DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 16 DE OCTUBRE

 

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SANTA EDUVIGIS. [Murió el 15 de octubre y su memoria se celebra el 16 del mismo mes]. Nació de noble familia en Baviera hacia el año 1174. Era hermana de santa Gertrudis, la madre de santa Isabel de Hungría. Se educó en las benedictinas de Kitzingen y se casó con el príncipe Enrique I de Silesia y de Polonia, futuro duque, del que tuvo siete hijos. Llevó una vida ejemplar de piedad y se dedicó a socorrer a pobres y enfermos, fundando para ellos lugares de asilo. Vio morir a todos sus hijos, excepto una hija, y afrontó tanta tribulación con serenidad y paciencia. Al morir su esposo en 1238, ingresó en el monasterio cisterciense de Trebnitz (Polonia), donde murió el 15 de octubre de 1243. Así resplandeció por su santidad como esposa fiel y solícita, como madre educadora de sus hijos, como duquesa entregada al servicio de los indigentes y, en los últimos años de su vida, como religiosa de vida contemplativa.- Oración: Señor, por intercesión de santa Eduvigis, cuya vida fue para todos un admirable ejemplo de humildad, concédenos siempre los auxilios de tu gracia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SANTA MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE. [Murió el 17 de octubre y su memoria se celebra el 16 del mismo mes] Nació el año 1647 cerca de Vésrosvres, diócesis de Autún (Borgoña, Francia). Se educó con las clarisas de Charolles. A los 24 años, venciendo la oposición familiar, ingresó en el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial. Le confiaron, entre otros cargos, el de maestra de novicias. La ayudó grandemente la dirección del beato Claudio de La Colombière. Llevó una vida de constante perfección espiritual y tuvo una serie de revelaciones místicas sobre el amor de Dios, revelado en Jesucristo y simbolizado en su Corazón; el mismo Señor le presentó a Francisco de Asís como Santo modelo y guía de identificación con Él. Desde entonces se esforzó por introducir en la Iglesia, salvando muchas incomprensiones, el culto y devoción al Corazón de Jesús, en particular su fiesta litúrgica y los primeros viernes de mes para reparar las ofensas a Dios. Murió el 17 de octubre de 1690.- Oración: Infunde, Señor, en nuestros corazones el mismo espíritu con que enriqueciste a santa Margarita María de Alacoque, para que lleguemos a un conocimiento profundo del misterio incomparable del amor de Cristo y alcancemos nuestra plenitud según la plenitud total de Dios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

BEATO ANICETO KOPLINSKI. Nació en Debrzno (Polonia) el año 1875 de padre polaco y madre alemana. A los 18 años vistió el hábito capuchino en la Provincia alemana de Renania-Westfalia, y en 1900 fue ordenado de sacerdote. Atendió pastoralmente a los polacos que vivían en Renania y Westfalia (Alemania) hasta que, en 1918, lo trasladaron a Varsovia, donde fue apóstol de los pobres, en especial los parados y los vagabundos, a los que protegía y para los que pedía limosna. Fue arrestado por la Gestapo el 26 de julio de 1941 por la noche, junto con otros 22 religiosos. No se valió de su ascendencia alemana para salvarse de la muerte. El 4 de septiembre del mismo año fue trasladado al campo de concentración de Auschwitz, donde murió en la cámara de gas el 16 de octubre de 1941. En los interrogatorios declaró: «Soy sacerdote y donde quiera que haya hombres, allí trabajo, sean ellos hebreos o polacos, y más si sufren y son pobres». Es uno de los Mártires de la II Guerra Mundial (1940-43) beatificados por Juan Pablo II en 1999.

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Santos Amando y Juniano. Ermitaños en el territorio de Limoges (Francia) en el siglo VI. Amando llegó a la diócesis de Limoges poco antes del año 490; el obispo lo acogió bajo su protección y le dio facilidades para la vida eremítica. Juniano fue discípulo suyo y, después de la muerte de su maestro, continuó llevando el ideal de vida solitaria durante muchos años.

San Anastasio de Cluny. Nació en Venecia (Italia) a principios del siglo XI de familia acomodada y recibió una buena formación. Ya adulto ingresó en el monasterio benedictino de Mont-Saint-Michel (Francia); cuando el abad fue acusado de simonía, marchó a vivir como ermitaño a una isla de las costas de Normandía. San Hugo, abad del monasterio de Cluny, consiguió que fuera a vivir entre sus monjes. Hacia el año 1073, el papa Gregorio VII lo envió a España para que tratara de la sustitución del rito mozárabe por el romano. Después alternó la vida monástica con la eremítica. Murió en Pamiers, en los Pirineos franceses, el año 1085.

San Bertrán. Nació de familia noble hacia el año 1050. Los suyos lo hubieran querido militar, pero él prefirió la carrera eclesiástica. Se ordenó de sacerdote y obtuvo por sus méritos una canonjía en la catedral de Toulouse (Francia). En 1075 fue elegido obispo de Comminges, en los Pirineos franceses. Siguiendo las indicaciones del papa san Gregorio VII, trabajó incansable para la reforma de la Iglesia, restauró su ciudad que estaba en ruinas por la incuria del tiempo, reconstruyó por completo la iglesia catedral, en la que instituyó una comunidad de Canónigos regulares según la Regla de San Agustín. Practicó de manera continuada la visita pastoral a su diócesis. Murió el año 1123.

Santa Bonita. Virgen que vivió en Brioude, cerca de Clermont-Ferrand (Francia), entre el silo IX y el siglo XI.

San Elifio. Según la tradición, sufrió el martirio en la región de Toul (Francia), en el siglo IV.

San Galo. Nació en Irlanda a mediados del siglo VI y, aún adolescente, fue recibido por san Columbano en el monasterio de Bangor (Irlanda). Cuando Columbano marchó al Continente a evangelizar, lo llevó consigo en un grupo de discípulos. Por iniciativa de su maestro, Galo se ordenó de sacerdote. Estuvieron viviendo en Luxeuil (Francia), y cuando Columbano marchó a Italia, Galo se quedó en Bregenz (Austria), junto al lago de Constanza, donde llevó vida eremítica. Murió junto a Arbon (Suiza) hacia el año 645. Propagó el Evangelio en todas las regiones en que estuvo, y enseñó a sus hermanos la observancia de la Regla monástica. Sobre su tumba se levantó una iglesia y con el tiempo crecieron allí cerca la abadía y la ciudad de St. Gallen.

San Gauderico. Fue un seglar, campesino de oficio, que vivió en el territorio de Mirepoix, diócesis de Carcasona (Francia), y que dejó fama de santidad en el humilde cumplimiento de su trabajo manual. Destacó por su devoción a la Madre de Dios. Murió hacia el año 900.

San Gerardo Majella. Nació de familia humilde en Muro Lucano (Italia) el año 1726. Pronto tuvo que trabajar, cuando falleció su padre, para el sustento de su familia. Tenía poca salud y pocos estudios. No consiguió entrar en los capuchinos, en los que estaba un tío suyo. Tras repetidas peticiones, lo admitieron los Redentoristas, recién fundados, y en ellos hizo la profesión religiosa como hermano coadjutor en 1752. Murió en el convento de Materdomini, provincia de Avellino, tres años después, en 1755. En el convento ejerció los oficios domésticos: sastre, sacristán, enfermero, ecónomo. Soportó con paciencia una grave calumnia. Encargado de recolectar dinero y víveres, edificó a todos con su humildad, bondad, caridad con los más pobres.

San Longinos. Personaje del Nuevo Testamento. El evangelista san Juan, hablando de la muerte de Jesús en la cruz, dice: «Fueron los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,32-34). A este soldado romano, que atravesó el costado del Señor, es a quien se conmemora en esta fecha con el nombre de san Longinos.

San Lulo de Maguncia. Nació en el condado de Essex (Inglaterra) hacia el año 710. Abrazó la vida monástica en su juventud y se convirtió en compañero y colaborador de san Bonifacio cuando éste emprendió la misión de evangelizar en el Continente. El año 752 Bonifacio consagró obispo a Lulo, y dos años después le asignó la sede de Maguncia (Alemania). Cuando Bonifacio fue martirizado, Lulo trasladó su cuerpo a Fulda. Fue un pastor excelente, puso gran empeño en la formación del clero y en la promoción de la vida monástica, atendió con asiduidad la predicación al pueblo. Murió el año 786 en el monasterio de Hersfeld (Alemania), fundado por él.

Santos Martiriano, Saturiano y compañeros. Martiniano y Saturiano eran hermanos y, al igual que otros dos hermanos suyos, eran esclavos de un señor vándalo; todos ellos se convirtieron al cristianismo por obra de Máxima, que también era esclava del mismo amo. Durante la persecución llevada a cabo en África por los vándalos bajo el rey arriano Genserico, los cuatro varones, por su constancia en la fe católica, fueron apaleados con varas nudosas hasta dejar al descubierto sus huesos; curaron y fueron desterrados a Mauritania; y allí, por convertir a algunos a la fe de Cristo, fueron condenados a muerte. Santa Máxima, después de superar muchas pruebas, obtuvo la libertad, ingresó en un monasterio, la eligieron abadesa y murió como madre de muchas vírgenes. Sucedió en el siglo V.

San Mummolino. Fue primero monje y ayudó entonces a san Audomaro en la tarea evangelizadora. Más tarde sucedió a san Eligio como obispo de Noyon (Francia). Murió el año 686.

San Vital. Llevó vida de ermitaño en la región de Retz, cerca de Nantes (Francia), en el siglo VIII.

Beato Agustín Thevarparampil. Nació en Ramapuran (Kerala, India) el año 1891 en el seno de una familia de rito siro-malabar. Estudió en varios seminarios y se ordenó de sacerdote en 1921 para la diócesis de Palai (Kerala). Estuvo seis años de vicario parroquial, hasta que una enfermedad lo obligó a volver a su casa. En la convalecencia descubrió la que sería su misión: consagrarse a la promoción humana y cristiana de los «intocables», es decir, de los marginados de la sociedad, que vivían en condiciones de extrema pobreza. Y a ese apostolado se dedicó con perseverancia y superando dificultades, siempre en comunión con su párroco y su obispo. Murió en su pueblo natal en 1973 y fue beatificado el año 2006.

Beato Gerardo de Claraval. Nació en Lombardía y se hizo monje en el monasterio cisterciense de Claraval, de donde pasó al de Fossanova como abad del mismo. Después fue elegido abad de Claraval, cabeza de la congregación cisterciense. Cuando giraba visita al monasterio de Igny, en territorio de Reims, lo apuñaló un monje indisciplinado al que había llamado al orden. Murió el 16 de octubre de 1177.

Beato Jesús Villaverde Andrés, dominico. Nació en San Miguel de Dueñas (León) en 1877, profesó en 1895 y recibió el presbiterado en 1903. Su vida sacerdotal estuvo marcada por un continuo movimiento y actividad como profesor y como superior en Filipinas, España y Estados Unidos. Además, era un gran predicador. En la persecución religiosa desatada en España, cuando fue asaltado el convento del Rosario de Madrid, formaba parte de su comunidad. Se refugió en casa de familiares, donde oraba mucho, consolaba a la familia y les infundía confianza en Dios. Lo detuvieron el 15-X-1936, lo llevaron a la checa de Fomento de Madrid y lo ejecutaron al día siguiente, 16-X-1936.

Beato José Jankowski. Nació en la región de Pomerania (Polonia) el año 1910. A los 19 años ingresó en la Sociedad del Apostolado Católico (Palotinos) y se ordenó de sacerdote en 1936. Lo dedicaron a la tarea catequética en Oltarzew y sus alrededores. En 1941 lo nombraron maestro de novicios, y aquel mismo año lo arrestaron los nazis. Lo internaron en el campo de concentración de Oswiecim/Auschwitz, cerca de Cracovia, y allí lo asesinaron los guardias del campo el 16 de octubre de 1941.

Beato Luis Daniel Viñuela. Nació en Navatejera (León) en 1910. Hecho el noviciado en Tuy, emitió sus primeros votos en 1927. Lo enviaron al colegio San José de la calle Fuencarral de Madrid en 1929. Siempre demostró un especial amor a la llamada de Dios y luchó con entereza por ser fiel a ella, frente a sus padres que reiteradamente quisieron llevárselo a casa. Al estallar la persecución religiosa en julio de 1936, se refugió en una pensión madrileña. En un registro, los milicianos le encontraron un rosario y lo golpearon con rabia, dejándolo medio muerto. Días después, el 16 de octubre de 1936, lo detuvieron y lo asesinaron en el término de Madrid. Beatificado el 13-X-2013.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Jesús tomó la palabra y dijo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Pensamiento franciscano:

Plegaria de san Francisco: «Que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman» (1 R 23,10-11).

Orar con la Iglesia:

Elevemos nuestra oración a Dios Padre llenos de amor y de confianza, pues el Espíritu nos hace conscientes de que somos hijos suyos.

-Por la santa Iglesia de Dios: para que tanto los pastores como los fieles, guiados por el Espíritu Santo, sigamos a Cristo, pobre y humilde.

-Por la paz en el mundo: para que, como fieles seguidores de Jesús, colaboremos en la construcción de un mundo más solidario y fraterno.

-Por todos los hombres, especialmente los más pobres y abandonados: para que alcancen una vida digna y participen de los bienes que Dios ha creado.

-Por los seguidores y admiradores de san Francisco de Asís: para que el amor a Jesucristo nos haga dignos testigos y verdaderos servidores del Evangelio.

Oración: Escucha, Dios misericordioso, las súplicas que hoy te presentamos contando con la ayuda de tu Espíritu y la intercesión de tu siervo Francisco. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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EL DON DEL ESPÍRITU SANTO
Benedicto XVI, "Regina caeli" del 12 de junio de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Pentecostés concluye el tiempo litúrgico de Pascua. En efecto, el Misterio pascual -la pasión, muerte y resurrección de Cristo y su ascensión al Cielo- encuentra su cumplimiento en la poderosa efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos junto con María, la Madre del Señor, y los demás discípulos. Fue el «bautismo» de la Iglesia, bautismo en el Espíritu Santo (cf. Hch 1,5). Como narran los Hechos de los Apóstoles, en la mañana de la fiesta de Pentecostés, un estruendo como de viento llenó el Cenáculo, y sobre cada uno de los discípulos se posaron lenguas como de fuego (cf. Hch 2,2-3).

San Gregorio Magno comenta: «Hoy el Espíritu Santo descendió con sonido repentino sobre los discípulos y cambió las mentes de seres carnales dentro de su amor, y mientras aparecían en el exterior lenguas de fuego, en el interior los corazones se volvieron llameantes, pues, acogiendo a Dios en la visión del fuego, ardieron suavemente de amor». La voz de Dios diviniza el lenguaje humano de los Apóstoles, los cuales se volvieron capaces de proclamar de modo «polifónico» el único Verbo divino. El soplo del Espíritu Santo llena el universo, genera la fe, arrastra a la verdad, prepara la unidad entre los pueblos. «Al oírse este ruido acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua» de las «maravillas de Dios» (Hch 2,6.11).

El beato Antonio Rosmini explica que «en el día del Pentecostés de los cristianos Dios promulgó... su ley de caridad, escribiéndola por medio del Espíritu Santo no sobre tablas de piedra, sino en el corazón de los Apóstoles, y comunicándola después a toda la Iglesia por medio de los Apóstoles». El Espíritu Santo, «Señor y dador de vida» -como rezamos en el Credo-, está unido al Padre por el Hijo y completa la revelación de la Santísima Trinidad. Proviene de Dios como soplo de su boca y tiene el poder de santificar, abolir las divisiones y disolver la confusión debida al pecado. Incorpóreo e inmaterial, otorga los bienes divinos, sostiene a los seres vivos, para que actúen en conformidad con el bien. Como Luz inteligible da significado a la oración, da vigor a la misión evangelizadora, hace arder los corazones de quienes escuchan el alegre mensaje, inspira el arte cristiano y la melodía litúrgica.

Queridos amigos, el Espíritu Santo, que crea en nosotros la fe en el momento de nuestro Bautismo, nos permite vivir como hijos de Dios, conscientes y convencidos, según la imagen del Hijo Unigénito. También el poder de perdonar los pecados es don del Espíritu Santo; de hecho, al aparecerse a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló su aliento sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,23).

A la Virgen María, templo del Espíritu Santo, encomendamos la Iglesia, para que viva siempre de Jesucristo, de su Palabra, de sus mandamientos, y bajo la acción perenne del Espíritu Paráclito anuncie a todos que «¡Jesús es Señor!» (1 Cor 12,3).

[Después del «Regina caeli»] Que el Espíritu Santo inspire valientes propósitos de paz y sostenga el compromiso de llevarlos a cabo, para que el diálogo prevalezca sobre las armas y el respeto de la dignidad del hombre supere los intereses de parte. El Espíritu, que es vínculo de comunión, convierta los corazones desviados por el egoísmo y ayude a toda la familia humana a redescubrir y custodiar con vigilancia su unidad fundamental.

Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, en la que la liturgia revive el inicio de la misión apostólica a todos los pueblos. Invito a todos a perseverar junto con María, Madre de la Iglesia, en ferviente oración y a poner al servicio de toda la humanidad los diversos dones y carismas que el Espíritu Santo nos ha concedido, para continuar así anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo.

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DEBEMOS CONOCER EL AMOR DE CRISTO,
QUE EXCEDE TODO CONOCIMIENTO

De las cartas de santa Margarita María de Alacoque

Pienso que aquel gran deseo de nuestro Señor de que su sagrado Corazón sea honrado con un culto especial tiende a que se renueven en nuestras almas los efectos de la redención. El sagrado Corazón, en efecto, es una fuente inagotable, que no desea otra cosa que derramarse en el corazón de los humildes, para que estén libres y dispuestos a gastar la propia vida según su beneplácito.

De este divino Corazón manan sin cesar tres arroyos: el primero es el de la misericordia para con los pecadores, sobre los cuales vierte el espíritu de contrición y de penitencia; el segundo es el de la caridad, en provecho de todos los aquejados por cualquier necesidad y, principalmente, de los que aspiran a la perfección, para que encuentren la ayuda necesaria para superar sus dificultades; del tercer arroyo manan el amor y la luz para sus amigos ya perfectos, a los que quiere unir consigo para comunicarles su sabiduría y sus preceptos, a fin de que ellos a su vez, cada cual a su manera, se entreguen totalmente a promover su gloria.

Este Corazón divino es un abismo de todos los bienes, en el que todos los pobres necesitan sumergir sus indigencias: es un abismo de gozo, en el que hay que sumergir todas nuestras tristezas, es un abismo de humildad contra nuestra ineptitud, es un abismo de misericordia para los desdichados y es un abismo de amor, en el que debe ser sumergida toda nuestra indigencia.

Conviene, pues, que os unáis al Corazón de nuestro Señor Jesucristo en el comienzo de la conversión, para alcanzar la disponibilidad necesaria y, al fin de la misma, para que la llevéis a término. ¿No aprovecháis en la oración? Bastará con que ofrezcáis a Dios las plegarias que el Salvador profiere en lugar nuestro en el sacramento del altar, ofreciendo su fervor en reparación de vuestra tibieza; y cuando os dispongáis a hacer alguna cosa, orad así: «Dios mío, hago o sufro tal cosa en el Corazón de tu Hijo y según sus santos designios, y os lo ofrezco en reparación de todo lo malo o imperfecto que hay en mis obras». Y así en todas las circunstancias de la vida. Y, siempre que os suceda algo penoso, aflictivo, injurioso, decíos a vosotros mismos: «Acepta lo que te manda el sagrado Corazón de Jesucristo para unirte a sí».

Por encima de todo, conservad la paz del corazón, que es el mayor tesoro. Para conservarla, nada ayuda tanto como el renunciar a la propia voluntad y poner la voluntad del Corazón divino en lugar de la nuestra, de manera que sea ella la que haga en lugar nuestro todo lo que contribuye a su gloria, y nosotros, llenos de gozo, nos sometamos a él y confiemos en él totalmente.

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ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN
SEGÚN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Martin Steiner, OFM

2) El consentimiento a la acción de Dios (II)

Convencidos de deberlo todo a la acción del Espíritu en nosotros, deberíamos tomar una conciencia más viva de nuestra propia incapacidad nativa para el bien: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12).

Por tanto, es Dios quien actúa en el hombre para la construcción de su Reino. De aquí se deducen algunas consecuencias prácticas. Dios ha querido, evidentemente, bajo un cierto punto de vista, que nosotros seamos irreemplazables. «¡Dios necesita de los hombres!». Si nosotros no dejamos actuar al Espíritu Santo correspondiendo activamente a su obra en nosotros y por nosotros, no sólo somos inútiles, sino perjudiciales; ocupamos el sitio de otro, quien realizaría la obra de Dios en el puesto que Él a nosotros nos ha confiado, en la responsabilidad que Él nos ha conferido. Sin embargo, bajo otro punto de vista: «Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10; 1 R 11,3).

Dios, en su libertad soberana, conserva efectivamente toda la iniciativa en la edificación de su Reino. Es, pues, libre de escoger al obrero que le plazca. Nos ha escogido porque, en su amor, ha querido confiar en nosotros. Hubiera podido escoger a cualquier otro, que hubiera realizado mejor su obra. A nosotros nos toca regocijarnos de toda avanzada del Reino -lo único que cuenta-, estemos nosotros o no en puestos avanzados: «Dichoso aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro» (Adm 17,1). Tener envidia de aquel que parece encargado de responsabilidades más interesantes o cuya acción parece más eficaz, es, en esta perspectiva, una verdadera blasfemia: «Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3).

El que conserva esta conciencia de la primacía de la acción de Dios, adquiere también, por lo mismo, un cierto desapego respecto a la eficacia inmediata. Dios lleva el juego según su plan y según su propio beneplácito. Resuena en la memoria la Admonición 28 de san Francisco: más que intentar exhibirnos y poner de manifiesto todo lo que el Señor nos da para nosotros y para los demás -difícilmente escaparíamos al peligro de querer ser los protagonistas-, conviene dejar al Altísimo el cuidado de manifestar a los demás Sus propias obras en nosotros. Porque el hombre que de veras quiere prestarse a la acción de Dios, entrar en el designio de Dios, se preocupa de la verdad interior de la acción; así como, por el contrario, una vida centrada sobre sí mismo busca más las apariencias que la autenticidad profunda; de este modo, corre siempre el riesgo de caer en la palabrería: «El espíritu de la carne (=quien está centrado sobre sí mismo) quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12).

La acción es, por tanto, un don de Dios al que hay que dar un consentimiento profundo. Así, pues, en la raíz de la acción hay primero, en este sentido, una pasividad, como en el «Fiat» de María en la Anunciación. Debo dejarme conducir, reaccionar ante la acción de Dios, cooperar con ella: «Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito», dice San Pablo (Flp 2,13). Además, todo lo que manifiesta por lo que se ve una exigencia de Dios: la Palabra de Dios, las necesidades de mis hermanos a los que debo estar atento, el servicio que los otros esperan, las órdenes de los superiores, las circunstancias, incluso desfavorables (esas bestias y fieras a las que san Francisco nos quiere sumisos: SalVir 13)..., todo eso me revela en realidad la acción de Dios a la que debo asentir. Es el sentido de una vida en obediencia. Evidentemente, yo no lo puedo por mis propias fuerzas. Aquí interviene la oración: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, miserables, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada...» (CtaO 50).

Esta perspectiva aporta una nueva iluminación a la doctrina de la Admonición 5 de san Francisco: no podemos gloriarnos de ninguna superioridad de la ciencia, ni de nuestros distintos dones, ni de nuestra acción, aunque tuviera una eficacia casi milagrosa, sino solamente de nuestras flaquezas, «de llevar a cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo». Al igual que para Aquél que es el Hijo y que compartió nuestra flaqueza en una obediencia hasta la muerte, nuestra tentativa de obrar en perfecta coincidencia con la acción de Dios, le permite a Dios, paradójicamente, sacar partido de nuestras limitaciones (¡las ha previsto!), aun cuando esta tentativa sea para nosotros necesariamente crucificante.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, núm. 22 (1979) 117-131]

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