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Undécima
Estación |
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Vía crucis de Juan Pablo II (Viernes Santo de 2000) «Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos» (Sal 21,17-18). Se cumplen las palabras del profeta. Comienza la ejecución. Los golpes de los soldados aplastan contra el madero de la cruz las manos y los pies del condenado. En las muñecas los clavos penetran con fuerza. Esos clavos sostendrán al condenado entre los indescriptibles tormentos de la agonía. En su cuerpo y en su espíritu de gran sensibilidad, Cristo sufre lo indecible. Junto a él son crucificados dos verdaderos malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Se cumple así la profecía: «Con los rebeldes fue contado» (Is 53,12). Cuando los soldados levanten la cruz, comenzará una agonía que durará tres horas. Es necesario que se cumpla también esta palabra: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). ¿Qué es lo que «atrae» de este condenado agonizante en la cruz? Ciertamente, la vista de un sufrimiento tan intenso despierta compasión. Pero la compasión es demasiado poco para mover a unir la propia vida a Aquél que está suspendido en la cruz. ¿Cómo explicar que, generación tras generación, esta terrible visión haya atraído a una multitud incontable de personas, que han hecho de la cruz el distintivo de su fe?, ¿de hombres y mujeres que durante siglos han vivido y dado la vida mirando este signo? Cristo atrae desde la cruz con la fuerza del amor divino, que ha llegado hasta del don total de sí mismo; del amor infinito, que en la cruz ha levantado de la tierra el peso del cuerpo de Cristo, para contrarrestar el peso de la culpa antigua; del amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de amor y ha permitido que el hombre nuevamente encuentre refugio entre los brazos del Padre misericordioso. ¡Que Cristo elevado en la cruz nos atraiga también a nosotros, hombres y mujeres del nuevo milenio! Bajo la sombra de la cruz, «vivimos en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). Pausa de silencio Oremos: Cristo elevado, Amor crucificado, llena nuestros corazones de tu amor, para que reconozcamos en tu cruz el signo de nuestra redención y, atraídos por tus heridas, vivamos y muramos contigo, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. Amén. Vía crucis de Gerardo Diego
El autor narra en segunda persona, para sentir más cerca la presencia de Cristo, la escena crucial de la crucifixión: cordeles, clavos, hiel, son los instrumentos martiriales con que se compone la crueldad extrema que ennegrece el ámbito inhabitable del monte de la Calavera. El poeta se detiene en un gesto altamente significativo: la inaudita docilidad que imprime a su aceptación de la obra del Padre, en la oferta voluntaria y sumisa de manos y pies, en prenda de la vida eterna que estrena el ladrón oportunamente arrepentido.- [Fr. Ángel Martín, ofm] |
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