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DÍA 20 DE OCTUBRE
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* * * Santa Adelina. Primera abadesa del monasterio de Mortain, que observaba la Regla benedictina con observancias cistercienses, fundado por ella misma con la ayuda de su hermano san Vital, abad de Savigny. Murió en Savigny (Normandía, Francia) el año 1125. San Aderaldo (o Alderaldo). Canónigo y arcediano de Troyes (Francia), que con su palabra y su ejemplo dio lustro a la regla canonical. Introdujo la reforma en los monasterios de la diócesis. Peregrinó a Tierra Santa y cayó prisionero de los turcos, que lo sometieron a todo género de torturas. Pudo, sin embargo, retornar a su patria llevando consigo numerosas reliquias, entre ellas una del Santo Sepulcro, para cuya custodia edificó el monasterio benedictino del Santo Sepulcro en Samblières, cerca de Troyes. Murió hacia el año 1002. San Andrés, llamado «en Crisis» o el «Calibita». Nació en Creta a principios del siglo VIII, y desde joven se entregó a la vida ascética, viviendo en una choza, de donde le vino el nombre de «Calibita». Luego llevó vida monástica, y el año 767 fue a Constantinopla, visitó al emperador Constantino Coprónimo y le reprobó su persecución contra los defensores de las sagradas imágenes, pues no las adoraban sino que las veneraban. El emperador mandó que lo flagelaran y encarcelaran, y finalmente lo entregó a la furia de la plebe, que lo linchó hasta la muerte. Los cristianos sepultaron sus restos en un lugar llamado «Crisis». San Caprasio. Sufrió el martirio en la ciudad de Agen, en Aquitania (Francia), hacia el año 303. San Cornelio, Centurión. Personaje del Nuevo Testamento. Se trata de Cornelio, el centurión romano de la cohorte Itálica, piadoso y temeroso de Dios, que en la ciudad de Cesarea de Palestina fue bautizado por el apóstol san Pedro, como primicia de la Iglesia de los gentiles. El libro de los Hechos de los Apóstoles, en su capítulo 10, narra el acontecimiento. San Sindulfo. Ermitaño que llevó vida solitaria en Aussonce, región de Reims (Francia). Murió en torno al año 600. San Vital de Salzburgo. Era de origen irlandés, discípulo de san Ruperto, compañero suyo en los viajes apostólicos y continuador de sus trabajos y desvelos. Elegido obispo de Salzburgo, sede en la que sucedió a san Ruperto, evangelizó la región de Pinzgau, obteniendo muchas conversiones. Dejó una gran estela de santidad. Murió en Salzburgo (Austria) hacia el año 730. Beato Santiago Kern. Nació en Viena (Austria) el año 1897. Cuando aún estudiaba en el seminario, lo incorporaron al ejército durante la I Guerra Mundial y fue herido gravemente en combate. Después volvió al seminario, pero el año 1920 ingresó en la abadía premonstratense de Geras (Viena), y en 1922 se ordenó de sacerdote. A pesar de la grave y dolorosa enfermedad que sufría, consecuencia de la herida de guerra, se entregó al ministerio pastoral. En mayo de 1923 empeoró su enfermedad, que en todo momento sobrellevó con admirable fortaleza de ánimo, y el 20 de octubre de 1924 murió en Viena. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Cristo resucitado dijo a los apóstoles: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24,44-48). Pensamiento franciscano: De la carta de san Francisco a todos los fieles: «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo, el Espíritu! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (2CtaF 54-56). Orar con la Iglesia: Bajo la acción del Espíritu, dirijamos al Padre nuestras súplicas, por medio de Jesucristo el Señor, que vive siempre e intercede por nosotros. -Para que el Señor Jesús, Salvador del mundo, dé su paz a la Iglesia y la haga testigo fiel y creíble de su resurrección. -Para que los gobernantes busquen ante todo la justicia y la paz, y atiendan especialmente a los más necesitados. -Para que los que buscan la fe, sean iluminados por la luz de Cristo resucitado y por el ejemplo de los hermanos. -Para que Jesús, el Señor, vencedor de la muerte, nos confirme a nosotros en la paz que dio a sus discípulos y en la misión de dar testimonio de su resurrección. Oración: Padre todopoderoso, te suplicamos que acojas benigno las oraciones que te presenta tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén. * * * LOS SALMOS, EL "LIBRO
DE ORACIÓN" Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a él con las palabras que él mismo nos da. Así, al rezar los Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración. Algo análogo sucede cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en él, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres, por último, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos, para crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que también podemos aprender quién es Dios y, aprendiendo cómo hablar con él, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos. A este respecto, es significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Se llama tehillîm, un término hebreo que quiere decir «alabanzas», literalmente «alabad al Señor». Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con su articulación entre alabanza y súplica, es en definitiva un libro de alabanzas, que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre. Esta es la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que también en la desolación, también en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: «En ti está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz». Pero, además de este título general del libro, la tradición judía ha puesto en muchos Salmos títulos específicos, atribuyéndolos, en su gran mayoría, al rey David. Figura de notable talla humana y teológica, David es un personaje complejo, que atravesó las más diversas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó su amor, y esto es característico: siempre buscó a Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de todas sus debilidades, «según el corazón de Dios», es decir, un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque él es una figura mesiánica, ungido del Señor, en el que de algún modo se vislumbra el misterio de Cristo. Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena oró con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más pleno y profundo. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible, que nos revela plenamente el rostro del Padre. El cristiano, por tanto, al rezar los Salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave de interpretación. Así el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas, todo Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza. Queridos hermanos y hermanas, tomemos, por tanto, en nuestras manos este libro santo; dejémonos que Dios nos enseñe a dirigirnos a él; hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe diariamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como los discípulos de Jesús, «Señor, enséñanos a orar», abriendo el corazón a acoger la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo «Padre nuestro». * * * NUESTRO SABER SE COMPENDIA
EN LA PALABRA «AMOR» La doctrina de la Iglesia se resume en una sola palabra: Amor. Por el contrario, la palabra «odio» produce división y ruina, porque corrompe el corazón de los hombres. Si pensamos que el amor no es sino el encuentro con el objeto amado, ¿sería extraño afirmar que ésa es también la única ley que empuja a los hombres y los centra, como los astros que giran alrededor del sol, y como ese sistema planetario que a su vez es atraído por otro superior, y así indefinidamente, hasta encontrar el punto exacto, desconocido aún para nosotros, que el poder de Dios ha establecido como centro del universo? La comparación podrá pensarse que es atrevida; pero no lo sería tanto, si lees detenidamente el libro de los Proverbios, en donde la Sabiduría increada, esplendor de la gloria de Dios, la tersura de su claridad e imagen de su bondad, el Verbo inefable del Padre, fija los contornos de la justicia y de la santidad, establece los límites del universo, adorna el firmamento de maravillosas estrellas, y aprisiona los mares embravecidos. Uno mismo es el origen de las leyes físicas y de las morales: esto nos sugeriría que el lenguaje mudo de la naturaleza es escuela fecunda de formación religiosa. Ésta es también la pedagogía empleada por la Iglesia, y el apóstol Pablo de Tarso -cuya profunda teología debiera ser familiar a todos, muy especialmente entre la juventud- lo expresa con palabras admirables, que servirían incluso de compendio de una vida: Hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta, y el Dios de la paz estará con vosotros. Hagamos nuestras esas palabras. También nuestro dulcísimo Salvador, riqueza nuestra, esperanza nuestra, gozo nuestro, lo reafirma al darnos este mandato: Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial. Y debemos entender que la perfección está en el amor, como maravillosamente escribió el apóstol predilecto de Jesús: Dios es amor. Supliquemos al Señor del amor, que vino a prender fuego por toda la tierra, que encienda también nuestros corazones en su ardor; supliquemos al Espíritu Consolador, amor consustancial del Padre y del Hijo, que nos dé la caridad que nunca se sacia; supliquemos, finalmente, que nuestra alma, rotas las cadenas que la aprisionan en este mundo, se sumerja con angelical dulzura en la posesión del Amor. * * * APRENDER A ORAR Un deseo insaciable de dicha ¡La dicha! Todos la deseamos locamente. ¡Ser dichoso! Es el deseo fundamental del ser humano. Pero ¿qué es la dicha? ¿Es del orden del haber o del orden del ser? Los charlatanes y los mercachifles de las pseudo-dichas están siempre haciendo recetas. En nuestros días nace una secta por mes en el ancho mundo. Hace más de dos milenios, el salmista bíblico escribía ya: «Hay muchos que dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rosto ha huido de nosotros?". Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño? Temblad y no pequéis, reflexionad en el silencio de vuestro lecho» (cf. Salmo 4). En efecto. ¡Cuántos sueños desvanecidos e ilusiones perdidas! ¡Cuántos callejones sin salida en esta ardiente búsqueda de la dicha! Todavía hoy mismo pueden desde luego los medio de propaganda proponer nuevas imágenes de la dicha. Pero no siempre pueden colmar este deseo del hombre moderno. No hacen sino exacerbarlo, incapaces de satisfacerlo auténticamente. Los jóvenes más lúcidos de la nueva generación no sacralizan ya el dios-dinero o el dios-progreso. Han aprendido a desconfiar de las ideologías reductoras. Han captado los límites de la banalización de la sexualidad. Y así, para ellos, encontrar un hombre o una mujer dichosa resulta un acontecimiento que les fascina. ¿Cuál es su secreto? El testimonio de una vida radiante de dicha es siempre más convincente que todos los discursos y todas las teorías. Por eso, yo os propongo descubrir dos seres, cuyas vidas son un himno a la dicha. No tienen recetas-milagro que ofrecernos. Simplemente un itinerario sembrado de tientas, de pruebas, de superaciones, pero también de gozos y de luces. Dos seres vivos, para los que la dicha no es una quimera sino una realidad descubierta, acogida y vivida. No teorizan nada. Viven en su carne y en su corazón una experiencia tan simple y tan fuerte que nos dan ganas de ensayarla en nosotros mismos. Francisco y Clara de Asís. Dos seres sedientos de dicha. Nacidos en una pequeña ciudad de Italia en el siglo XII, con doce años de diferencia, van a trazar, uno y otra, un surco de luz en la historia de Occidente. Un itinerario masculino. Un itinerario femenino. Una búsqueda común. Una complicidad fraternal. El mismo descubrimiento maravillado de una dicha perdurable junto a la que todos los demás bienes palidecen como estrellas a la salida del sol. ¿No desea sor Clara que todos y cada uno «accedan a la dicha eterna», «se alegren y salten de gozo, colmados de alegría espiritual y de inmenso gozo», «posean a perpetuidad la vida feliz?» (cf. 2CtaCl 3.4). Y a cada uno vuelve a decirle: «Jamás cejes. Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino. Recorre la senda de la felicidad, segura, gozosa y expedita y con cautela: de nadie te fíes ni asientas a ninguno que quiera apartarte de tu propósito» (2CtaCl 3). ¿No es acaso la vocación de toda persona una vocación a la dicha? Pero habrá que encontrar primero la dicha para la que hemos sido creados. Por eso, evoca con frecuencia Clara a Aquel «cuya vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4CtaCl 3). Y cuando Francisco entrevió el «tesoro oculto», que su deseo de ser dichoso buscaba, desde hacía tantos años, «tal fue el gozo que sintió... que no cabía dentro de sí de tanta alegría» (1 Cel 7). En una de sus plegarias oímos el eco de ese gozo puro e indescriptible, del gozo de un hombre que ha hallado la dicha que brota de Dios y que Dios descubre a quienes le buscan: «Iluminándolos para
conocer, Si la palabra latina bonum, que figura en el texto original, significa bien, por extensión puede también traducirse por dicha. ¿La dicha del hombre no proviene de poseer o de acoger el bien que más le conviene para ser dichoso? Para Francisco y Clara, Dios es el bien supremo, el único capaz de colmar nuestro deseo de felicidad infinita. Cristo es el Shalom de las promesas mesiánicas. Pax et bonum, «Paz y bien», será su saludo. [Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26. |
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