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EL MAL DE LA PROPIA VOLUNTAD
Meditación sobre la Admonición 2.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die zweite Ermahnung unseres hl. Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue, T. 1. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 19622, pp. 11-15]
Tomamos como base de nuestra meditación el texto de la segunda
Admonición de nuestro padre san Francisco, que lleva como título «El mal
de la propia voluntad». Esta Admonición tiene mucha importancia para
nuestra vida según los consejos evangélicos, según la intención y el
espíritu de san Francisco, a quien todos nosotros veneramos como Padre.
En ella nos dice cosas decisivas para la vida en obediencia.
«Dijo el Señor a Adán: De todo árbol puedes comer,
pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf.
Gén 2,16-17).
»Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no
cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come,
en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia
para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice
o hace en él; y de esta manera, por la sugestión del diablo y
por la transgresión del mandamiento, lo que comió se
convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso es preciso que
cargue con el castigo» (Adm 2).
I. LA OBEDIENCIA,
BASE DE NUESTRA RELACIÓN CON DIOS
Como en la mayoría de sus Admoniciones, también en ésta toma
Francisco como punto de partida una palabra de la Sagrada Escritura,
concretamente la palabra con la que Dios colocó al hombre en la
alternativa de obedecer o desobedecer:
«Dijo el Señor a Adán: De todo árbol puedes comer,
pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf.
Gén 2,16-17)».
Dios creó el cielo y la tierra, y al hombre como administrador de
todo cuanto había creado. Al hombre le estaba permitido usar de todas las
cosas; todo estaba a su disposición. Como nos invita a orar la Iglesia en la
Plegaria Eucarística IV: «A imagen tuya creaste al hombre y le
encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su
creador, dominara todo lo creado».
¿Por qué impuso Dios al hombre, con esta prohibición, una palpable
frontera? No lo hizo ciertamente para atormentarlo, ni para limitarlo, ni
para precipitarlo en la infelicidad. Esta prohibición contiene una piedra de
toque para la actitud interior del hombre. Mediante esta obediencia
exigida, el hombre debía reconocer a Dios como Señor de todo, como
verdadero dueño al que pertenece cuanto existe en el mundo creado,
propietario de todas las cosas. Así lo entiende Francisco y así lo expresa en
muchos pasajes de sus escritos: «Son matados por la letra los religiosos
que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber
sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el
espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra
que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la
restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7, 3-4).
«Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu
Santo (cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo
(Rom 3,12). Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que
el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque
envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo
bien» (Adm 8,1-3). «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios
altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias
por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y
sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se 1e tributen y Él reciba todos los
honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las
acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno (cf. Lc
18,19)» (1 R 17,17-18)...
Dios es propietario de todo lo bueno. Los bienes están sólo
confiados al hombre. Mediante esta obediencia el hombre debía reconocer
el Señorío de Dios, glorificar a Dios. Con este reconocimiento y
aceptación del Señorío de Dios, el hombre debía permanecer totalmente
sujeto a Dios. Se trataba, por tanto, de preservar al hombre de referir las
cosas sólo a sí mismo, como si fuese señor absoluto de las mismas. Según
la disposición de Dios, el hombre era simplemente administrador del
Señorío de Dios sobre las cosas.
Salta, pues, a la vista que la obediencia es la relación fundamental, la
base de todas las relaciones entre Dios y nosotros, entre nosotros y la
creación de Dios. Dios no puede renunciar a esta obediencia sin
renunciarse a sí mismo. Él tiene que seguir siendo, siempre y en todo, el
Señor. ¿Qué queremos decir con la expresión «seguir siendo el Señor»? Su
voluntad es determinante. El hombre debe y tiene que guiarse y
comportarse en todo tomando la voluntad de Dios como norma. La
voluntad de Dios nos brinda la única dirección válida y buena para nuestra
conducta. Mediante la libre decisión del hombre obediente, Dios es
reconocido como Dios, es glorificado. En el reconocimiento obediente de
la voluntad divina radica el núcleo esencial de toda glorificación de Dios
por parte del hombre: Dios es reconocido como Señor.
«Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no
cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come,
en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia
para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice
o hace en él».
De estas palabras de nuestro padre san Francisco se desprende con
toda claridad que, para él, el pecado no sólo es transgresión de una ley,
considerada desde el punto de vista positivo y jurídico, con la que se
lesiona el orden jurídico, sino más bien algo que acontece entre el hombre
y el Dios vivo. El pecado acaece funestamente entre Dios y el hombre. ¡Es
un nefasto suceso en esta relación entre Dios y el hombre, la más personal
de todas las relaciones! En su más profunda esencia, es una desobediencia
a Dios. El hombre que peca no quiere reconocer con su obediencia a Dios
como Señor, sino que quiere ser señor de sí mismo. ¡Quiere definir por sí
mismo lo bueno y lo malo! No quiere ser contradicho en nada. No quiere
ser limitado por nada. ¡El pecado es, por tanto, un atentado contra el
Señorío de Dios! ¡El hombre trata de destronar a Dios en su vida! Hace
caso al tentador: «Seréis como Dios» (Gén 3,5). En el pecado, pues, el
hombre intenta insensatamente colocarse en el lugar de Dios. Tal fue el
pecado de Adán. Su aprehensión del fruto prohibido significaba
precisamente atraer hacia sí las cosas como si él fuese el fin de las mismas.
Pero el hombre no es el fin de las cosas, Dios es el fin de las cosas. Negar
esto equivale a excluir a Dios como Señor. Con su injusta y abusiva
apropiación, Adán quería conseguir la autoposesión de su ser-hombre:
«Seréis como Dios» (Gén 3,5).
Este pecado de Adán se prolonga en todos los pecados que pueda
cometer el hombre. Francisco lo interpreta aquí en una doble dirección:
1. «Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien y del mal el que
se apropia para sí su voluntad...» (o, con otras palabras, reivindica su
propia voluntad como propiedad personal). En el pecado, el hombre usa
incorrectamente su propia voluntad. Abusa del mayor y más hermoso don
que Dios le ha concedido. Pierde su más encumbrada dignidad, la de ser
libre servidor de Dios. Y no consigue lo que quería: en vez de convertirse
en señor, se torna vasallo, esclavo de las fuerzas contrarias a Dios.
La expresión de Francisco «se apropia para sí» (reivindica como
propiedad personal), nos lleva a algo todavía más profundo. Según esta
expresión, la obediencia significa no reivindicar la propia voluntad como
propiedad personal, sino insertarse totalmente en el cumplimiento de la
voluntad de Dios. La obediencia es, por tanto, una parte de nuestra
pobreza franciscana, de nuestra vida «sin nada propio» (2 R 1,1), como
dice Francisco. La obediencia, como renuncia a la propia voluntad, a
cualquier capricho de la propia voluntad, es sin ninguna duda la parte más
importante de nuestra pobreza franciscana. En general resultará más difícil
y abnegada que la renuncia a las cosas y bienes externos, pues se trata del
desprendimiento de toda posesión y dominio interiores. Esto aparecerá aún
más claro en la segunda dirección:
2. «Y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él».
Aclaremos en primer lugar la expresión «enaltecerse», es decir
fanfarronear, presumir de algo, hincharse, sobrevalorarse, etc. ¿Qué quiere
decir Francisco con esta expresión? Dios, el Señor, es no sólo el creador
de todo cuanto nos rodea, sino también el autor de todo bien dicho o hecho
a través de nosotros. También en esto debemos no adornarnos con méritos
ajenos, no apropiarnos de nada, no atribuirnos ningún merecimiento como
propio, sino reconocer siempre y en todo bien a Dios como Señor, pues a
Él le pertenece, es de su propiedad. Se trata, por tanto, también aquí, de un
auténtico reconocimiento del Señorío de Dios, de glorificar a Dios. Todos
sabemos que semejante pobreza es especialmente difícil, con frecuencia
incluso indeciblemente difícil. Todos sabemos que aferramos con mucho
gusto el bien en nuestra vida, para adjudicárnoslo a nosotros mismos. Para
quien es completamente pobre, para Francisco, esta usurpación es
simplemente pecado. Y vemos también, por otra parte, cómo Francisco
permanece sumamente atento a dar realmente a Dios lo que es de Dios (cf.
Lc 20,25). En verdad permanece delicadamente atento a que no se
menoscaben los derechos de Dios. Dios debe ser el único y solo Señor en
nuestra vida de pobres. Con ello queda obviamente claro también que la
humildad es una parte esencial de la pobreza franciscana. ¡El que es
auténticamente humilde no quiere apropiarse nada!
«Y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la
transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en
fruto de la ciencia del mal».
El diablo, que fue el primero que canceló la disposición de servir
obedientemente a Dios, busca siempre separar al hombre del trato con
Dios. Deslumbra al hombre con sus sugestiones. Tienta al hombre con la
falsedad: «Seréis como Dios» (Gén 3,5). Quien le hace caso y sigue sus
sugestiones, infringe la misión que Dios le ha confiado. Se hace malo y
aspira al mal. Pierde su relación vital con Dios. Separado de Dios, se
convierte en enemigo de Dios. Con su desobediencia pecadora se torna, de
libre servidor de Dios, en esclavo del diablo, en siervo del mal. ¡Entre
Dios y el diablo no cabe término medio, sólo cabe el «por o contra»!
«Por eso es preciso que cargue con el castigo».
Sabemos qué castigo sorprendió a Adán y Eva después del pecado
original. Fueron expulsados del paraíso, de la placentera cercanía de Dios.
Dios hizo lo que ellos querían y los colocó en la vida a la que se habían
entregado ellos mismos. Como habían disuelto su vínculo con Dios,
experimentaron la total amargura de una vida desvinculada de Dios. Así
acontece, tal como indica Francisco con toda seriedad, a quien apostata de
Dios con su desobediencia y soberbia.
II. CONSECUENCIAS Y APLICACIONES PRÁCTICAS:
RECONOCER CON LA OBEDIENCIA EL SEÑORÍO DE DIOS
Tras haber intentado comprender profunda y ampliamente las
«palabras de amonestación» de nuestro padre san Francisco en toda su
coherencia, apliquemos ahora estos conocimientos a nuestra vida concreta
de cada día. Examinemos en una triple dirección nuestra vida diaria a la
luz de esta Admonición.
1. ¿Vivimos en obediencia a Dios? ¿Nos importa realmente su
voluntad por encima de todo, tal como rezamos incesantemente: «Hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo»? Preguntémonos lo mismo, a la
inversa: ¿Quién desempeña el principal papel en mi vida, yo o Dios? ¿Qué
es lo determinante y decisivo incluso en los secretos interiores de la vida
espiritual? ¿Qué voluntad cumplimos, la nuestra o la de Dios? ¿Nos
fijamos bastante y con esmero en el camino de Adán, como nos lo describe
aquí Francisco con palabras breves pero esenciales?
¿Qué hacemos en suma para conocer la voluntad de Dios? ¡Ésta no
se manifiesta sólo en los diez sabidos mandamientos! Toda la Sagrada
Escritura, en cuanto revelación, es para nosotros la «manifestación», la
clarificación de lo que Dios quiere. De acuerdo con nuestra vocación
especial como religiosos, Dios nos da también a conocer su voluntad a
través de la Regla, que debe conformar nuestra vida, al igual que a través
de los Estatutos promulgados por las autoridades eclesiásticas, que
interpretan nuestra vida según la Regla. En ellos y en muchos otros lugares
nos habla la voluntad de la Iglesia. Y la Iglesia es representante de Dios.
En su nombre nos hablan nuestros superiores, pues ellos son
representantes de la Iglesia.
Estamos llamados a obedecer en todo esto. Aquí radica para
nosotros la llamada a reconocer el Señorío de Dios, a glorificarle. ¿Nos
alegramos por poder reconocer a Dios como Señor en nuestra obediencia?
¡Esta alegría es la única que nos hace felices! La obediencia es servicio de
Dios, glorificación de Dios, reconocimiento del Señorío de Dios.
2. ¿Vivimos en humildad ante Dios? ¿Actúa vital y eficazmente en
nosotros la conciencia de que todo lo que somos y tenemos es propiedad
de Dios? ¡Todo lo que sé y cuanto puedo es siempre don de Dios y a Él le
pertenece! Se nos ha entregado todo como a administradores. Debemos
usarlo todo glorificando a Dios, reconociendo su Señorío. Nada debe tener
en nosotros su fin, su finalidad y perfección, todo debe volver a Dios. No
debo atribuirme nada, nada debo apropiarme, nada debo registrar a mi
favor. Tampoco debo presumir de nada, ni vanagloriarme de nada. La
humildad, en cuanto pobreza interior, excluye toda vanidad y
autocomplacencia. Quien es auténticamente humilde abandona todo
servicio de sí mismo y conoce sólo una cosa: servir a Dios. La humildad es
servicio a Dios, reconocimiento del Señorío de Dios.
3. ¿Vivimos, como siervos obedientes y humildes de Dios, en una
actitud contraria al pecado? ¿Tan escueta y evidentemente como describe
aquí Francisco? ¿Conocemos bien lo terrible del pecado, ese misterio de
maldad? ¿O nos hemos acostumbrado a él? ¿Hemos llegado a un acuerdo
con el pecado? ¿Triunfan en nosotros las sugestiones del diablo? ¡Esas
sugestiones que siempre adulan y quieren dar la razón a nuestra soberbia y
a nuestra avaricia! ¡En tal caso tendremos que soportar necesariamente el
castigo de la lejanía de Dios! Pues Dios y el pecado no se avienen. ¿No lo
experimentamos una y otra vez en nuestra oración y precisamente en
nuestra oración? Donde está el pecado, está excluida una vida con Dios.
Pero cuando el hombre vive en obediencia y humildad, cuando el hombre
toma en serio «vivir sin nada propio», tal como lo entiende nuestro padre
san Francisco, entonces no hay espacio alguno para el pecado.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos» (Mt 5,3). Quien tiene el espíritu de pobreza, pertenece al Reino de
Dios, en el cual Dios es el centro en torno al cual gira todo. ¡Aquí es Él el
Señor, todo en todos y en todo!
Esta meditación sobre las «palabras de amonestación» de san
Francisco nos muestra hasta qué punto puede nuestro santo Fundador ser
un guía y maestro eficaz de la vida cristiana. Resumamos los principios
que han llevado a Francisco a las conclusiones anteriores: Francisco nos
advierte que la felicidad plena del hombre consiste en vivir una vida en
pobreza obediente y humilde en el ámbito de la voluntad, de la acción de
Dios. Sólo así nos liberaremos de las estrecheces de una vida en la que
todo se refiera a nosotros como a su fin, en la que todo deba encontrar en
nosotros su propio fin. En tales estrecheces, la vida con Dios no puede
menos que asfixiarse. Como pobres y humildes, es decir, como
franciscanos, como auténticos hijos del padre san Francisco, debemos
ofrecernos nosotros mismos, entregar nuestro propio yo -¡lo hacemos cada
día en el Sacrificio de Cristo, que se transforma en nuestro propio
sacrificio!- a fin de poder llegar a ser administradores del Señorío de Dios
en su Reino: ¡Hombres tal y como Él nos ha pensado!
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 36 (1983) 384-390]

LA PERFECTA OBEDIENCIA
Meditación sobre la Admonición 3.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die dritte Ermahnung unseres hl.
Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 3 (1962) 145-154]
Francisco consideraba la obediencia como una parte integrante tan
esencial de la vida franciscana que describe la incorporación a la Orden
con esta simple expresión: «Sea recibido a la obediencia» (1 R 2,8), «los
otros hermanos que han prometido obediencia» (1 R 2,13), «sean recibidas
a la obediencia» (2 R 2,11), «los que ya han prometido obediencia» (2 R
2,14). También santa Clara asumió este concepto para sus hermanas (RCl
2). Esta manera de pensar puede parecernos extraña a primera vista, pues
estamos habituados a considerar la pobreza como el elemento esencial de
nuestra vida religiosa franciscana. Tal vez ello se deba a que hemos
separado demasiado la obediencia de la pobreza, en tanto que Francisco
considera ambas actitudes fundamentales estrechamente unidas. Así nos lo
muestra claramente su Admonición 3ª. Vamos, pues, a considerarla,
dividiéndola en dos partes.
I. LA RENUNCIA A LA PROPIA VOLUNTAD
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a
todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y:
Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24).
»Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel
que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos
de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está
contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que
hace, constituye verdadera obediencia.
»Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de
más provecho para su alma que lo que le manda el prelado,
sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en
cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues ésta
es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), porque satisface a
Dios y al prójimo» (Adm 3).
Como en la mayoría de sus admoniciones, también en ésta, tan
importante para la vida comunitaria de toda fraternidad franciscana, se
basa Francisco en las palabras de la Sagrada Escritura. Hemos oído ya
estas palabras de Cristo con frecuencia. Son muy importantes para toda
formación a la vida de la Orden. Por eso, debemos escucharlas otra vez, y
como si fuese la primera:
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a
todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y:
Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24)».
¡Así nos habla el Señor también a nosotros! Su palabra, presente y
actual, suena en nuestro aquí y ahora. ¿Nos sentimos, como «verdaderos
discípulos de Cristo», interpelados por Él?
¡Fijemos nuestra atención en primer lugar, y especialmente, en la
segunda palabra! En realidad debería traducirse: «Quien quiere salvarse a
sí mismo, se perderá». ¡Una palabra que resulta chocante! El que quiere
ponerse a sí mismo a seguro, se pone precisamente en el peligro de
conseguir todo lo contrario. Ambas palabras contienen una misma
exigencia: el discípulo de Cristo tiene que renunciar a todo, tiene que
abandonar todo, y en primer lugar a sí mismo. En las dos palabras del
Señor se trata, por tanto, de ser totalmente pobres. Al discípulo de Cristo
no le está permitido desear tener nada para sí. «Nada de vosotros retengáis
para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os
entrega» (CtaO 29). Deben pertenecer enteramente al Señor. Su voluntad
tiene que ser transformarse por completo en propiedad de Dios.
«Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel
que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en
manos de su prelado».
Salta a la vista que, para Francisco, la obediencia es el grado sumo
de la pobreza total, pues en ella el hombre renuncia a su propio querer
(véase la Admonición 2ª: es desobediente quien «reivindica su propia
voluntad como propiedad personal»; cf. más arriba y en Sel Fran n. 36,
1983, 384-390). El libre albedrío es la más profunda posesión del hombre,
y la de más difícil renuncia. Esta renuncia sólo puede producirse a fin de
que en nuestra vida se haga exclusivamente la voluntad de Dios, como
pone de manifiesto Francisco cuando exhorta a sus hermanos a pensar que
«renunciaron por Dios a los propios quereres» (2 R 10,2).
Todos, sin duda, queremos obedecer a Dios. Quisiéramos hacer
todas las cosas cumpliendo su palabra. Pero Dios no se hace visible en
nuestra vida. No nos habla de manera que lo oigamos directamente a Él.
Se sirve de instrumentos humanos, esto es, de los superiores que nos ha
dado a través de su Iglesia. Así y todo son instrumentos humanos, con
frecuencia demasiado humanos. Esto es lo que hace a veces tan difícil la
obediencia. Por eso la obediencia es realmente: abandonar todo, renunciar
a sí mismo, dejarse conducir y guiar por hombres que son representantes
de Dios.
Esta obediencia, naturalmente, sólo es posible en la fe; en esa fe que
confía que Dios actúa en su Iglesia y guía a los suyos a través de sus
autoridades ministeriales: «Bienaventurados los obedientes; pues Dios no
permitirá que caigan en el error» (Francisco de Sales).
«Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la
voluntad del prelado y mientras sea también bueno lo que
hace, constituye verdadera obediencia».
La obediencia, por tanto, no sólo debe practicarse cuando se manda
o se exige algo terminantemente, sino que debe ser una actitud de toda la
vida. En nuestra vida no debería haber realmente nada contrario a la
voluntad de los superiores. Deberíamos permanecer en la obediencia, aun
cuando el superior no esté presente, incluso cuando estemos
completamente solos. Por supuesto, Francisco fija un límite: sólo es lícito
seguir la obediencia en lo que es bueno en sí. Sólo entonces vivimos de
acuerdo con la voluntad de Dios, tal como llegamos a conocerla en el
mandato del superior: esto «constituye la verdadera obediencia». Aquí
existe naturalmente una grave obligación para todos los que han sido
nombrados superiores por la Iglesia: sólo les es lícito exigir por obediencia
lo que es bueno, es decir, lo que coincide con la voluntad de Dios. Por eso,
¡obedecer es ciertamente más fácil que mandar!
«Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de
más provecho para su alma que lo que le manda el prelado,
sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en
cambio, poner por obra lo que le manda el prelado».
Es muy posible que el súbdito considere algo mejor y más
provechoso para su vida religiosa que lo que el superior le manda. En tal
caso, Francisco opina que es más importante y meritorio obedecer que
seguir la propia opinión y criterio. Evidentemente, también aquí está en
vigor el principio: «mientras sea bueno lo que hace». Hacer lo bueno, por
obediencia, es más meritorio que hacer, sin obediencia, lo mejor. Ya no se
trata de nosotros, de nuestros criterios y opiniones, sino del cumplimiento
de la voluntad de Dios, aun cuando en ello el hombre se pierda a sí mismo.
Aquí percibimos una vez más que la perfecta obediencia sólo es
posible en la fe sólida de que Dios sostiene en sus manos nuestra vida y
gobierna y guía todas las cosas mejor de lo que podemos imaginarnos.
Dios sabe todo mejor que nosotros y puede hacer cumplir su voluntad a
través de quien quiere. Por eso, debemos abandonarnos confiadamente a
su conducción.
En esta fe sólida se puede «sacrificar lo suyo voluntariamente a
Dios» y cumplir con energía lo que ordena el superior. La obediencia se
transforma así en un sacrificio, en el que nos ofrecemos enteramente a
Dios, porque hemos renunciado a todo y nos hemos vaciado de nosotros
mismos. Este sacrificio de obediencia nos introduce en el sacrificio de
Cristo, que «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una
muerte de cruz» (Fil 2,8). Por eso prosigue Francisco:
«Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22),
que satisface a Dios y al prójimo».
A esta obediencia la llama también Francisco la «verdadera y santa
obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,15). Jesús agradó a Dios y
salvó a los hombres, devolvió a su orden original nuestra pecaminosa
desobediencia a Dios y de este modo nos reconcilió con Dios. Nosotros
debemos llevar a la práctica con Cristo esta autohumillación suya, su
obediencia: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo
Cristo» (Fil 2,5). Quien es obediente de esta forma con Cristo, participa
en la tarea redentora de Cristo, en su obra salvífica. Lleva a cabo con
Cristo la entrega de la propia voluntad, a fin de que Dios sea glorificado en
todo: «porque satisface a Dios» (traducción alemana: agrada a Dios).
Esta obediencia introduce también en la Iglesia la obediencia
salvífica de Cristo, la mantiene viva en la Iglesia, salvando y santificando:
y «satisface al prójimo» (traducción alemana: salva al prójimo). Esta es la
grandeza de nuestra vocación. Por eso dijimos nuestro «Sí», cuando
prometimos en la profesión «vivir en obediencia», en esta verdadera y
caritativa obediencia de nuestro Señor Jesucristo.
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
Mediante la obediencia participamos en la redención
En su Admonición 3ª, Francisco trata cuestiones actuales que de
alguna manera nos inquietan a todos. Tal vez estas cuestiones son hoy
particularmente candentes. Francisco no las trata desde la periferia, sino
desde el centro de la vida cristiana. Por eso percibimos cuán importantes
pueden ser también sus realizaciones para nuestro tiempo. Veámoslas en
detalle.
1. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo por el Señor? Francisco
«solía decir que no ha dejado todas las cosas por el Señor quien se reserva
la bolsa del juicio propio» (2 Cel 140). Renunciar a toda posesión exterior
puede resultar fácil, y más fácil todavía en nuestras fraternidades que
aspiran a ello. Pero renunciar a uno mismo, negarse a uno mismo, día a
día, a lo largo de toda la vida, siempre y en todas partes, es difícil y resulta
cada vez más difícil conforme vamos entrando en años. Ofrecerse a sí
mismo en la oración «Hágase tu voluntad», es de una importancia decisiva
para la venida del Reino de Dios. Y eso se realiza en la obediencia.
¿Estamos dispuestos a ello?
¡Pidamos a la Providencia divina una fe sólida, para poder colaborar
como hombres obedientes a la venida del Reino de Dios!
2. ¿Estamos dispuestos a obedecer a Dios en sus representantes,
que nos ha dado la Iglesia? Francisco nos exhorta: «El súbdito no tiene
que mirar en su prelado al hombre, sino a aquel por cuyo amor se ha
sometido. Cuanto es más desestimable quien preside, tanto más agradable
es la humildad de quien obedece» (2 Cel 151). ¿Tenemos esta visión de
fe? Pensemos en el ciego de nacimiento del Evangelio, que logró ver
porque creyó (Jn 9,1-38). Así también, en la obediencia basada en la fe,
lograremos nosotros ver por la voluntad de Dios.
Contemos también con la posibilidad de sustraernos fácilmente a la
obediencia cuando buscamos excusarnos en las cualidades humanas,
demasiado humanas con frecuencia, del superior. En tales casos afloran
expresiones como: «Él mismo no hace lo que dice». «Lo conozco
demasiado bien». «Como especialista que soy, debo saberlo mejor que él».
También el leproso Naamán el sirio quería saber más que el profeta Eliseo.
Pero fue curado sólo después de haber renunciado a su propia opinión y
haber obedecido a lo que le había mandado el «hombre de Dios» (2 Re
5,1-19).
Pero debe tenerse también en cuenta el peligro contrario: que el
súbdito haga todo lo que se le manda con servilismo, sin examinarlo e
irreflexivamente. Contra esto dice expresamente Francisco: «Y nadie esté
obligado por obediencia a obedecer a alguien en lo que se comete delito o
pecado» (2CtaF 41). Y esto simplemente porque en sus representantes
obedecemos a Dios. La obediencia debe lograr que se cumpla, siempre y
en todas partes, la voluntad de Dios.
Obviamos ambos peligras con una fe auténtica, en la que
aprendemos a ver la voluntad de Dios. Debemos vivir esta fe como
hombres obedientes, es decir, como hombres que obedecen a Dios.
3. ¿Estamos dispuestos a obedecer con Cristo? La desobediencia a
Dios va hoy en aumento. La mayoría de los hombres siguen su propia
voluntad. Construyen su vida siguiendo su propio criterio, despreocupados
de la voluntad de Dios. El peligro que esto supone para la vida interior de
1a Iglesia, salta a la vista. Por la desobediencia del pecado se impide
también hoy a muchos hombres la redención mediante la obediencia de
Cristo. Así muchos miembros de la Iglesia permanecen en estado de
irredención. ¿Queremos ayudar en la vida interna del cuerpo de Cristo, de
la Iglesia, a estos miembros? Pues «si sufre un miembro, todos los demás
sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en
su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros
cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27). ¡Precisamente hoy la Iglesia
necesita cada vez más de la aportación de nuestra vida obediente! Necesita
de nuestra vida como religiosos, que se someten a la palabra de Cristo:
«Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho
con vosotros» (Jn 13,15). De esta forma, le ayudamos en su obra salvifica.
Precisamente deberíamos participar cada día en él sacrificio de
Cristo en la santa Misa con esta intención. En la santa Misa queremos
crecer interiormente en la muerte obediente de Cristo, ofreciéndonos a
nosotros mismos por entero en sacrificio. Entonces se nos da también cada
día, en dicha celebración, la fuerza para llevar la cruz de una vida en
obediencia. Entonces experimentaremos la bendición de la obediencia que
nos ha prometido Francisco: «Y mientras perseveren en los mandatos del
Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida,
sepan que se mantienen en la verdadera obediencia, y sean benditos del
Señor» (1 R 5,17).
II. LA OBEDIENCIA A DIOS
A TRAVÉS DE SUS REPRESENTANTES
La obediencia es el punto culminante de una vida en pobreza total,
en la que el hombre abandona todas las cosas y no retiene nada para sí
mismo. En la obediencia el hombre se compromete a permanecer libre
para Dios y el cumplimiento de su santa voluntad. Dice «No» a sí mismo
para decir «Sí» a Dios sin ningún impedimento. «Se pierde a sí mismo
para salvarse». Así la obediencia nos libera de toda voluntad propia que
está en oposición a Dios. Esta obediencia «por Dios», que llevamos a cabo
con y en Cristo, vence al pecado. Como ratificación de la obediencia de
Cristo, que glorifica a Dios y nos redime, «satisface a Dios y al prójimo»
(texto alemán: glorifica a Dios y salva al prójimo). A esta sublime
vocación hemos sido admitidos en nuestra profesión. No olvidemos que
esta vocación a la vida religiosa contiene una anotación muy concreta;
pues la originalidad de la obediencia conventual radica en que los
religiosos obedecen a Dios en los superiores designados por la Iglesia.
Con ello se produce una gran dificultad, puesto que las superiores son y
siguen siendo hombres. Ciertamente Francisco advierte a los superiores -y
Clara toma también esta prevención respecto a las hermanas- que «no les
manden (a sus hermanos, a sus súbditos) algo que esté en contra de su
alma y de nuestra Regla» (2 R 10,1; cf. RCl 10), lo cual significa que tiene
en cuenta que pueden producirse debilidades humanas. Esta dificultad es
lo que analiza penetrantemente en la segunda parte de la Admonición 3ª.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su
alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por
ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos
más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución
antes que separarse de sus hermanos, se mantiene
verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su
alma (cf. Jn 15,13) por sus hermanos.
»Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven
cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás
(cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la voluntad propia (cf. Prov
26,11; 2 Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos
ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 4).
Cuando escuchamos estas palabras tan rigurosas de exhortación de
nuestro fundador, de inmediato nos sobreviene el asombro, pues estamos
acostumbrados a considerar los tiempos primitivos de la Orden como una
edad de oro. Pero salta a la vista que hubo entonces entre los hermanos
algunos que necesitaban ser amonestados con la seriedad que hemos visto.
Y es posible también que hubiera superiores que abusaban de su cargo y
causaban a sus súbditos conflictos de conciencia.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su
alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone».
Conviene aclarar aquí qué significa la expresión «contra su alma»,
que aparece con frecuencia en los escritos de Francisco. Para ello es
conveniente aclarar otra palabra de Francisco, con la que amonesta a sus
súbditos: «Y todos los otros hermanos obedézcanles (a los ministros)
prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de
nuestra vida» (1 R 4,3). El superior, por tanto, no debe mandar nada
contrario a la salvación del alma del súbdito, es decir, nada contrario a su
vida según la disposición de Dios. «Pues no hay obediencia allí donde se
comete delito o pecado» (1 R 5,2). Una vez más, Francisco supone que
todo mandato y toda obediencia tienen que estar orientados a Dios. Si, por
el contrario, el superior exigiese algo contra la salvación del alma, algo
que fuese pecado, en tal caso el súbdito debe no obedecer. Si obedeciese,
su obediencia ya no se hallaría inserta en la obediencia de Cristo. Invertiría
su importante posibilidad de que se cumpla en todo la voluntad de Dios.
Así pues, si en este caso al súbdito no le es licito obedecer, con todo
no debe por ello desligarse de su superior. Esta palabra tenía su pleno
sentido en aquella época en la que los hermanos no vivían todavía en
conventos, sino que recorrían el mundo en grupos predicando y
trabajando. Podía ocurrir entonces que uno, si entraba en conflicto con el
superior, se separase de él y siguiese su propio camino. ¡Cuántas veces se
dirige la palabra admonitoria del Padre contra quienes «vagan fuera de la
obediencia» (1 R 5,16; CtaO 45)! Separarse de esta forma externa ya no es
tan fácil actualmente. Pero, ¿no puede darse también una separación
interior? ¿Acaso no se escucha en ocasiones: «Con ese (con esa) no quiero
tener nada que ver»; «No quiero ni verlo»; «A éste (ésta) no le hablo nunca
más»? Así se han separado interiormente algunos religiosos de su superior.
¡Esto no debe ocurrir entre franciscanos! En sus oídos resuenan las
palabras del seráfico Padre moribundo, que quiere amar y honrar como a
sus señores también a los sacerdotes pecadores «por el orden que tienen».
«Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de
Dios y son mis señores» (Test 9). El superior equivocado sigue siendo
portador del cargo que le hace merecedor de estima y respeto.
Dios puede servirse también de instrumentos pecaminosos para
nuestra salvación. Esto, desde luego, depende de nuestra fe. Mencionemos
una vez más la frase de san Francisco de Sales: «Bienaventurados los
obedientes, pues Dios no permitirá que caigan en el error». Cuanto con
más fe acogemos al superior, incluso en situaciones perentorias como la
aquí descrita por Francisco, tanto más le ayudamos y nos ayudamos.
¡Quien siempre ejercita la obediencia con fe, experimenta la bendición de
Francisco! Él, el hombre de la obediencia de fe, es nuestro modelo: «Entre
otras gracias que la bondad divina se ha dignado concederme, decía
Francisco, cuento esta: que al novicio de una hora que se me diera por
guardián, obedecería con la misma diligencia que a otro hermano muy
antiguo y discreto» (2 Cel 151). No debemos tomar estas palabras como
unas palabras meramente «edificantes», sino como vinculantes, a fin de
poder experimentar la gravedad y autenticidad que ellas manifiestan.
«Y si por ello ha de soportar persecución por parte de
algunos, ámelos más por Dios».
Así continúa Francisco, suponiendo que se diese el peor de los casos
posibles, a saber, que el superior «persiga» al súbdito que no le obedece en
un caso como el anteriormente descrito. Traduzcamos el término
«perseguir» a nuestro lenguaje y relaciones: menospreciar, perjudicar,
vejar, etc.
En tal situación, «ámelos más por Dios». En esta expresión se revela
una visión completamente distinta. Nosotros veríamos esto «humana» o
«naturalmente», es decir, a partir de nuestro propio yo. Francisco lo
considera a partir de Dios y orientado a Dios: si un superior actuara así,
pecaría contra Dios. Actuaría injustamente ante Dios. Por eso, está en
peligro de desvincularse de Dios. Este peligro pide ayuda a nuestro amor.
Por amor de Dios debemos amarlo todavía más, para que se supere el
peligro y el superior no perjudique su propia alma con su debilidad
humana. «Por Dios», el súbdito debe evitar cualquier separación y
comportarse con amor asistencial: con sacrificio y oración, con servicio de
amor. También aquí se destruye el egoísmo, a la vez que se construye el
amor. «Donde hay amor, allí está Dios».
«Pues quien prefiere padecer la persecución antes que
separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la
obediencia perfecta, ya que entrega su alma (cf. Jn 15,13) por
sus hermanos».
La cita escriturística alude una vez más a la obediencia perfecta de
Cristo, que «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo
Padre» (CtaO 40). Mediante esta obediencia creó el nuevo pueblo de Dios,
la Iglesia.
Si el súbdito se desvincula de su superior, se separa también -¡tal es
manifiestamente la opinión de san Francisco!- de sus hermanos. Y esto es
siempre malo. Pero quien acepta todas las desgracias, en vez de separarse,
persevera en la obediencia de Cristo. Mediante el sacrificio que se le exige
y en el que obedece a los designios y permisiones de Dios, construye la
comunidad fraterna. Permanece en la perfecta obediencia, pues acepta
todo, incluso el infortunio y la persecución, de las manos de Dios.
Precisamente aquí se evidencia cómo Francisco ve en la perfecta
obediencia el cumplimiento de la voluntad de Dios, que puede
manifestársenos en todas las circunstancias de la vida.
«Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven
cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás
(cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la propia voluntad (cf. Prov
26,11; 2 Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus
malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas».
Tras exponer la bendición de la obediencia para la comunidad de la
Orden, Francisco describe el daño que ocasiona a la comunidad la
desobediencia. La verdadera obediencia siempre le es difícil al hombre.
Por eso busca nuestro caprichoso «Yo» excusas, pretextos, evasivas para
poder eludir el deber de la obediencia. Este peligro resulta más grande aún,
por cuanto seguimos muy a gusto y con mucha facilidad nuestro propio
«Yo». Francisco aclara aquí de manera especial un pretexto que se
presentaba entonces con mucha frecuencia, y que también aparece en
nuestros días, a saber: cuando el súbdito se mete en la cabeza que sus
juicios son mejores que las disposiciones del superior y, por ello, se
entrega a su propia voluntad. A tal actitud dirige Francisco la palabra del
libro sapiencial del Antiguo Testamento: «Como el perro vuelve al vómito,
vuelve el necio a su insensatez» (Prov 26,11). Ahora bien, como el necio
es el hombre sin Dios, esta palabra muestra igualmente la situación de
pérdida de Dios por parte del desobediente. Francisco patentiza además el
daño que esto produce a la comunidad. Quien sigue su propia voluntad, no
sólo cae fuera del orden de Dios, sino que también arruina con su mal
ejemplo a muchas almas. Es un homicida y destruye la comunidad de los
hermanos, que en cambio deben vivir vinculados a Dios.
Francisco, pues, emplea aquí palabras muy serias. Sin duda alguna,
sabe por amarga experiencia cómo son los hombres, cómo pueden ser
también los religiosos. Pero está convencido de que sólo la pobreza
interior puede posibilitar la verdadera sociedad fraterna. El primer fruto de
la pobreza interior es la obediencia, con la cual el hombre abandona todo
lo que posee y pierde su cuerpo y su alma con tal de no separarse de sus
hermanos; por él contrario, la desobediencia es la ruina de la fraternidad,
es un fratricidio.
Los errores e incomprensiones que Francisco intenta corregir con
esta exhortación no son meramente imaginarios, sino reales, y amenazan
de hecho la práctica efectiva de la vida fraterna. En cierto sentido, por
tanto, nos ponen en guardia contra un excesivo triunfalismo en la
exaltación de la primera generación franciscana, como la reproducen las
«Florecillas».
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
comprensión para con los superiores
Quien debe ejercer el oficio de presidir, percibe nítidamente cuán
actuales son estas explicaciones de nuestro fundador. Pero puesto que
todos nosotros nos hallamos en la situación de súbditos, percibimos con la
misma nitidez que esta Admonición nos expone algo que tiene valor en
todo tiempo. Intentemos, por tanto, aclarar y aplicarnos el núcleo de estas
declaraciones de nuestro padre san Francisco.
1. ¿Qué hacemos cuando una disposición del superior nos parece
contraria a la voluntad de Dios? En ningún caso debemos consultar
nuestro propio criterio; pues nuestro «Yo» es parte en causa y tal vez nos
suministre suficientes «pretextos y excusas». ¡Preguntemos a la fraternidad
en capítulo conventual, a confesores, a religiosos con edad y experiencia, o
dirijámonos a los superiores mayores! ¡No nos apoyemos sólo en nuestro
propio juicio!
En todos los asuntos que manifiestamente no son pecado, debemos
obedecer, aun cuando pensemos que somos nosotros quienes tenemos la
razón. Examinémonos para ver si nuestra actitud encierra o no un afán de
contradicción. Ciertamente aquí radican las mayores dificultades en la vida
práctica de cada día. Precisamente en tales situaciones tiene que ponerse a
prueba si nuestra concepción de la obediencia es una mera teoría o una
realidad viva y vivida. ¿Encontramos en estas situaciones la conformidad
con Dios, la decisión cristiana? ¿Tomamos parte con nuestra obediencia
sacrificial en la obediencia redentora de Cristo «para nuestro bien y el de
toda la santa Iglesia», especialmente en nuestra comunidad?
2. ¿Oramos mucho por nuestras superiores, para que todas sus
disposiciones sean conformes a la voluntad de Dios? ¿Oramos por ellos,
pidiendo que sean instrumentos apropiados de la voluntad de Dios? ¡En
ningún caso debemos separarnos, ni desviarnos en murmuraciones sin
amor, ni en difamaciones maldicientes! ¡Esto sería la ruina para nuestra
convivencia fraterna! En tal caso seríamos nosotros igual de malos, pues
estaríamos igualmente atrapados a merced de nuestro propio «Yo».
Sin ninguna duda, un superior interesado, egoísta, es un peligro, una
amenaza, una auténtica dificultad para la comunidad. Por eso precisamente
debemos hacer todo lo posible para apartar este peligro, para impedir las
rupturas que puedan originarse. Ante todo debemos presentar a Dios esta
dificultad, pues esta oración ayuda a salvar la comunidad. A esto hay que
añadir un tercer punto.
3. ¿Intentamos comprender? ¡Pongámonos en la situación del
superior, a la vez que nos preguntamos honradamente qué haríamos
nosotros si estuviésemos en su lugar! Con frecuencia ayuda mucho
también a esta comprensión un diálogo con el mismo superior. Este
diálogo impediría más de una «ruptura».
Como superiores deberíamos también dar pie y espacio a este
diálogo sincero. Cuando en ambas partes se da un esfuerzo franco y
sincero para apartar confusiones y malentendidos, se puede prestar una
ayuda recíproca incluso en las situaciones más difíciles. ¡Esta disposición
debería darse por supuesta hoy día entre superiores y súbditos!
4. ¿Inquirimos en un sincero examen de conciencia cuáles son las
«excusas y pretextos» que anos importunan y quieren inducirnos a la
desobediencia? ¿Se mantienen de verdad tales excusas ante Dios? Tal vez
sea difícil que podamos responder nosotros solos a esta pregunta. También
aquí debemos buscar el consejo de personas experimentadas.
Manifestémosles con toda franqueza nuestra dificultad, para que puedan
ayudarnos de veras. Busquemos en un diálogo de este tipo, no que nos den
incondicionalmente la razón, sino una auténtica ayuda para liberarnos de
toda y de cualquier ceguera de nuestro «Yo».
Si nos esforzamos y ayudamos siempre de esta manera,
permaneceremos en la «verdadera y santa obediencia de nuestro Señor
Jesucristo».
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, núm. 38 (1984) 232-242]

NADIE SE APROPIE LA PRELACÍA
Meditación sobre la Admonición 4.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die vierte Ermahnung unseres hl.
Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 3 (1962) 154-158]
«No vine a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), dice
el Señor. Los que han sido constituidos sobre otros, gloríense
de tal prelacía tanto como si estuviesen encargados del oficio
de lavar los pies a los hermanos. Y cuanto más se alteren por
quitárseles la prelacía que el oficio de lavar los pies, tanto más
atesoran en sus bolsas para peligro del alma (cf. Jn 12,6)».
La tentación del poder y del abuso de la propia autoridad no sólo se
da en los no cristianos; es igualmente un riesgo para el cristiano. Como
tentación, está vinculada también al cargo de superior en la Orden.
Francisco advirtió por ello en repetidas ocasiones sobre tal peligro, que
amenaza el objetivo de la vida franciscana: «Y el ministro procure proveer
tal como querría que se hiciese con él si se encontrase en caso semejante.
Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos
menores. Y lávense los pies el uno al otro (cf. Jn 13,14)» (1 R 6,2-3); «Y
recuerden los ministros y siervos que dice el Señor: "No vine a ser
servido, sino a servir" (Mt 20,28)» (1 R 4,6); «Y ningún ministro o
predicador se apropie el ser ministro de los hermanos o el oficio de la
predicación; de forma que, en cuanto se lo impongan, abandone su oficio
sin réplica alguna» (1 R 17,4); «Y los ministros acójanlos caritativa y
benignamente, y tengan para con ellos una familiaridad tan grande, que
puedan los hermanos hablar y comportarse con los ministros como señores
con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos
los hermanos» (2 R 10,5-6). Con palabras severas amonesta Francisco que
no se tome el oficio de superior como posición de poder y dominio (cf. 1 R
5,9-12, reproducido más adelante). Por eso no quiso nunca que se llamase
a nadie prior, el primero. Francisco quería que el oficio de superior se
ejerciera según las actitudes fundamentales de la forma de vida
franciscana. La fraternidad franciscana no puede prescindir de superiores
responsables. Pero quien es superior debe seguir siendo tan hermano
menor como el último de sus súbditos. De este importante deseo trata san
Francisco en su Admonición 4ª.
«No vine a ser servido, sino a servir».
Desde el pecado original, con el que nuestros primeros padres
quisieron tener lo que Dios no les había concedido y llegar a ser lo que no
les correspondía, la codicia y el afán de poder son vicios capitales en la
vida del hombre. Con el afán de poseer y de poder, el hombre se sustrae al
señorío de Dios y trata de construirse su propio señorío. En lugar del
Reino de Dios, quiere edificar su propio reino.
Por eso el Hijo de Dios, cuando quiso reconstruir el Reino de Dios,
vino en pobreza y humildad. A través de su humildad y su pobreza somos
redimidos de todas las tentaciones de avaricia y de dominio. Si aceptamos
la redención con verdadera penitencia, con una auténtica conversión del
corazón, el Reino de Dios puede hacerse realidad en nosotros y entre
nosotros: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva» (Mc 1,15). Quien quiere, pues, servir a la venida del Reino de
Dios debe, como lo hizo Francisco, «guardar la pobreza y humildad y el
santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12,4); esta norma está
en vigor de manera especial cuando se ejerce el servicio de superior: «No
vine a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), dice el Señor».
Francisco empieza esta admonición, al igual que muchas otras, con
una frase de la Sagrada Escritura; con esta frase describe Cristo, el Señor,
su obra redentora con gran claridad. No ha venido a dominar sobre los
hombres, sino a servir «y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt
20,28). Jesús dice con toda claridad a sus discípulos, que eran presa del
afán de poder y de dominio y discutían entre sí sobre el primer puesto en
el futuro reino del Mesías: «Sabéis que los jefes de las naciones las
gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su
poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a
ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el
primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (Mt 20,25-27).
El Reino de Dios tiene, por tanto, medidas totalmente contrarias a
las de los reinos de este mundo. En él debe superarse todo afán de poder
mediante el servicio a los demás. El ejemplo redentor de Cristo está en
vigor para todos. Como Cristo, nadie debe ambicionar estar sobre los otros
o hacerles sentir la propia fuerza. En el Reino de Dios nadie debe hacerse
servir como hacen los grandes de este mundo. El que ha sido redimido
para el Reino de Dios tiene su vida subordinada, como la de Cristo, a la ley
del servicio a los demás, que lleva en algunas circunstancias hasta el don
de la propia vida. El hombre redimido toma así parte en la obra redentora
de Cristo. Mediante esta humildad puede desarrollarse en él la gracia de la
redención; con ella se desarrolla igualmente la gracia de la redención en la
convivencia de los cristianos. A través de este servicio de amor fraterno
crece, por tanto, el Reino de Dios, que fue destruido por el pecado.
Dado que Francisco quería servir a la venida del Reino, quedó
profundamente impresionado por esta frase del Señor: «Ninguno de los
hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. (¡Lo que aquí se
dice tiene vigencia tanto dentro como fuera de nuestras fraternidades!).
Pues, como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se
enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no
será así entre los hermanos (cf. Mt 20,25-26); y todo el que quiera hacerse
mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos,
hágase como el menor (cf. Lc 22,26)» (1 R 5,9-12). Francisco vio en esta
humildad una participación especialmente importante en la forma de vida
evangélica, a la que se sabía llamado tanto él como sus seguidores. Como
menores, debían rechazar, especialmente si ejercían un cargo directivo en
la comunidad, toda ambición de dominio y de poder a fin de estar siempre
dispuestos y prontos a servir a todos. Por ello precisamente llamó
Francisco a los superiores de la Orden «ministros y siervos».
«Los que han sido constituidos sobre otros, gloríense de
tal prelacía tanto como si estuviesen encargados del oficio de
lavar los pies a los hermanos».
No se da ninguna sociedad verdadera sin los correspondientes
superiores o responsables y súbditos. En toda sociedad debe haber alguien
que lleve la dirección responsable. De lo contrario surgen entre los
hombres, marcados como estamos por las consecuencias del pecado
original, confusión y contraposiciones, pero no una sociedad ordenada.
Esta necesidad se impone sobre todo cuando las sociedades crecen.
Francisco tuvo experiencia de este hecho. En los inicios de la Orden
bastaba su presencia. Él era simplemente el padre y el maestro, el
pedagogo y el superior. Pero cuando el grupo de los hermanos aumentó y
se dividió, cada uno de los grupos necesitó un superior propio, que fuera
responsable del conjunto. Vemos, pues, cómo Francisco no se cerró ante
esta necesidad de la vida humana. Pero tuvo sumo cuidado de que este
cargo permaneciera ajustado al espíritu de la fraternidad. El cargo de
superior debe ser desempeñado según el espíritu del Evangelio. El superior
sigue siendo hermano entre los hermanos; por eso lo llama Francisco
«hermano superior -prelado-». Su cargo no es vitalicio y nadie debe
considerarlo como propiedad: «Y ningún ministro o predicador se apropie
el ser ministro de los hermanos o el oficio de la predicación (tal pretensión
atentaría contra la pobreza franciscana); de forma que, en cuanto se lo
impongan, abandone su oficio sin réplica alguna» (1 R 17,4). Nadie, así lo
afirma Francisco en el mismo contexto, debe gloriarse ni gozarse en sí
mismo, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; «más
aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por
ellos», antes bien, todos los hermanos deben procurar «humillarse en
todo» (cf. 1 R 17,5-6).
Como Cristo, cabeza de la Iglesia, sirve a todos en el amor, así
también el superior, «cabeza de esta Religión» (1 R 1,3), debe servir a
todos: «pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los
hermanos» (2 R 10,6). Del mismo modo que Cristo, el Señor y el maestro,
prestó a sus discípulos el humillante y despreciado servicio de lavarles los
pies (cf. Jn 13,1ss), del mismo modo debe el superior ejercer su cargo con
idéntico espíritu de servicio: «Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3).
Debe incluso alegrarse más si se le impone este humillante y despreciado
servicio que si fuera elegido superior. Debe alegrarse ya que, en todo caso,
ha sido llamado a servir. Tal es el espíritu que deben tener todos los que en
la familia franciscana son encargados de mandar sobre los otros.
A esta actitud del superior debe corresponder una actitud equivalente
en el súbdito. Francisco la describe nítidamente en el Testamento: «Y de
tal modo quiero estar cautivo en sus manos (del superior), que no pueda ir
o hacer fuera de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test
28). Como el superior encuentra al Señor en su súbdito al que sirve (cf. la
frase de fray Gil: «Quien quiera tener paz y reposo, vea en cada hombre a
su superior»), de la misma manera el súbdito encuentra al Señor en su
superior, al cual debe por tanto «obediencia y reverencia» como si fuera el
mismo Señor. ¡Sólo en esta humildad recíproca y respetuosa crece un
proceder justo!
«Y cuanto más se alteren por quitárseles la prelacía que
el oficio de lavar los pies, tanto más atesoran en sus bolsas
para peligro del alma».
La última frase («tanto más atesoran...») es una alusión a Jn 12,4-6,
donde se habla de Judas, el traidor, que tenía la bolsa del dinero y robaba
el dinero que se metía dentro. Quiere decir, en resumen, que quien se turba
porque se le quita el mando adquiere una mala moneda con la que puede
comprar su condenación (cf. Sabatelli, Gli Scritti, 97, n. 1).
Francisco es un perfecto conocedor del hombre. Por eso indicó aquí
un signo infalible para reconocer si uno posee dicho espíritu: su actitud en
el caso de que sea relevado del cargo. En tal circunstancia uno debe
permanecer exactamente igual de contento, exactamente tan poco afectado
como si hubiese sido relevado del servicio de lavar los pies. Si no existe
este espíritu, «atesoran en sus bolsas» (así se afirma textualmente) como
Judas, quien se convirtió en traidor por afán de poder. Aquí se percibe
cuán profundamente arraigado está este espíritu en la pobreza franciscana,
que no quiere tener nada para sí. Ella es la verdadera raíz de todo lo
demás. El Reino de Dios es sólo para quien vive según este espíritu de
pobreza (cf. Mt 5,3). Lo que no es vivido según este espíritu de pobreza es
«peligro del alma», del Reino de Dios en nosotros y por nosotros.
Consecuencias y aplicaciones prácticas
Las admoniciones segunda, tercera y cuarta de san Francisco están
íntimamente unidas entre sí. Tratan de dos fuerzas fundamentales desde las
cuales se construye el Reino de Dios: la obediencia a Dios y la humildad
ante el prójimo.
Estas dos fuerzas fundamentales exigen del hombre que no quiera
dominar, sino servir. Ellas liberan al hombre y lo hacen disponible para no
tener nada para sí y, por tanto, para querer ser totalmente pobre. La
obediencia y la humildad son por ello formas concretas de expresión de la
pobreza, a la que se le ha prometido el Reino de Dios y que desbarata
cualquier mal que pueda poner óbice al Reino de Dios.
En esta pobreza radica, por consiguiente, la más importante
contribución del franciscano a la construcción y desarrollo del Reino de
Dios. Por eso no debe nadie apropiarse de ninguna precedencia; todo
superior, animado por este espíritu de pobreza, debe desempeñar su cargo
con el mismo espíritu de servicio con que Cristo se inclinó a lavar los pies
a sus discípulos. En caso contrario, pone su alma en grave peligro.
Intentemos, pues, sacar las principales consecuencias que de todo esto se
siguen para nuestra vida:
1. ¿Estamos dispuestos a seguir al Señor en obediencia y humildad?
¿Tiene nuestra vida realmente en cuenta las palabras: «Esta es la regla y
vida de los hermanos (y hermanas): vivir en obediencia, en castidad y sin
nada propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo
(1 R 1,1)»? ¿Estamos convencidos de que es precisamente mediante esta
«vida del Evangelio» (1 R Pról 2) como servimos a la venida del Reino de
Dios? Este es nuestro apostolado de la vida, que podemos realizar en
todas partes y siempre. ¿Colaboramos así a la realización y cumplimiento
de la misión de Cristo, que fue obediente hasta la muerte y está «en medio
de nosotros como el que sirve» (Lc 22,27)? De esta forma nos
convertimos, para expresarlo con palabras de santa Clara, en
colaboradores de Dios en su obra de salvación y apoyos de los frágiles
miembros de su maravilloso cuerpo, la santa Iglesia (cf. 3CtaCl 8).
2. «Los que han sido constituidos sobre otros...»: aquí debemos
pensar no sólo en el cargo de superior, sino en todas las posibilidades en
que los hombres están subordinados a otro hombre. ¿Vemos todo cargo,
toda misión, como la describe aquí Francisco, a la luz del lavatorio de los
pies? ¿Lo consideramos como un servicio a los que nos están
subordinados? ¿Somos conscientes de que somos llamados «siervos y
ministros» de los demás? Digámoslo de manera práctica: ¿Estoy dispuesto
y pronto a servir a todos con mis conocimientos y mi capacidad? ¿No
retengo nada para mí, a fin de hacer sentir a los otros mi superioridad (=
¡mi fuerza!)? ¡En tal caso ambicionaría dominar sobre los otros! Pero eso,
como dice expresamente el Señor, no debe ocurrir en el Reino de Dios.
3. ¿Cómo me comporto cuando se me priva de un cargo o soy
relevado de una tarea? ¿Me irrito o, incluso, me ofendo? ¿Me siento
humillado y zaherido? ¿Sé describir detalladamente, incluso después de
años, cómo fui malentendido entonces? Semejantes y parecidos signos
serían una prueba de que no soy pobre de espíritu y de que, por tanto,
estoy todavía lejos del Reino de Dios. En todo esto hay «peligro del alma»,
porque se retrocede a la irredención y se cae fuera del Reino de Dios.
* * *
Con estas tres admoniciones (2.ª, 3.ª y 4.ª) comienza el «cantar de
los cantares» de la pobreza de espíritu, de la pobreza interior, que
Francisco canta estrofa a estrofa en sus «palabras de santa admonición».
En ellas se nos despliega el «Mysterium paupertatis», el gran misterio de
la pobreza, en el cual el «anonadamiento» de Cristo es imitado
humanamente y, puesto que el hombre «deja todo lo que posee» en
seguimiento de la llamada de Cristo, se crea el espacio para la venida del
Reino de Dios, en el cual Dios es todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
Estas exhortaciones que, por su estilo y contenido, indican que
Francisco es su autor, son una auténtica revelación de su convicción y
voluntad íntimas. Desgraciadamente han sido poco valoradas en las
investigaciones modernas sobre san Francisco. Ellas habrían impreso una
dirección bastante diferente a las discusiones sobre los ideales de san
Francisco.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 30 (1981) 473-478]

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