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Primera
Estación |
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Nos refieren los Evangelios que Jesús, terminada la Última Cena, salió con sus discípulos hacia el huerto de Getsemaní en el monte de los Olivos. Llegados allí, se apartó del grupo, y a solas, muy a solas, cayó rostro en tierra, y suplicaba: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú». Sumido en agonía, insistía en su oración y el sudor se le hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Más tarde llegó Judas con unos enviados de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo; el traidor les indicó con un beso quién era Jesús, y ellos se acercaron, le echaron mano y lo prendieron. Los discípulos le abandonaron todos y huyeron. Llevaron a Jesús a casa de Anás y luego a la de Caifás, sumos sacerdotes; Pedro y Juan lo fueron siguiendo y se quedaron en el atrio; allí, ante preguntas de distintas personas, Pedro negó por tres veces toda vinculación suya con Jesús. Mientras tanto había empezado el proceso religioso contra Jesús, que lo condenó a muerte, por reconocer que era el Mesías de Israel y por confesar que era verdadero Hijo de Dios. En efecto, los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio adecuado para condenarlo, pero no lo encontraban. Por fin el Sumo Sacerdote preguntó a Jesús si era el Cristo, el Hijo de Dios. Ante la respuesta afirmativa, Caifás rasgó sus vestiduras y dio por probado lo que buscaba; pidió al Sanedrín su parecer y la respuesta fue unánime: «¡Reo es de muerte!». Las autoridades judías no podían por sí mismas ejecutar esa sentencia; por eso, cuando amaneció, llevaron a Jesús ante el procurador romano y se lo entregaron. Pilato, al saber que Jesús era galileo y por tanto súbdito de Herodes, se lo remitió; pero éste, después de mofarse de Jesús, se lo devolvió. El relato de San Lucas nos dice que Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, y les dijo: «No he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que lo castigaré y lo soltaré». Pilato pensaba liberar a Cristo aplicándole el indulto que solía conceder por pascua. Pero la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!». Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!». Pilato entonces, nos dice San Juan, tomó a Jesús y mandó azotarlo, castigo terrible e inmisericorde en el que no pocos perecían. Además, los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura, para escarnecerle a la vez que le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les presentó a Jesús hecho una llaga, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Pensaba que viéndolo en un estado tan lastimoso, sus enemigos, movidos a piedad o satisfechos con el castigo ya infligido, desistirían de reclamar la crucifixión. Les dijo, pues, Pilato: «¡Aquí tenéis al hombre!», «Ecce Homo!». Pero cuando lo vieron, los sumos sacerdotes y los guardias gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Siguió un forcejeo dialéctico entre Pilato, que no encontraba delito en Jesús, y los enemigos de éste que pasaron a los argumentos amenazantes: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios», «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César», «Nosotros no tenemos más rey que el César». Entonces Pilato, nos refiere San Mateo, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis». Y todo el pueblo respondió: «¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Finalmente, Pilato les soltó a Barrabás; dictó la sentencia contra Jesús y se lo entregó para que fuera crucificado. De esta manera, al sufrimiento del espíritu, tristeza, angustia y soledad de Getsemaní, siguió el dolor corporal y físico de la flagelación, en un contexto saturado de toda clase de vejaciones y desprecios. Y así emprendió Jesús el Vía crucis, el Camino de la cruz, por hacer la voluntad del Padre y para la redención de los hombres. Vía crucis de Juan Pablo II (Viernes Santo de 2000) «¿Eres tú el Rey de los judíos?», preguntó Pilato a Jesús. «Mi Reino -le respondió Jesús- no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Le dice Pilato: «¿Qué es
la verdad?». Con esto, el Procurador romano consideró terminado el
interrogatorio. Volvió a salir donde los judíos y les dijo:
«Yo no encuentro ningún delito en él» (cf. Jn
18,33-38). Los acusadores intuyen esta debilidad de Pilato y por eso no ceden. Reclaman con obstinación la muerte en cruz. Las decisiones a medias, a las que recurre Pilato, no le sirven de nada. No es suficiente infligir al acusado la pena cruel de la flagelación. Cuando el Procurador presenta a la muchedumbre a un Jesús flagelado y coronado de espinas, parece como si con ello quisiera decir algo que, a su entender, debería doblegar la intransigencia de la plaza. Señalando a Jesús, dice: «Ecce homo!», «Aquí tenéis al hombre». Pero la respuesta es: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Pilato intenta entonces negociar: «Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en él» (cf. Jn 19,5-6). Está cada vez más convencido de que el imputado es inocente, pero esto no le basta para emitir una sentencia absolutoria. Entonces, los acusadores recurren a un argumento decisivo: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César" (Jn 19,12). Es una amenaza muy clara. Intuyendo el peligro, Pilato cede definitivamente y emite la sentencia, si bien con el gesto ostentoso de lavarse las manos: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis» (Mt 27,24). Así fue condenado a la muerte en cruz Jesús, el Hijo de Dios vivo, el Redentor del mundo. A lo largo de los siglos, la negación de la verdad ha generado sufrimiento y muerte. Son los inocentes los que pagan el precio de la hipocresía humana. No bastan decisiones a medias. No es suficiente lavarse las manos. Queda siempre la responsabilidad por la sangre de los inocentes. Por ello Cristo imploró con tanto fervor por sus discípulos de todos los tiempos: Padre, «Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17,17). Pausa de silencio Oremos: Cristo, que aceptas una condena injusta, concédenos, a nosotros y a los hombres de todos los tiempos, la gracia de ser fieles a la verdad y no permitas que caiga sobre nosotros y sobre los que vendrán después de nosotros el peso de la responsabilidad por el sufrimiento de los inocentes. A ti, Jesús, juez justo, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. Vía crucis de Gerardo Diego
La fórmula de esta primera estación se atiene ya a la estructura tradicional de la práctica del vía crucis: una narración descriptiva de cada situación y cuadro resultante de los pasajes que encadenan la subida al Calvario, seguida de un desarrollo temático que incite a la piedad y a la conversión del cristiano practicante. Aquí se trata del hecho condenatorio con la variante de que el destinatario es un tú dialógico, en lugar de la tercera persona narrativa habitual. Gana así en intimidad y cercanía el contenido poético, convertido en diálogo inmediato lo que de otro modo sería presentación genérica. Tema y desarrollo abarcan dos décimas a partes iguales. Una segunda parte, también al modo acostumbrado, aplica al yo lírico, representativo de todo cristiano, la culpabilidad pecadora que condena a crucifixión a un Cristo inocente. No está, pues, en el contenido la novedad, sino en la limpia naturalidad, junto a la fluencia versal, con que el autor maneja los octosílabos en la plena simetría de las dos estrofas, como si de prosa sin trabas métricas se tratase.- [Fr. Ángel Martín, ofm] |
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