DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

Tercera Estación
JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ

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Vía crucis de Juan Pablo II

(Viernes Santo de 2000)

Dios cargó sobre Jesús los pecados de todos nosotros. «Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,6).

Jesús cae bajo el peso de la cruz. Sucederá tres veces durante el camino relativamente corto de la «Vía dolorosa». Cae por agotamiento. Tiene el cuerpo ensangrentado por la flagelación, la cabeza coronada de espinas. Le faltan las fuerzas. Cae, pues, y la cruz lo aplasta con su peso contra la tierra.

Hay que volver a las palabras del profeta, que siglos antes ha previsto esta caída, casi como si la estuviera viendo con sus propios ojos: ante el Siervo del Señor, en tierra bajo el peso de la cruz, manifiesta el verdadero motivo de la caída: «Dios cargó sobre él los pecados de todos nosotros».

Han sido los pecados los que han aplastado contra la tierra al divino Condenado. Han sido ellos los que determinan el peso de la cruz que él lleva a sus espaldas. Han sido los pecados los que han ocasionado su caída.

Cristo se levanta a duras penas para proseguir el camino. Los soldados que lo escoltan intentan instigarle con gritos y golpes. Tras un momento, el cortejo prosigue. Jesús cae y se levanta. De este modo, el Redentor del mundo se dirige sin palabras a todos los que caen. Les exhorta a levantarse.

«Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas os han curado» (1 Pe 2,24).

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que caes bajo el peso de nuestras culpas y te levantas para nuestra justificación, te rogamos que ayudes a cuantos están bajo el peso del pecado a volverse a poner en pie y reanudar el camino. Danos la fuerza del Espíritu, para llevar contigo la cruz de nuestra debilidad.

A ti, Jesús, aplastado por el peso de nuestras culpas, nuestro amor y alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

Vía crucis de Gerardo Diego

A tan bárbara congoja
y pesadumbre declinas,
y tus rodillas divinas
se hincan en la tierra roja.
Y no hay nadie que te acoja.
En vano un auxilio imploras.
Vibra en ráfagas sonoras
el látigo del blasfemo.
Y en un esfuerzo supremo
lentamente te incorporas.

Como el Cordero que viera
Juan, el dulce evangelista,
así estás ante mi vista
tendido con tu bandera.
Tu mansedumbre a una fiera
venciera y humillaría.
Ya el Cordero se ofrecía
por el mundo y sus pecados.
Con mis pies atropellados
como a un estorbo le hería.

La primera caída de Cristo, abrumado por el tormento, arrecia sobre su espíritu desolado desde el supremo agravio de la soledad y la situación límite de la impotencia de un hombre que lleva velado a Dios en las costuras de su compleja personalidad: no hay quien le acerque una mano, dispersos sus amigos. Es, por contra, un latigazo quien le urge al obligado esfuerzo de reunir sus fuerzas para emprender la marcha.

La descripción dramática de este cuadro se atiene al esquema común del diálogo ponderativo con Cristo mismo, desde la distancia que salvan la fe y la compasión cristiana. Se trata de una actualización meditativa que esta vez invade incluso la segunda décima de la composición global, en la que se presenta a Jesús como víctima propiciatoria, "como el cordero que viera Juan", y que se ofrece "por el mundo y sus pecados". Los dos últimos versos se los reserva el poeta para su propia inclusión identificativa particular precisamente con quienes "le herían".- [Fr. Ángel Martín, ofm]

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