DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 19 DE OCTUBRE

 

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SAN PEDRO DE ALCÁNTARA. [Murió el 18 de octubre y su memoria se celebra el 19 del mismo mes]. Nació en Alcántara, provincia de Cáceres en España, el año 1499. Después de estudiar en Salamanca filosofía y derecho, ingresó en la Orden franciscana y se ordenó de sacerdote. Ocupó en la Orden diversos cargos. Austero consigo mismo, extremaba su dulzura con los demás. Llevado por el celo de las almas, se dedicó a la predicación con gran fruto. En 1554 obtuvo de la Santa Sede permiso para iniciar una observancia más fiel a la Regla de San Francisco. Se le agregaron otros hermanos, a quienes formó en la vida de penitencia y austeridad, en intensa oración y en la guarda estricta de la pobreza, y así se formó la Reforma Alcantarina, que tantos frutos de santidad daría a la Iglesia. Además, con sus consejos prestó ayuda a santa Teresa de Jesús para la reforma del Carmelo. Escribió obras en que expuso su propia experiencia ascética y contemplativa, fundada sobre todo en la devoción a la pasión de Cristo. Murió en Arenas de San Pedro (Ávila) el 18 de octubre de 1562.- Oración: Señor y Dios nuestro, que hiciste resplandecer a san Pedro de Alcántara por su admirable penitencia y su altísima contemplación, concédenos, por sus méritos, que, caminando en austeridad de vida, alcancemos más fácilmente los bienes del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SAN JUAN DE BRÉBEUF Y COMPAÑEROS, MÁRTIRES DE AMÉRICA DEL NORTE. Entre los años 1642 y 1649, ocho miembros de la Compañía de Jesús, todos ellos franceses, que evangelizaban la parte septentrional de América en los confines de Canadá y Estados Unidos, fueron martirizados de manera atroz por los indígenas hurones e iroqueses. Estos son sus nombres, el lugar de su nacimiento y la fecha de su martirio: Juan de Brébeuf, de Condé, sacerdote, fue martirizado en territorio de los hurones de Canadá el 16 de marzo de 1649; Isaac Jogues, de Orleáns, sacerdote, fue martirizado por los iroqueses en Ossernenon, después de haberlo reducido a esclavitud y haberlo mutilado, el 18 de octubre 1647; Gabriel Lalemant, de París, sacerdote, fue martirizado en territorio de los hurones de Canadá el 17 de marzo de 1649; Antonio Daniel, de Dieppe, sacerdote, fue martirizado por los hurones de Canadá, asaeteado y quemado vivo, el 4 de julio de 1648; Carlos Garnier, de París, sacerdote, fue martirizado en la región canadiense de Ontario, mientras bautizaba, el 7 de diciembre de 1649; Renato Goupil, de Anjou, coadjutor, médico, fue martirizado en Ossernenon, Canadá, el 29 de septiembre de 1642; Juan de La Lande, de Dieppe, coadjutor, fue decapitado en Ossernenon, Canadá, por los iroqueses el 19 de octubre de 1647; Natalio Chavanel, de Mende, sacerdote, fue martirizado por los hurones en la región canadiense de Ontario el 8 de diciembre de 1649. La memoria litúrgica de todos ellos se celebra el 19 de octubre- Oración: Oh Dios, tú quisiste que los comienzos de tu Iglesia en América del Norte fueran santificados con la predicación y la sangre de san Juan y san Isaac y sus compañeros, mártires, haz que, por su intercesión, crezca, de día en día y en todas las partes del mundo, una abundante cosecha de nuevos cristianos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SAN PABLO DE LA CRUZ, fundador de los Pasionistas. [Murió el 18 de octubre y su memoria se celebra el 19 del mismo mes]. Nació en Ovada (Liguria, Italia) el año 1694. De joven fue soldado y ayudó a su padre en su profesión de mercader. Movido por el deseo de perfección, renunció a todo y comenzó a servir a pobres y enfermos, a la vez que se mortificaba con duras penitencias. En 1720 el obispo de Alessandria lo revistió de la túnica negra de los ermitaños, y se retiró a Castellazzo. Ordenado de sacerdote en Roma el año 1727, trabajó con intensidad creciente por la salvación de las almas, fundando casas de su congregación, en la que se conciliaba la vida eremítica con la predicación apostólica. Fue misionero popular, director de almas, propagador de la devoción a la Pasión del Señor. En una sociedad escéptica como la suya, volvió a poner en primer plano el misterio de la Cruz. En 1771 se abrió la primera casa de las religiosas pasionistas. Murió en Roma el 18 de octubre de 1775.- Oración: Concédenos, Señor, que san Pablo de la Cruz, cuyo único amor fue Cristo crucificado, nos alcance tu gracia, para que, estimulados por su ejemplo, nos abracemos con fortaleza a la cruz de cada día. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Aquilino. Contrajo matrimonio y fue soldado a las órdenes del rey Clodoveo II. Se dedicó a las obras de piedad y de caridad, y él y su esposa, de mutuo acuerdo, hicieron voto de castidad. Finalmente fue elegido obispo de Evreux en Francia. Murió hacia el año 690.

San Asterio. Fue mártir en Ostia Tiberina (Lazio, Italia) el año 303.

San Etbino. Monje que llevó vida solitaria en Bretaña (Francia) en el siglo VI.

San Felipe Howard. Hijo del duque de Norfolk, nació en Londres el año 1557, y se educó como protestante. Fue conde de Arundel. Contrajo matrimonio y estuvo viviendo en la corte. Gozó del favor de la reina Isabel I. Llevaba una vida disoluta. Tras años de crisis religiosa, se hizo católico; su mujer lo había hecho antes sin decirle nada. Cuando se disponían a pasar al Continente, fueron descubiertos, y a él lo encarcelaron en la Torre de Londres, donde llevó una vida de gran piedad y mortificación voluntaria. Por su conversión al catolicismo, cayó en desgracia de la Reina. Lo condenaron a muerte, pero la sentencia no se ejecutó y él siguió en la cárcel hasta enfermar y morir el año 1595.

Santa Frideswida. Era de estirpe real y fundó un doble monasterio en Oxford (Inglaterra), uno de monjas y otro de monjes, y ella gobernó los dos como abadesa. Murió hacia el año 735.

San Grato. Fue obispo de Oloron, en los Pirineos franceses (Aquitania), en el siglo VI. La ciudad estaba entonces bajo el dominio del rey arriano Alarico, que permitió sin embargo la celebración del concilio de obispos católicos en Agde el año 506, concilio al que asistió san Grato.

San Joel. Profeta del Antiguo Testamento, uno de los profetas menores. Ejerció el ministerio profético al inicio del siglo V antes de Cristo, seguramente en la ciudad de Jerusalén. Anunció el Día grande del Señor y el misterio de la efusión de su Espíritu sobre toda criatura, lo que Dios tuvo a bien hacer llegar a su pleno cumplimiento en la persona de Cristo el día de Pentecostés.

Santos Lucas Alonso Gorda y Mateo Kohioye. El 19 de octubre de 1633 fueron martirizados en Nagasaki (Japón) estos dos religiosos dominicos, el primero sacerdote y el segundo novicio, el uno español y el otro japonés. Antes de matarlos con el tormento de «horca y hoya», los habían torturado brutalmente para que revelaran el paradero de los otros misioneros. Lucas nació en Carracedo de Vidriales, provincia de Zamora en España, el año 1594. A los 16 años entró en los dominicos, que lo destinaron a las misiones. Se ordenó de sacerdote en México y estuvo ejerciendo el ministerio en las Filipinas hasta que, en 1623, pasó a Japón, donde trabajó con entrega total y en medio de muchos peligros hasta que lo arrestaron en 1633.Mateo nació en Arima (Japón) el año 1615, empezó el noviciado con los dominicos y lo pusieron de auxiliar del P. Lucas, con el que compartió el martirio.

Santos Ptolomeo, Lucio y un compañero. San Justino es quien narra el martirio de estos santos. Ptolomeo, Lucio y otro compañero del que no sabemos el nombre, eran cristianos honestos, y sólo por haber confesado que eran cristianos y haber protestado contra las sentencias injustas que condenaban a los cristianos simplemente por ser tales, fueron condenados a muerte en Roma el año 160, siendo emperador Antonino Pío y prefecto de la Urbe Lolo Urbico.

Santos Sabiniano y Potenciano. En la ciudad de Sens (Francia), conmemoración de los santos Sabiniano y Potenciano, considerados como los dos primeros pastores de esta ciudad, los cuales completaron su confesión de fe con el martirio a principios del siglo IV.

San Varo y seis compañeros. Varo era soldado romano bajo el emperador Maximiano, y visitaba y ayudaba a seis santos ermitaños que estaban encarcelados por su fe en Cristo. Al saber que un séptimo había muerto en el desierto, quiso ocupar su lugar y declaró que era cristiano. Los siete, después de ser cruelmente torturados, alcanzaron la palma del martirio en Egipto el año 307.

San Verano. Fue obispo de Cavaillon, en la Provenza (Francia). Gozó de gran consideración sobre todo por la asistencia a los enfermos. Trabajó en favor de la justicia y la paz, y defendió el celibato sacerdotal. Murió a finales del siglo VI.

Beata Inés de Jesús Galand. Nació en Le Puy-en-Velay (Francia) el año 1602. En 1621 entró en la Orden de Penitencia de Santo Domingo y dos años más tarde vistió el hábito de las monjas dominicas en el monasterio de Langeac, región de Auvernia. Pronto la eligieron maestra de novicias y luego priora. Por una calumnia la destituyeron de priora, pero después la reeligieron. Destacó por su espíritu eclesial, su interés en que se aplicaran en Francia los decretos del Concilio de Trento, su oración por J. J. Olier para que fundara seminarios en Francia y que fundó la Sociedad de San Sulpicio. El secreto de su vida fue el amor ardiente a Jesucristo y la íntima unión con Dios. Murió en 1634.

Beato Jerzy (Jorge) Popieluszko. Nació en Okopy (Polonia) en 1947 de una familia campesina. Entró en el seminario el año 1965, y fue ordenado sacerdote por el cardenal Wyszynsky en 1972. Además del trabajo parroquial, desarrolló su ministerio entre los trabajadores organizando conferencias y encuentros de oración; fue capellán del sindicato Solidaridad. En su predicación conjugaba la verdad del Evangelio con los problemas sociales, sin hacer política. Asistía a los enfermos, pobres y perseguidos por el régimen comunista. Éste lo acusó de subversivo. El 19-X-1984, tres funcionarios del Ministerio del Interior lo detuvieron, lo torturaron y lo asesinaron. Beatificado en 2010.

Beato Tomás Hélye. Nació en Biville (Francia) hacia el año 1200. Fue maestro de escuela, piadoso y honesto. En una peregrinación a Roma decidió abrazar el sacerdocio. Estudió en París y se ordenó el año 1236. Se dedicó a las misiones populares durante muchos años, cosechando frutos abundantes, en las diócesis de Avranches y Coutances. Completaba su actividad apostólica con el ejemplo de una vida austera y virtuosa, pasaba los días en el ejercicio de su ministerio y las noches las dedicaba a la oración y la penitencia. Murió en Biville, cerca de Cherburgo, el año 1257.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

De la carta de san Pablo a los Efesios: «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad con toda el alma para el Señor. Dad siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,19-20).

Pensamiento franciscano:

Dice san Francisco: «Como se mostró el Hijo de Dios a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21).

Orar con la Iglesia:

Dirijamos confiados nuestra oración a Dios Padre, que ha prometido habitar en los corazones de aquellos que, como María, guardan su Palabra.

-Por la Iglesia, peregrina en el mundo: para que medite, como María, las palabras de Dios y conforme su vida al mensaje que anuncia.

-Por los discípulos del Señor: para que aprendamos a valorar la pobreza y la riqueza con la sabiduría de los salmos y del «Magníficat».

-Por los cristianos que viven en la duda y la incertidumbre: para que, a ejemplo de María, se fíen totalmente del Señor y de su palabra.

-Por los que de manera particular están viviendo el misterio del dolor: para que, en comunión con la Virgen Madre, saquen consuelo y esperanza de las fuentes del Salvador.

Oración: Dios Padre, que nos amas, escucha, por la materna intercesión de María, nuestro deseo sincero de vivir como hijos tuyos en la docilidad a tu Espíritu de amor. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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LOS SALMOS, EL "LIBRO DE ORACIÓN"
POR EXCELENCIA (I)

De la catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 22 de junio de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El Salterio se presenta como un «formulario» de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con él. En este libro encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada a su revelación en la historia.

En cuanto oraciones, los Salmos son manifestaciones del espíritu y de la fe, en las que todos nos podemos reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercanía a Dios a la que están llamados todos los hombres. Y toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.

No obstante esta multiplicidad expresiva, se pueden identificar dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, vinculada a la lamentación, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la súplica.

En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y «amante de la vida», dispuesto a ayudar, salvar y perdonar. Así, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo 31: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. (...) Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo». Así pues, ya en la lamentación puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de la intervención divina y después se hace explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad.

De modo análogo, en los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que está en la base de la súplica. Así se confiesa a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el Salmo 86: «Te alabaré de todo corazón, Dios mío; daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo profundo». De ese modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del salmista inspirado- que se convierte también en palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y su función. Los Salmos se dan al creyente precisamente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien los asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a él con las palabras que él mismo nos da. Así, al rezar los Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración.

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LA CONTEMPLACIÓN ES HALLAR
EL AFECTO Y SENTIMIENTO QUE SE BUSCA
Y DISFRUTARLOS EN SILENCIO

San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración (Aviso 8)

Procuremos juntar la meditación con la contemplación, haciendo de la una escalón para subir a la otra; porque la meditación es considerar con estudio y atención las cosas divinas, discurriendo de unas en otras, para mover nuestro corazón a algún afecto y sentimiento de ellas; y la contemplación es haber hallado el afecto y sentimiento que se buscaba, y estar con reposo y silencio gozando de él, con una simple vista de la verdad. Por lo que dice un santo doctor que la meditación discurre con trabajo y con fruto; la contemplación, sin trabajo y con fruto; la una busca, la otra halla; la una rumia el manjar, la otra lo gusta; la una discurre y hace consideraciones, la otra se contenta con una simple vista de las cosas, porque tiene ya el amor y gusto de ellas; finalmente, la una es como medio, la otra como fin; la una como camino y movimiento, y la otra como término de este camino y movimiento.

De aquí se infiere una cosa muy común: que, así como alcanzado el fin, cesan los medios, tomando el puerto cesa la navegación, así cuando el hombre, mediante el trabajo de la meditación, llegare al reposo y gusto de la contemplación, debe por entonces cesar de aquella piadosa y trabajosa inquisición, y gozar de aquel afecto que se le da, ora sea de amor, ora de admiración o de alegría o cosa semejante. Por eso aconseja un doctor que, así como el hombre se siente inflamar por el amor de Dios, debe luego dejar todos estos discursos y pensamientos, por muy altos que parezcan, no porque sean malos, sino porque entonces son impeditivos de otro bien mayor, que no es otra cosa más que cesar el movimiento llegado el término y dejar la meditación por amor de la contemplación. Lo cual se puede hacer al fin de todo el ejercicio, que es después de la petición del amor de Dios, pues, como dice el Sabio, «más vale el fin de la oración que el principio».

Aquiete, pues, la memoria y fíjela en nuestro Señor, considerando que está en su presencia, no especulando entonces cosas particulares de Dios. Conténtese con el conocimiento que de él tiene por la fe y aplique la voluntad y el amor, pues en él está el fruto de toda la meditación. Enciérrese dentro de sí mismo en el centro de su ánima donde está la imagen de Dios, y allí se esté atento a él, como quien escucha al que habla de alguna torre alta, o como que le tuviese dentro de su corazón, y como que en todo lo criado no hubiese otra cosa sino sola ella o sólo él. Y aun de sí misma y de lo que hace se ha de olvidar, porque, como decía uno de los Padres, «aquélla es perfecta oración, donde el que está orando no se acuerda que está orando».

Y no sólo al fin del ejercicio, sino también al medio y en cualquier otra parte que nos tomare este sueño espiritual, debemos hacer esta pausa, y gozar de este beneficio, y volver luego a nuestro trabajo, acabado de digerir y gustar aquel bocado. Mas lo que entonces el ánima siente, lo que goza la luz, y la hartura, y la caridad y paz que recibe, no se puede explicar con palabras, pues aquí está la paz que excede todo sentido y la felicidad que en esta vida se puede alcanzar.

Algunos hay tan tomados del amor de Dios, que, apenas han comenzado a pensar en él, cuando luego la memoria de su dulce nombre les derrite las entrañas: otros, que no sólo en el ejercicio de la oración, sino fuera de él, andan tan absortos y tan empapados en Dios, que de todas las cosas y de sí mismos se olvidan por él: cuando esto el ánima sintiere, o en cualquier parte de la oración que lo sienta, de ninguna manera lo debe desechar, porque, como dice san Agustín, «se ha de dejar la oración vocal cuando alguna vez fuese impedimento de la devoción, y así también se debe dejar la meditación cuando fuese impedimento de la contemplación».

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ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN
SEGÚN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Martin Steiner, OFM

2) Los corazones limpios verán a Dios

En el pensamiento de Francisco, contemplar o ver a Dios y a su Cristo, es actuar la fe a partir de un dato sensible. La contemplación es una mirada de fe sobre los seres y los acontecimientos. Es, ante todo, la mirada de fe proyectada sobre Cristo: en su realidad humana, para «ver y creer... que es el verdadero Hijo de Dios»; en su sacramento, para «ver y creer» que el pan y el vino son «realmente su santísimo cuerpo y sangre».

Esta mirada no es posible más que por obra del Espíritu Santo. Por el Espíritu solamente, el hombre puede ver al Hijo en cuanto igual al Padre, y ver al Padre al contemplar al Hijo, único camino hacia el Padre. En pocas palabras, la contemplación no es otra cosa que la fe viva en ejercicio, gracias a la acción del Espíritu Santo.

Ella puede y debe englobar progresivamente todo lo que constituye nuestra vida: encuentros, acontecimientos pequeños y grandes, nuestras ocupaciones de cada día. Fe viva. Ella es la que nos permite discernir en toda circunstancia a Dios presente y operante, misteriosa pero realmente. Tal vez se desarrolla en la adoración, la alabanza, la gratitud por la obra de Dios en la creación y en la historia de los hombres. ¡Qué grandes y sorprendentes son las maravillas operadas por Dios en el corazón de los hombres, para quien sabe discernirlas!

Pero esta contemplación supone siempre la acción del Espíritu en nosotros. De aquí la recomendación de Francisco heredada del Apóstol: que no apaguemos el Espíritu, que quiere orar en nosotros y conducirnos a entregarnos a Dios, cualquiera que sea nuestra ocupación.

Así se perfila en el horizonte de nuestras vidas la buscada unidad entre acción y contemplación -¡la unidad de nuestra vida!-. Aprendiendo a ver a Dios actuando en todas partes, estaremos en condiciones de corresponder a su acción, mejor dispuestos a abrirnos a ella para dejarle obrar en nosotros.

Sabemos, ciertamente, que la tarea es ardua. Escuchemos otra vez a Francisco que nos habla de las condiciones de una tal contemplación. Siempre habla de ella en relación con un conjunto de elementos: el Espíritu del Señor, que debemos desear por encima de todo; el rechazo de la agitación, que manifiesta una falta de pobreza interior; la voluntad de estar siempre dispuestos al servicio, en los asuntos del Señor; la pureza de corazón; la oración continua; la adoración, etc. Refiriéndose al diálogo de Jesús con la Samaritana, Francisco nos afirma: «Es lo que Él busca por encima de todo».

Transcribimos primero los textos principales.

«En la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de rehuir todos los males que han de venir y de estar en pie ante el Hijo del hombre. Y cuando os pongáis en pie para orar, decid: Padre nuestro que estás en el cielo. Adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y en verdad» (1 R 22,26-31).

«Oh, cuán dichosos y benditos son los que aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios, con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo. Amemos, pues, a Dios y adorémosle con puro corazón y mente pura porque esto es lo que sobre todo desea cuando dice: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque todos los que lo adoran, es preciso que lo adoren en espíritu de verdad. Y dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: Padre nuestro que estás en el cielo, porque es preciso que oremos siempre y no desfallezcamos» (2CtaF 18-21).

«Dichosos los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16).

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, núm. 22 (1979) 117-131]

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