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DÍA 21 DE OCTUBRE
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* * * Santa Cilinia. Madre de san Principio, obispo de Soissons, y de san Remigio, obispo de Reims. Murió en Laon, región de Picardía en Francia, en torno al año 458. Santos Dasio, Zótico y Cayo. Eran domésticos del emperador Diocleciano y, acusados falsamente de haber incendiado el palacio imperial, fueron condenados a muerte y arrojados al mar con una piedra atada al cuello. Esto sucedió el año 303 en Nicomedia de Bitinia (en la actual Turquía). San Malco. San Jerónimo encontró a este monje en Maronia, cerca de Antioquía de Siria, en el siglo IV, y en sus escritos celebró su espíritu ascético y su vida ejemplar. San Mauronto. Abad de la iglesia de San Víctor y obispo de Marsella (Francia). Murió el año 780. San Pedro Yu Tae-ch'ol. Era hijo del mártir san Agustín (22 de septiembre) y nació cerca de Seúl (Corea del Sur) en 1826. Desde pequeño pudo ver en su casa la fe robusta de su padre y la resistencia de su madre a convertirse al cristianismo. Cuando encarcelaron a su padre, decidió unirse a su martirio confesando que era cristiano. Su madre se lo prohibió, pero él se presentó a los guardias de la cárcel y les dijo que era católico. Lo detuvieron, lo apalearon para que abjurara de su religión, le propinaron otras torturas más crueles y por último lo estrangularon en la prisión. Esto sucedió en Seúl el año 1839 cuando Pedro tenía 13 años de edad. San Severino de Burdeos. Obispo de Burdeos (Francia) en el siglo V. Cuando llegó a esta ciudad procedente de Oriente, el obispo de la misma, san Amando, lo acogió fraternalmente y, viendo sus virtudes, lo propuso para sucederle en la sede. Santa Úrsula y compañeras mártires. En la ciudad de Colonia (Alemania) se recuerda a estas santas vírgenes y mártires, que entregaron su vida por Cristo en el lugar de la ciudad donde después se levantó una basílica dedicada a santa Úrsula, virgen inocente, considerada como la principal del grupo. Vivieron probablemente en el siglo IV. San Vendelino. Fue un ermitaño que vivió en el siglo VII en los alrededores de Tréveris (Alemania). San Viator de Lyon. Había recibido órdenes menores y era lector en la Iglesia de Lyon. Acompañó a su obispo san Justo cuando éste decidió retirarse a llevar vida eremítica en Egipto. Allí lo atendió hasta su muerte. Después continuó Viator en el monasterio hasta que falleció después del año 481. En 1831, el abate Luis Querbes fundó la Congregación de Clérigos de San Viator, para la enseñanza de la doctrina cristiana y el servicio de los altares. Beato Estanislao García Obeso, dominico. Nació en Requejo, San Julián (Cantabria) en 1875. Estudió primero en los seminarios de Toledo y de Burgos. Ingresó luego en los dominicos y profesó en 1899. Fue ordenado sacerdote en 1903. Era serio, formal y trabajador, muy buen religioso. En 1914 fundó en el barrio madrileño de Lavapiés unas escuelas gratuitas para los hijos de obreros. La persecución religiosa de 1936 le sorprendió en el santuario de Montesclaros (Santander). Se refugió en Los Carabeos y, para no comprometer al párroco, se entregó a los milicianos en Reinosa. El 21-X-1936 lo mataron en los Montes de Saja (Cantabria). Beato Julián Nakaura Jingoró. Sacerdote jesuita. Había sido uno de los niños enviados a Roma en 1582, de parte de los «daimyós» (soberanos feudales) cristianos. Es una figura japonesa, símbolo del intercambio cultural entre Oriente y Occidente. Se dedicó a la evangelización en medio de grandes peligros, como misionero oculto, durante muchos años. Apresado, lo llevaron a la colina Nishizaka de Nagasaki (Japón), con las manos atadas a la espalda y en compañía de un grupo de misioneros jesuitas y dominicos. Murió en el tormento de la fosa el 21 de octubre de 1633, confesando su fe, diciendo: «Este gran dolor, por amor de Dios». Fue beatificado el año 2008. Beato Pedro Capucci. Nació en Città di Castello (Umbría, Italia) hacia 1390. A los quince años ingresó en los dominicos, se ordenó de sacerdote y lo destinaron a Cortona (Toscana), donde permaneció el resto de su vida. Fue un religioso observante, devoto y humilde, que ejercía cualquier oficio doméstico, y un genuino predicador, como los quería santo Domingo: nutrido en la meditación de los misterios y formado en la penitencia, ajeno a toda afectación, pregonero convencido y eficaz de la Palabra de Dios. En sus meditaciones y en sus sermones insistía sobre todo en los «novísimos», y convirtió a muchos pecadores. Murió en Cortona el año 1445.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dijo Jesús a sus discípulos: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). Pensamiento franciscano: Exhortación de san Francisco: «Hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Y en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,25-27). Orar con la Iglesia: Dirijamos la oración a Dios nuestro Padre, para que la comunidad cristiana, confirmada en la fe, dé razón de su esperanza ante los hombres. -Por todo el pueblo cristiano, para que con su vida manifieste la presencia de Cristo resucitado y la alegría de tenerle con nosotros. -Por nuestra comunidad cristiana, para que sea asidua en la escucha de la Palabra, perseverante en la oración, constante en la caridad fraterna. -Por los que sufren y se sienten abandonados, para que no se desanimen, sino que, por la fuerza de la fe y la solicitud de los hermanos, sientan la cercanía del Señor. -Por los cristianos que dudan, los incrédulos que quisieran creer, los que buscan la verdad, para que, movidos por el Espíritu, lleguen a decir de corazón: «¡Señor mío y Dios mío!». Oración: Dios, Padre nuestro, te pedimos que el Espíritu de tu Hijo resucitado nos haga vivir la bienaventuranza de creer cada vez más y mejor, aunque a veces dudemos o no seamos coherentes con la fe recibida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * EL CORRECTO USO DE LOS
BIENES TERRENOS Queridos hermanos y hermanas Esta mañana he visitado la diócesis de Velletri, de la que fui cardenal titular durante varios años. Durante la solemne celebración eucarística, comentando los textos litúrgicos (Domingo XXV-C), he reflexionado sobre el uso correcto de los bienes terrenos, un tema que en estos domingos el evangelista san Lucas ha vuelto a proponer de diversos modos a nuestra atención. Narrando la parábola de un administrador injusto, pero muy astuto, Cristo enseña a sus discípulos cuál es el mejor modo de utilizar el dinero y las riquezas materiales, es decir, compartirlos con los pobres, granjeándose así su amistad con vistas al reino de los cielos. «Haceos amigos con el dinero injusto -dice Jesús-, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9). El dinero no es «injusto» en sí mismo, pero más que cualquier otra cosa puede encerrar al hombre en un egoísmo ciego. Se trata, pues, de realizar una especie de «conversión» de los bienes económicos en vez de usarlos sólo para el propio interés, es preciso pensar también en las necesidades de los pobres, imitando a Cristo mismo, el cual, como escribe san Pablo, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). Parece una paradoja: Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, es decir, con su amor, que lo impulsó a entregarse totalmente a nosotros. Aquí podría abrirse un vasto y complejo campo de reflexión sobre el tema de la riqueza y de la pobreza, incluso a escala mundial, en el que se confrontan dos lógicas económicas: la lógica del lucro y la lógica de la distribución equitativa de los bienes, que no están en contradicción entre sí, con tal de que su relación esté bien ordenada. La doctrina social católica ha sostenido siempre que la distribución equitativa de los bienes es prioritaria. El lucro es naturalmente legítimo y, en una medida justa, necesario para el desarrollo económico. En la encíclica Centesimus annus escribió Juan Pablo II: «La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos» (n. 32). Sin embargo -añadió-, no se ha de considerar el capitalismo como el único modelo válido de organización económica (cf. ib., 35). La emergencia del hambre y la emergencia ecológica muestran cada vez con más evidencia que, cuando predomina la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre ricos y pobres y una dañosa explotación del planeta. En cambio, cuando predomina la lógica del compartir y de la solidaridad, es posible corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo y sostenible. María santísima, que en el Magníficat proclama: el Señor «a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53), ayude a los cristianos a usar con sabiduría evangélica, es decir, con generosa solidaridad, los bienes terrenos, e inspire a los gobernantes y a los economistas estrategias clarividentes que favorezcan el auténtico progreso de todos los pueblos. [Después del Ángelus] Saludo a los peregrinos de lengua española... Siguiendo las enseñanzas del evangelio de hoy usad adecuadamente los bienes terrenos y humanizad las estructuras económicas, a fin de que todos puedan llevar una vida más digna y acorde con los planes de Dios. * * * MARÍA CONSERVABA María iba reflexionando sobre todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando, mirando, y de este modo su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más clara y su caridad era cada vez más ardiente. Su conocimiento y penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la llenaban de alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y la hacían perseverar en su propia humildad. Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina, en elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de resplandor en resplandor. Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por el magisterio del Espíritu que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a las exigencias de la Palabra de Dios. Ella no se dejaba llevar por su propio instinto o juicio, sino que su actuación exterior correspondía siempre a las insinuaciones internas de la sabiduría que nace de la fe. Convenía, en efecto, que la sabiduría divina, que se iba edificando la casa de la Iglesia para habitar en ella, se valiera de María santísima para lograr la observancia de la ley, la purificación de la mente, la justa medida de la humildad y el sacrificio espiritual. Imítala tú, alma fiel. Entra en el templo de tu corazón, si quieres alcanzar la purificación espiritual y la limpieza de todo contagio de pecado. Allí Dios atiende más a la intención que a la exterioridad de nuestras obras. Por esto, ya sea que por la contemplación salgamos de nosotros mismos para reposar en Dios, ya sea que nos ejercitemos en la práctica de las virtudes o que nos esforcemos en ser útiles a nuestro prójimo con nuestras buenas obras, hagámoslo de manera que la caridad de Cristo sea lo único que nos apremie. Éste es el sacrificio de la purificación espiritual, agradable a Dios, que se ofrece no en un templo hecho por mano de hombres, sino en el templo del corazón, en el que Cristo, el Señor, entra de buen grado. Oración litúrgica: Oh Dios, tú que has preparado en el corazón de la Virgen María una digna morada al Espíritu Santo, haz que nosotros, por intercesión de la Virgen, lleguemos a ser templos dignos de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * APRENDER A ORAR Atolladeros del deseo enroscado sobre sí mismo El joven Francisco, hijo de un pañero forrado, es lo contrario de un aguafiestas. Rebosa de vida y de proyectos. Incluso tiene los medios para lograrlos. Rico, inteligente, afable, alegre, pertenece más bien al género de «joven lobo» que desea morder en la vida a dentellada plena. Su apetencia de vivir es inmensa. En la tienda de su padre se inicia en el comercio y triunfa. Su porvenir no ofrece problemas. Dinero, compañías divertidas, banquetes refinados, alocadas rondas nocturnas..., no le falta nada. Pero su deseo de dicha no halla asiento en todo eso. La vida de joven burgués acaba por hastiarle. Una existencia trazada ya de antemano le resulta de repente terriblemente encogida. Le deprime la legítima pequeña dicha humana con que parecen contentarse muchos de sus amigos. El horizonte es bajo. Contra él chocan el corazón y la frente de Francisco, que desea apasionadamente una vida lograda. Pero ¿qué es lograr la vida? Sueña con hacerse caballero. Este ideal entusiasma su juventud. La figura a la vez de héroe y de vedette, cuyas hazañas militares y locos amores se cantan, ejerce sobre él una verdadera fascinación. El proyecto madura y se realiza. Pero una vez más, recién equipado lujosamente a cuenta de sus padres, interrumpe brutalmente esta carrera de honores. Una extraña voz interior le persigue (TC 5-6). La dicha que busca él, Francisco, no va en esta dirección. Ignora todavía que ya el Espíritu de Dios inspira y ahonda su «deseo de dicha». No ha tomado todavía conciencia de que Dios es un amor vivo que llama al «varón de deseos» para hacerle vivir y colmarle. No sabe todavía que su llamamiento se torna deseo de infinito en el corazón del hombre: «Dios infundió en nuestro corazón el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, Padre». A los veintitrés años, Francisco ha sufrido ya la amarga experiencia de ciertos callejones sin salida de su deseo de dicha. Sabe un poco mejor donde no se encuentra la dicha, pero todavía no ha dado con ella. Dios continúa trabajándole secretamente. Para esta difícil y necesaria conversión del deseo, el Espíritu le da dos pedagogos: los pobres y el silencio de la oración. Dos lugares privilegiados para la purificación del deseo. Dos escuelas donde Francisco aprende a descentrar su deseo de sí mismo. Entre los leprosos descubre que el deseo esencial del hombre es amar y ser amado. En el silencio de la oración descubre que su deseo de vivir es un deseo de Dios. Hace la experiencia decisiva de ser « habitado» por el Espíritu que es deseo de Dios en él. De hecho, desde el comienzo de su conversión siente la necesidad, cada vez más frecuente, de retirarse a la soledad de la campaña, de tomar distancias de la agitación mundana y del mundo de los negocios. Peregrino ya de lo absoluto, siente afección particular por una caverna de las cercanías de la ciudad de Asís. Pasa horas en el hueco del roquedal. Poco a poco, en el silencio, se ve invadido por un espíritu nuevo y todavía desconocido que reza a Dios en el secreto de su corazón como a un Padre y retiene su atención sobre Jesucristo. Hace así su aprendizaje del diálogo de la oración. Una oración que está ya marcada, anotémoslo, por el misterio del Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta primera etapa de interiorización será determinante para el resto de su vida evangélica. En el silencio de la oración aprende, en fin, a callarse para escuchar allende el murmullo de las palabras y de sus propios pensamientos. Aprende a no fabricar él mismo cuestiones y respuestas, sino a dejarse cuestionar por el Invisible. El silencio es con frecuencia la mejor colaboración que podemos aportar a Dios. Hacer silencio para respetar la acción de Dios en nosotros, dejarse amar y ser modelado a la medida de su amor creador. Aprende a reemprender el camino de su «corazón», santuario interior donde Dios le precede y le aguarda. ¡Estoy «habitado» por mi Creador! Tal es la primera y decisiva experiencia para osar una vida de oración. San Francisco descubre en la soledad que el diálogo de la oración es posible porque Dios mismo ha tomado la iniciativa y nos da los medios convenientes. «El Espíritu de Dios viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir como se debe, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con aspiraciones secretas que sobrepasan nuestras pobres palabras humanas. Y Dios, que sondea los corazones, sabe bien discernir cuál es en nosotros el deseo del Espíritu» (Rom 8,26-27). Francisco ha encontrado, pues, la clave fundamental de la vida de oración cristiana: el deseo del Espíritu en nosotros. Y san Pablo subraya que este deseo del Espíritu corresponde al proyecto de amor de Dios sobre nosotros. Imposible osar rezar, perseverar en la plegaria, si no estoy convencido de estar «habitado» por el Espíritu que es deseo de Dios. Jamás sería yo un hombre o una mujer de oración si continuara creyendo que la oración es primeramente «mi» actividad. La plegaria es esencialmente una actividad del Espíritu en mí. Y este Espíritu, yo no me lo doy, yo lo acojo como Francisco, con asombro. Yo no soy su fuente, sino el lugar donde brota. Sin duda, el Espíritu utiliza los canales de mis deseos humanos, de mis aspiraciones, pero no se confunde con ellos. Pasa por las fronteras de mi razón, el impulso de mis sentimientos, el envoltorio de mis palabras, pero brota de más allá. Es mayor que mis impresiones siempre frágiles y efímeras. Así, la verdad de mi plegaria no se mide con la riqueza de mi vocabulario, con la coherencia de mi discurso interior, con el grado de mis emociones, sino que está a la medida de la apertura de mi corazón al deseo del Espíritu. La plegaria es un don de Dios: «Si conocieras el don de Dios», dijo Jesús. San Francisco se conciencia en la soledad de que su plegaria es mucho más que un simple fenómeno psicológico. Es ante todo una manifestación del Espíritu en él. ¿Orar no es finalmente, más allá de los «ejercicios de oración», liberar en mí esa fuente que mana del deseo del Espíritu? «El Espíritu se une a nuestro espíritu». [Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26] |
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