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DÍA 29 DE OCTUBRE
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* * * San Abrahán. Nació de una familia rica en Edesa (Mesopotamia), optó por la vida eremítica y se hizo una choza en la que vivió diez años entregado a la oración y penitencia. Para evangelizar a los habitantes de Beyth Quidona, lugar cercano a Edesa, el obispo lo ordenó de sacerdote y le encomendó esa misión. Con su bondad, mansedumbre y celo consiguió la conversión de aquellas gentes, después de lo cual volvió a su soledad, donde murió el año 366. San Efrén lo elogia en sus escritos. San Colmán. Obispo de Kilmacduagh en Irlanda. Llevó vida eremítica y fundó un monasterio en Kilmacduagh. Murió el año 632. San Dodón. Nació en Vaux (Francia) y se educó en el monasterio de Lobbes, en el que luego profesó. Lo pusieron al frente del monasterio de Wallers, filial del de Lobbes. Pero él se sentía llamado a la vida eremítica y eligió un lugar retirado, al norte de su monasterio, donde ahora se levanta Moustiers-en-Fagne, cerca de Cambrai (Francia), y allí vivió santamente hasta que murió hacia el año 750. San Feliciano. Mártir de Cartago (Túnez) en el siglo III. San Narciso de Jerusalén. Fue elegido obispo de Jerusalén en torno al año 190. Mereció alabanzas por su santidad, paciencia y fe. Acerca de cuándo debía celebrarse la Pascua cristiana, manifestó estar de acuerdo con el papa san Víctor, y que no había otro día mejor que el domingo para celebrar el misterio de la Resurrección de Jesucristo. Descansó en el Señor a la edad de ciento dieciséis años hacia el 222. [San Narciso de Gerona]. Según una tradición, san Narciso fue obispo de Gerona (España) a finales del siglo III. Convirtió a muchos a la fe cristiana y animaba a los fieles a permanecer firmes en la fe hasta el martirio. Luego marchó a Augsburgo a evangelizar. Más tarde volvió a Gerona y fue martirizado el año 307. San Honorato de Vercelli. Nació en Vercelli (Piamonte, Italia) y fue discípulo del santo obispo Eusebio, en cuyo cenobio diocesano se integró y en el que recibió las órdenes sagradas. Acompañó a Eusebio en su destierro por Oriente Medio. El año 396 fue elegido obispo de Vercelli contando con el apoyo personal de san Ambrosio, a quien luego atendió en su última enfermedad y muerte. Trató de inculcar la verdadera fe en su pueblo y de combatir el arrianismo que negaba la divinidad de Jesucristo y que entonces estaba muy vivo. Murió el año 415. San Teodario. Nació en Arcisse, cerca de Vienne (Francia). Abrazó la vida monástica en el monasterio de Lerins, pero luego se sintió atraído por san Cesáreo y marchó a Arlés, donde recibió la ordenación sacerdotal. Volvió a Vienne y construyó el monasterio de San Eusebio, del que fue abad, y estableció celdas individuales para los monjes; en su pueblo levantó una basílica dedicada a la Virgen. El obispo de Vienne lo reclamó y lo nombró presbítero penitenciario en la iglesia de San Lorenzo. Murió el año 573. San Zenobio. Era sacerdote en la Iglesia de Sidón en Fenicia (hoy, Líbano). Durante la durísima persecución bajo el emperador Diocleciano, mientra animaba a otros al martirio, fue él mismo coronado con esta palma a comienzos del siglo IV. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dijo Jesús a sus discípulos: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,9-13). Pensamiento franciscano: Santa Clara dice de su conversión: «Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro bienaventurado padre Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado, le prometí voluntariamente obediencia, según la luz de la gracia que el Señor nos había dado por medio de su admirable vida y enseñanza» (TestCl 24-27). Orar con la Iglesia: Oremos al Señor Dios que escucha las peticiones de sus hijos como el mejor de los padres. -Por la Iglesia, en la diversidad de comunidades e instituciones: para que manifieste a los ojos del mundo la riqueza del misterio de Cristo. -Por los religiosos y las religiosas de vida contemplativa: para que su consagración a Dios sea a la vez ejemplo de amor al prójimo. -Por los religiosos y las religiosas consagrados a los diversos ministerios eclesiales: para que sean espejo de la múltiple acción de Jesús en nuestro mundo. -Por los laicos que asumen tareas eclesiales: para que sean luz de Cristo en los diversos ambientes en que viven y trabajan. Oración: Escucha, Dios Padre, nuestras súplicas y concédenos que el Espíritu Santo nos impulse a seguir más de cerca las huellas de tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. * * * EL SACRAMENTO DEL CUERPO Y
LA SANGRE DEL SEÑOR Queridos hermanos y hermanas: Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Christi, la fiesta de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que él instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la Iglesia. La Eucaristía es como el corazón palpitante que da vida a todo el cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado en el vínculo espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol san Pablo: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Cor 10,17). Sin la Eucaristía la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho, la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, transforma también en miembros del cuerpo de Cristo a cuantos lo reciben con fe, de forma que la Iglesia es realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre sí. En una cultura cada vez más individualista, como lo es la cultura en la que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de «antídoto», que actúa en la mente y en el corazón de los creyentes y que siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del compartir, es decir, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que nadie fuese indigente (cf. Hch 2,42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía, es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también en las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesar de los límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de prueba: en lo que significó, por ejemplo, para los países sometidos a regímenes totalitarios, la posibilidad de congregarse en la misa dominical. Como decían los antiguos mártires de Abitinia: «Sine Dominico non possumus», sin el «Dominicum», es decir, sin la Eucaristía dominical no podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo es medicina de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el gusto de la verdad y del bien común. Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi predecesor, el beato Juan Pablo II, definió «Mujer eucarística» (Ecclesia de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela también nuestra vida llegue a ser plenamente «eucarística», abierta a Dios y a los demás, capaz de transformar el mal en bien con la fuerza del amor, orientada a favorecer la unidad, la comunión y la fraternidad. * * * JUDAS QUISO SABER POR
QUÉ JESÚS Con las preguntas formuladas por los discípulos y las respuestas dadas por Jesús, el Maestro, es como si nosotros aprendiéramos a la par de ellos cuando leemos o escuchamos el santo evangelio. Habiendo, pues, dicho el Señor: Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, le dijo Judas -no el Iscariote-: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?». Considerémonos también nosotros del número de los discípulos que le interrogan, y escuchemos al Maestro común. Judas, el apóstol santo, no el inmundo, no el perseguidor, preguntó por qué motivo se había Jesús de manifestar a los suyos y no al mundo; por qué dentro de poco el mundo ya no lo vería, mientras que los discípulos sí le verían. Respondió Jesús y les dijo: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Aquí se nos expone la razón por la que se manifestará a los suyos y no a los ajenos, comprendidos bajo la denominación de «mundo». La razón es que los primeros le aman, y los segundos, no. Es la misma razón invocada por el sagrado salmo: Hazme justicia, Señor, defiende mi causa contra la gente sin piedad. Los que lo aman, son elegidos precisamente porque lo aman; en cambio, los que no lo aman, aunque hablen las lenguas de los hombres y de los ángeles, no pasan de ser un metal que resuena o unos platillos que aturden; y aun cuando tuvieran el don de predicción y conocieran todos los secretos y todo el saber; aunque tuvieran fe como para mover montañas, no son nada; y aunque repartieran en limosnas todo lo que tienen y se dejaran quemar vivos, de nada les sirve. El amor distingue del mundo a los santos, y hace que vivan armónicamente en una misma casa. Y en esta casa establecen el Padre y el Hijo su morada: ellos son los que ahora gratifican con la dilección a quienes, al final del mundo, les gratificarán con su misma manifestación. De esta manifestación interrogó el discípulo a su Maestro, de modo que no sólo los que entonces le escuchaban de viva voz, sino también nosotros que lo escuchamos por medio del evangelio, pudiéramos conocer la respuesta del Maestro sobre este particular. Judas centró su pregunta sobre el tema de la manifestación, y escuchó una respuesta que hablaba de amor y de inhabitación. Existe, pues, una cierta manifestación interior de Dios, absolutamente desconocida de los impíos, quienes no poseen ninguna manifestación de Dios Padre y del Espíritu Santo, por más que pudieran tenerla del Hijo, aunque sólo fuera en la carne. Pero una tal manifestación es muy diferente de aquella interior; de todas formas, y sea cual fuere esta manifestación, en ellos no puede ser permanente, sino por breve tiempo; y esto para condenación no para gozo; para tormento y no para premio. * * * LA
CONVERSIÓN-VOCACIÓN DE SANTA CLARA En un contexto familiar y social diferente del de Francisco, también Clara de Favarone conoció su itinerario penitencial que la llevó al descubrimiento del designio de Dios sobre ella. Lo mismo que Francisco, lo recordará al final de su vida en su Testamento. La mediación humana de que Dios se sirvió, que para Francisco habían sido los leprosos, fue para ella el mismo Francisco. También ella habla reiteradamente de conversión: «El altísimo Padre celestial se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, con el ejemplo y las enseñanzas de nuestro beatísimo Padre Francisco, hiciese yo penitencia, poco después de su conversión» (TestCl 24). Clara no habla, como Francisco, de «los pecados» de su vida anterior; hubiera sido afectación, dada la limpidez de su infancia y de su adolescencia; pero reconoce que Dios la liberó de las «vanidades del mundo», es decir, de aquel cerco de convencionalismos sociales y de culto a la prosapia que condicionaba su vida, no obstante su dedicación a la piedad y al socorro de los pobres. Hay una coincidencia entre la experiencia inicial de su conversión como una «iluminación del corazón» y la oración de Francisco ante el Crucifijo: «Ilumina, Señor, las tinieblas de mi corazón». Es un concepto genuinamente bíblico. La sola iluminación de la mente serviría de poco; Dios ilumina ese centro de los sentimientos y de las opciones de la persona humana que es el corazón; toca el corazón, lo purifica, lo cambia, lo crea de nuevo (Salmo 50,12.19). Bajo el ardor de las exhortaciones de Francisco en aquellas citas secretas de ambos, Clara se abrió sin reservas al amor y al seguimiento de Cristo pobre y crucificado. Este ideal, en que la «plantita» irá más lejos que su guía y maestro, con un radicalismo mayor, se le ofreció como una aventura fascinante, para la cual no vaciló en arrastrar la pérdida de la reputación propia y la de los suyos con la fuga de la casa paterna. Años después, al tener noticia de la decisión de la princesa Inés de Bohemia de seguir a Cristo pobre, renunciando a la mano del emperador y al fausto de la corte, le escribirá para congratularse con ella: «¡Magnífico y estupendo negocio: abandonar lo temporal por lo eterno, granjearse lo celestial por lo terreno, recibir el ciento por uno y asegurar para toda la eternidad la vida bienaventurada!» (1CtaCl 30). Como Francisco, también Clara habla de iniciativa de Dios, más aún, de «inspiración» divina en la vocación propia y en la de cada una de las hermanas que ella recibe como un don del Señor (TestCl 26; RCl 2,1; 6,3). Tiene conciencia de sentirse alcanzada amorosamente por un designio eterno, que ella, con precisión teológica, llama elección-vocación: «Entre tantos beneficios como hemos recibido y estamos recibiendo cada día de la liberalidad de nuestro Padre de las misericordias, por los cuales debemos mayormente rendirle acciones de gracias, uno de los mayores es el de nuestra vocación y, cuanto ésta es más grande y más perfecta, tanto más deudoras le somos. El Hijo de Dios se ha hecho camino para nosotros, y ese camino nos lo ha mostrado y enseñado, con la palabra y el ejemplo, nuestro padre san Francisco, verdadero amante e imitador suyo... Hemos de admirar, por lo tanto, la copiosa benignidad de Dios, ya que, por su abundante misericordia y caridad, se dignó manifestarnos, por medio de su santo, este designio sobre nuestra vocación y elección» (TestCl 2-5, 15s). Después de una breve experiencia, primero en la hospedería de las benedictinas de Bastia y luego con una comunidad de vida más sencilla en Sant'Angelo in Panzo -donde fue a juntársele su hermana Inés, fugada asimismo de casa, y alguna otra amiga de juventud-, el grupo de «hermanas pobres» se lanzó, en San Damián, al seguimiento heroico de Cristo en total inseguridad, sostenidas por la certeza del amor providente del Padre del cielo. Fueron comienzos duros, como lo recuerda ella misma: hubo «penuria, fatiga, tribulación, ignominia y desprecio del mundo». Pero todo lo tenían «por suma delicia». Francisco, visto el resultado, «se alegró mucho en el Señor» y trazó para ellas una forma de vida muy elemental. «Aquí, en poco tiempo, nos multiplicó grandemente el Señor por su misericordia y gracia», concluye Clara. [L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 36-38]
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