a través de ella adquirimos la ciencia suprema de Jesucristo. «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (Dei Verbum, 25).

3) La Sagrada Escritura es «alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual». Es decir, es (debe ser) el alimento principal de nuestra vida personal de fe. Ningún libro es comparable a la Biblia, ni en cuanto a su verdad ni en cuanto a la energía que trasmite; porque Dios hace siempre lo que dice.

Aunque, para que esto suceda, tendremos que prestar atención a este último consejo del Concilio: «Recuerden que, a la lectura de la Biblia, debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre; pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras» (Dei Verbum, 25). Es una forma de recordarnos que la Biblia es una inmensa declaración de amor que está exigiendo una respuesta de amor.

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