DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 17 DE OCTUBRE

 

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SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Fue el segundo sucesor de san Pedro en el gobierno de la Iglesia de Antioquía (Siria). Condenado a morir devorado por las fieras, fue trasladado a Roma, donde recibió la corona del martirio el año 107, en tiempo del emperador Trajano. Durante su viaje a través de Asia Menor, escribió siete cartas, dirigidas a distintas Iglesias, en las que trata sabia y eruditamente de Cristo, de la constitución de la Iglesia y de la vida cristiana. En Esmirna fue acogido por san Policarpo, y allí escribió cuatro de sus cartas, entre ellas la dirigida a la «Iglesia de Roma, que preside la caridad... y que ha recibido las órdenes de los apóstoles»; y a los romanos les pide que no intervengan para evitar su martirio: «Trigo soy de Cristo -les argumenta-: seré molido por los dientes de las fieras, a fin de llegar a ser pan blanco de Dios». El modelo de vida cristiana que propone está centrado en la imitación de Cristo para unirse a Él, y con Él al Padre.- Oración: Dios todopoderoso y eterno, tú has querido que el testimonio de tus mártires glorificara a toda la Iglesia, cuerpo de Cristo; concédenos que, así como el martirio que ahora conmemoramos fue para san Ignacio de Antioquía causa de gloria eterna, nos merezca también a nosotros tu protección constante. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SANTA MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE. [Murió el 17 de octubre y su memoria se celebra el 16 del mismo mes] Nació el año 1647 cerca de Vésrosvres, diócesis de Autún (Borgoña, Francia). Se educó con las clarisas de Charolles. A los 24 años, venciendo la oposición familiar, ingresó en el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial. Le confiaron, entre otros cargos, el de maestra de novicias. La ayudó grandemente la dirección del beato Claudio de La Colombière. Llevó una vida de constante perfección espiritual y tuvo una serie de revelaciones místicas sobre el amor de Dios, revelado en Jesucristo y simbolizado en su Corazón; el mismo Señor le presentó a Francisco de Asís como Santo modelo y guía de identificación con Él. Desde entonces se esforzó por introducir en la Iglesia, salvando muchas incomprensiones, el culto y devoción al Corazón de Jesús, en particular su fiesta litúrgica y los primeros viernes de mes para reparar las ofensas a Dios. Murió el 17 de octubre de 1690.- Oración: Infunde, Señor, en nuestros corazones el mismo espíritu con que enriqueciste a santa Margarita María de Alacoque, para que lleguemos a un conocimiento profundo del misterio incomparable del amor de Cristo y alcancemos nuestra plenitud según la plenitud total de Dios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

BEATO BALTASAR RAVASCHIERI DE CHIAVARI. Nació en Chiavari (Génova) el año 1419, hijo de los condes de Ravaschieri. Entró de joven en la Orden franciscana y, cursados brillantemente los estudios eclesiásticos, recibió la ordenación sacerdotal. Ocupó cargos de responsabilidad entre los suyos, pero sobre todo se dedicó a la predicación, ministerio en el que hacía mucho bien a toda clase de personas, y al confesonario, al que acudían muchos oyentes de sus sermones. Fue amigo y compañero del beato Bernardino de Feltre. Gran parte de su vida la pasó en un convento solitario, el de Santa María del Campo, cerca de Binasco (Milán), alternando su vida humilde y penitente con el apostolado rural, hasta que la enfermedad de la gota lo fue inmovilizando. Murió en Binasco el 17 de octubre de 1492. Lo beatificó Pío XI en 1930.

BEATO CONTARDO FERRINI. Laico, de la Tercera Orden Franciscana, estudioso y catedrático de derecho romano en las universidades de Pavía, Mesina y Módena, escritor muy notable, de una profunda formación humanística y clásica. Nació en Milán el año 1859. Supo unir a la perfección la sabiduría de los santos y la ciencia humana. Desde su juventud vivió intensamente el compromiso cristiano en la vida ciudadana con espíritu franciscano: finura de espíritu, amor a la poesía y a la naturaleza, desprendimiento, pobreza y práctica de las obras de misericordia. En un contexto político, social, cultural especialmente complejo y adverso, vivió la fe y sus exigencias con sencillez e intensidad ejemplares. Murió en Suna de Verbania (Lago Maggiore) el 17 de octubre de 1902. Lo beatificó Pío XII en 1947, y está sepultado en la capilla de la Universidad Católica de Milán, como modelo de catedrático católico. - Oración: Señor, Dios nuestro, el beato Contardo Ferrini supo armonizar la sabiduría humana con la virtud de la piedad, haz que también nosotros lleguemos a conocerte mejor y a amarte sobre todas las cosas. Por Jesucristo, nuestro Señor Jesucristo. Amén

BEATO PERFECTO CARRASCOSA SANTOS, franciscano. Nació en Villacañas (Toledo) el año 1906, de una familia de labradores, muy religiosos. Profesó en 1922 y fue ordenado sacerdote en 1929. Se sentía plenamente feliz en su vocación y amaba ardientemente a su Orden y a la Iglesia. Su ideal era ser apóstol y misionero. De 1929 a 1935 estuvo destinado en Pastrana como profesor del seminario de filosofía. En octubre de 1935 fue destinado al convento de San Antonio, en Madrid, donde le encontró la guerra civil española de 1936. La comunidad tuvo que abandonar el convento. El P. Perfecto llegó a casa de sus padres a finales de julio. El 14-IX-1936, un miliciano acompañado de hombres armados se lo llevaron a la ermita del Cristo, donde tenían presos a algunos más. Allí los torturaban cruelmente para que blasfemaran, sin conseguirlo. Él confortaba a sus compañeros. El 17-X-1936 fue conducido junto con cinco seglares al cementerio de Tembleque (Toledo), allí animó a los compañeros y les fue dando la absolución, para lo cual pidió ser fusilado el último. Es uno de los Mártires Franciscanos de Castilla beatificados en 2007.

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San Dulcidio. Obispo de Agen en Aquitania (Francia) en el siglo V, que defendió con tenacidad la fe católica contra la herejía arriana.

San Florencio. Fue obispo de Orange, en la Provenza (Francia), y participó en varios concilios. Murió el año 524.

San Isidoro Gagelin. Nació en Montpertreux (Francia) el año 1799. En su juventud entró en el seminario diocesano de Besanzón, pero impulsado por su vocación misionera pasó al Seminario de Misiones Extranjeras de París. Pronto lo enviaron a Vietnam, donde completó sus estudios y recibió la ordenación sacerdotal en 1822. Cuando en 1833 el emperador Minh-Manh empezó a perseguir a los cristianos, los misioneros huyeron a los montes. En un arranque de generosidad, para dar respiro a los cristianos y a los demás misioneros, se presentó a las autoridades. Lo condenaron a muerte y lo estrangularon en Hué (Vietnam) el año 1833.

San Juan. Ermitaño del siglo IV, que vivió en Licópolis, en la Tebaida de Egipto, insigne por sus muchas virtudes y por su espíritu de profecía.

Santos Mártires Volitanos (o Bolitanos). Sufrieron el martirio en África Proconsular (en la actual Túnez), en el siglo III, y san Austín les dedicó un solemne sermón en el aniversario de su muerte.

San Oseas. Profeta del Antiguo Testamento. Vivió en el siglo VIII antes de Cristo y es el primero de los doce profetas menores. Con su propia vida personal y con su predicación mostró al pueblo infiel de Israel cómo, a pesar de su infidelidad, su esposo, el Señor, le permaneció siempre fiel y movido de infinita misericordia.

San Ricardo Gwyn. Nació en Llanidloes (Escocia) el año 1537. Estudió en Oxford y en Cambridge y con posterioridad se hizo católico. Contrajo matrimonio y tuvo seis hijos. Era maestro de escuela. Lo arrestaron porque había convencido a otros a seguir el camino de la conversión al catolicismo. Soportó toda clase de presiones y torturas, pero no consiguieron que abandonara su fe. En la cárcel compuso numerosos poemas religiosos en galés. Lo ahorcaron y aún vivo lo descuartizaron en Wrexham (Gales) el año 1584.

Santos Rufo y Zósimo. San Policarpo, en su carta a los Filipenses, los asoció a san Ignacio de Antioquía en su martirio el año 107. De todos ellos dijo: «Participaron en la pasión del Señor, y no amaron la gloria de este mundo, sino a Aquél que por ellos y por todos los hombres murió y resucitó».

Beato Fidel Fuidio Rodríguez. Nació en Yécora (Álava, España) el año 1880. Ingresó en el noviciado marianista de Vitoria en 1896 y, concluida su formación, comenzó su trayectoria como educador en varios colegios marianistas de España. Era de carácter alegre y expansivo, y se valió de la simpatía como método educativo. En julio de 1936, cuando estalló la guerra civil de España, tuvo que buscar alojamiento fuera de su comunidad de Ciudad Real. En agosto, unos milicianos lo arrestaron porque notaron que llevaba un crucifijo en el pecho. Pasó el tiempo de cárcel preparándose para el martirio y confortando a sus compañeros de prisión. El 17 de octubre de 1936 lo fusilaron en el cementerio de Carrión de Calatrava (Ciudad Real).

Beato Giberto de Citeaux. Nació en Inglaterra a finales del siglo XI y en su juventud se hizo monje en la abadía de Claraval. Su virtud y su saber hicieron que en 1143 lo enviaran de abad al monasterio de Ourscamps. Veinte años después, en 1163, lo llamaron a la abadía madre de Cîteaux como abad. Se puso del lado del papa Alejandro III frente al antipapa Octaviano. En 1166 el capítulo general de su Orden lo envió a Pontigny a tratar con santo Tomás Becket, desterrado de Inglaterra, de la amenaza de Enrique II contra los cistercienses ingleses si lo hospedaban los cistercienses franceses. Estando de viaje, la muerte lo sorprendió en Toulouse el año 1167.

Beatas Natalia de San Luis y 4 compañeras. Se trata de cinco religiosas ursulinas de Valenciennes (Francia). Cuando, llegada la Revolución Francesa, su convento fue suprimido, las monjas se fueron a Mons (Bélgica). Después el ejército austríaco tomó Valencienes, y ellas volvieron a su convento. Pero las tropas francesas recuperaron la ciudad, y en septiembre de 1794 las arrestaron. Las consideraron reas de traición a la República y las condenaron a muerte. Estas ursulinas pasaron la vigilia de su ejecución rezando y cantando en su celda de la prisión. El 17 de octubre de 1794 las guillotinaron en Valenciennes. Estos son sus nombres: Natalia María de San Luis (María Luisa Josefa) Vanot, María Lorenza de San Estanislao (Juana Regina) Prin, María Úrsula de San Bernardino (Jacinta Agustina Gabriela) Bourla, María Luisa de San Francisco (María Genoveva) Ducrez y María Agustina del Sagrado Corazón de Jesús (María Magdalena) Déjardin.

Beato Pedro de la Natividad de María Casani. Nació en Lucca (Italia) el año 1572. A los 22 años ingresó en la Congregación de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios fundada por san Juan Leonardi, y se ordenó de sacerdote en 1600. En 1614 la Santa Sede unió esta Congregación y la de las Escuelas Pías fundada por san José de Calasanz. De los dos fundadores fue Pedro secretario. Cuando después las Congregaciones se separaron, Pedro se quedó con los escolapios. Ejerció cargos de gran responsabilidad y promovió la observancia regular. Como buen escolapio, orientó sus dotes naturales y de gracia a la educación de los niños, contento de servir a Dios en los pequeños. Murió en Roma el año 1647.

Beato Ramón Esteban Bou Pascual. Nació en Polop de la Marina (Alicante, España) el año 1903. Sus padres lo abandonaron al nacer y una familia del pueblo lo adoptó. Ingresó en el seminario diocesano de Valencia y en 1930 recibió la ordenación sacerdotal. Persona muy sencilla, vivía pobremente y era desprendido. En el ministerio parroquial era organizado en la liturgia y en el apostolado. Cuando estalló la guerra civil de España, era cura regente de Planes (Alicante) y tuvo que estar vagando en busca de refugio. Los milicianos detuvieron a familiares suyos con la amenaza de matarlos si no aparecía el sacerdote. Para que no les ocurriera nada malo, se presentó al Comité. El 17 de octubre de 1936 lo mataron con mucha crueldad y trato salvaje en el término de La Nucía (Alicante).

Beato Santiago Burin. Nació en Vermon (Francia) el año 1757. Cursó los estudios eclesiásticos en Le Mans, se ordenó de sacerdote en 1780 y luego ejerció un excelente apostolado en distintas parroquias. Cuando llegó la Revolución Francesa, prestó en un primer momento el juramento constitucional, pero cuando supo que el Papa lo condenaba, se retractó del mismo con notoriedad, por lo que fue desterrado. Se dedicó entonces al apostolado clandestino, vestido de vendedor ambulante, pasando de casa en casa, hasta que, traicionado, fue asesinado a tiro de fusil cuando llevaba consigo el cáliz con que había celebrado la misa. Esto sucedió cerca de Laval (Francia) el año 1794.

Beata Társila Córdoba Belda. Nació en Sollana (Valencia, España) el año 1861. Contrajo matrimonio y tuvo tres hijos. Perdió a su marido tras penosa enfermedad mental, luego a sus tres hijos, y tuvo que continuar ella las tareas de labranza. Entregada a Dios, puso su corazón en los pobres, a los que socorría cuanto podía y para los que pedía limosna. Su vida de piedad se alimentaba en la oración, el Rosario y la Eucaristía. Participaba activamente en la vida parroquial. Tras estallar la persecución religiosa, el Comité de su pueblo ordenó que la detuvieran y encarcelaran. El 17 de octubre de 1936, mientras exhortaba y confortaba a sus compañeros de martirio, la fusilaron en las tapias del cementerio de Algemesí (Valencia).

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

De la carta de san Pablo a los Efesios: «Hermanos, yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz». Un solo cuerpo y un solo Espíritu. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos (cf. Ef 4,1-6).

Pensamiento franciscano:

Dice san Francisco: «Todos los hermanos prediquen con las obras... Por eso, en la caridad que es Dios, suplico a todos mis hermanos... que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,3-6).

Orar con la Iglesia:

Elevemos nuestra oración al Señor Dios, que ha derramado en nuestros corazones los dones del Espíritu Santo.

-Para que acojamos con alegría el don de la caridad y produzcamos los frutos del Espíritu Santo.

-Para que, dóciles a la enseñanza del divino Maestro, vivamos en fidelidad su mandamiento: «Amaos los unos a los otros como ya os he amado».

-Para que los pobres, los humildes, los marginados o abandonados, reciban la atención preferente de la Iglesia y de quienes la formamos.

-Para que nuestra caridad sea paciente y benigna, todo lo excuse, lo crea, lo espere, lo soporte, por amor y con amor.

-Para que los discípulos de Cristo demostremos con nuestras obras que apreciamos de veras sus enseñanzas y ejemplos.

Oración: Señor y Padre nuestro, inflama nuestros corazones con el Espíritu de tu amor, para que amemos a los hermanos como tú nos has amado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA
De la catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 14 de marzo de 2007

Leyendo las Cartas de san Ignacio se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo.

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. En realidad, confluyen en san Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como «mi Dios» o «nuestro Dios».

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por «unirse a Jesucristo». Y explica: «Para mí es mejor morir en Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros... Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios». En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable «realismo» cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta: Jesucristo -escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna- «es realmente del linaje de David», « realmente nació de una virgen», «realmente fue clavado en la cruz por nosotros».

La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define «un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad». Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.

De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. «Conviene -escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso- que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (...) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz».

Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que «nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el obispo», dice a san Policarpo: «Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas».

En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.

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SOY TRIGO DE DIOS, Y HE DE SER MOLIDO
POR LOS DIENTES DE LAS FIERAS

De la Carta de san Ignacio de Antioquía a los Romanos

Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios.

De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.

El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.

No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.

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ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN
SEGÚN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Martin Steiner, OFM

2) El consentimiento a la acción de Dios (y III)

San Francisco, en la línea del Evangelio de san Juan, hace ver que nuestra docilidad activa y enérgica a la acción de Dios, nos hace conformes a la imagen del propio Hijo de Dios y consuma así en nosotros la filiación divina: es hijo del Padre aquel que realiza la obra incesante del Padre. «Sobre todos aquellos y aquellas que obren así y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor (al igual, pues, que sobre su Hijo), y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo» (2CtaF 47-52). Aquí reside el secreto último de nuestra eficacia.

Francisco añade luego que este secreto es mariano también, si se nos permite la expresión. Así como se le concedió a María, por el poder del Espíritu Santo, prolongar, con su aceptación activa, el nacimiento eterno del Verbo en un nacimiento temporal que ha hecho del Verbo de Dios nuestro hermano, del mismo modo nuestro esfuerzo por acoger la acción del Espíritu de Dios y de cooperar con ella, nos da a nosotros, por este mismo poder del Espíritu Santo, prolongar el movimiento de la Encarnación, permitiéndole a Cristo que nazca en el corazón de los hombres. Él edifica el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. «Somos madres -prosigue Francisco-, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor (¡activo!) y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). A partir de aquí se comprende plenamente por qué para un hijo o una hija de san Francisco debe contar una sola cosa: «Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-9).

Para Francisco, el hombre nunca es el actor último de lo que realiza. La tradición franciscana implica ciertamente un «voluntarismo» característico que se origina indudablemente en el modo heroico con que Francisco respondió a las finezas de Dios. Pero se trata precisamente de una respuesta y de una cooperación (recuérdese una vez más la afirmación que acompasa el Testamento: «El Señor me dio... Y el Señor me condujo... Y el Señor me dio...»). Viceversa, el hombre, para Francisco, no es tampoco el actor último del mal. Cuando el hombre obra mal, se deja conducir por el Adversario y se inspira en esos dos satélites del demonio que Francisco llama «el espíritu de la carne» y «el espíritu del mundo» (o también «la prudencia de la carne» y «la prudencia del mundo»). Para Francisco, Satanás es un ser bien vivo y activo. Él está en el origen de la acción que, lejos de coincidir con la obra de Dios, desvía de Dios el corazón del hombre y centra al hombre sobre sí mismo y sus intereses.

En realidad, Satanás lo ciega y se apodera de él. Se trata, pues, de permanecer vigilantes: «Y guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios. Y, acechando en torno, desea apoderarse del corazón del hombre, so pretexto de alguna merced o favor, y ahogar la palabra y los preceptos del Señor borrándolos de la memoria, y quiere cegar, por medio de negocios y cuidados seculares, el corazón del hombre, y habitar en él... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón» (1 R 22,19-20.25). Sabemos, por lo demás, que incluso aquel que obra bien, pero se atribuye a sí mismo su acción, ha cedido ya a las sugestiones del demonio (cf. Adm 2,3-4).

Así pues, para Francisco, que está en la más pura línea joanea, nuestras obras realizan por sí mismas un discernimiento, un «juicio»: ellas manifiestan si estamos en la luz o en las tinieblas, cegados. Prueban de quién somos hijos: del Padre celestial, cuyas obras realizamos, o del demonio. «Todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo (¡observemos este enlace entre Eucaristía y vida de penitencia!); y que ponen por obra vicios y pecados; y que caminan tras la mala concupiscencia y los malos deseos y no guardan lo que prometieron; y que sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen, son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 63-66).

Somos, pues, hijos de nuestras obras. Pero como el origen verdadero de éstas no está en nosotros, nuestra acción manifiesta en realidad de quién somos hijos: del Padre de las Luces, cuya voluntad cumplimos, o del padre de la mentira, que nos engaña para hacernos cumplir sus deseos (Jn 8,44). ¿No nos permitiría la contemplación tener el indispensable discernimiento, que nos estableciese en la luz y nos permitiese evitar que el Adversario nos ciegue para sumergirnos en sus tinieblas? ¿No consistiría efectivamente todo el problema en ver a Dios que obra, para intentar entrar en su acción, con energía y humildad a la vez?

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, núm. 22 (1979) 117-131]

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