|
Segunda
Estación |
. |
Vía crucis de Juan Pablo II (Viernes Santo de 2000) La cruz, instrumento de una muerte infame. No era lícito condenar a la muerte en cruz a un ciudadano romano: era demasiado humillante. Pero el momento en que Jesús de Nazaret cargó con la cruz para llevarla al Calvario marcó un cambio en la historia de la cruz. De ser signo de muerte infame, reservada a las personas de baja categoría, se convierte en llave maestra. Con su ayuda, de ahora en adelante, el hombre abrirá la puerta de las profundidades del misterio de Dios. Por medio de Cristo, que acepta la cruz, instrumento del propio despojo, los hombres sabrán que Dios es amor. Amor inconmensurable: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Esta verdad sobre Dios se ha revelado a través de la cruz. ¿No podía revelarse de otro modo? Tal vez sí. Sin embargo, Dios ha elegido la cruz. El Padre ha elegido la cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre sus hombros, la ha llevado hasta al monte Calvario y en ella ha ofrecido su vida. «En la cruz está el sufrimiento, en la cruz está la salvación, en la cruz hay una lección de amor. Oh Dios, quien te ha comprendido una vez, ya no desea ni busca ninguna otra cosa» (Canto cuaresmal polaco). La Cruz es signo de un amor sin límites. Pausa de silencio Oremos: Cristo, que aceptas la cruz de las manos de los hombres para hacer de ella un signo del amor salvífico de Dios por el hombre, concédenos, a nosotros y a los hombres de nuestro tiempo, la gracia de la fe en este infinito amor, para que, transmitiendo al nuevo milenio el signo de la cruz, seamos auténticos testigos de la Redención. A ti, Jesús, sacerdote y víctima, alabanza y gloria por los siglos de los siglos. Amén. Vía crucis de Gerardo Diego
La primera estrofa nos presenta un pasaje descriptivo de Jesús bajo el madero, cuyo peso curva sus espaldas. Sobre el claroscuro de un pueblo que bulle en fiestas. El escritor personifica su compasión en el tacto de su propia carne que imprime un beso caritativo en la cara lacerada del divino reo. Hay un cruce paradójico de realidades trascendidas: la salvífica gesta del sufrimiento de Cristo invierte el orden lógico de cielos y tierra, en cuanto reviste de afrentas la persona del Hijo de Dios, para surtir de gloria y liberación a quien le crucifica. Tan honda pugna le sugiere al poeta, en el ánimo contrastado de Cristo, un talante de lucha por el hombre, con que el divino soldado se lista como abanderado de la cruz, la maciza bandera.- [Fr. Ángel Martín, ofm] |
. |
|