DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LAS ADMONICIONES DE SAN FRANCISCO
Meditaciones

por Kajetan Esser, OFM

 


EVÍTESE EL PECADO DE ENVIDIA
Meditación sobre la Admonición 8.ª de San Francisco

por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Betrachtung über die achte Ermahnung unseres hl. Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 2. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 19622, pp. 149-154]

La Admonición 8ª de nuestro padre san Francisco es de muy breve extensión, pero de contenido muy importante. La esencia de la vida según el Evangelio consiste, para Francisco y sus seguidores, en ser pobres, en vivir «sin nada propio» (1 R 1,1; 2 R 1,1). De esta pobreza última y radical es de lo que trata precisamente la presente Admonición. Por eso, y habida cuenta de que estas meditaciones intentan que profundicemos en la comprensión de nuestra vida evangélica, es menester que analicemos estas palabras de nuestro Fundador de manera muy especial y minuciosa.

«Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3,12).
»Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8).

I. LA POBREZA TOTAL EN NUESTRO OBRAR

Para comprender más plenamente esta Admonición, debemos en primer lugar aclarar con toda nitidez la diferencia existente entre pobreza exterior y pobreza interior. La pobreza exterior significa la renuncia a las cosas terrenas en tanto y en cuanto le es posible al ser humano con sus deberes y tareas. La pobreza exterior, por tanto, nos plantea permanentemente la pregunta sobre si las cosas que usamos son verdaderamente necesarias para nuestra vida y para el cumplimiento de nuestros deberes y tareas. ¡No debemos usar más que las que necesitemos realmente! La pobreza en el uso de las cosas terrenas tiene el sentido de reconocer a Dios como Señor de todas las cosas y usar, subordinados a Él, todo y sólo cuanto Él nos da a través de los hombres. Por eso, la pobreza exterior es siempre para nosotros el uso dependiente de las cosas, sin autodominio sobre ellas, sin arbitrariedad, sin capricho. Así, pues, la pobreza exterior es reconocimiento y acatamiento de los derechos soberanos de Dios, glorificación de Dios, culto divino. Nuestro padre san Francisco tomó siempre muy en serio esta pobreza exterior y la llevó a la práctica en un grado como raras veces ha podido hacerlo un cristiano.

Con todo, es evidente que para él tiene más importancia la pobreza interior; ésta, en cuanto actitud interna del hombre, es más decisiva y tiene que ser como la raíz y la fuente vital de la pobreza exterior. De esta pobreza como actitud del hombre interior habla Francisco con especial penetración e insistencia en sus Admoniciones. Por eso, y no sin razón, se ha calificado a esta obra de nuestro Padre, las Admoniciones, como el «Cantar de los cantares de la pobreza interior». Es menester repasar brevemente dichas «palabras de amonestación»: -el hombre no debe reivindicar su propia voluntad como propiedad personal, puesto que hay que cumplir la palabra del Señor: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); esta palabra evidencia que la obediencia es, por lo tanto, el punto culminante de una vida «sin nada propio», en la que el hombre se desprende de sí mismo y se consagra por entero a la glorificación de Dios (Adm 2 y 3); -nadie debe reivindicar el oficio de superior como propiedad personal, como si le correspondiese a él, como si tuviera derecho al mismo, pues «atesoran en sus bolsas para peligro del alma» (Adm 4); -nadie debe vanagloriarse de nada, nadie debe enorgullecerse ni presumir de las buenas cualidades y acciones, las cuales no nos pertenecen a nosotros, sino que pertenecen a Dios (Adm 5); -no hay que presumir de las buenas acciones de los demás, sino tomar en serio el propio seguimiento de Cristo (Adm 6); -no hay que envanecerse del propio saber, de los conocimientos que uno posee; precisamente en este terreno hay que sustraerse a cualquier culto del propio yo, a la autoadulación, para reconocer que todo es propiedad de Dios y restituírselo con la palabra y el ejemplo (Adm 7).

En cada una de estas «palabras de amonestación» nos muestra Francisco la pobreza interior desde una nueva perspectiva. Cada una de ellas nos brinda una importante motivación y ayuda para ahondar en la actitud del «pobre de espíritu»; lo que a éste le importa es que Dios siga siendo en todo el Señor, cuyos derechos soberanos y cuya propiedad no discute. Por eso, quien sigue estas Admoniciones del seráfico Padre crece interiormente en el misterio de la pobreza total y experimentará que ser pobre es una actitud religiosa esencial del hombre ante Dios, pues la pobreza puede ser justamente un modo importante de reconocer el señorío de Dios, de glorificar a Dios: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).

A esta gran meta quiere guiarnos Francisco también con su Admonición 8ª, que vamos a meditar ahora en detalle.

«Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3,12)».

Como tantas de sus Admoniciones, Francisco empieza ésta con palabras de la Sagrada Escritura. Consideremos primero la segunda cita, que Pablo ha tomado del Salmo 13. Proviene, pues, del Antiguo Testamento, y quiere decirnos que los hombres todavía no redimidos no pueden hacer ningún bien ante Dios. Mediante el pecado original y los propios pecados personales, se han separado de Dios, viven en enemistad con Dios. Por sí mismos no pueden hacer nada que sea aceptable a Dios. Sólo la redención de esta situación por Jesucristo nos coloca de nuevo en condición de poder hacer algo meritorio ante Dios. En virtud de la gracia de la redención sobre el abismo existente entre Dios y el hombre se ha tendido en Cristo un puente que nos trae la filiación divina. Como hermanos de Cristo y, por tanto, como hijos de Dios Padre, estamos de nuevo, sin mérito alguno de nuestra parte, por pura gracia, en el amor de Dios. Puesto que Cristo vive en nosotros por su gracia, santifica con su cooperación todo cuanto hacemos y, así, lo hace aceptable y bueno ante Dios Padre. Francisco subraya esto también con la primera palabra de san Pablo, que él cita: el Espíritu Santo, el Espíritu de amor, en quien podemos llamar a Dios «Padre», nos regala la fe en Cristo, el Señor, el Dios-Hombre. Nos introduce en el misterio de Cristo, y, en la fe en Él, cuanto hacemos se convierte en algo precioso, aceptable, válido.

Con estas dos citas bíblicas nuestro padre san Francisco quiere dejarnos bien claro que todo el bien en nuestra vida es realizado por Dios Trinidad; que Dios tiene incluso, y como es completamente natural, la primacía en ello; que Él torna «bueno» nuestro decir y hacer; que, por consiguiente, nuestras buenas palabras y obras son propiedad de Dios. Nos hallamos aquí ante una de las convicciones religiosas fundamentales de nuestro Fundador, de la que siempre dio elocuentes testimonios, especialmente en su Testamento: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia... Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos (los leprosos)... Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias... Y el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes... Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostró qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz... así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras...» (Test 1. 2. 4. 6. 14. 23. 38). ¿Echaríamos nosotros una ojeada retrospectiva de este estilo a nuestra vida? ¿No quisiéramos nosotros haber hecho todo por nosotros mismos? ¡Francisco no dice yo empecé, yo creí, yo conocí, yo escribí, sino una y otra vez dice simple y solamente: el Señor me dio! ¡Conoce y reconoce lo que Dios ha hecho por él en su vida y lo que ha hecho a través de él, y a través de los demás hombres! ¡Qué grande, singular, profunda y preciosa confiada fe brilla en este reconocimiento y gratitud! ¡Con cuánta amplitud se ha hecho aquí realidad la pobreza interior! Francisco no se apropia nada de lo que pertenece a Dios. No se atribuye nada de cuanto es acción gratuita de Dios. Esta es precisamente la actitud del hombre totalmente pobre ante Dios, tal como la aprendió Francisco en la Sagrada Escritura.

«Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo bien».

Cuando reflexionamos sobre el misterio de la pobreza total, como hemos intentado descubrirla ahora mismo, comprendemos automáticamente las conclusiones que Francisco saca a continuación. Con ellas arremete contra un mal muy detestable: «todo el que envidia a su hermano por el bien...». ¡También aquí se manifiesta nuestro Padre como un conocedor agudo de los hombres, que observa las cosas hasta en los repliegues más íntimos y misteriosos del alma! ¡Con cuánta frecuencia se da esta envidia también entre hermanos y hermanas de la misma fraternidad! ¡Cuán fácil y rápidamente olvidamos, hombres débiles y de poca fe, que es Dios quien, por Cristo y en el Espíritu Santo, hace el bien en nuestra vida, al igual que en la vida de nuestros hermanos! ¡Qué raramente reconocemos que es Dios quien concede a nuestros hermanos y hermanas el decir y hacer el bien! Quien tiene envidia de ello, incurre en pecado de blasfemia, pues en cierto modo quisiera dar instrucciones a Dios, ya que pretende influir en la acción gratuita de Dios y corregirla. ¿Quién no piensa aquí en la parábola en la que Cristo habla de los obreros de la viña y pone en boca del padre de familia las siguientes palabras contra los obreros descontentadizos y envidiosos: «¿No puedo hacer lo que quiera con lo mío? ¿O ves con malos ojos el que yo sea bueno?» (Mt 20,15). El hombre no es quién para disponer de los dones de Dios, de lo que es propiedad de Dios, aun cuando hubiese servido fielmente al Señor a lo largo de toda la vida. Nuestra actitud ante Dios es la de aceptar sus bienes. ¡No podemos reclamar derechos ni exigir reivindicaciones! ¡Precisamente nosotros, que como franciscanos debemos llevar a la práctica en todo el misterio de la pobreza ante Dios, hemos de permanecer con profundo respeto ante la acción libre y gratuita de Dios! Como totalmente pobres, no debemos dejar que se introduzca en nosotros ninguna envidia; de lo contrario, Dios, el Señor, tendría que dirigirnos la misma pregunta llena de reproche que dirigió a los obreros que habían soportado el peso y el calor de la jornada y basándose en ello querían reivindicar más. ¡Con esta Admonición Francisco querría impedir que el Padre de familia tuviera que plantear esta pregunta a alguno de sus hermanos y hermanas!

II. Consecuencias y aplicaciones prácticas:
dar gracias a Dios por el bien que dice y hace
en nosotros y en los hermanos

También en esta Admonición percibimos una vez más qué guía tan seguro es Francisco para una vida auténticamente cristiana, para una vida evangélica. ¡Sus palabras son breves y concisas, moldeadas en una luminosa sencillez! Pero cuanto más profundizamos en ellas, tanto más se nos desvela el mundo de fe en el que Francisco vivía con tanta naturalidad. Aquí está verdaderamente el espíritu del espíritu del Evangelio. ¡Aquí se nos descubre qué eminente sentido religioso puede tener la vida «sin nada propio» en la vida cristiana! Así debería ser, y más todavía cuando tratemos ahora de aplicar a nuestra vida de cada día la verdad que hemos expuesto.

1. ¿Qué tal va la pobreza interior en nuestra vida? ¿Nos sabemos y reconocemos en todo y completamente regalo de Dios? ¿Sabemos también, como Francisco, que «después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna», que Dios es «el gran Limosnero (que) reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77)? ¿Reconocemos que todo el bien en nuestra vida es propiedad de Dios y, como obra y don suyo, le pertenecen? ¿Respetamos los derechos soberanos de Dios? ¿O nos atribuimos nuestros «méritos» en la vida espiritual? ¿Alardeamos del bien que se realiza por medio de nosotros, como si pudiéramos exigir derechos a Dios y a los hombres? ¿No creemos bastante a menudo que podemos hacer valer nuestros derechos? ¿.No nos envanecemos imaginariamente de poseer tales derechos? ¿No nos sentimos por encima de los demás?

Sin duda advertimos claramente cómo nuestro Padre nos guía a un examen de conciencia sobre materias muy recónditas. ¡Pero es también evidente cuán importante puede ser este examen de conciencia para una vida en pobreza total, para una auténtica vida «sin nada propio»! Y también reluce aquí el remedio: tenemos que cultivar la gratitud, el reconocimiento al gran Limosnero, a quien tenemos que agradecer todo. ¡El auténtico pobre será siempre profundamente agradecido!

2. ¿Se da también entre nosotros esa detestable envidia, de la que habla aquí Francisco tan enérgicamente? ¿No la tomamos con frecuencia demasiado a la ligera? ¿O vemos en ella, como Francisco, un pecado de blasfemia? ¡Esta envidia no va contra los hermanos y hermanas, sino contra Dios! Planteemos la pregunta de manera práctica: ¿Hemos confesado este pecado, si se ha dado o se da todavía en nuestra vida? ¿Nos hemos apartado de él en el tribunal de la penitencia?

También aquí encontramos fácilmente el remedio en el texto de la Admonición: hemos de alegrarnos de corazón y sin envidia por el bien «que el Señor dice o hace» en los hermanos. ¡Precisamente así nuestra pobreza se convertirá en manantial de perenne alegría!

3. Raramente se exterioriza esta envidia en nuestra vida; las más de las veces, sólo aparece cuidadosamente disimulada. ¿Cómo me comporto cuando alaban a otro? ¿Lo admito o, después, hablo mal de él? ¿Minusvaloro con frecuencia y de buena gana el bien «que el Señor dice o hace» en él? ¿No minusvaloro de esa manera la acción de Dios? ¡Eso es exactamente el pecado de blasfemia, del que habla aquí Francisco! ¡En todo ello se manifiesta pura envidia, puesto que quisiera tener lo mismo o incluso más! ¡Y con ello pierdo la pobreza interior! ¿Podremos, ante tal consecuencia, seguir tomando a la ligera la «peste» de la envidia?

También aquí aparece evidente el remedio. Tenemos que ver el bien y verlo de buena gana y glorificar por él «al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). ¡Demos gracias a Dios por nuestros hermanos y hermanas; démosle gracias por el bien que Él dice y hace por su medio para la construcción de su Reino! Con ello venceremos cualquier inicio o vestigio de la citada «blasfemia».

«Loado seas, Señor, por la hermana Clara;
la habéis hecho silenciosa, activa y sutil,
y por ella vuestra luz brilla en nuestros corazones»
(P. Sabatier, Francisco de Asís, Barcelona 1982, 292).

4. «Cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra» (1 Cor 7,7). «Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad» (1 Cor 12,18). Cada miembro en el cuerpo de la Iglesia ha de cumplir su propio servicio según la fuerza que se le ha distribuido según le corresponde, «realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,16). Dios es quien distribuye las tareas, aptitudes y facultades, según su voluntad. ¡Cualquier parangón que produzca descontento, envidia y celos -y que origina en consecuencia alteraciones e inhibiciones neuróticas-, es humano, demasiado humano! El auténtico pobre está libre de eso. Dice «sí» a sí mismo, tal como Dios lo ha hecho. Y dice también «sí» a su hermano, tal como Dios, el Señor, lo ha hecho. Se deja usar por Dios, el Señor, sin ninguna exigencia. Es un instrumento dócil en las manos de Dios, pues acepta con toda humildad los planes de Dios. Aquí advertimos en qué medida la pobreza total es camino hacia una glorificación vivida de Dios, pues liberándonos y colmándonos de alegría actúa en el servicio, sin estorbos, de Dios, en el servicio de su Reino.

Los cuatro puntos de nuestro examen de conciencia tienen una importancia decisiva para nuestra vida franciscana, que quiere y debe recuperar la esencia del Evangelio en el misterio de la pobreza total. ¡De la forma como la acojamos y nos esforcemos en vivirla depende que seamos realmente hijos del Santo a quien veneramos como «Padre de los pobres» y que lo único que quería en su pobreza era reconocer el Señorío de Dios, glorificar a Dios y servir al advenimiento de su Reino!

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, núm. 40 (1985) 126-132]

J. Segrelles: Tentación de un fraile

EL AMOR
Meditación sobre la Admonición 9.ª de San Francisco

por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Betrachtung über die neunte Ermahnung unseres heiligen Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 6. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1964, pp. 168-172]

INTRODUCCIÓN

En esta Admonición habla san Francisco de uno de los puntos más importantes de nuestra vida, sobre el que nunca reflexionaremos bastante. Como franciscanos, nuestra vida debe ser una vida según la forma del santo Evangelio. Es decir, debemos vivir tal como en el Evangelio nos enseña el Señor, no sólo con sus palabras sino más todavía con su vida entera. De ahí que si -como no se cansa Francisco de exhortarnos- seguimos fielmente en todo las huellas de nuestro Señor Jesucristo, si caminamos sin reservas, siempre y en todas partes, el mismo camino en el que nos precedió el Señor, nuestra vida será una vida moldeada por el santo Evangelio, según la forma del santo Evangelio. Andar como peregrinos y forasteros en este mundo el camino de Cristo es, como sabemos, el sentido más profundo de nuestra vida.

Ahora bien, podemos seguir a Cristo en muchas cosas, aceptar seriamente sus palabras y su enseñanza, caminar fielmente tras él su camino hacia el Padre y, con todo, caer un día en la cuenta de que hicimos todo eso más por egoísmo y vanidad espiritual que por genuino amor a Dios. Por ejemplo, a quien tiene por naturaleza un corazón bondadoso y caritativo, no le resulta difícil poner en práctica la exigencia evangélica: «A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42); quien de natural es callado y parco en palabras, no encuentra ninguna dificultad cuando oye: «Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio» (Mt 12,36); quien es por naturaleza emprendedor y hombre de acción, escucha de buen grado la palabra: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15), y ningún esfuerzo o trabajo le resultará excesivamente arduo; si uno es de natural una persona sencilla y sin pretensiones, no tropezará como el joven rico en la palabra de Jesús: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21); el que ha sido agraciado por la naturaleza con especiales dotes para la meditación y la reflexión, se alegra al escuchar el mandato de Jesús: «Es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). En todos estos casos, como en otros muchos, se puede seguir a Jesús, acoger cuidadosamente sus palabras y enseñanza, andar con entrega su camino; pero, en todos ellos, el seguimiento de Cristo complace nuestras disposiciones, se adapta a nuestra manera de ser. Tal vez habríamos hecho lo mismo y vivido más o menos igual, aun cuando nunca hubiésemos oído nada de Cristo. ¿No se dan admirables ejemplos de amor al prójimo por motivos puramente humanos? ¿No encontramos con frecuencia un cumplimiento fiel del deber por amor a la colectividad en la familia y el estado? Más aún, ¿no existen hombres que entregan su vida para proteger a las personas a ellos confiadas? Hombres que nunca oyeron nada de la enseñanza ni del ejemplo de Cristo han hecho, y siguen haciendo, todas estas cosas.

Difícilmente, pues, podemos descubrir en todos estos casos si se trata en verdad de seguimiento de Cristo, o más bien si, precisamente porque queremos ser personas nobles y buenas, perfeccionamos nuestras dotes naturales. Pero, en todos ellos, el egoísmo y la autocomplacencia, y hasta la misma vanidad, pueden representar un papel importante. No sucederá por cierto nunca de esa manera, si tomamos en serio la presente Admonición de nuestro padre san Francisco. En ella nos brinda una piedra de toque que nos permite comprobar la autenticidad de nuestro seguimiento de Cristo, la genuinidad de nuestra vida según la forma del santo Evangelio y también, con ello, la autenticidad de nuestra vida de pobreza radical.

«Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5,44).
»Así, pues, ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que se le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras» (Adm 9).

* * *

I. EL AMOR SEGÚN EL EVANGELIO

«Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5,44)».

En el sermón de la montaña formula el Señor la siguiente exigencia: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien y rogad por los que os persigan y por los que os maltraten, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44). Esta exigencia de Cristo es realmente nueva, es típica de la vida según el Evangelio. En el Antiguo Testamento se había enseñado: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43). ¡No es que Dios lo hubiese prescrito así! El mandamiento de odiar al enemigo era una arbitraria interpolación introducida por los maestros de la ley. Pero una interpolación que se adecua cabalmente a los sentimientos naturales del ser humano. A quien me es hostil, a quien me importuna y enoja, a quien me acosa continuamente con observaciones mordaces, con burlas o incluso con juicios negativos, le correspondo gustosa y fácilmente con la misma moneda si pienso y siento desde una perspectiva meramente natural. ¡Cuán rápidamente actuamos también nosotros los cristianos siguiendo la máxima: «Me comporto contigo como tú te comportas conmigo»! ¿No se da también esto entre religiosos, incluso en nuestras fraternidades? ¡Pues tal actitud no se atiene a la enseñanza y a la vida de Cristo, que es nuestro modelo! ¡Así no seguimos sus huellas!

Aun cuando los hombres le malquisieron y fueron desagradecidos -pensemos simplemente en los diez leprosos curados por él (cf. Lc 17,11ss)-, Cristo pasó por todas partes haciendo el bien y curando (Hch 10,38). Aun cuando lo persiguieron y crucificaron, en el momento de su agonía Cristo oraba: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). ¡Incluso en la cruz se mantuvo su amor inquebrantable! Y si pensamos en Judas, que traicionó con perfidia a su Señor, y con todo éste todavía le llamó «amigo» (Mt 26,50), percibimos algo del amor de Cristo, que excede todo humano sentimiento. En ese amor Cristo se revela inmensamente como el Hijo del Padre celestial, «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Precisamente en este amor Cristo es perfecto como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5,45-49). Ya no está en vigor aquí el orden subvertido del hombre pecador, sino el orden de Dios Padre, que es amor.

Así, pues, quien ama a su enemigo, quien hace el bien a quienes lo odian, quien ora por los que lo persiguen y calumnian, ese sigue real y verdaderamente el camino de Cristo; permanece fiel a sus huellas y se atiene a «las palabras, vida y doctrina y al santo Evangelio» del Señor (1 R 22,41). Mediante una genuina penitencia, a través de una verdadera metanoia, se ha convertido, puesto que ha pasado a la ribera de Dios. El pensamiento de Dios, la voluntad de Dios, el amor de Dios se le han hecho algo propio. Es -según las palabras de Cristo- hijo del Padre celestial. Y es también «verdadero discípulo de Cristo», tal como nos exige la Regla (cf. 2 R 3,10-14).

* * *

«Así, pues, ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que se le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras».

En la segunda parte de su Admonición, Francisco aclara de nuevo, con un ejemplo asombrosamente práctico (véase más arriba la Adm 8, cómo tiene que atestiguarse y expresarse el amor a los enemigos en la vida del cristiano y, sin duda, especialmente en la vida de los religiosos. También en esto se muestra Francisco como un sutil conocedor de los hombres y de las almas, que alumbra hasta los pliegues más recónditos de nuestro corazón. Más de uno se enoja por la injusticia que se comete a su alrededor, pero sólo porque le contraría personalmente. Y cuántos condenan los pecados de los demás, pero sólo porque con ellos se ha atentado contra sus propios derechos. Quien así actúa, muestra a las claras que todavía no ha renunciado a sí mismo y que, en definitiva, lo que sigue importándole siempre es él mismo y no Dios. Su enojo por los pecados del prójimo no es, al fin y a la postre, más que egoísmo herido.

Pues precisamente aquí señala Francisco: debemos, por el amor de Dios, requemarnos por el pecado que hay en el alma del prójimo. Si alguien me ofende y me odia, me persigue y calumnia, ya no permanece en el amor de Dios. Se autoexcluye del amor de Dios. Peca y falta a Dios. Comete injusticia ante Dios. Y eso tiene que llenarme de tristeza. Lo que se hace aquí a Dios y a su amor, tiene que ponerme triste. Por ello, mi amor a Dios debe crecer y hacerse más ardiente.

Aquí se nos revela algo nuevo para nuestra vida «sin nada propio» (2 R 1,1). Quien no siente dolor por la injusticia que otro le infiere, sino que, ante ella, tiene en cuenta sólo el amor de Dios lesionado por la misma, ése es auténticamente pobre. Para él, la injusticia que se le ha inferido no es ningún título de propiedad para hacer valer sus exigencias y reivindicaciones. Realmente no quiere tener nada para sí mismo. Lo único que le importa es Dios y su amor.

Y el que es pobre en tal medida, es capaz de amar de verdad. Su amor se torna simplemente mayor, más apremiante, más ardiente. Procura responder al amor de Dios aún más ampliamente, se esfuerza por dar a Dios el amor que se le negó. Puesto que el amor de Dios arde en él liberado de todo egoísmo, un pobre semejante se esfuerza también por amar a quien le infiere una injusticia. No devuelve «mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendice» (1 Pe 3,9). No se deja vencer por el mal, sino que vence el final con el bien (Rom 12,21), pues muestra al otro su amor con obras.

Aquí se vence todo cuanto sea «meramente natural», en el seguimiento de Cristo. En tal amor se manifiesta con plena nitidez que el seguimiento de Cristo está basado auténtica y totalmente, de manera sobrenatural, en una vida según «el santo Evangelio» (2 R 1,1; 12,4). Así se cumple lo que se afirmaba en la Regla de la Tercera Orden Regular de san Francisco: «La prueba del amor a Dios es el ejercicio del amor hacia el prójimo; por eso, en el verdadero discípulo de Cristo brille sobremanera el amor al prójimo..., pues para que el amor abunde en el obrar, es necesario que abunde antes en él corazón» (Cap. 3, n. 8; cf. Sel Fran n. 12, 1975, p. 345). Quien ama a sus enemigos, es discípulo, seguidor de Cristo, que actuó así hasta la cruz.

II. EL AMOR EN NUESTRA VIDA

Con esta Admonición Francisco penetra una vez más en el centro de nuestra vida, para convertirla en una vida plenamente cristiana. La somete a prueba mediante una exigencia esencial del Evangelio, que se caracteriza por requerir también la suprema desapropiación de nuestro yo. Debería resultarnos patente cuán importante es esta prueba. Intentemos, por tanto, concretizarla en algunas preguntas muy prácticas:

1. ¿Qué tal va en mi vida religiosa de cada día, en la que no hay ciertamente ningún «enemigo» declarado, el amor a quienes no me son simpáticos y me resultan «cordialmente» antipáticos? ¿Cómo me comporto con quienes me quieren mal y me plantean una dificultad tras otra? ¿Soy bueno también con quienes me ofenden y calumnian? ¿Les hago el bien? ¿Los amo? ¿No les hago ningún mal? ¿No les devuelvo mal por mal? Si tomo en serio el seguimiento de Cristo, todas estas preguntas tienen gravedad e importancia. Deberíamos reflexionar con franqueza sobre ellas una y otra vez, pues nuestra vida debe ser «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1; cf. 1 R 22,41).

2. ¿Por qué me altero cuando sufro una injusticia? ¿Lo hago simplemente porque han ofendido mi orgullo y herido mi vanidad? ¿O me lleno de tristeza a causa de la injusticia que se ha cometido contra Dios y su amor? Aquí es, en verdad, muy importante el discernimiento de espíritus. ¿Se desahoga en mi indignación el espíritu del propio yo, o me guía el Espíritu del Señor, pendiente del amor de Dios? A fin de cuentas, en todo esto se trata de una pregunta muy sencilla: ¿Quién prevalece en tales situaciones, yo o Dios? Se manifestará que es Dios quien prevalece si, en vez de hablar y murmurar, rezo y llevo ante Dios la dificultad e indigencia de la vida cristiana del prójimo. Si yo, en vez de juzgar y condenar al otro, viviese de acuerdo con el amor de Dios, le brindaría al prójimo una auténtica ayuda. ¡Confiemos y recomendemos al pecador al amor misericordioso de Dios! ¡Tal vez fuera bueno en dichos casos pensar en el antiguo proverbio: «Cuando veas pecar a otros, esfuérzate tú por ser mejor»! ¡Cuánto se ganaría entonces para el Reino de Dios!

Nuestra agitación y enojo por las faltas de los demás tiene con frecuencia también otra raíz, a la que se presta poca atención: «Hay hombres que por nada se irritan tanto como por las faltas y pecados de los demás. En el fondo, se escandalizan simplemente porque los demás hacen en realidad lo que quisieran hacer ellos mismos». No es, pues, ningún enojo por el amor de Dios, sino sólo un volverse sobre el propio yo.

3. A las preguntas aquí planteadas, añadamos en nuestra reflexión la exhortación de nuestro Padre: «Y deben evitar airarse y conturbarse por el pecado que alguno comete, porque la ira y la conturbación son impedimento en ellos y en los otros para la caridad» (2 R 7,3). La ira y la conturbación son signos del egoísmo e imposibilitan, en quien a ellas sucumbe, mostrar su amor con obras y devolver así al pecador al amor de Dios. En cambio, quien permanece en todo y a pesar de todo en el amor de Dios, y es misericordioso «como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36), encuentra de verdad por el amor de Dios el auténtico amor cristiano a los enemigos.

4. Todo esto supone, no obstante, que yo, como auténtico pobre, no quiera nada para mí mismo. Cuanto menos hagamos valer en beneficio propio nuestros derechos y exigencias, tanto más seremos instrumentos puros y dóciles del amor de Dios. También aquí se nos revela la bendición de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, núm. 41 (1985) 211-216]

J. Segrelles: Tentación de Fr. Rufino (Flor 29)

SUJECIÓN DEL CUERPO
Meditación sobre la Admonición 10.ª de San Francisco

por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Betrachtung über die zehnte Ermahnung unseres heiligen Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 6. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1964, pp. 173-177]

INTRODUCCIÓN

Todos nosotros experimentamos continuamente en nuestra vida, también en nuestra vida religiosa, que fracasamos y nos quedamos muy atrás en relación con nuestro deber y con lo que nos fue impuesto mediante la llamada de Dios como una santa obligación. Experimentamos con bastante frecuencia que no cumplimos lo que prometimos en nuestra profesión. En los momentos de reflexión seria y sincera nos vemos obligados a comprobar una y otra vez que sigue habiendo pecados en nuestra vida. Ante el Dios Santo no podemos menos de reconocer y confesar que somos pecadores y hacemos el mal. Si este sincero examen de conciencia nos lleva a reconocer nuestro fracaso y nuestra pecaminosidad, también nos lleva a proceder rectamente como franciscanos y a empeñarnos en «seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1). De este recto proceder es de lo que trata san Francisco en su Admonición décima, con la que penetra una vez más en los repliegues recónditos de nuestra vida interior y expone, lisa y simplemente, cosas que ponen al descubierto llagas cuyo conocimiento es frecuentemente doloroso, pero cuya curación es benéfica.

«Hay muchos que, al pecar o al recibir una injuria, echan frecuentemente la culpa al enemigo o al prójimo.
»Pero no es así; porque cada uno tiene en su dominio al enemigo, o sea, al cuerpo, mediante el cual peca.
»Por eso, dichoso aquel siervo que a tal enemigo, entregado a su dominio, lo mantiene siempre cautivo y se defiende sabiamente de él; porque mientras hiciere esto, ningún otro enemigo visible o invisible le podrá dañar» (Adm 10).

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I. CON CRISTO VENCEMOS EL MAL
QUE HAY EN NOSOTROS

«Hay muchos que, al pecar o al recibir una injuria, echan frecuentemente la culpa al enemigo o al prójimo».

Con estas palabras se denuncia un peligro derivado del hecho de no comportarnos rectamente en la situación antes descrita. Hay personas, también religiosos, que con toda claridad reconocen que pecan, que fracasan, que obran mal. Son conscientes de que su vida, su vida religiosa, no se acopla a lo que asumieron como un deber en el momento de su bautismo y ratificaron el día de su profesión. Incluso reconocen abiertamente que son unos fracasados. Pero aquí viene el peligro: no se echan la culpa a sí mismos, sino la echan a los demás, al diablo o a otras personas. Así, atribuyendo la culpa a los demás, pretenden disculparse a sí mismos. Quieren, con ello, lavarse las manos y responsabilizar a los demás de sus propios fracasos, de su vida poco buena o incluso mala, de sus pecados incluso. Piensan y manifiestan también con frecuencia públicamente que sin duda llevarían una vida religiosa mejor, si sus hermanos o hermanas les dieran un ejemplo más edificante en la comunidad claustral. ¿No equivale esto a echar la culpa al prójimo? ¿No hay quienes opinan que, si tuvieran otro cometido en el convento, cumplirían mejor y más fielmente los deberes de la vida religiosa? ¿Y no equivale esto a echar la culpa a las circunstancias? ¿No creen muchos que, si no tuvieran tantas tentaciones, vivirían más puros y mejor ante Dios? ¿Y no es eso lo mismo que echar la culpa al enemigo? Así intentan muchos autodisculparse ante su propia conciencia. Con tales disculpas se quiere adormecer la propia conciencia. Y, en tal caso, aun cuando dichas personas se conozcan mejor, nada cambia en sus vidas. Precisamente aquí es donde radica ese gran peligro para nuestra vida cristiana, y especialmente para nuestra vida religiosa, del que quiere precavernos Francisco en la presente Admonición. Con sus «palabras de amonestación» quiere liberarnos de esta fatal ceguera respecto a nosotros mismos.

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«Pero no es así; porque cada uno tiene en su dominio al enemigo, o sea, al cuerpo, mediante el cual peca».

Todas esas excusas, todos esos intentos de liberarse de la propia culpa, los corta san Francisco con una escueta afirmación: Pero no es así. La causa de nuestro fracaso y de nuestros pecados no radica fuera de nosotros mismos, sino en nuestro interior: o sea, el cuerpo, mediante el cual peca.

Debemos intercalar aquí una breve explicación para entender bien esta frase. Cuando Francisco emplea la palabra «cuerpo», no se refiere sólo al cuerpo como organismo, en el sentido, por ejemplo, de la antítesis «cuerpo-alma», sino que emplea tal término en el mismo sentido que san Pablo habla de «carne», refiriéndose a todo cuanto en nosotros se opone a Dios y quiere de manera distinta a como Dios quiere. Diríamos hoy: el idolatrado «yo» del ser humano, que sólo piensa y siente de manera natural, que está animado sólo por lo terreno, que reacciona sólo humanamente, que quiere ser dueño de sí mismo. En una palabra: ¡El «yo» que ambiciona ocupar el lugar de Dios! Eso es el cuerpo mediante el cual peca.

¡No nos dejemos, pues, engañar! ¡No nos autoengañemos con incongruentes disculpas! La raíz de nuestro fracaso, la culpa de nuestros pecados radica en nuestro propio yo, que nos seduce porque es demasiado cómodo y no quiere someterse a Dios. ¡Lo dice el mismo Señor en el Evangelio: «Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y hacen impuro al hombre» (Mc 7,21-23; cf. 2CtaF 69)! No quiere decir otra cosa Francisco cuando resume: o sea, el cuerpo, mediante el cual peca.

¡Puesto que así son las cosas, consentimos fácil y gustosamente en el mal ejemplo de los demás! ¡Puesto que así son las cosas, nos dejamos influenciar rápidamente y sin resistencia por las circunstancias! ¡Puesto que así son las cosas, muy a menudo el demonio nos gana con facilidad! Precisamente aquí lo externo ayuda a lo que hay en nuestro interior. Pero, en definitiva, es de nuestro propio yo, rebelde y obstinado, cómodo e insensible, de donde brota todo mal. Él es el enemigo del bien en nuestra vida.

Sin embargo, no estamos indefensos a su merced: porque cada uno tiene en su dominio al enemigo. Somos hombres redimidos, a quienes se les entrega constantemente, en la palabra de Dios y en los santos sacramentos, la fuerza para dominar a ese gran enemigo de nuestra vida cristiana. Tenemos, como dice Francisco en otro lugar, «el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras (del Señor), por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). Con todo ello, Dios, por su gracia redentora, ha depositado en nuestras manos el medio poderoso para acabar con nuestro «yo», enemigo de Dios. En la luz de la palabra de Dios y en la fuerza de los sacramentos crece en nosotros la mortificación de todo cuanto se opone a Dios y la vida nueva, modelada por completo según su voluntad.

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«Por eso, dichoso aquel siervo que a tal enemigo, entregado a su dominio, lo mantiene siempre cautivo y se defiende sabiamente de él; porque, mientras hiciere esto, ningún otro enemigo visible o invisible le podrá dañar».

Dichoso el hombre que acoge agradecido la redención que se le regala, y la hace suya, cooperando con la gracia (Se puede también enterrar este talento, en lugar de hacerlo rendir; cf. Mt 25,24ss). El mismo Señor nos dice claramente en qué consiste tal colaboración: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9,23). En esta autonegación como un constante «decir no» a nosotros mismos y en esta mortificación que sigue con Cristo el camino de la cruz, dominamos al enemigo, que Dios ha puesto en nuestras manos. De este modo el espíritu de la carne, que gira en torno al propio yo, es sustituido por el Espíritu del Señor, que quiere sólo lo que es de Dios. Y, en la medida en que el Espíritu del Señor nos llena y señorea en nosotros, nos transformamos en discípulos de Cristo. Mantendremos, pues, cautivo al enemigo, si vivimos según la palabra de Juan Bautista: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Así, pues, quien quiere vivir como discípulo de Cristo, tiene que pensar como Él, querer y actuar como Él. Y en quien hace todo de forma que Cristo pueda hacerlo todo con él, crece Cristo, el más fuerte, que vence en nosotros al fuerte (Lc 11,21). Quien no se fía de sí mismo, quien no se apoya en su propia fuerza y prudencia, quien, por tanto -aquí aparece de nuevo esto muy claro- es verdaderamente pobre, lo puede realmente todo en aquel que le hace fuerte (cf. Flp 4,13).

Francisco pone de relieve otra cosa: debemos preservarnos sabiamente de nuestro yo. Mientras vivamos, querrá imponerse, querrá hacer prevalecer sus pretensiones autocráticas y arbitrarias. Por ello, es de suma importancia conocer sus manejos y enmascaramientos, descubrir sin miramientos sus insinuaciones y excusas, a fin de que no nos haga caer en autoengaños. También aquí vale el dicho: «Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos» de vosotros mismos (Mt 10,16).

Si hago esto y colaboro incesantemente y con permanente vigilancia con la gracia redentora, ningún otro enemigo visible o invisible podrá dañarme, puesto que nada en mí lo acogerá. No encontrará en mí ningún aliado dispuesto a abrirle la puerta.

II. LIBERÉMONOS DE NUESTRAS EXCUSAS

Llanas y sencillas, simples en el verdadero sentido de la palabra, son las palabras de nuestro padre san Francisco. Tal vez precisamente por ello penetran tan profunda y curativamente en nuestra vida. Queremos acogerlas con un corazón bien dispuesto, y que actúen en nosotros. Las siguientes reflexiones nos ayudarán a conseguir tal objetivo.

1. ¡Examinemos con sinceridad nuestra conciencia, revisando críticamente ante Dios todos los móviles exculpatorios que tan de buena gana aducimos para justificar nuestro fracaso, nuestros pecados, nuestra injusticia! ¿Se mantienen verdaderamente en pie? Si nos dejamos guiar en este autoexamen por las palabras de amonestación de nuestro Padre, ¿no tendremos que reconocer más bien que los motivos no radican fuera de nosotros, en los demás o en las circunstancias, sino que en definitiva su causa es nuestro propio «yo»? Nuestro «yo» es el enemigo, pues no quiere lo que Dios quiere y desea con demasiada frecuencia andar su propio camino. No nos disculpemos, por tanto, demasiado rápidamente en los demás, los enemigos que hay fuera de nosotros; pues esta actitud no conduce al cambio, a la conversión, a la verdadera penitencia que nos prepara a la venida del Reino de Dios.

¡Dominémonos a nosotros mismos! Sin duda alguna, el más fuerte -Cristo- nos custodia, para que no pueda vencernos el fuerte -el enemigo en nosotros y fuera de nosotros-. Pero Cristo no hace esto sin nosotros. Debemos por eso esforzarnos mediante la abnegación y la mortificación, como colaboradores y coautores de lo que Cristo realiza en nosotros y a nosotros. Él ha puesto en nuestro dominio al enemigo, que Él venció. A nosotros nos corresponde ahora hacer todo cuanto esté en nuestras manos, para que el enemigo no vuelva a señorear sobre nosotros. Como más fácil y rápidamente consigue esto el enemigo es mediante tales excusas, en las que incurrimos con mucha facilidad, precisamente porque el camino de la abnegación y de la mortificación nos resulta duro y difícil, en tanto que el otro nos es cómodo. Y, sin embargo, hemos de entrar en la vida por la puerta estrecha y hemos de abstenernos de la puerta ancha y del camino espacioso que lleva a la perdición (cf. Mt 7,13-14). Por eso nos exhorta Francisco: «Y esfuércense en entrar por la puerta angosta, porque dice el Señor: Angosta es la puerta, y estrecha la senda que lleva a la vida, y son pocos los que la encuentran» (1 R 11,13).

2. Si nos hemos dado rectamente cuenta de todo esto, preguntémonos qué hemos hecho hasta el momento para mantener cautivo a este enemigo. ¿Hemos tomado verdaderamente en serio la exigencia del Señor de negarnos a nosotros mismos, y de mortificarnos, es decir, de cargar con Él la cruz? ¿Nos hemos esforzado, todos los días y en todas las circunstancias, en llevarla a la práctica, a pesar de y contra todas las resistencias y, en especial, los pretextos de nuestro propio yo? ¿Somos conscientes de que la gracia redentora de Cristo, que se nos regala tan a menudo, permanece ineficaz si no vivimos correspondiendo a ella? ¿De que, precisamente, se nos pedirá cuenta y se nos juzgará por ese talento enterrado?

3. ¿Nos preservamos sabiamente de nosotros mismos? ¿Evitamos cualquier falsa autoconfianza, que nos vuelve ciegos respecto a nosotros mismos? ¡Dichoso el siervo de Dios, que se deja guiar en todo por la palabra de Dios! Dicho siervo no es ciego, pues ve la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo. Posee la sabiduría espiritual, puesto que tiene en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre (cf. 2CtaF 66-67).

4. ¿Vivimos de la fuerza redentiva de los sacramentos? ¿No los celebramos con frecuencia como una mera acción externa, por lo que de ellos no crece ninguna fuerza en la lucha contra nosotros mismos? Escuchemos una vez más a Francisco: «Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 34). Esta salvación se convertirá en realidad en la medida en que cumplamos lo que Dios nos ordena y regala; si cumplimos lo que nos exhorta Francisco: «Ofreced vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos (OfP 7,8). Entonces se nos podrá decir también a nosotros: ¡Dichoso aquel siervo!

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XV, núm. 43 (1986) 93-98]

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