DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Celano: Vida segunda de San Francisco, 86-118


.

Capítulo LIII

El manto regalado a una viejecita en Celano

86. El hecho sucedió en Celano. Un día de invierno, San Francisco llevaba puesto, doblado en forma de manto, un paño que le había prestado cierto amigo de los hermanos de Tívoli (1). Y, estando en el palacio del obispo de Marsi (2), se le presenta una viejecita que pedía limosna. En seguida suelta del cuello el paño y se lo alarga -aunque no es suyo- a la viejecita, diciéndole: «Anda, hazte un vestido, que bien lo necesitas». Sonríe la viejecita, y, sorprendida, no sé si de temor o de gozo, toma de las manos el paño. Se larga muy presta y, por que no se diera -si tardaba- el peligro de que lo reclamasen, lo corta con las tijeras.

Pero, al comprobar que el paño cortado no basta para una túnica, torna a donde el Santo, en las alas de la generosidad que había experimentado, y le hace ver lo insuficiente del paño. El Santo vuelve los ojos al compañero, que llevaba a la espalda otro de igual medida, y le dice: «¿Oyes, hermano, lo que dice esta pobrecilla? Suframos el frío por amor de Dios y da el paño a la pobrecilla para que complete la túnica». Dio él, da también el compañero; y, despojados el uno y el otro, visten a la viejecita.

Capítulo LIV

Otro pobre a quien dio también el manto

87. En otra ocasión, al volver de Siena, se encontró también con un pobre. El Santo dijo al compañero: «Es necesario que devolvamos el manto al pobrecillo, porque le pertenece. Lo hemos recibido prestado hasta topar con otro más pobre que nosotros». El compañero, que advertía cuánto lo necesitaba el compasivo Padre, se resistía a que, negligente consigo, se cuidara de otro. «Yo no quiero ser ladrón -le replicó el Santo-; se nos imputaría a hurto si no lo diéramos a otro más necesitado». Desistió aquél, éste regaló el manto.

Capítulo LV

Un caso parecido con otro pobre

88. Caso parecido ocurrió en Celle di Cortona (3). El bienaventurado Francisco llevaba un manto nuevo, que con todo empeño habían procurado los hermanos para él. Llega al lugar un pobre lamentándose de la muerte de su mujer y de la orfandad en que quedaba la familia, muy pobre. Le dice el Santo: «Te doy, por amor de Dios, este manto con la condición de que no lo des tú a nadie, si no es a buen precio». Los hermanos se presentaron rápidos al momento con ánimo de quitarle el manto e impedir semejante donación. Pero el pobre, animado de coraje con la presencia del santo Padre, sacando las uñas, lo defendía como cosa que le pertenecía. Por fin, los hermanos rescataron el manto, y el pobre se fue una vez que le dieron su precio.

Capítulo LVI

Cómo donó el manto a uno para que no odiase a su patrón

89. San Francisco encontró una vez en Colle, condado de Perusa (4), a uno muy pobre, a quien había conocido estando todavía en el siglo. Y le preguntó: «¿Cómo te va, hermano?» El pobre, irritado, comenzó a maldecir contra su señor, que le había despojado de todos los bienes. «Por culpa de mi señor -dijo-, a quien el Señor todopoderoso maldiga, no puedo por menos de estar mal».

Más compadecido del alma que del cuerpo del pobre, que persistía en su odio a muerte, el bienaventurado Francisco le dijo: «Hermano, perdona a tu señor por amor de Dios, para que libres tu alma de la muerte eterna, y puede ser que te devuelva lo arrebatado. Si no, tú, que has perdido tus bienes, perderás también tu alma». «No puedo perdonar de ninguna manera -replicó el pobre-, si no me restituye primero lo que se ha llevado». El bienaventurado Francisco, que llevaba puesto un manto, le dijo: «Mira: te doy este manto y te pido que perdones a tu señor por amor del Señor Dios».

Amansado y conmovido por el favor, el pobre, en cuanto recibió el regalo, perdonó los agravios.

Capítulo LVII

Cómo dio el ruedo de su túnica a un pobre

90. Una vez, en cierta ocasión le ocurrió esto: le pidió un pobre, y como no tenía otra cosa de que echar mano, rasgó la fimbria de su túnica y se la entregó al pobre. En igual situación, otras veces se desprendió también de los calzones. Así se conmovían sus entrañas de piedad para con los pobres; seguía con estos sentimientos las huellas de Cristo pobre.

Capítulo LVIII

Cómo hizo dar a la madre pobre de dos hermanos
el primer ejemplar del Nuevo Testamento que hubo en la Orden

91. Viene un día al Santo la madre de dos hermanos y le pide limosna confiadamente. Compadecido de ella, el Padre santo dijo a su vicario el hermano Pedro Cattani: «¿Podemos dar alguna limosna a nuestra madre?» Es de saber que llamaba su madre y madre de todos los hermanos a la madre de cualquier hermano. Le respondió el hermano Pedro: «No queda en casa nada que se le pueda dar». Pero añadió: «Tenemos un ejemplar del Nuevo Testamento, por el que, al carecer de breviarios, leemos las lecciones de maitines». Le replicó el bienaventurado Francisco: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad, ya que en el mismo se nos amonesta que socorramos a los pobres. Creo por cierto que agradará más a Dios el don que la lectura».

Se le da, pues, el libro a la mujer; y así, el primer ejemplar del Testamento que hubo en la Orden fue a desaparecer en manos de esta santa piedad (5).

Capítulo LIX

Cómo dio el manto a una mujer enferma de los ojos

92. Durante los días en que San Francisco se hospedaba en el palacio del obispo de Rieti buscando la curación de la enfermedad de los ojos, llegó al médico una pobrecilla mujer, de Machilone, que padecía también un mal parecido al del Santo (6).

El Santo habla confidencial con su guardián y le insinúa: «Hermano guardián, es necesario que devolvamos lo ajeno». «Padre -le respondió el guardián-, devuélvase en hora buena, si tenemos algo que es ajeno». «Restituyámosle -replicó el Santo- este manto, que hemos recibido, de prestado, de esa pobrecilla mujer, pues no tiene nada en la bolsa para sus gastos». «Hermano, ese manto es mío -observó el guardián- y no prestado por nadie. Úsalo por el tiempo que quieras; cuando no quieras usarlo más, devuélvemelo».

Y es que el guardián lo había comprado poco antes, porque lo necesitaba San Francisco.

Insistió el Santo: «Hermano guardián, tú has sido siempre cortés conmigo; haz también ahora -te lo ruego- honor a tu cortesía». «Padre -respondió el guardián-, haz con libertad lo que te inspira el Espíritu».

Llama luego el Santo a un seglar muy devoto y le dice: «Toma este manto y doce panes y vete a aquella mujer pobrecilla y dile así: "Un hombre pobre, a quien prestaste el manto, te da gracias por haberlo prestado; pero toma ya lo que es tuyo"». Se fue el hombre y habló como se le había indicado. La mujer, creyendo que se burlaba de ella, dijo ruborizado al hombre: «Déjame en paz con tu manto. No entiendo lo que dices». Insiste el hombre, y le pone todas las cosas en sus manos. Al ver ella que no hay engaño en el caso, temerosa, por otra parte, de que le quiten lo que acaba de ganar tan fácilmente, se levanta de noche y, sin preocuparse de la curación de los ojos, se vuelve a casa con el manto.

Capítulo LX

Cómo se le aparecieron en el camino tres mujeres
y después de haberlo saludado extrañamente desaparecieron

93. Contaré en pocas palabras un caso de significación poco clara, pero certísimo de toda certeza. Al tiempo en que Francisco, el pobre de Cristo, se dirigía con prisa de Rieti a Siena en busca de remedio para los ojos (7), atravesaba la llanura vecina a la Rocca Campiglia en compañía de un médico amigo de la Orden. Y he aquí que en el trayecto que recorría San Francisco aparecen tres mujeres pobrecitas a la vera del camino. Eran tan parecidas en estatura, edad y cara, que se diría que las tres habían salido del mismo molde. Cuando llega hasta ellas el Santo, inclinan éstas reverentes la cabeza y le enaltecen con un saludo nuevo: «Bienvenida sea la dama Pobreza». El Santo se llenó al instante de un gozo indecible, como quien no había encontrado saludo más placentero para dedicarlo a los hombres que el que ellas habían dictado. Y creyéndolas en un principio mujeres realmente muy pobres, vuelto al médico que le acompañaba, le dice: «Te lo pido en consideración a Dios: dame algo para esas pobrecillas». Nada más oírlo, se ofreció éste, se apeó volando del caballo y repartió a cada una unas monedas.

Apenas prosiguen ya el camino que llevaban, así que los hermanos y el médico extienden la vista en todo lo largo de aquella desierta llanura, no ven ni rastro de las mujeres. Asombrados en extremo con las maravillas del Señor, cuentan el episodio en la seguridad de que no fueron mujeres aquellas que habían transvolado más veloces que las aves.

EL AMOR DE SAN FRANCISCO A LA ORACIÓN

Capítulo LXI

El tiempo, el lugar y el fervor de su oración

94. El varón de Dios Francisco, ausente del Señor en el cuerpo, se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne. Con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón, sino en el cuerpo.

Como testigos presenciales (8) y en cuanto es posible comunicar esto a los humanos, relatamos las maravillas de su oración, para que las imiten los que han de venir.

Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndole retroceder si no veía que adelantaba a cada paso. Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen (9). El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres.

Buscaba siempre lugares escondidos, donde no sólo en el espíritu, sino en cada uno de los miembros, pudiera adherirse por entero a Dios. Cuando, estando en público, se sentía de pronto afectado por visitas del Señor, para no estar ni entonces fuera de la celda hacía de su manto una celdilla; a veces -cuando no llevaba el manto- cubría la cara con la manga para no poner de manifiesto el maná escondido. Siempre encontraba manera de ocultarse a la mirada de los presentes, para que no se dieran cuenta de los toques del Esposo, hasta el punto de orar entre muchos sin que lo advirtieran en la estrechez de la nave (10). En fin, cuando no podía hacer nada de esto, hacía de su corazón un templo. Enajenado, desaparecía todo carraspeo, todo gemido; absorto en Dios, toda señal de disnea, todo visaje (cf. LM 10,4).

95. Esto en casa. Pero, cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí -como quien ha encontrado un santuario más recóndito (cf. 2 Cel 52)- hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor.

Y ¿acertarías tú a imaginar de cuánta dulzura estaba transido quien así estaba habituado? Él sí lo supo; yo no sé otra cosa si no es admirar. Lo sabrá el que lo experimenta; no se les da el saber a los inexpertos. Inflamado así el espíritu que bullía de fervor, bien sea en su aspecto exterior, bien en su alma toda entera derretida, moraba ya en la suprema asamblea del reino celeste.

El bienaventurado Padre no desatendía por negligencia ninguna visita del Espíritu; si se le ofrecía, respondía al regalo y saboreaba la dulzura así puesta delante por todo el tiempo que permitía el Señor. Aun cuando le apremiase algún asunto o se encontrase de viaje, al notar en lo profundo de grado en grado ciertos toques de la gracia, gustaba aquel maná dulcísimo reiterada y frecuentemente. Y en efecto: hasta de camino, dejando que se adelantasen los compañeros, se detenía él, y, quedándose a saborear la nueva iluminación, no recibía en vano la gracia (11).

Capítulo LXII

Se deben rezar con devoción las horas canónicas

96. En el rezo de las horas canónicas era temeroso de Dios a par de devoto. Aun cuando padecía de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, no se apoyaba en muro o pared durante el rezo de los salmos, sino que decía las horas siempre de pie, la cabeza descubierta, la vista recogida y sin languideces. Si cuando iba por el mundo caminaba a pie, se detenía siempre para rezar sus horas; y si a caballo, se apeaba. Un día volvía de Roma; no cesaba de llover; se apeó del caballo para rezar el oficio; pero, como se detuvo mucho, quedó del todo empapado en agua. Pues decía a veces: «Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios».

Capítulo LXIII

Cómo ahuyentaba las imaginaciones en la oración

97. Creía faltar gravemente si, estando en oración, se veía alguna vez agitado de vanas imaginaciones. En tales casos no difería la confesión, para expiar cuanto antes la falta. Le era tan habitual ese cuidado, que rarísimamente le molestaban semejantes moscas.

Durante una cuaresma, con el fin de aprovechar bien algunos ratos libres, se dedicaba a fabricar un vasito. Pero un día, mientras rezaba devotamente tercia, se deslizaron por casualidad los ojos a mirar detenidamente el vaso; notó que el hombre interior sentía un estorbo para el fervor. Dolido por ello de que había interceptado la voz del corazón antes que llegase a los oídos de Dios, no bien acabaron de rezar tercia, dijo de modo que le oyeran los hermanos: «¡Vaya trabajo frívolo, que me ha prestado tal servicio, que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor, cuyo sacrificio ha estorbado». Dicho esto, tomó el vaso y lo quemó en el fuego. «Avergoncémonos -comentó- de vernos entretenidos por distracciones fútiles mientras hablamos con el gran Rey durante la oración».

Capítulo LXIV

Un éxtasis

98. Era levantado muchas veces a la dulzura de tan alta contemplación, que, arrebatado por encima de sí mismo, a nadie revelaba la experiencia que había vivido de lo que está más allá del humano sentido. Pero por un caso que fue notorio queda para nosotros claro con qué frecuencia quedaba enajenado en la dulcedumbre del cielo.

Una vez que tenía que pasar por Borgo San Sepolcro, lo llevaban sobre un asno. Y como quiera que había manifestado la voluntad de descansar en cierta leprosería, fueron muchos los que se enteraron de que el varón de Dios había de pasar por allí. Corren de todas partes hombres y mujeres que quieren verlo y tocarlo, como es costumbre, por devoción. Y ¿qué pasa? Lo manosean, le tiran de un lado y de otro; le cortan retazos de la túnica para guardarlos como recuerdo (12); el hombre parece insensible a todo, y, como si estuviera muerto, no advierte nada de lo que sucede. Se acercan, por fin, al lugar (13); y, mucho después de haber dejado atrás Borgo, el contemplador de las cosas del cielo -como quien vuelve de otro mundo- pregunta con interés si están cercanos a Borgo.

Capítulo LXV

Cómo se comportaba después de la oración

99. Al volver de sus oraciones particulares, en las cuales se transformaba casi en otro hombre, se esmeraba con el mayor cuidado en parecer igual a los demás, para no perder -con el aura de admiración que podría suscitar su aspecto inflamado (cf. 1 Cel 96)- lo que había ganado.

Lo explicó así muchas veces a sus familiares: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro"». «Así debe ser -añadió-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva». «Por una recompensa pequeña -razonaba aún- se pierde algo que es inestimable y se provoca fácilmente al Dador a no dar más» (cf. Adm 21 y 28).

En fin, solía levantarse para la oración tan disimuladamente, tan sigilosamente, que ninguno de los compañeros advirtiese ni cuándo se levantaba ni cuándo oraba. En cambio, al ir a la cama por la noche, sacaba ruido casi estrepitoso para que los demás se dieran cuenta de que se acostaba.

Capítulo LXVI

Cómo un obispo que lo sorprendió en oración perdió el habla

100. Estaba San Francisco en oración -en el lugar de la Porciúncula-, cuando el obispo de Asís vino a hacerle, como de costumbre, una visita de amistad. En cuanto entra en el lugar, se acerca con poca consideración y sin ser llamado a la celda del Santo y, empujando la portezuela, hace por entrar. Apenas mete la cabeza y ve al Santo que ora, le sacude de pronto un temblor, y, paralizándosele los miembros, pierde también el habla. De repente, la voluntad del Señor lo echa violentamente hacia fuera y es alejado andando hacia atrás. Doy por sentado que, o éste no era digno de presenciar aquel misterio, o aquél  -que lo experimentaba- era digno de experimentarlo por más tiempo. El obispo, estremecido, vuelve a los hermanos, y a la primera palabra de confesión de su culpa recobra el habla.

Capítulo LXVII

Cómo un abad experimentó la eficacia de su oración

101. Otra vez, el abad del monasterio de San Justino, del obispado de Perusa, se encontró con San Francisco; saltó en seguida del caballo y conversó un rato con él acerca de la salvación de su alma. Por último, al separarse, le pidió humildemente que rogara por él. San Francisco le respondió: «Señor, lo haré con gusto». Poco se había separado aún el abad, cuando San Francisco dijo al compañero: «Hermano, espérame un poco, que quiero pagar la deuda contraída». De hecho fue siempre ésta la costumbre del Santo: no echarse a las espaldas la oración que se le pedía, sino cumplir cuanto antes, como ahora, la promesa de hacerla. En consecuencia, mientras el Santo oraba a Dios, el abad sintió de súbito en el espíritu un ardor y una dulzura que no había experimentado hasta entonces, hasta el punto de que, extasiado, fue visto desvanecerse del todo. Permaneció así por muy poco espacio, y vuelto en sí comprobó la eficacia de la oración de San Francisco. Por eso, en adelante se encendió en un mayor amor a la Orden (14) y contó a muchos como milagro lo acaecido.

Estos son los pequeños mutuos regalos que convienen a los siervos de Dios; éste, el intercambio recíproco de dones que les cuadra. Este santo amor, que a las veces se llama espiritual, queda contento con el fruto de la oración; la caridad tiene a menos los pequeños regalos de la tierra. Creo que es característica del santo amor ayudar y ser ayudado en el combate espiritual, recomendar y ser recomendado ante el tribunal de Cristo. Y ¿hasta qué grados de oración piensas que pudo llegar aquel que por sus méritos pudo elevar tan alto a otro?

LA INTELIGENCIA QUE DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
TENÍA EL SANTO Y LA EFICACIA DE SUS PALABRAS

Capítulo LXVIII

La ciencia y la memoria que tuvo

102. Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar (15). Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros (16); que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante. Decía que le resultaba fructuoso este método de aprender y de leer y no el de divagar entre un millar de tratados. Para él era filósofo de veras el que no anteponía nada al deseo de la vida eterna. Y aseguraba que quien, en el estudio de la Escritura, busca con humildad, sin presumir, llegará fácilmente del conocimiento de sí al conocimiento de Dios. A menudo resolvía de palabra cuestiones difíciles, y, sin ser maestro en el hablar, ponía de manifiesto, a todas luces, su entendimiento y su virtud.

Capítulo LXIX

El dicho de un profeta,
que expuso a petición de un hermano predicador

103. Durante su permanencia en Siena llegó uno de la Orden de los predicadores, varón ciertamente espiritual y doctor en sagrada teología. Así que visitó al bienaventurado Francisco, el uno y el otro se detuvieron largamente, disfrutando de una colación dulcísima sobre las palabras del Señor. Y el maestro se animó a preguntarle sobre aquel dicho de Ezequiel: Si no le hablares para retraer al malvado de sus perversos caminos, yo te demandaré a ti de su sangre (Ez 3,18). «A propósito, mi buen padre -le dijo-, conozco a muchos a quienes, a pesar de saber que están en pecado mortal, no les hablo siempre de su maldad. ¿Se me pedirá, por eso, la cuenta de tales almas?»

El bienaventurado Francisco se le declaró iletrado (cf. 1 Cel 120), y, por tanto, en el puesto de aprender, que no en el de responder a la sentencia de la Escritura. El humilde maestro añadió: «Hermano, aunque tengo oído a algunos sabios exponer ese pasaje, me gustaría, no obstante, que me dijeras cómo lo entiendes tú». Le respondió el bienaventurado Francisco: «Si hay que entender el pasaje universalmente, yo le doy el sentido de que el siervo de Dios debe arder por su vida y santidad, de forma que con la luz del ejemplo y con el testimonio de la vida reprenda a todos los malvados. Quiero decir que el resplandor de su vida y el aroma de su fama harán saber a todos su iniquidad». Muy edificado, por consiguiente, aquel varón, dijo a los compañeros del bienaventurado Francisco al despedirse: «Hermanos míos, la teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra».

Capítulo LXX

Algunos pasajes que aclaró a preguntas de un cardenal

104. En otra ocasión, huésped de un cardenal en Roma, las preguntas de éste sobre pasajes oscuros las aclaraba de tal modo, que se diría que era un hombre embebido de continuo en las Escrituras. El señor cardenal le dijo: «Yo no te pregunto como a letrado, sino como a hombre que tiene el espíritu de Dios, y así es que recibo con gusto tus interpretaciones, porque sé que proceden solamente de Dios».

Capítulo LXXI

A un hermano que le aconsejaba la lectura,
explica el Santo cuál es su ciencia

105. Un compañero suyo, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: «Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor». Le respondió el Santo: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».

Capítulo LXXII

Las espadas que el hermano Pacífico
vio resplandecer en la boca del Santo
(17)

106. Había en la Marca de Ancona un seglar olvidado de su salvación e ignorante de Dios, que se había prostituido entero a la vanidad. Lo llamaban el «rey de los versos», por no tener rival en interpretar canciones lascivas y en componer cantares profanos. En suma, la gloria mundana había enaltecido tanto al hombre, que el emperador lo coronó con grandísima pompa. Mientras, caminando así en tinieblas, arrastraba la iniquidad con ligaduras de vanidad (Is 5,18), la bondad divina, compadecida, decide llevarlo por otro camino para que no perezca el que vive abandonado (cf. 2 Sam 14,14).

Por disposición de la Providencia divina, el bienaventurado Francisco y él se encuentran en un monasterio de pobres enclaustradas (18). El bienaventurado Padre había ido allí con sus compañeros a visitar a las hijas; éste había ido con muchos camaradas a visitar a una pariente. Y la mano de Dios fue sobre él: ve con los ojos corporales a San Francisco signado en forma de cruz por dos espadas transversas muy resplandecientes; la una, de la cabeza a los pies; la otra -transversal-, de mano a mano por el pecho. No conocía aún al bienaventurado Francisco, pero llega a conocerlo ahora a la luz de milagro tan patente. Y, sobrecogido por la visión, empieza a proponerse mejorar de conducta, pero a la larga (cf. 2 Cel 109).

El bienaventurado Padre, empero -que habla primero a todos en general-, vuelve después la espada de la palabra de Dios hacia el hombre. Y, aparte con él, lo amonesta amablemente de la vanidad del siglo y el desprecio del mundo; y le traspasa luego el corazón con la amenaza de los juicios de Dios. Responde él inmediatamente: «¿Para qué más palabras? Vayamos a los hechos. Sácame de entre los hombres y devuélveme al gran Emperador». Al día siguiente, el Santo le vistió el hábito, y, como a quien ha sido devuelto a la paz del Señor, le pone el nombre de hermano Pacífico. Su conversión fue para muchos tanto más edificante cuanto más numerosos habían sido sus camaradas en la vanidad.

Y gaudioso en la compañía del bienaventurado Padre, el hermano Pacífico comenzó a sentir una unción que nunca había conocido hasta entonces. Otra vez, en efecto, se le concede ver lo que a otros les quedaba velado. Pues poco después vio en la frente del bienaventurado Francisco la gran señal tau, que, por los anillos variopintos que la rodeaban, representaba la belleza del pavo.

Capítulo LXXIII

La eficacia de su palabra
y el testimonio de un médico sobre esto

107. El predicador del Evangelio, Francisco, que a los rudos predicaba con recursos materiales y rudos, como quien sabía que la virtud es más necesaria que las palabras, usaba, en cambio, con los espirituales y más capaces un lenguaje más vivo y profundo. Sugería en pocas palabras lo que era inefable, y, acompañando las palabras con inflamados gestos y movimientos, arrebataba por entero a los oyentes a las cosas del cielo (cf. 1 Cel 73). No echaba mano de esquemas previos (19), pues nunca planeaba sermones que a él no le nacieran. El verdadero poder y sabiduría -Cristo- comunicaba a su lengua una palabra eficaz.

Un médico docto y elocuente dijo en cierta ocasión: «La predicación de otros la retengo palabra por palabra; se me escapan, en cambio, únicamente las que expresa San Francisco. Y, si logro grabar algunas en la memoria, no me parecen ya las mismas que sus labios destilaron».

Capítulo LXXIV

Cómo, en virtud de su palabra, ahuyentó de Arezzo
los demonios mediante el hermano Silvestre

108. Las palabras de Francisco no sólo tenían eficacia cuando las decía, que a veces, aun transmitidas por otros, no volvían vacías.

Así sucedió una vez cuando llegó a la ciudad de Arezzo al tiempo en que toda la población, revuelta en guerra civil, estaba en trance de exterminio total. Con tal suerte, que el varón de Dios, huésped en un burgo fuera de la ciudad, ve que los demonios se alborozan por aquella tierra y excitan ciudadanos contra ciudadanos con el fin de que se maten. Llamó, pues, a un hermano llamado Silvestre, varón de Dios y de sencillez recomendable, y le mandó, diciendo: «Vete a la puerta de la ciudad y, de parte de Dios todopoderoso, intima a los demonios que salgan cuanto antes de ella». La sencillez piadosa se encamina pronta a cumplir la obediencia, y, dedicándose primero al Señor en alabanzas (Sal 94,2), grita con fuerza ante la puerta: «De parte de Dios y por mandato de nuestro padre Francisco, salíos, demonios todos, de aquí a muy lejos». Poco después, la ciudad vuelve a la paz, y sus moradores observan con gran calma el código de ciudadanía.

Por eso, el bienaventurado Francisco, predicándoles después un día, comenzó el sermón con estas palabras: «Hablo a vosotros como a quienes estuvisteis en una ocasión bajo el yugo y cadenas de los demonios, pero sé que al fin fuisteis liberados gracias a las plegarias de un pobre».

Capítulo LXXV

La conversión del hermano Silvestre mismo
y una oración suya

109. Creo que no resultará impropio añadir a esta narración la conversión del mencionado Silvestre, cómo le movió el Espíritu a entrar en la Orden. En consecuencia: Silvestre era aquel sacerdote secular de la ciudad de Asís a quien el hombre de Dios había comprado en aquel entonces piedra para reparar una iglesia. Viendo en su día que el hermano Bernardo -la primera plantita de la Orden de los Menores después del santo de Dios (20)- se despojaba de todos los bienes y los daba a los pobres, atizado por voraz codicia, mueve pleito al varón de Dios acerca de las piedras que hacía tiempo le vendió, como si no las hubiera pagado como debía. Francisco sonríe viendo el ánimo del sacerdote, inficionado por el veneno de la avaricia. Pero con el fin de apagar de alguna manera la maldita pasión, le llena de monedas las manos, sin contarlas siquiera. Se alegró el presbítero Silvestre con lo que se le dio, pero se admiró aún más de la liberalidad del donante; de vuelta en casa, recapacita una y otra vez sobre el hecho, comenta entre sí con atinada acusación que él, siendo anciano, se ve amador del mundo, y queda estupefacto al observar de qué manera aquel joven llega a despreciarlo todo. Pero ya desde ahora, impregnado del buen olor (21), Cristo le abre el seno de su misericordia.

Le muestra en una visión cuánto valen las obras de Francisco, con cuánta prestancia brillan a los ojos de él, con cuanta magnificencia llenan el mundo entero. En efecto, ve en un sueño una cruz de oro que, saliendo de la boca de Francisco, tocaba con su cabecera los cielos; y cuyos brazos, extendidos a lo ancho, ceñían, abrazándolos, ambos lados del mundo. Compungido el sacerdote con la visión, sacude una demora -que puede resultarle perjudicial-, abandona el mundo y se hace perfecto imitador del varón de Dios. Éste se inició en la Orden viviendo en perfección, y fue consumado en la más alta perfección por la gracia de Cristo (22).

Pero ¿qué hay de extraño en ver a Francisco en la forma del Crucificado, a quien no hizo otra cosa en todo momento si no es acompañarle con la cruz? Enraizada de tal modo en lo más profundo la cruz mirífica, ¿qué tiene de extraordinario si, brotando de buena tierra, ha dado flores, fronda y frutos vistosos? Ninguna cosa de otro género podía crearse en ella cuando ya desde los comienzos la había reivindicado de tan prodigioso modo toda entera para sí aquella cruz maravillosa. Pero ya es hora de que reanudemos el tema.

Capítulo LXXVI

Un hermano liberado de asaltos del demonio

110. Un hermano venía de mucho tiempo atrás molestado por una tentación espiritual, más sutil y dañosa que la del incentivo de la carne. Acude al fin a San Francisco y se echa humildemente a sus pies. Pero, deshecho en lágrimas, no acertaba a decir palabra, por impedírselo los profundos sollozos. El Padre piadoso se compadece de él, y, conociendo que es molestado con instigaciones del maligno, dice: «Por el poder de Dios, os mando, demonios, que no combatáis más a mi hermano, como habéis osado hacerlo hasta ahora». Al punto, desvanecida la negrura de las tinieblas, el hermano se levanta librado, y ya más no sufrió la acometida; talmente como si no la hubiese sufrido nunca.

Capítulo LXXVII

La cerda cruel que se comió el cordero

111. Se ha puesto ya de relieve en otro lugar el poder admirable de su palabra respecto a los animales (23). Contaré, con todo, un episodio que tengo a mano. Una noche en que el siervo del Excelso se hospedaba en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, una ovejita parió un corderillo. Había una cerda muy cruel, la cual, sin miramiento a una vida inocente, lo mató con una dentellada rapaz. Al levantarse de mañana los de casa, hallan el corderillo muerto. Se dan cuenta, desde luego de que la cerda es la causante del maleficio. A esta noticia, el Padre piadoso se mueve a compasión y, acordándose de otro Cordero (24), se lamenta del corderillo muerto, diciendo delante de todos: «¡Oh, hermano corderillo, animal inocente, que eres una representación siempre útil a los hombres! Maldita sea la impía que te mató. Ni hombre ni animal coma su carne». Y hubo prodigio: la puerca maléfica comenzó luego a sentirse mal, y, penando por tres días las torturas de unos padecimientos, terminó en una muerte vengadora. Tirada en la estacada del monasterio, arrojada allí durante largo tiempo, seca cual una tabla, no fue comida para ningún famélico.

CONTRA LA FAMILIARIDAD CON LAS MUJERES

Capítulo LXXVIII

Desaconseja la familiaridad con las mujeres.
Cómo trataba con ellas

112. Mandaba que se evitasen a toda costa (1 R 12; 2 R 11) las melosidades tóxicas, es decir, las familiaridades con mujeres, las cuales llegan a engañar aun a hombres santos. Temía de verdad que a causa de ellas se quebrase pronto el que es frágil, y el fuerte se fuese debilitando en el espíritu. De no ser uno varón probadísimo, no contaminarse en el trato con ellas es tan difícil como andar alguien sobre brasas sin que se le abrasen los pies (Prov 6,28), aseguraba el Santo recurriendo a la Escritura. Pero, con el fin de enseñar con la práctica, él mismo se mostraba modelo de toda virtud. Tan es así que le era una molestia la mujer, que pensaras tú que se trataba más de miedo y horror que de cautela y ejemplo. Cuando la locuacidad importuna de aquéllas suscitaba en la conversación temas que le resultaban fastidiosos, con palabra abreviada y humilde, con los ojos bajos, acudía al silencio. Y en ocasiones, levantando los ojos al cielo, parecía que sacaba de allí la respuesta que daba a quienes hablaban de cosas de la tierra.

En cambio, a aquellas cuyas mentes -dada su perseverancia en una devoción consagrada- había logrado que fuesen domicilio de la sabiduría, las amaestraba con alocuciones maravillosas, si bien breves. Cuando hablaba con alguna mujer, lo hacía en voz clara, de modo que pudieran oír todos lo que decía. Una vez llegó a decir al compañero: «Carísimo, te confieso la verdad: si las mirase, no las reconocería por la cara, si no es a dos. Me es conocida -añadió- la cara de tal y de tal otra; de ninguna más» (25).

Muy bien, Padre, pues nadie se santifica por mirarlas; muy bien -diré-, porque en ello no hay ganancia ninguna, sí muchísima pérdida; a lo menos, de tiempo. Son estorbo para quien quiere emprender el camino arduo y contemplar la faz llena de gracia.

Capítulo LXXIX

Parábola contra la falta de modestia en mirar a las mujeres

113. Solía flagelar los ojos no castos con esta parábola: «Un rey muy poderoso envió a la reina, uno tras otro, dos embajadores. Vuelve el primero, y refiere, no más, la respuesta estrictamente; y es que los ojos del sapiente habían estado en la cabeza (Eclo 2,14) y no habían divagado. Vuelve el segundo, y, después de la respuesta breve y corta, se entretiene tejiendo todo un discurso sobre la hermosura de la señora: «Señor -dice-, en verdad que he visto una mujer bellísima. ¡Feliz quien la posee!» Le replica el rey: «Siervo malo (Mt 18,32), ¿has puesto en mi esposa tus ojos impúdicos? Está claro que hubieras querido poseer a la que has mirado con tanta atención».

Manda llamar otra vez al primero y le dice: «¿Qué te parece de la reina?» «Traigo muy buena impresión -dice-, porque ha escuchado en silencio el mensaje y ha respondido sabiamente». «Y de su hermosura -replica-, ¿no dices nada?» «Señor mío -responde-, a ti toca contemplarla; a mí, llevarle tu embajada».

Y el rey dictamina: «Tú, el de ojos castos, como de cuerpo también casto, quédate de cámara; y salga de esta casa ese otro, no sea que contamine también mi tálamo».

Y solía decir el bienaventurado Padre: «Donde hay bien defendida seguridad, preocupa menos el enemigo. Si el diablo logra con su habilidad asirse de un cabello del hombre, lo transforma con presteza en viga. Ni desiste aunque no haya podido por muchos años derribar al que tentó, esperando que ceda al fin. Éste es su quehacer; día y noche no tiene otra preocupación».

Capítulo LXXX

Ejemplo del Santo contra la demasiada familiaridad

114. Una vez que San Francisco se encaminaba a Bevagna, no pudo llegar al castro por la debilidad que le había causado el ayuno. Entonces, el compañero, pasando aviso a una señora espiritual, pidió humildemente pan y vino para el Santo. En cuanto lo oyó, ella, con una hija virgen consagrada a Dios (26), corrió a donde el Santo a llevarle lo que necesitaba. Mas el Santo, reanimado algún tanto con la refección, a la recíproca, confortó él a madre e hija con la palabra de Dios. Pero mientras les hablaba no miró a la cara de ninguna de las dos. Cuando ellas se fueron, el compañero le dijo: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa que ha venido a ti con tanta devoción?» El Padre le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo? Porque, si los ojos y la cara dan expresión a la predicación, ella tenía que mirarme a mí y no yo a ella».

Y muchas veces, hablando de esto, afirmaba que es frivolidad toda conversación con mujeres, fuera de la confesión o de algún breve consejo que se acostumbra. Añadía: «¿De qué asuntos tiene que tratar el hermano menor con mujeres, si no es cuando, por motivos religiosos, piden la santa penitencia o un consejo para mejorar la vida?» (cf. 1 R 12,3).

LAS TENTACIONES QUE PADECIÓ

Capítulo LXXXI

Las tentaciones del Santo y cómo venció una

115. Según aumentaban los méritos de San Francisco, aumentaba también la discordia con la antigua serpiente. A más excelentes carismas de aquél, seguían más sutiles tentaciones de ésta, y se entablaban combates más violentos. Y por más que hubiese comprobado que se las había con un hombre que era guerrero esforzado, que no había cedido ni por un momento en el combate, sin embargo, seguía todavía empeñado en presentar batallas al constante vencedor.

Por algún tiempo, en efecto, experimentó el Padre una pesadísima tentación espiritual, para enriquecimiento, por cierto, de su corona (27). Por esta causa se angustiaba y se colmaba de dolores, maltrataba y maceraba el cuerpo, oraba y lloraba amargamente (28). Tal combate se prolongaba por años; hasta que un día, mientras oraba en Santa María de la Porciúncula, oyó en espíritu una voz (29): «Francisco, si tienes fe como un grano de mostaza, dirás a esta montaña que se traslade, y se trasladará». «Señor -respondió el Santo-, ¿cuál es la montaña que quisiera yo trasladar?» Y oyó de nuevo: «La montaña es tu tentación». Y él, llorando, dijo: «Señor, hágase en mí como has dicho».

Puesta en fuga al instante toda tentación, queda librado y se aquieta del todo en su interior.

Capítulo LXXXII

Cómo el diablo, llamándolo, le tentó de lujuria
y cómo lo venció el Santo

116. Sucedió en el eremitorio de los hermanos de Sarteano. El maligno aquel que envidia siempre los progresos de los hijos de Dios, osó tentar al Santo como sigue. Veía que el Santo se santificaba más y que no descuidaba por la de ayer la ganancia de hoy. Una noche en que se daba a la oración en una celdilla, el demonio lo llamó tres veces:

-- Francisco, Francisco, Francisco.

-- ¿Qué quieres? -respondió éste.

-- No hay en el mundo -replicó aquél- ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia.

En seguida, una revelación hizo ver al Santo la astucia del enemigo, que se había esforzado para inducirlo a la tibieza. Pero ¿qué más? El enemigo no desiste de presentar nuevo combate. Y, viendo que no había acertado a ocultar el lazo, prepara otro: el incentivo de la carne. Pero en vano, porque quien había descubierto la astucia del espíritu, mal pudo ser engañado con el sofisma de la carne. El demonio desencadena, pues, contra él una tentación terrible de lujuria. Mas el bienaventurado Padre, en cuanto la siente, despojado del vestido, se azota sin piedad con una cuerda: «¡Ea, hermano asno! -se dice-, te corresponde estar así, aguantar así los azotes (30). La túnica es la Religión, y no es lícito robarla; si quieres irte a otra parte, vete».

117. Mas como ve que las disciplinas no ahuyentan la tentación, y a pesar de tener todos los miembros cárdenos, abre la celda, sale afuera al huerto y desnudo se mete entre la mucha nieve. Y, tomando la nieve, la moldea entre sus manos y hace con ella siete bloques a modo de monigotes. Poniéndose ante éstos, comienza a hablar así el hombre: «Mira, este mayor es tu mujer; estos otros cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; los otros dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa -continúa- en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo». El diablo huye al instante confuso y el Santo se vuelve a la celda glorificando al Señor. Un hermano piadoso que estaba en oración a aquella hora, fue testigo de todo gracias a la luz de la luna, que resplandecía más aquella noche. Mas el Santo, enterado después de que el hermano lo había visto aquella noche, le mandó que, mientras él viviese, no descubriera a nadie lo sucedido.

Capítulo LXXXIII

Cómo libró de la tentación a un hermano
y los bienes de la tentación

118. Un hermano tentado que estaba una vez a solas con el Santo, le dijo: «Padre bueno, ruega por mí, pues creo que, si tienes a bien rogar por mí, me veré en seguida libre de mis tentaciones. Es que me siento tentado sobre mis fuerzas; y estoy seguro de que el caso no es cosa oculta para ti».

-- Créeme, hijo -le dijo San Francisco-, que por eso mismo te tengo por mayor servidor de Dios, y sábete que cuanto más tentado seas, te amaré más. Te digo en verdad -añadió- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo. Muchos se complacen de méritos acumulados por años y se alegran de no haber tenido ninguna tentación. Y porque el terror solo bastaría para hundirlos antes del combate, el Señor ha tomado en cuenta la debilidad de su espíritu. Que los combates fuertes rara vez se presentan si no es allí donde existe una virtud recia».

* * * * *

Notas:

1) A no ser que Tiburtino sea el nombre de pila del amigo de los hermanos.

2) Diócesis situada cerca del lago Fucino; cf. también 2 Cel 42.

3) Le Celle, eremitorio situado a pocos kilómetros de la villa de Cortona.

4) Probablemente, Collestrada, cerca del famoso Ponte San Giovanni, donde el ejército de Asís fue vencido en 1202 y Francisco hecho prisionero.

5) Muchas abadías imponían a sus religiosos el juramento de no vender, en provecho de los pobres, los libros de la comunidad. Los concilios de París y de Rouen (1213-14) lo prohibieron, porque «vender para dar es una de las obras de misericordia» (Mansi, XXII, p. 832 y 900).

6) Según LP 89, éste se preocupaba de que fuera atendida.

7) Sucedió en abril de 1226; cf. 1 Cel 105.

8) ¿Tomás de Celano o los informadores de que se sirvió?

9) Este detalle está ya anotado en 1 Cel 96.

10) El texto original, In arcto navis plurimis insertis; es difícil la compresión de la frase. Los editores de Quaracchi sugieren que puede tratarse de lenguaje figurado. En Saint François. Documents, la traducción francesa toma navis como dativo de navus o gnavus: diligente, activo. Para Fagot, se trata de una nave de la Iglesia. Casolini propone una corrección: quamvis por navis. El autor de la traducción presente mantiene la palabra nave, conservando toda la oscuridad que encierra el texto original.

11) 2 Cor 6,1. Cf. 1 Cel 7; 2 Cel 7.

12) Cf. 1 Cel 63; muchas veces, la gente se abalanzaba sobre él y le cortaba tantos pedazos de su túnica, que lo dejaban casi desnudo. Cf. también 2 Cel 94 nota.

13) Una vez más volvemos a encontrar un lugar de los hermanos menores identificado con una «leprosería»; cf. 1 Cel 17 y 1 R 9,2; 8,10, que prevé esta estancia entre los leprosos y la mendicidad en favor de ellos.- Entre Borgo y la abadía de San Justino se encuentra una iglesia pequeña dedicada a San Ladre o Lázaro; esta iglesia ocupa, probablemente, el lugar de la antigua leprosería (cf. V. Cavanna, p. 271).

14) Donó a los hermanos menores el convento de Farneto, al sur de San Justino; es un convento muy rico en recuerdos franciscanos; cf. Cavanna, pp. 131-36.

15) «En San Francisco, las citas bíblicas no acuden por las palabras, sino por los sentimientos, por la experiencia religiosa. Cuando lee su biblia, no lee sólo las palabras, contempla la tradición de Israel o la tradición cristiana y las asimila. No piensa en amueblar su memoria, sino en encontrar una luz y una fuerza; intenta asimilar la vida eterna de la Iglesia» (Sabatier, Allocution prononcée en la cathêdral de Canterbury à l'occasion du septième centenaire de l'arrivée des Frères Mineurs en cette ville: RHF 2 p. 118).

16) Tomado textualmente de la Vida de San Antonio Abad, de San Atanasio (PG 73 p. 128).

17) Su nombre era Guillermo Divini; nació en Lisciano, cerca de Ascoli. Su conversión queda narrada en este mismo número. Fue poeta cortesano que mereció ser coronado por el emperador. Enviado en 1217 a Francia, en lugar de San Francisco, para establecer allí la Orden, fue el primer ministro provincial de la nación francesa. Vuelto a Italia en 1223, fue compañero de San Francisco en los últimos años de vida de éste. De 1226 a 1228 fue visitador de las clarisas. Retornó a Francia, donde murió el 1236. Entre las muchas casas que fundó está la de Vézelay, que fue donde murió.

18) En el de las clarisas de Colpersito, cerca de San Severino. Cf. 1 Cel 78.

19) Según el método escolástico enseñado a la sazón en las universidades.

20) 1 Cel 24 lo cataloga como segundo.

21) Es decir, el buen ejemplo dado por el hermano Bernardo. Cf. 2 Cor 2,15.

22) Murió en 1246, poco antes de que se escribiera esta Vida. Cf. 3 Cel 3.

23) 1 Cel 56-61; 2 Cel 167-171.

24) Cristo: cf. Jn 1,29.36; 1 Cel 77-79.

25) Ángel Clareno, dependiente de los escritos de los hermanos León y Conrado de Offida, dice que San Francisco se refería a su madre y a Santa Clara. Pero el mismo Oliger indica que el texto de 2 Cel 112, comparado con el de 3 Cel 37-39 y EP 186, induce a concluir que se trata no de la señora Pica, sino de Jacoba de Settesoli.

26) Esta «virgen consagrada a Dios» es, probablemente, la misma a quien San Francisco devolvió la vista: 3 Cel 124.

27) Vorreux opina que se trata del período que media entre la redacción de la Regla bulada y la del Testamento: 1223-26 (Saint François. Documents p. 443 n. 1).

28) LP 63 y EP 99 anotan aquí un detalle característico: cuando la tristeza era más fuerte e impedía a Francisco presentarse entre los hermanos con su habitual rostro alegre, evitaba aparecer entre ellos. Cf. también 2 Cel 128 y 1 R 7,16.

29) Mt 17,19. El evangelio había anunciado a Francisco las penas que habría de sobrellevar (1 Cel 92-93); un verso del evangelio señala también la desaparición definitiva de ellas.

30) Sobre el hermano asno véase 2 Cel 129 y 211.

Introducción 1 Cel 02

.