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NADIE SE ENORGULLEZCA,
SINO GLORÍESE EN LA CRUZ DEL SEÑOR
Meditación sobre la Admonición 5.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die fünfte Ermahnung unseres hl.
Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue, T. 6. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1964, pp. 163-167]
INTRODUCCIÓN
Las admoniciones de nuestro padre san Francisco giran, en el fondo,
en torno al tema de la pobreza interior, con la que el cristiano imita y
reproduce el auto-anonadamiento de Cristo (cf. Fil 2,7), la humildad del
Señor, salvando y santificando en la Iglesia. En la Admonición primera,
Francisco pone ante nuestros ojos a Cristo que, como hijo eterno de Dios
Padre invisible e inescrutable, nos da noticias de Aquel que vive en una
luz inaccesible. Cristo se humilla y se hace hombre para hacernos visible
al Padre invisible. Se rebaja para estar presente entre nosotros en la
eucaristía y llevarnos consigo al camino que conduce hacia el Padre. «Por
eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón?»
(Adm 1,14). A Francisco le preocupa mucho que sus hermanos y todos los
que le siguen correspondan adecuadamente a este amor de Dios, y
ciertamente no con una respuesta de propia invención. Nuestra respuesta al
amor de Dios tiene que conformarse en todo al obrar de Cristo:
«Diariamente se humilla... diariamente viene a nosotros Él mismo en
humilde apariencia» (Adm 1,16-17). Nada retiene para sí de cuanto podía
entregarnos. Por eso nuestra respuesta al amor de Cristo sólo puede ser:
«Nada retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que
todo entero se os entrega» (CtaO 29). La esencia de esta respuesta de amor
y al amor, por nuestra parte consiste, por tanto, en «vivir... sin nada
propio» (1 R 1,1; 2 R 1,1).
Esta verdad fundamental es explicada en las siguientes «palabras de
admonición»: no debemos reivindicar nuestra voluntad como propiedad
personal (cf. Adm 2,3), sino ponerla totalmente a disposición de Dios
mediante la obediencia (Adm 3). Tampoco le es lícito a nadie reivindicar
una prelacía o un oficio como propiedad personal, pues todo tiene que
estar al servicio de un abnegado amor a los hermanos (Adm 4). Todo ello
evidencia que, para Francisco, la humildad es la más íntima esencia de la
pobreza. Sin ella no existe una auténtica vida sin nada propio. Por eso sabe
Francisco que la pobreza exterior puede inducir al orgullo por lo
conseguido. El hombre puede enorgullecerse también de su pobreza (cf. 2
R 2,17). Este engreimiento y orgullo se convierten entonces en
«vanagloria», en la que el hombre busca su propia gloria. Tal actitud es el
gran peligro para la vida interior del cristiano y, por tanto, para la auténtica
vida franciscana. Contra este peligro quiere prevenirnos Francisco en la
Admonición quinta.
«Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha
constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su
querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el
espíritu (cf. Gén 1,26). Y todas las criaturas que están bajo el
cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador
mejor que tú. Y aun los mismos demonios no fueron los que le
crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos le crucificaste, y
todavía le crucificas al deleitarte en vicios y pecados. ¿De qué,
pues, puedes gloriarte?
»Pues aunque fueses tan agudo y sabio que tuvieses toda
la ciencia (cf. I Cor 13,2) y supieses interpretar toda clase de
lenguas (cf. 1 Cor 12,28) y escudriñar agudamente las cosas
celestiales, no puedes gloriarte de ninguna de estas cosas; pues
un solo demonio sabía de las cosas celestiales, y sabe ahora de
las terrenas más que todos los hombres, aunque hubiera alguno
que recibiera del Señor un conocimiento especial de la suma sabiduría.
»Asimismo, aunque fueses el más hermoso y rico de
todos y aunque hicieses tales maravillas que pusieses en fuga a
los demonios, todas estas cosas te son perjudiciales, y nada de
ello te pertenece y de ninguna de ellas te puedes gloriar.
»Por el contrario, es en esto en lo que podemos
gloriarnos: en nuestras flaquezas (cf. 2 Cor 12,5) y en llevar a
cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo
(cf. Lc 14,27)» (Adm 5).
* * *
I. TODO ES DON DE DIOS
«Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha
constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su
querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el
espíritu (cf. Gén 1,26). Y todas las criaturas que están bajo el
cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador
mejor que tú. Y aun los mismos demonios no fueron los que le
crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos le crucificaste, y
todavía le crucificas al deleitarte en vicios y pecados».
También aquí coloca Francisco entre las obras del amor de Dios el
primer acto de su acción amorosa: la creación del hombre es algo grande,
algo excelente. En cierto modo, en el hombre Dios se ha hecho visible, ha
hecho visible su designio eterno. Por eso el hombre ha sido constituido
mediante la creación de Dios en una «gran excelencia», en una total
cercanía de Dios, en la cercanía de su Hijo amado. Esto es una gran
verdad; es el incomprensible amor de Dios; es el amor creador que se ha
llevado a cabo en el hombre, en su cuerpo y en su alma. El hombre tendría
que reconocer y vivir todo esto en una agradecida respuesta de amor. Pero
el hombre, que ha recibido todo esto, se vanagloria de ello como si no lo
hubiese recibido (cf. 1 Cor 4,7).
¿Qué significa este «vanagloriarse»? Digámoslo de manera práctica:
todos los talentos y energías de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu son
dones de Dios, un regalo inmerecido que tenemos que devolver duplicado
-como los talentos del Evangelio (cf. Mt 25,14ss)-. Por tanto, quien se
envanece de lo que le regaló el Dios creador, se adueña de lo que es
propiedad de Dios, usurpa la propiedad de Dios. Tenemos que permanecer
siempre conscientes de esta relación fundamental. ¿No puede tomarnos
Dios en cualquier momento lo que Él nos ha dado? Quien es totalmente
pobre ante Dios se reconoce a sí mismo y cuanto posee como regalo de
Dios, el «gran limosnero» (2 Cel 77) de bondad y de amor, para servirle a
Él, Señor nuestro, con todas las energías del cuerpo y del espíritu. En vez
de vanagloriarnos de nada, deberíamos preguntarnos si todo lo que somos
y tenemos lo ponemos al servicio y para glorificación de Dios, a la vez que
reconocemos que Él es nuestro Señor y Creador y le obedecemos y
servimos.
Para que este examen de conciencia sea plenamente sincero,
Francisco cita las criaturas irracionales, que se atienen, a su modo, según
su naturaleza, al orden que Dios les ha establecido. Viven y crecen como
Dios quiere: las estrellas en el cielo, los animales y las plantas, todos, a su
modo, sirven y obedecen, glorifican y reconocen a Dios como Señor, y
mejor que nosotros, que abusamos egoístamente una y otra vez, con el
pecado, de los dones y fuerzas que Dios nos ha prestado. ¿No tenemos
nosotros sobrados motivos para ser humildes, para reconocer nuestra nada
ante Dios, si pensamos que con el pecado «seguimos crucificando» a
Cristo? En el pecado el hombre quiere apropiarse de algo; quiere tener
algo propio; rechaza a Dios como Señor y dueño de lo que ha creado. Por
eso amonesta Francisco «en la caridad que es Dios» a todos sus
seguidores: «que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí
mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más
aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por
ellos... Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos
pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,5-7). Dicho de otro modo:
debemos reconocer que somos en todo un regalo de Dios. No puede
vanagloriarse uno de lo que se le ha regalado, sino simplemente procurar
ser digno del regalo. Por eso debemos tener siempre muy presente en cuán
grande excelencia nos ha constituido Dios, el Señor; y así viviremos sin
retener nada para nosotros mismos, restituyendo a Dios lo que es de Dios
(cf. Adm 11,4).
* * *
«¿De qué, pues, puedes gloriarte? Pues, aunque fueses
tan agudo y sabio que tuvieses toda la ciencia (cf. 1 Cor 13,2)
y supieses interpretar toda dase de lenguas (cf. 1 Cor 11,28) y
escudriñar agudamente las cosas celestiales, no puedes
gloriarte de ninguna de estas cosas; pues un solo demonio
sabía de las cosas celestiales, y sabe ahora de las terrenas
más que todos los hombres, aunque hubiera alguno que
recibiera del Señor un conocimiento especial de la suma
sabiduría».
El peligro de «vanagloriarse» es particularmente grande cuando
pensamos en nuestro saber y poder; si somos especialistas, sobre todo si
somos especialistas famosos, en nuestra materia; si tenemos habilidades y
capacidades, ciencia y virtudes, que otros se esfuerzan inútilmente en
conseguir; si el Señor nos ha regalado dones que no ha concedido a otros.
¡Cuán fácilmente surge entonces la arrogancia, e incluso el orgullo! ¡Se
mira a los demás por encima del hombro! ¡Uno cree que está por encima
de los demás! ¡Con qué facilidad se olvida que todo pertenece a Dios y no
a nosotros mismos! Francisco rompe también esta presunción: el saber y el
poder no deciden sobre el valor de un hombre, no dan más valor a una
criatura; si así fuese, los espíritu malos, los demonios, valdrían más que
todos los hombres, pues cada uno de ellos, como espíritu puro, sabe más
que todos los hombres juntos. Por consiguiente, tampoco en el saber y en
el poder existe motivo para enorgullecernos. En esto no puede uno
vanagloriarse, pues «a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a
quien se confió mucho, se le pedirá más» (Lc 12,48). El auténtico pobre
será un celoso administrador de los dones de Dios, se colocará en actitud
de obediente servicio a Dios. ¡Eso es exactamente lo que no hacen los
demonios!
* * *
«Asimismo, aunque fueses el más hermoso y rico de
todos y aunque hicieses tales maravillas que pusieses en fuga
a los demonios, todas estas cosas te son perjudiciales, y nada
de ello te pertenece y de ninguna de ellas te puedes gloriar».
Ni la riqueza, ni la belleza, ni siquiera el don de hacer milagros son
motivo de vanagloria. «Todas estas cosas te son perjudiciales», es decir,
no provienen de ti, te han sido regaladas sin mérito alguno tuyo. Tú eres
únicamente instrumento del que Dios se sirve. En modo alguno son
propiedad tuya: «y nada de ello te pertenece». ¿Pero qué actitud se tiene
hoy a este respecto, incluso quizás entre nosotros? ¿Acaso cuando
juzgamos y valoramos a otros hombres no consideramos como decisivo lo
que éstos parecen tener (riqueza, belleza, dotes extraordinarias) y no cómo
son y viven realmente ante Dios? Lo que nosotros valoramos, no tiene
consistencia ni peso ante Dios; y todo es, además, propiedad de Dios.
Ante Él cuenta y pesa cómo empleamos sus dones y regalos para su gloria.
Si nos juzgamos basándonos en este criterio, ¿no somos miserables y
pequeños ante Dios? ¿No desaparece así de un soplo cualquier motivo de
vanagloria? Entonces nos reconocemos pobres, verdaderamente sin nada
propio. Entonces brota de ese ser pobre la humildad de criaturas de quien
atribuye todo bien en su vida a sólo Dios y lo considera propiedad de Dios.
* * *
«Por el contrario, es en esto en lo que podemos
gloriarnos: en nuestras flaquezas (cf. 2 Cor 12,5) y en llevar a
cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo
(cf. Lc 14,27)».
Después de relatar a los corintios los dones que ha recibido, Pablo
concluye con estas palabras: «Y en cuanto a mí, sólo me gloriaré de mis
flaquezas» (2 Cor 12,5). Y escribe a los gálatas: «En cuanto a mí, ¡Dios me
libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la
cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el
mundo!» (Gál 6,14). Como pecadores, lo único que podemos exhibir ante
Dios es su amor, que nos ha redimido en la cruz de Cristo. En Cristo, Dios
perdona nuestras flaquezas. A través de la gracia redentora de la cruz de
Cristo, llena nuestro «no tener nada» con su misericordia. El único motivo,
por tanto, de nuestra gloria es el amor misericordioso de Dios, que llena
nuestra pobreza con su riqueza, que convierte en buenas nuestras flaquezas
si estamos dispuestos a llevar cada día la cruz de Cristo. Debemos por
tanto hacer ahora, como pobres que somos, lo mismo que haremos
eternamente como redimidos: cantar eternamente el amor de Yahvéh (cf.
Sal 89,2).
II. LA POBREZA EN NUESTRA RELACIÓN CON DIOS
Estas breves reflexiones sobre las palabras de san Francisco ya nos
muestran con cuánta seguridad nos introduce nuestro Padre en el misterio
último de la perfecta pobreza. En la pobreza franciscana se trata realmente
no sólo de la correcta relación del cristiano con las cosas externas, sino
también y sobre todo de una actitud fundamental del hombre creado y
redimido ante Dios. Esta actitud fundamental es lo que queremos subrayar
un poco más con algunas preguntas.
1. ¿Cuál es mi actitud ante la pobreza interior, la verdadera
humildad, el ser pequeños ante Dios? ¿Estoy libre de presunción y de
orgullo? ¿O miro por encima del hombro a los demás, desde la posesión de
mi supuesta superioridad? Tal vez nos acercaremos un poco más a la
citada humildad si nos preguntamos con franqueza: ¿cómo me comporto si
soy ignorado o menospreciado? ¿Cómo reacciono cuando otro es alabado
y yo soy reprendido? Tal vez es más importante aún esta pregunta: ¿Qué
sucede cuando soy alabado y elogiado? ¿Estoy en ese caso dispuesto
siempre a reconocer los derechos de propiedad de Dios, a no apropiarme
de lo que le pertenece? ¿Sirvo también a mi Creador sin caer en mi propio
servicio? ¿Reconozco y acepto también su obra en mí, o me engalano con
sus dones? ¡Estas preguntas, contestadas con seriedad, evidencian si me
vanaglorio y me coloco en el centro, o si me esfuerzo por vivir «sin nada
propio»! La siguiente pregunta nos introduce en profundidades todavía
mayores.
2. ¿Cuál es mi actitud ante el agradecimiento, ante la evidente y
espontánea gratitud por todos los dones exteriores e interiores recibidos de
Dios? ¡Cuanto más pobre y colmado de regalos se reconoce el cristiano,
tanto más agradecido es a Dios! ¡Y cuanto más agradecido, más
verdaderamente humilde! La raíz de la que brota la auténtica gratitud
consiste en «vivir» siempre ante Dios «sin nada propio». Pensemos en el
«misterio de nuestra fe», en la santa Misa: la Eucaristía supone
necesariamente el ofertorio, la entrega total a Dios. Sólo quien se entrega
sin reservas a Dios, es capaz de celebrar la acción de gracias, la Eucaristía;
cuanto más se ofrece, tanto más puede colmarlo Dios en la comunión. El
pobre agradecido es el recipiente vacío en el que puede derramarse sin
impedimentos ni medida el amor de Dios. ¿Somos agradecidos de esa
forma, no sólo de palabra, sino con nuestras obras y actitud? ¿La
celebración diaria de la Eucaristía es el elemento modelador de nuestra
vida, en el que entregamos a Dios, como enteramente pobres, la gloria en
todo?
3. ¿Cuál es mi actitud ante la alegría de nuestra redención? ¿Es la
cruz de Cristo mi única seguridad y absoluta confianza? ¿Confío sólo en
su gracia, en su misericordia? ¿Nos gloriamos en nuestras flaquezas, es
decir, ensalzamos en todo y a pesar de todo la misericordia de Dios?
¿Crece nuestra alegría sobre la profunda base de que el Señor es tan bueno
para con nosotros a pesar de todos nuestros pecados? Entonces la
confesión y reconocimiento de nuestras flaquezas, de nuestra pobreza se
convierte en alabanza del amor misericordioso de Dios. Entonces se nos
regala esa alegría que nadie nos puede arrebatar. Cuanto más fuerte es esta
alegría, tanto más humildes y pequeños permanecemos ante Dios. Y este
es el camino hacia el Reino de Dios, como dijo el mismo Señor cuando los
discípulos le preguntaron quién es el mayor en el Reino de Dios: «Yo os
aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese
es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,1-4).
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, núm. 39 (1984) 464-470]

LA IMITACIÓN DEL SEÑOR
Meditación sobre la Admonición 6.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die sechste Ermahnung des heiligen Franziskus, en
Brüderlicher Dienst, julio-septiembre (1967) 74-77]
Para los hermanos y hermanas de san Francisco, según el testimonio
unánime de todas las Reglas, la forma de vida, su contenido e ideal de
vida, es la siguiente: «Guardar el santo Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo» (1 R 1,1 y 22,2.41; 2 R 1,1 y 12,4; RCl 1,2; Test 14). Esto
coincide con la última voluntad de nuestro Padre Fundador, quien
confesaba en su Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos,
nadie me indicaba lo que tenía que hacer; fue el mismo Altísimo, por
cierto, quien me reveló que debía vivir según la forma del santo
Evangelio» (Test 14). Mas para san Francisco, la vida según el Evangelio
es una vida de seguimiento incondicional de Cristo. De tal seguimiento
trata encarecidamente la sexta Admonición de san Francisco.
«Contemplemos, hermanos todos, al buen Pastor, que
sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas. Las ovejas
del Señor le siguieron en la tribulación y en la persecución y
en la humillación, en el hambre y en la sed, en la debilidad y
en la tentación, y en todo lo demás. Y como premio por ello,
recibieron del Señor la vida eterna. Por tanto, vergüenza nos
debiera dar a nosotros, siervos de Dios, que los santos hayan
realizado las obras buenas y que nosotros, con sólo divulgarlas
y predicarlas, queramos a su costa recibir honor y gloria»
(Adm 6).
* * *
SEGUIR A CRISTO INCONDICIONALMENTE
En estas palabras de exhortación, Francisco nos introduce en el
núcleo central de su vida y de la nuestra, nos revela con toda claridad el
misterio esencial de la vida franciscana: el seguimiento inmediato de
Cristo, seguimiento que equivale a imitación, a una nueva versión de su
vida terrena como Hombre-Dios. Francisco no quiso imitar ni renovar,
como hicieron tantos fundadores de órdenes antes de él y tantos de sus
contemporáneos, la vida de la primitiva comunidad, de los primeros
cristianos en Jerusalén, cual nos la refieren tan gráficamente los Hechos de
los Apóstoles (cf. Hch 2,42-47). Tampoco quiso, como hacían muchos
cristianos de su tiempo, renovar y actualizar en la Iglesia la vida de los
Apóstoles. Francisco trató de llegar hasta el mismo Cristo, el Señor. El
libro fundamental de su vida no son los Hechos de los Apóstoles, sino los
Evangelios. Ellos le dicen cómo vivió Cristo sobre la tierra y cómo
debemos seguirle. Francisco quiso vivir escueta y sencillamente como
vivió Cristo en la tierra. Ansió realizarlo todo fidelísimamente tal como
Cristo lo había hecho sobre la tierra. Constantemente tuvo la mirada fija en
Cristo, y cuanto vio en Él, trató de imitarlo fielmente con toda sencillez.
Francisco sabía muy bien que este camino de la auténtica imitación,
del fiel seguimiento de Cristo, es el más seguro de los caminos hacia el
Padre invisible que «habita en una luz inaccesible» (Adm 1,5).
Por ello, la ley fundamental, el objetivo fundamental de nuestra vida
franciscana puede formularse así: ¡como Cristo vivió sobre la tierra, así
quiso también vivir Francisco, así debemos también vivir nosotros! Santa
Clara formuló certeramente esta actitud fundamental: «El Hijo de Dios se
hizo camino para nosotras, camino que nuestro bienaventurado Padre
Francisco, verdadero amante e imitador suyo, nos mostró y nos enseñó de
palabra y con su ejemplo» (TestCl 5). De esto, tan radicalmente
fundamental, nos habla Francisco en la presente Admonición. Él quiere
educarnos de nuevo en esta actitud básica mediante sus palabras
exhortatorias.
«Contemplemos, hermanos todos, al buen Pastor, que
sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas».
Fijemos la atención en el texto: «hermanos todos». Nadie queda
excluido. Ninguno de los hermanos puede pensar que no se le incluye a él.
Nadie crea que se refiere sólo a los demás. Esta exhortación se dirige a
todos, e individualmente cada uno de los seguidores de san Francisco debe
aplicársela personalmente. Así también nosotros, al meditar estas palabras
tan llenas de significado, no debemos referirlas a los otros, sino
dirigírnoslas personalmente a nosotros mismos. A su luz hemos de
examinar y juzgar nuestra vida.
«Contemplemos»: esto es lo primero. El que quiera seguir y
conformar su vida a la de Cristo, debe tener puesta la mirada en Él. Hemos
de familiarizarnos con la vida de Cristo y fijarnos detenidamente en lo que
el Señor y Maestro hizo y dijo. Todo ello debe imprimirse profundamente
en nosotros. La vida de Cristo, sus palabras y sus acciones no deberían
jamás ausentarse de nosotros, no deberíamos nunca perderlas de vista y,
sobre todo, no deberíamos olvidar aquello que es lo grande e importante
para nosotros: que Él, como el buen Pastor nuestro, sufrió el suplicio de la
cruz para salvarnos a nosotros, sus ovejas. Él se entregó total y
absolutamente por nosotros, ovejas descarriadas, a fin de que pudiésemos
nuevamente volver a Él, y por Él al Padre. Él murió por nosotros, para
liberarnos de las garras de Satanás, y de pecadores convertirnos de nuevo
en hijos de Dios. No apartemos la vista de este inconmensurable amor,
para que no decrezcan nuestra gratitud y amor hacia Él y le demos siempre
la respuesta de un amor reconocido.
Este nuestro «contemplar» no puede ser, por tanto, no
comprometedor, ni derivar de un simple interés externo. Debemos
contemplar para comprometernos y compartir. Aquí se trata de lo más
fundamental, como lo expresa el mismo Francisco: «Debemos amar
mucho el amor de quien tanto nos amó» (2 Cel 196).
«Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y en
la persecución y en la humillación, en el hambre y en la sed,
en la debilidad y en la tentación, y en todo lo demás. Y como
premio por ello, recibieron del Señor la vida eterna».
Si el amor agradecido permanece en nosotros verdaderamente vivo,
tomaremos sobre nosotros de buen grado y con alegría la dureza y el peso
de una vida de seguimiento de Cristo. Entonces, ante las dificultades de
nuestra vida franciscana, no cederemos fácilmente al desaliento y al
pesimismo. Sabemos ya que nuestro buen Pastor nos ha precedido en este
camino: «en la tribulación y en la persecución y en la humillación» a que
lo arrojaron sus muchos enemigos hasta en las horas de la cruz; «en el
hambre y en la sed» que Él experimentó, no sólo en el desierto y sobre la
cruz, sino también y con frecuencia a lo largo de su vida pobre; «en la
debilidad y en la tentación» que Él soportó en el desierto, en el Huerto de
los olivos y en tantas otras ocasiones, pues Él era hombre como nosotros,
excepto en el pecado.
Todo esto lo sufrió Cristo antes que nosotros y por nosotros. Y todo
esto nos lo comunica Él como fuerza y energía en los sacramentos, sobre
todo en el santo sacrificio de la Misa. Todo cuanto Cristo padeció como
cabeza de la Iglesia, nos alcanza, cual savia divina, a todos los miembros
de su Cuerpo Místico en provecho de la Iglesia. Así Él salva a sus ovejas.
Así nos ayuda a recorrer nuestro camino, que antes fue el suyo.
Él camina con nosotros, si nosotros le seguimos: señalizando la ruta
y confortándonos. Bajo su luz y con su fuerza, podemos seguir sus pasos.
Si actuamos de esta manera, pertenecemos a sus ovejas, a su rebaño. Sólo
entonces recibiremos de Él la vida eterna, porque sólo entonces seremos
auténticos discípulos del Señor, cuya promesa permanece siempre válida:
«Donde yo esté, allí estará también mi siervo» (Jn 12,26). ¡Miremos
siempre hacia Él, mantengámonos firmes y próximos a Él, y Él nos
conducirá a la vida eterna!
«Por tanto, vergüenza nos debiera dar a nosotros,
siervos de Dios, que los santos hayan realizado las obras
buenas y que nosotros, con sólo divulgarlas y predicarlas,
queramos a su costa recibir honor y gloria».
Aquí Francisco se vuelve muy práctico y concreto. Con estas breves
palabras nos alerta de un gran peligro para nuestra vida franciscana: el
seguimiento de Cristo no consiste en hablar devotamente de la vida de
Cristo, en hacer conmovedoras meditaciones acerca de la misma. Tampoco
consiste en estudiar las vidas de los santos, que han sido extraordinarios en
el seguimiento de Cristo, ni en hablar fervorosamente de ellos, ni en
celebrar solemnemente sus fiestas, y quedarnos en eso, sin pasar más
adelante. Hablar de estas cosas no es lo principal. Ocuparse piadosamente
de ello, no es todavía suficiente ni fructuoso. Lo esencial es esto:
contemplar a Cristo y, con la fuerza y vitalidad que nos han sido dadas,
vivir como Cristo.
Así hicieron los santos; esto hizo nuestro padre san Francisco de
manera muy singular. Lo otro debería causarnos vergüenza, pues seríamos
de aquellos que, conociendo y hablando mucho, nada hacen. Y esto sería
terrible.
Aprendamos la lección: Francisco quiso vivir como Cristo vivió, y
así también debemos vivir nosotros, sus hijos. Comprometámonos a
responder con gratitud, obligados por su amor hacia nosotros, al amor de
Cristo, con nuestro amor realizado en la vida.
¿ESTAMOS PRONTOS PARA LLEVAR LA CRUZ?
La sexta Admonición de san Francisco es de un contenido y
significado fundamental para nuestra vida franciscana. Por ello, y para
mejor captar su trascendencia, vamos a plantear tres cuestiones sencillas
que interroguen nuestro quehacer de cada día.
1. ¿Tenemos la mirada siempre puesta en el Señor? ¿Contemplarle
constituye para nosotros una necesidad? ¿Nos apremia conocerle cada vez
más y mejor? ¿A Él, que por nosotros sufrió toda clase de penalidades? ¿A
Él, que nos ha salvado de la muerte eterna? ¿A Él, de quien recibiremos o
no la vida eterna, según qué y cómo le hayamos seguido en nuestra vida?
¿Le contemplamos para conocer con precisión su imagen, su vida,
sus palabras y acciones, y para aprender a amarle con profundo
agradecimiento? Esta forma de contemplar es una exigencia ineludible del
amor vivo.
2. ¿En nuestro quehacer cotidiano, nuestro obrar es consecuente con
nuestro contemplar? ¿Hay coherencia entre nuestro conocer y la realidad
de nuestra vida? El amor auténtico empuja a la identificación con el
amado. Ahora bien, el camino del amor de Dios a nosotros, como se
patentiza en la vida de Cristo, es un camino de humillación, de privación
bajo todas sus formas, como describe detalladamente Francisco en esta
exhortación. Por tanto, si el amor exige la identificación con el amado, el
camino de nuestro amor a Dios ha de seguir la misma trayectoria de
privación y de humillación.
Este nuestro amor debe concretarse y realizarse en todas las
vertientes posibles a la manera que lo vemos en la vida de Cristo. Esto es,
en último análisis, el misterio de nuestra pobreza, en la que nos vaciamos
radicalmente hasta de nosotros mismos. Hacia ella quiere llevarnos
realmente la unión con la vida y sacrificio de Cristo en la celebración
diaria de la Eucaristía, cuya misteriosa realidad nos revela Francisco con
estas palabras: «No os reservéis nada de vosotros para vosotros mismos, a
fin de que os reciba enteramente quien se os entrega del todo» (CtaO 29.
Ante esta realidad, no podemos eludir algunas cuestiones
eminentemente prácticas:
¿Seguimos al Señor aun cuando el viacrucis del vivir cotidiano se
nos hace arduo y pesado? ¿No solemos entonces desviarnos gustosos por
otros derroteros, o sea, los nuestros? ¿Caminamos por la senda estrecha y
pedregosa del seguimiento de Cristo o, al contrario, continuamos andando
por el ancho y cómodo camino del propio «yo», que lleva a la ruina?
¡Permanezcamos constantes en el camino de Cristo!:
«En la tribulación», cuando interior o exteriormente nos invada la
aflicción, el sufrimiento, la desazón; cuando sintamos el impacto de la
tristeza a causa de nuestros fallos, de nuestras debilidades; cuando nos
agobie el desaliento de los otros o nos oprima la amargura de tantas otras
cosas.
«En la persecución»: si nos encontramos con la incomprensión, si
aun nuestras mejores intenciones y propósitos no son ni siquiera
reconocidos, si más bien cosechamos desprecio.
«En la humillación»: cuando abierta y desconsideradamente somos
víctimas de la injusticia, cuando somos calumniados o mal interpretados.
«En el hambre y en la sed»: cuando no se nos concede aquello de
que gustosamente quisiéramos disponer, cuando se nos niega un derecho
que creemos tener, cuando, tal vez, se me impide hacer lo que
ardientemente desearía realizar.
«En la debilidad»: interna o externa, visible o, lo que es más
frecuente y doloroso, no aparente.
«En la tentación»: cuando siento y experimento en mí,
conmocionado, lo humano, lo excesivamente humano y primitivo, que está
en el subsuelo de mi persona; cuando, tal vez, me perturban semejantes
deficiencias en los otros.
¿En todos estos casos y circunstancias, estoy pronto y dispuesto a
tomar sobre mí la cruz y seguir al Señor? ¿A Él, que es el buen Pastor y
que a través de todas estas cosas nos guía con y hacia su amor, y quiere
llevarnos al camino del amor desinteresado? ¿Constituyen para nosotros
ocasiones que nos brindan, en la vida de cada día, la posibilidad de la
privación, del sacrificio, de la entrega, en los que debe crecer y alcanzar su
máxima expresión la respuesta de nuestro amor? ¡Esta es la pregunta
decisiva que se nos dirige a todos!
3. ¿Nos atañe también a nosotros la «vergüenza» de que habla
Francisco en esta exhortación? ¿También nosotros hablamos piadosamente
sin, al mismo tiempo, vivir piadosamente? ¿Nos mostramos
recíprocamente y ante los hombres, interesados en todo lo referente a los
santos, sin intentar, simultáneamente, ser también nosotros beneméritos
delante de Dios por una vida santa? ¿Vivimos, de hecho y en verdad, una
vida según la forma del santo Evangelio, unida a la de Cristo y semejante a
la suya? ¿Nos entusiasmamos y exaltamos frecuentemente con
deslumbrantes ideas religiosas, que luego no realizamos en nuestra vida?
¿Las proclamamos con entusiasmo, sin hacernos beneméritos ante Dios
mediante su vivencia?
¡«Vergüenza nos debiera dar a nosotros, siervos de Dios», todo esto!
Y precisamente éste es el peligro que va anejo a nuestra profesión de
religiosos. Dejemos que todo ello interrogue nuestra vida religiosa.
Entonces todo se desenvolverá en el ámbito del amor.
* * *
A lo largo de estas reflexiones, percibimos con toda claridad lo
siguiente: para Francisco, el seguimiento de Cristo no es un
entretenimiento intrascendente, no comprometedor ni vinculante; no es
una ocupación «edificante». Para él, por el contrario, se trata de
identificarse con el Amado en el amor. Y de tal manera llegó a hacerse uno
con Él, que incluso llevó visiblemente en su cuerpo las señales del amor de
Cristo.
Con estas palabras de exhortación, Francisco querría adentrarnos
hasta lo íntimo del misterio de nuestra vocación. Querría ayudarnos a
nosotros, hijos suyos, para que también pudiésemos responder con un gran
amor, en nuestro quehacer de cada día, al gran amor de Cristo.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 12 (1975) 297-302]

AL SABER SIGA EL BIEN OBRAR
Meditación sobre la Admonición 7.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die siebte Ermahnung des heiligen Franziskus, en Der
Ordensdirektor 50 (1967) 110-113]
«Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica
(2 Cor 3,6).
»La letra mata a aquellos que únicamente desean saber
las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los
otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus
consanguíneos y amigos.
»También la letra mata a los religiosos que no quieren
seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo
las palabras e interpretarlas para otros.
»Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras
quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean
saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al
altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).
La Admonición sexta de san Francisco termina con un pensamiento
fundamental: «... es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de
Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos
recibir gloria y honor». De esta forma, la vida según la forma del santo
Evangelio no llega a alcanzar en ellos la adecuada madurez.
Pensamientos semejantes expone también el santo Fundador en ésta
su séptima Admonición, en la que Francisco se esfuerza por concretar, con
precisión y objetividad exactas, la verdadera vida evangélica de sus
hermanos. Pero, desde el primer momento, advertimos que su exhortación
está llena de significado para la vida de todos aquellos que se deciden a
seguir al Santo. Sabemos, en efecto, la suma importancia que, para todos,
atribuía él a «la vida según la forma del santo Evangelio». El Evangelio de
Jesucristo, sin duda alguna, debe cimentar y construir, formar y conformar,
penetrar, completar y perfeccionar la vida de todos sus seguidores. Por
esto, ya en el umbral de la muerte, recomendó a sus hermanos «el santo
Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Se es
auténticamente franciscano en la medida y perfección con que se conoce y
vive el Evangelio. Debemos, por consiguiente, estar siempre atentos a lo
que Dios quiere decirnos a través de las palabras del Evangelio, como tan
ejemplarmente hizo san Francisco. Esta es precisamente la temática de la
presente exhortación: ese «recto» oír, escuchar, atender y obedecer a la
Palabra de Dios.
«Dice el Apóstol: la letra mata, pero el espíritu vivifica
(2 Cor 3,6)».
Esta palabra fue dicha inicialmente a los judíos fariseos, que
pretendían observar absolutamente la palabra de Dios en el AT, al pie de la
letra, hasta el último acento o tilde de la ley, pero se quedaban apegados a
la letra y olvidaban el espíritu. Bien sabemos cómo el mismo Cristo
fustigó con dureza, una y otra vez, semejante actitud, en sus discusiones
con los fariseos. Jesús enseñó constantemente que el espíritu de la Ley es
más importante que su letra, que aquél está por encima de ésta.
Lo mismo viene a decir el apóstol Pablo en su concisa y justa
afirmación, que Francisco pone como prólogo y fundamento de esta
exhortación. A esta doctrina de permanente vigencia, que nosotros
debemos tomar siempre con seriedad y aceptarla sin reservas mentales ni
condicionamientos de ninguna especie, Francisco da a continuación una
auténtica plenitud espiritual, una explicación exacta y adecuada a los
hombres y al pensamiento de su tiempo. De ahí que tampoco nosotros, al
estudiar y meditar esta exhortación, debemos quedarnos pegados a la letra,
sino, por el contrario, hemos de captar el espíritu que habla a través de ella
y, de manera particular, adaptarlo a nuestro tiempo, a nuestro
comportamiento y a las urgencias del hombre actual.
«La letra mata a aquellos que únicamente desean saber
las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los
otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus
consanguíneos y amigos».
En tiempo de san Francisco, quien quería significar algo en la
sociedad o buscaba promocionarse en ella debía o bien pertenecer a la
nobleza, a la caballería, poseer riquezas, o bien estar provisto de la ciencia,
poseer una gran cultura. Estos tres supuestos -nobleza, riqueza, ciencia-
eran absolutamente indispensables y decisivos para el logro del honor y de
la fama. Francisco se ocupa aquí del último de los tres: la ciencia.
El saber, la ciencia significaba y comprendía en aquel tiempo casi
exclusivamente la ciencia teológica, es decir, el estudio y conocimiento de
las verdades que Dios ha revelado y confiado a su Iglesia. La sagrada
teología, como ciencia, trataba, por tanto, de un saber, de unas verdades
mediante las cuales Dios quiere mejorar, santificar y beatificar a los
hombres. Estas verdades se nos han conservado en la Sagrada Escritura,
que en aquel tiempo constituía la base y fundamento principal del estudio
teológico. Con profundo dolor, constata Francisco, en su Admonición, que
en su tiempo muchos hombres se consagraban al estudio de la Sagrada
Escritura por puro y auténtico egoísmo. No les preocupaba en absoluto
«hacerse mejores», «santificarse más», acercarse más y más a Dios por
medio de su estudio y de su ciencia. No deseaban vivir más intensamente
en el mundo de Dios, sino que se esforzaban ambiciosamente por alcanzar
una gran estima y reputación ante los hombres a causa de su ciencia: «para
ser tenidos por más sabios entre los otros». Este mismo egoísmo hacía
estragos en muchos que emprendían los estudios para alcanzar de esta
forma cargos lucrativos, empleos rentables, posiciones importantes dentro
de la Iglesia. En la provisión de oficios y cargos eran particularmente
tomados en consideración los hombres mejor formados en las escuelas
superiores. Estos tales estudiaban para «adquirir grandes riquezas que
legar a sus consanguíneos y amigos».
Cuando el hombre aspira a la ciencia teológica sólo por estas
apetencias, por estos motivos, «únicamente desea saber las solas palabras».
Es cierto que se afana por una ciencia superior, pero tal saber no le sirve
para una vida mejor delante de Dios. Cuando la ciencia se separa y olvida
del vivir, es ciencia muerta: «La letra mata a aquellos...». Tales hombres,
por su saber, se crean una posición, hacen de él la base y fundamento de su
personal enseñoramiento y autoglorificación. Su ciencia se proyecta sólo
hacia el medro personal y el servicio de sí mismos; en nada mira al
servicio de Dios.
«La letra mata a los religiosos que no quieren seguir el
espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las
palabras e interpretarlas para otros».
Con estas palabras, Francisco extiende y aplica los mismos
pensamientos a los religiosos, a los miembros de su Orden. También entre
éstos había ciertamente -¿y no los ha habido y los hay siempre?- quienes
se dedicaban intensamente al estudio de la Sagrada Escritura para
procurarse un amplio conocimiento de Dios y de su obra salvífica: todos
los días leen la Escritura, a diario dan clase de ciencias bíblicas, de buen
grado leen libros espirituales, predican asiduamente y con frecuencia e
interés asisten a conferencias... Pero hacen todo esto, no para sí mismos,
para su vida de hombres consagrados a Dios, sino por una cierta
curiosidad y avidez de acrecentar sus conocimientos: son precisamente
aquellos que «prefieren saber sólo las palabras». Y así se apropian la
ciencia, sólo por la ciencia. Tal vez obren así también para demostrar a los
otros que saben más que ellos, como los que se esfuerzan únicamente en
«interpretar las palabras para otros».
¿Quién podrá negar que semejante postura constituye un peligro
grave para la vida de la Orden? ¿No deberán estar muy atentos a ello los
superiores y educadores? Con demasiada frecuencia y facilidad el hombre
olvida que no le está permitido ocuparse de la Palabra de Dios sin
comprometerse en ella. Todo cuanto aprendemos en la Sagrada Escritura y
en la enseñanza de la Iglesia sobre Dios y su obra salvífica, nos obliga y
responsabiliza, ante todo, a nosotros mismos, y nos exige tomarlo en serio
y adecuar nuestra propia vida a ello. «La letra mata», es decir, deja sin vida
ante Dios -¡cosa terrible y lamentabilísima!- a quien no quiere seguir el
espíritu de la Sagrada Escritura, a quien de cada nuevo conocimiento
alcanzado no hace un nuevo progreso y promoción en una vida cristiana
más sincera y más llena.
«Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras
quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y
desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la
restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien».
Lo que Francisco ha dicho hasta aquí, rechazándolo como malo o
indicándonos su peligrosidad, nos lo confirma ahora, a contrario, de forma
positiva, exhortando y orientando. Aparece del todo patente, en primer
lugar -y ello tiene hoy una importancia capital y sobre ello conviene en
nuestros días reflexionar aún de modo particular-, que Francisco no
rechaza todo estudio, cualquier dedicación a la ciencia religiosa, a la
búsqueda del saber teológico. Cierto día, como los hermanos de la
fraternidad dispusieran de un solo ejemplar del NT, Francisco lo deshizo
en hojas y las repartió entre los hermanos, para que todos pudieran
estudiarlo y ninguno molestara al otro. Francisco valoró altamente el
estudio de la sagrada Escritura y se preocupó del mismo, dando para ello
toda clase de facilidades a sus hermanos: véase su carta a san Antonio.
Pero también les recuerda con frecuencia las palabras del Señor: «Las
palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63). En los
últimos días de su vida, les vuelve a exhortar: «A todos los teólogos y a
los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y
tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test
13).
Francisco quiere, pues, que sus seguidores conozcan el «espíritu de
la Sagrada Escritura», para que de esta manera estén en condiciones de
vivir una vida cada vez más cristiana. De la Palabra de Dios, o sea, de la
Sagrada Escritura, nos proviene, en efecto, la vida en el espíritu auténtico.
Precisamente por esto Francisco antepuso el santo Evangelio a todas las
demás disposiciones, porque en él encontramos «espíritu y vida» (2 Cel
216).
Pero esto es válido sólo en tanto en cuanto sigamos las
amonestaciones que nos da nuestro santo Fundador:
a) En materia de vida cristiana nunca debemos contentarnos con
nuestro saber actual, nunca debemos pensar que es suficiente. «Son
vivificados por el espíritu de las divinas letras» solamente aquellos que se
esfuerzan por conocer y comprender aún más profundamente la letra que
ya saben, es decir, los que tienen hambre y sed del espíritu y vida que
brota de la Palabra de Dios. De Dios y de su Palabra hecha carne, de su
amor y de su obra salvífica, nunca podemos saber bastante. ¡Cuanto más
profundamente penetremos esas realidades divinas, cuanto más radical y
objetivamente «deseemos saberlas», tanto más completa y generosa será
nuestra respuesta al Amor!
b) Sin embargo, no debemos «atribuir al cuerpo», al propio yo,
nuestra sabiduría; no debemos jactarnos de ella, ni volvernos petulantes y
engreídos por tanto saber, ni despreciar a quienes saben menos. ¡Todo esto
sería culto del propio «yo»! Además, con ello, nos alejaríamos de Dios y
andaríamos por nuestro propio camino. La metanoia, la «conversión del
corazón» o penitencia en sentido evangélico, no se realizaría en nuestra
vida.
c) Típica de Francisco y, al mismo tiempo, rica en enseñanzas, es la
exigencia que plantea aquí: «restituir al Señor, con la palabra y el ejemplo,
en la realidad de la alabanza a Dios altísimo, toda la ciencia y sabiduría,
pues a Él pertenece y de Él proviene todo bien». Todo es don y gracia de
Dios. Todo nos ha sido dado sin ningún mérito de nuestra parte.
Consiguientemente, no nos pertenece a nosotros, sino al Señor,
dispensador de todo bien. A Él, pues, debo devolvérselo «con la palabra y
el ejemplo». La devolución a Dios se realiza, por tanto, en el servicio a
nuestro prójimo. Cada obsequio de Dios implica una responsabilidad y una
tarea que yo debo realizar en los demás hombres. Así, en esta materia
particular, nuestro saber ha de plasmarse en servicio a nuestro prójimo, al
que debe ser provechoso; entonces se realiza su proyección divina, sólo
entonces se convierte, en sentido auténticamente cristiano, en servicio ante
Dios y para Dios, en auténtico servicio divino.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
Esta séptima Admonición, por su contenido doctrinal, nos sitúa
también ante cuestiones fundamentales y exigencias importantes de la vida
franciscana. Ella nos demuestra rotundamente que Francisco no fue en
absoluto tan simplista ni unilateral como ingenuamente nos lo presentan
algunas «leyendas» posteriores. Nos revela a Francisco como un hombre
que analizó y trató de solucionar los problemas de la vida, con una
personalísima y nada frecuente intuición, como un hombre que respondió
a las exigencias de la vida cristiana con una fe extraordinaria. Él captó
claramente los peligros que, tanto entonces como ahora, son inherentes a
una vida según el Evangelio. Con gran clarividencia y objetividad trata él
de obviar tales peligros. Tratemos, pues, nosotros de aplicar sus
enseñanzas a nuestra vida práctica.
1. ¿En las cuestiones y exigencias de la vida religiosa nos sentimos
personalmente saciados, contentos de nosotros mismos, en una cómoda
autosuficiencia, o, por el contrario, nos esforzamos, como nos exige
Francisco aquí, por adquirir una ciencia y sabiduría más profunda? La
languidez, atonía, desinterés... significa aquí muerte; el sincero y auténtico
esfuerzo significa vida. ¿Por qué? Si nosotros amamos de veras a Dios y a
Cristo, su enviado, aspiraremos y nos afanaremos por tener siempre un
mayor y mejor conocimiento suyo; pues lo que verdaderamente amo,
deseo conocerlo al máximo posible, lo más exacta y detalladamente que
me sea dado. ¡El amor, si está vivo y en la medida en que lo está, ansía
conocer! ¡Nunca llega a saciarse ni sentirse ya satisfecho! Y ésta es ahora
nuestra pregunta: ¿nuestro amor a Dios y a Cristo está vivo? En caso
afirmativo, nunca descansaremos, sino que nos empeñaremos sin pausas ni
reposo en conocer cada vez mejor, más profundamente, quién es Dios, qué
hace Dios. En el supuesto contrario, podríamos también preguntarnos:
¿por qué nuestro amor a Dios y a Cristo es con excesiva frecuencia tan
ficticio, tan falto de vitalidad, tan lánguido, tan muerto? Entonces
precisamente deberíamos tomar conciencia de la necesidad vital que
tenemos de penetrar cada vez con mayor celo y solicitud en la obra
salvífica de Dios, que no es otra cosa que el obrar, el hacerse patente la
manifestación de su amor. Este amor de Dios quiere despertar la vida en
nosotros, la auténtica y plena vida en Cristo y para Cristo. Cuando somos
engendrados a la vida por el espíritu de la Sagrada Escritura, esta
insondable manifestación del amor de Dios, vivimos una vida
verdaderamente conforme al Evangelio. Entonces nuestro conocer se
transforma en vida, y nuestra vida será la respuesta de nuestro amor al
amor de Dios. Entonces conocemos para amar, y amamos para conocer.
¡Ésta es postura franciscana de los orígenes!
2. ¿Aprovechamos bien todas las oportunidades para «conocer a
Dios» más profundamente? ¿Somos conscientes de que sólo entonces
podemos vivir, porque entonces permanece vivo el amor? ¿Qué significa
para nosotros la lectura diaria de da Escritura, la lectura espiritual, la
meditación? ¿Por qué escuchamos predicaciones y conferencias? ¿Son
para nosotros tan sólo «ejercicios», simple cumplimiento de una
obligación impuesta, de buenas y piadosas costumbres? O, por el
contrario, ¿significa verdaderamente para nosotros nutrición y crecimiento
de nuestra vida religiosa, vida consagrada y unida a Dios? ¿Estamos tan
persuadidos de la necesidad de este alimento para nuestra vida cristiana,
como lo estamos de la necesidad de la comida y bebida para nuestra vida
corporal? En tal caso, no tendremos necesidad de preceptos. La vida
precisa de alimentos. El amor requiere una continua llamada alentadora y
solicita, un hambre y sed intensos, si se quiere esperar de él una constante
respuesta generosa y vital. Por eso, la vida en el amor de Dios necesita el
alimento de la palabra divina en medida cada vez mayor: «la letra que
saben y desean saber». Este amor debe ser, por lo mismo, lo que nos
penetre, nos mueva, no nos deje en paz ni un instante en cualquier estadio
de nuestra vida, en todos los ejercicios y prácticas a que nos hemos
referido, en los deberes de la vida religiosa cotidiana. ¡Quien ama de veras
-esto nos lo enseña la experiencia de todos los días- tiende y aspira
incesantemente hacia el amado!
3. ¿Restituimos a Dios todo cuanto de él hemos recibido,
esforzándonos seriamente por incorporar a nuestra vida todo cuanto
llegamos a conocer? ¿Lo hacemos «con la palabra y el ejemplo» en nuestra
vida de cada día? Esta «restitución» excluye radicalmente toda
«apropiación». Nuestro amor es esencialmente un amor receptor. Debemos
estar agradecidos a Dios porque nos regala estos conocimientos. Con ello
reconocemos que sus dones continúan siendo siempre de su propiedad. El
«restituir a Dios» es, por consiguiente, una forma auténtica e importante de
la pobreza absoluta y de la minoridad y humildad franciscanas. Por ser
esto «gratitud», es, a la vez, auténtica y nobilísima glorificación de Dios.
En segundo lugar, «el restituir a Dios con la palabra y el ejemplo»,
excluye toda especie de improductividad. Nuestra ciencia y conocimientos
no deben, en absoluto, permanecer estériles ni ser causa de esterilidad. Al
contrario, deben ser fecundos en nuestra propia vida personal y en la vida
comunitaria de la fraternidad: «Alumbre así vuestra luz a los hombres; que
vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16).
4. Nuestras reflexiones nos llevan a unas conclusiones del todo
decisivas: no podemos jamás evadirnos de ellas. No es casual que
Francisco utilice la antítesis «mata-vivifica». La cuestión aquí planteada
es, literalmente, de vida o de muerte, cuestión que debe acompañar toda
nuestra vida franciscana: «¿Somos vivificados por el espíritu de la Sagrada
Escritura?» ¿Nos mata la letra? ¿Somos religiosos que vivimos
íntegramente, siempre y en todas partes, el Evangelio de Jesucristo?
Agradezcamos a nuestro Padre esta Admonición que ilumina
espiritualmente una de las instancias más importantes de nuestra vida
franciscana. Agradezcámosle que nos haya guiado por el camino de una
vida según el santo Evangelio. Preocupémonos de que, según sus
exhortaciones, la letra no nos mate, sino que el espíritu nos vivifique.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, núm. 23 (1979) 258-264]
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