DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 11 DE OCTUBRE

 

.

SAN JUAN XXIII , papa de 1958 a 1963. Angelo Giuseppe Roncalli nació en Soto il Monte (Bérgamo) el año 1881 en el seno de una modesta familia campesina. A los 11 años entró en el seminario diocesano y después fue alumno del Pontificio Seminario Romano. Recibió la ordenación sacerdotal en 1904. Fue secretario de su obispo G. M. Tedeschi hasta que, en 1921, inició su servicio a la Santa Sede en las Obras Pontificias de la Propagación de la Fe. Después el Papa lo nombró representante de la Santa Sede en Bulgaria, en Turquía y Grecia, en 1944 Nuncio Apostólico en Francia y en 1953 Patriarca de Venecia. El año 1958, a la muerte de Pío XII, fue elegido Papa. Durante su pontificado convocó el Sínodo Romano, instituyó la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico y, sobre todo, convocó el Concilio Vaticano II. Hombre sencillo y amigo de todos, que cautivó por la bondad de su corazón, el «Papa bueno», trató de infundir en todos la caridad cristiana y de promover la paz entre los pueblos. Profesó una gran devoción a san Francisco de Asís y fue terciario franciscano. Murió el 3 de junio de 1963 y fue canonizado el 27-IV-2014. Su memoria se celebra el 11 de octubre, aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.- Oración: Dios Todopoderoso y eterno, que en el beato Juan XXIII, papa, has hecho resplandecer para todo el mundo el ejemplo de un buen pastor, concédenos, por su intercesión, difundir con alegría la plenitud de la caridad cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SANTA MARÍA SOLEDAD TORRES ACOSTA. Nació en Madrid el año 1826 en el seno de una familia humilde y piadosa, y desde su juventud demostró gran solicitud hacia los enfermos pobres, a los que atendía con total abnegación. Cuando en 1851 el párroco de Chamberí, Miguel Martínez, se propuso fundar un instituto de religiosas dedicadas a la asistencia de los enfermos en su domicilio, Soledad fue la pieza clave de dicho instituto, que se llamó: Congregación de Siervas de María, Ministras de los Enfermos. Antes de marchar a la misión de Fernando Poo, el fundador la nombró superiora general, cargo en el que se consagró a la consolidación del instituto y a la formación de sus hermanas. Animadas por ella, sus religiosas dieron ejemplos heroicos de caridad en varias epidemias. En medio de muchas contrariedades e incomprensiones, vio cómo el nuevo carisma crecía en la Iglesia y se multiplican las vocaciones. En Roma la recibió el papa León XIII. Murió en Madrid el 11 de octubre de 1887.- Oración: Señor, tú que concediste a santa Soledad Torres Acosta la gracia de servirte con amor generoso en los enfermos que visitaba, concédenos tu luz y tu gracia para descubrir tu presencia en los que sufren y merecer tu compañía en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

* * *

San Alejandro Sauli. Nació en Milán de familia noble el año 1534. A los 17 años ingresó en la Congregación de Clérigos Regulares de San Pablo (Barnabitas), en la que recibió una excelente formación. Se ordenó de sacerdote en 1556 y se dedicó a la catequesis y la predicación. Fue decano de la Facultad de Teología de Pavía. Siendo aún joven, lo eligieron superior general de su Orden, a la que procuró guiar en su espíritu original de liturgia y apostolado sacerdotal. Tuvo gran amistad con san Carlos Borromeo. En 1570, san Pío V lo nombró obispo de Aleria (Córcega), donde renovó la vida cristiana y atendió con esmero a los pobres. Gregorio XIV lo trasladó en 1591 a la sede de Pavía, y mientras hacía la visita pastoral a su diócesis, murió en Calosso de Asti el año 1592.

San Atanasio. Fue discípulo de san Máximo el Confesor y con él compartió los esfuerzos, trabajos y penalidades por el mantenimiento de la verdadera fe. Cuando el año 662 san Máximo fue juzgado en Constantinopla, torturado y condenado al destierro, Atanasio lo acompañó en todo. Murió exiliado en el Cáucaso, en las costas orientales del mar Negro, el año 666, mientras pronunciaba en la celebración de la santa sinaxis: «Lo santo para los santos».

San Bruno de Colonia. Nació hacia el año 924, hijo de la reina santa Matilde y de Enrique I, y hermano del emperador Otón I. Orientado a la carrera eclesiástica, estudió en Utrecht. Siendo aún adolescente, su hermano Otón lo puso de canciller del reino. El año 953 fue elegido arzobispo de Colonia, y se entregó a la tarea de reformar su diócesis y restablecer la disciplina eclesiástica. Tuvo que intervenir muchas veces en asuntos públicos e incluso asumir durante algún tiempo el gobierno de Lotaringia, en todo lo cual se mostró amante de la justicia y de la paz, a la vez que magnánimo con todos. Cuando volvía de Francia, de poner paz entre Lotario III y Hugo Capeto, murió en Reims el año 965.

San Cánico (Cainnech o Kenneth). Fundó muchos monasterios en la región de Ossory (Irlanda), y murió hacia el año 600 siendo abad del de Achad-Bó (hoy Aghaboe), uno de los que había fundado.

San Felipe diácono. Personaje del Nuevo Testamento, al que el libro de los Hechos de los Apóstoles se refiere en varios pasajes (Hch 6,5; 8,5-13; 8,26-29; 8,40; 21,8-14). Fue uno de los siete diáconos elegidos por los apóstoles. Convirtió a los samaritanos a la fe en Cristo, bautizó al eunuco de Candace, reina de los etíopes, evangelizó todas las ciudades por las que pasaba hasta llegar a Cesarea, donde, según la tradición, descansó en el Señor.

San Fermín de Uzès. Discípulo de san Cesáreo de Arlés, fue obispo de Uzès, región de Languedoc-Rosellón (Francia), y enseñó a su pueblo el camino de la verdad. Murió el año 553.

San Gaudencio (o Razdim). Nació el año 970 en Libice (Bohemia) de familia señorial, y era hermano de san Adalberto obispo de Praga. Pensaba ir a Tierra Santa, pero en Roma, adonde había acompañado a su hermano, ingresó en el monasterio benedictino de San Alejo, y allí recibió la ordenación sacerdotal. También se asoció a su hermano en la tarea misionera junto al Báltico. Presenció su martirio y estuvo después encarcelado. El año 999 fue consagrado obispo de Gniezno (Polonia) y gobernó santamente su diócesis hasta su muerte acaecida el 11 de octubre de un año entre 1012 y 1019.

San Gummaro. Era soldado, vivió en la corte de Pipino el Breve y lo acompañó a la guerra. Al regreso llevó una vida muy piadosa, retirado a la soledad. Se construyó con sus bienes un oratorio en Lierre (Bélgica), donde fue enterrado cuando murió el año 775.

San Meinardo. Nació en Alemania en torno al año 1135. Había ingresado en un convento de Canónigos Regulares Lateranenses de Segeberg (Holstein), y ya metido en años decidió irse a evangelizar a los pueblos letones. Desembarcó en el golfo de Riga y estuvo predicando a los paganos. Construyó la primera iglesia de Üxkül, fue ordenado obispo de Letonia y puso los cimientos de la fe cristiana en aquella región. Murió en Riga el año 1196.

Santos Nicasio, Quirino, Escubículo y Piencia. Fueron martirizados en la región de Vexin (Normandía, Francia) en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana.

San Pedro Le Tuy. Nació en Vietnam hacia el año 1770. Estudió en el seminario de Vinh-Tri y se ordenó de sacerdote. Estuvo ejerciendo su ministerio en varias parroquias con mucho celo y edificación de los fieles. Cuando estaba administrando los sacramentos a un enfermo, fue delatado y arrestado. Lo llevaron a Hanoi y lo recluyeron en la cárcel cargado con la canga. Podía salvar la vida si disimulaba su condición de presbítero, pero él, ante el juez, no quiso ocultar su ministerio sacerdotal. El rey Minh Mang firmó su sentencia de muerte por ser sacerdote, y fue decapitado en Hanoi el año 1833.

San Santino. Según la tradición fue el primero en predicar el Evangelio en Verdun (Francia) y su primer obispo, en el siglo IV.

San Sármata. Fue discípulo de san Antonio y abad en la Tebaida de Egipto. Murió mártir el año 357.

Santos Taraco, Probo y Andrónico. Por confesar la fe cristiana fueron martirizados en Anazarbo de Cilicia (Turquía) el año 304, en la persecución del emperador Diocleciano.

Beato Ángel Ramos Velázquez. Nació en Sevilla el año 1876. Estuvo con los salesianos de Sarriá, y en 1897 hizo su profesión en la Sociedad Salesiana. Era alegre, piadoso, sacrificado, humilde y muy trabajador. Tenía grandes cualidades para las bellas artes, que ejercitó con piedad y como apostolado, y también para las tablas, siendo un buen actor y maestro de escena. Cuando en 1936, al principio de la guerra civil española, tuvo que dejar su convento, busco refugio en Barcelona, pero un mozalbete, que había sido expulsado del colegio de Sarriá por su mala conducta, lo delató a los milicianos de la FAI. Él perdonó a su delator. Se lo llevaron y lo asesinaron en Barcelona el 11 de octubre de 1936.

Beato Santiago Griesinger de Ulm. Nació en Ulm (Alemania) el año 1407 de familia acomodada y recibió una buena educación aunque no estudios. A los 25 peregrinó a Roma. Marchó luego a Nápoles y se enroló en el ejército de Alfonso V el Magnánimo. Después estuvo en Capua como mayordomo de un magistrado. Siempre fue un hombre noble y honesto. Camino de su patria, vistió el hábito dominico en Bolonia. Su vida religiosa fue de total entrega al Señor, quien le concedió carismas místicos. Tenía cualidades artísticas y decoró las vidrieras de la iglesia. Murió en Bolonia el año 1491.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Dijo Jesús a los fariseos: «Yo soy el Buen Pastor, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,14-16).

Pensamiento franciscano:

Dice san Buenaventura: «Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella -movido por el Espíritu- a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: "¡Francisco, ve y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!"» (LM 2,1).

Orar con la Iglesia:

Oremos a Dios, nuestro Padre, que en Cristo, el Buen Pastor, nos manifiesta su amor a todos los hombres.

-Por el papa, los obispos y todos los que han recibido alguna misión pastoral en la Iglesia: para que sean imagen fiel e inteligible de Cristo, el Buen Pastor.

-Por la unidad de todos los cristianos en el único redil de Cristo: para que haya un solo rebaño y un solo Pastor.

-Por los gobernantes: para que sirvan a sus pueblos con generosa dedicación, fomentando la justicia y la libertad, la solidaridad y la paz.

-Por todos los cristianos: para que nos sintamos responsables de la solicitud pastoral de la Iglesia.

Oración: Escucha, Señor, la oración de quienes conocemos y seguimos a Cristo, nuestro único Pastor, y haz que le permanezcamos siempre fieles. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Discurso de S. S. Benedicto XVI
con ocasión del 50 aniversario de la elección
a la cátedra de Pedro del beato Juan XXIII (28-X-2008)

Me alegra poder compartir con vosotros este homenaje al beato Juan XXIII, mi amado predecesor, en el aniversario de su elección a la Cátedra de Pedro.

Fue un preludio y una profecía de la experiencia de paternidad que Dios nos ofrecería abundantemente a través de las palabras, los gestos y el servicio eclesial del Papa Bueno. La gracia de Dios estaba preparando una estación comprometedora y prometedora para la Iglesia y para la sociedad, y encontró en la docilidad al Espíritu Santo, que caracterizó toda la vida de Juan XXIII, la tierra buena para hacer germinar la concordia, la esperanza, la unidad y la paz, para el bien de toda la humanidad. El Papa Juan XXIII presentó la fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia, madre y maestra, como garantía de fecundo testimonio cristiano en el mundo. Así, en las fuertes contraposiciones de su tiempo, el Papa Juan XXIII fue hombre y pastor de paz, que supo abrir en Oriente y en Occidente horizontes inesperados de fraternidad entre los cristianos y de diálogo con todos. El siervo de Dios Juan Pablo II lo proclamó beato, reconociendo que las huellas de su santidad de padre y de pastor seguían resplandeciendo ante toda la familia humana.

Un don verdaderamente especial que Dios regaló a la Iglesia con Juan XXIII fue el Concilio ecuménico Vaticano II, que él decidió, preparó e inició. Todos estamos comprometidos en acoger de manera adecuada ese don, meditando en sus enseñanzas y traduciendo en la vida sus indicaciones prácticas.

Recientemente, os habéis comprometido en el Sínodo diocesano, dedicado a la parroquia: en él habéis acudido de nuevo al manantial conciliar para sacar la luz y el calor necesarios para hacer que la parroquia vuelva a ser una articulación viva y dinámica de la comunidad diocesana. En la parroquia se aprende a vivir concretamente la propia fe. Esto permite mantener viva la rica tradición del pasado y proponer nuevamente los valores en un ambiente social secularizado, que con frecuencia resulta hostil o indiferente.

Precisamente, pensando en situaciones de este tipo, el Papa Juan XXIII dijo en la encíclica Pacem in terris: los creyentes han de ser «como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios» (n. 164). Este fue el programa de vida del gran Pontífice, y puede convertirse en el ideal de todo creyente y de toda comunidad cristiana que sepa encontrar, en la celebración eucarística, la fuente del amor gratuito, fiel y misericordioso del Crucificado resucitado.

Permitidme aludir en particular a la familia, sujeto central de la vida eclesial, seno de educación en la fe y célula insustituible de la vida social. En este sentido, el futuro Papa Juan XXIII escribía en una carta a sus familiares: «La educación que deja huellas más profundas es siempre la de la casa. Yo he olvidado mucho de lo que he leído en los libros, pero recuerdo muy bien todo lo que aprendí de mis padres y de los ancianos» (20-XII-1932). En la familia se aprende de modo especial a vivir en la cotidianidad el mandamiento cristiano fundamental del amor. Precisamente por esto la Iglesia atribuye tanta importancia a la familia, que tiene la misión de manifestar por doquier, por medio de sus hijos, «la grandeza de la caridad cristiana, pues no hay nada más adecuado para extirpar las semillas de discordia, no hay nada más eficaz para favorecer la concordia, la justa paz y la unión fraterna de todos» (Gaudet Mater Ecclesia, 33).

Para concluir, quiero referirme de nuevo a la parroquia. Vosotros conocéis la solicitud del Papa Juan XXIII por este organismo tan importante en la vida eclesial. Con mucha confianza el Papa Roncalli encomendaba a la parroquia, familia de familias, la tarea de alimentar entre los fieles los sentimientos de comunión y fraternidad. La parroquia, plasmada por la Eucaristía, podrá convertirse -así lo creía él- en levadura de sana inquietud en el generalizado consumismo e individualismo de nuestro tiempo, despertando la solidaridad y abriendo en la fe la mirada del corazón para reconocer al Padre, que es amor gratuito, deseoso de compartir con sus hijos su misma alegría.

* * *

EL BUEN PASTOR OFRECE LA VIDA POR SUS OVEJAS
Del «Diario del Alma» del beato Juan XXIII

Es interesante que la Providencia me haya conducido allí donde mi vocación sacerdotal tomó los primeros impulsos, es decir, el servicio pastoral. Ahora me encuentro del todo entregado al ministerio de las almas. En verdad, siempre he pensado que para un eclesiástico la así llamada diplomacia debe estar imbuida de espíritu pastoral; de lo contrario, no sirve para nada y convierte en ridícula una misión tan santa. Ahora estoy puesto al frente de los verdaderos intereses de las almas y de la Iglesia en relación con aquello que constituye su verdadera finalidad, que es la de salvar las almas y guiarlas al cielo. Esto me basta y doy por ello gracias al Señor. Lo dije aquí en Venecia, en San Marcos, el mismo día de mi toma de posesión. No deseo ni pienso en otra cosa que en vivir y morir por las almas que me han sido confiadas. El buen pastor ofrece la vida por sus ovejas... He venido para que tengan vida y la tengan abundante.

Comienzo mi ministerio directo [como Patriarca de Venecia] a una edad -setenta y dos años- con la que otros lo terminan. Me encuentro, por tanto, en el umbral de la eternidad. Jesús mío, primer pastor y obispo de nuestras almas, pongo en tus manos y junto a tu corazón el misterio de mi vida y de mi muerte. Por una parte tiemblo al acercarse la hora extrema; pero por otra, confío y la miro con paz día tras día. Me siento en la condición de san Luis Gonzaga. Continuar mis ocupaciones esforzándome por adquirir la perfección, pero pensando más y más en la divina providencia.

Para los pocos años que me resten de vida, quiero ser un pastor santo, en el pleno sentido del término, como el beato Pío X, mi antecesor, como el venerado cardenal Ferrari, como mi querido monseñor Radini Tedeschi, como si todavía me quedasen muchos años de vida. «Que el Señor así me ayude». En estos días estoy leyendo a san Gregorio y a san Bernardo, ambos preocupados por la vida interior y por la pastoral que no deben sufrir merma, y por el cuidado de las cosas materiales. Mi jornada debe ser siempre plena de oración; la oración es mi respiración. Me propongo recitar cada día el Rosario entero de los quince misterios, procurando de esta manera encomendar al Señor y a la Virgen -si me es posible en la capilla y ante el Santísimo Sacramento- las necesidades más grandes de mis hijos de Venecia y de la Diócesis: clero, jóvenes seminaristas, vírgenes consagradas, autoridades públicas y pobres pecadores.

Tengo aquí dos temas dolorosos, en medio de tanto esplendor y de dignidad eclesiástica y de respeto, como cardenal y patriarca: la escasez de rentas y el gran número de pobres y de solicitaciones de puestos de trabajo y de subsidios. Por lo que respecta a las rentas tan exiguas, eso no me ha impedido mejorar en algo las condiciones materiales para mí y también para el servicio de mis sucesores. Quiero, no obstante, bendecir al Señor por esta pobreza un poco humillante y con frecuencia incómoda. Así me ofrece la oportunidad de asemejarme más a Jesús pobre y a san Francisco, seguro como estoy de que no moriré de hambre. Oh bienaventurada pobreza que me asegura una bendición mucho más grande en todos mis quehaceres y sobre todo en mi ministerio pastoral.

* * *

ESTUVE ENFERMO Y ME VISITASTEIS
De la homilía de S. S. Pablo VI
en la canonización de santa Soledad Torres Acosta (25-I-1970)

María Soledad es una fundadora. La fundadora de una familia religiosa muy numerosa y difundida. Optima y próvida familia. De este modo, María Soledad se inserta en ese grupo de mujeres santas e intrépidas que en el siglo pasado hicieron brotar en la Iglesia ríos de santidad y laboriosidad; procesiones interminables de vírgenes consagradas al único y sumo amor de Cristo, y mirando todas ellas al servicio inteligente, incansable, desinteresado del prójimo.

Por esto, contaremos a las Siervas de los enfermos en el heroico ejército de las religiosas consagradas a la caridad corporal y espiritual; pero no debemos olvidar un rasgo específico, propio del genio cristiano de María Soledad, el de la forma característica de su caridad; es decir, la asistencia prestada a los enfermos en su domicilio familiar, forma ésta que ninguno, así nos parece, había ideado de manera sistemática antes de ella; y que nadie antes de ella había creído posible confiar a religiosas pertenecientes a institutos canónicamente organizados.

La fórmula existía, desde el mensaje evangélico, sencilla, lapidaria, digna de los labios del divino Maestro: Estuve enfermo, y me visitasteis, dice Cristo, místicamente personificado en la humanidad doliente.

He aquí el descubrimiento de un campo nuevo para el ejercicio de la caridad; he aquí el programa de almas totalmente consagradas a la visita del prójimo que sufre.

* * *

EL CRUCIFIJO GOZOSO DE SAN DAMIÁN (y II)
por Sor María Mandelli, OSC

De una imagen dinámica como el Crucifijo de San Damián sólo podían provenir palabras dinámicas: «¡Francisco, anda y repara...!». Dos verbos de acción, de movimiento, de vida. ¡Un cadáver no anda ni repara! Dos imperativos concretos y esenciales, semejantes al gesto con que el director de orquesta da inicio a la ejecución del concierto.

El Crucifijo parece decir a Francisco: «Después de los largos meses de búsqueda y espera, en los que te has preparado con la oración y la victoria sobre ti (beso al leproso), ahora te mando: ¡Anda! ¡Emprende la marcha que te hará seguir mis huellas a través de los caminos del mundo y te introducirá un día en la misma gloria que el Padre me ha dado a mí!».

En su Testamento, Clara refiere que Francisco reparó la iglesita de San Damián, «en la que -añade- había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo...». Para Clara, el encuentro con el Crucifijo de San Damián es el momento del consuelo divino.

Francisco seguirá a Jesús hasta la estigmatización, pero ésta no será la etapa final, sino sólo la penúltima. La meta definitiva es la gloria, la alegría, la danza eterna, tal como las intuyó, entrevió y contempló en la imagen que en San Damián lo había interpelado y llamado por su propio nombre a él, el rey de la juventud de Asís. ¡Desde ese momento Francisco sabe a qué gloria se le destina, a qué alegría le llaman, a qué danza le invitan! Y no sólo a él. Cristo le manda que invite a esta cita final a todos los hombres, a todas las criaturas. Los gemidos, los dolores, la misma muerte son pasos para llegar a la fiesta eterna.

Visto desde este ángulo, también el Cántico de las criaturas parece un prólogo a ese acto final de la historia en el que Dios será «todo en todos» para eterna alabanza de su gloria.

El «¡ anda!» que le dirige el Crucifijo a Francisco no tendrá pausa, y al envío seguirá la itinerancia. Pero un día le asalta a Francisco la duda y no sabe si debe continuar predicando o, más bien, dedicarse a la contemplación. Pide consejo a Clara, y ésta recoge de labios del Crucifijo de San Damián la respuesta que debe transmitirle a Francisco y que no podía ser otra que la recibida aquella primera vez: «¡Francisco, anda...!». Y el Santo reemprende la marcha, recomienza su tarea de Heraldo del Gran Rey, anunciando a todos la Buena Noticia.

A Clara, por su parte, el Crucifijo se le convierte en su propio espejo, y enseña a sus hijas y hermanas, próximas o lejanas, cómo se vive la unión con el Esposo: «Alégrate también tú siempre en el Señor, carísima, y no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura, ¡oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas! Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad. Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores... Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor... a Aquel -te digo- Hijo del Altísimo...» (3CtaCl).

Es una nítida invitación a la alegría, incluida esa alegría eterna que no tendrá fin y hacia la cual caminamos.

El Crucifijo de San Damián es una escuela de alegría que nos revela la pedagogía de Dios. No se trata de eliminar la Cruz, que está de hecho bien representada en el Crucifijo, al igual que las llagas de las manos y los pies de Jesús, sino de desvelar la meta a la que conduce la sequela Christi, el seguimiento de Cristo. Esto es algo que Francisco y Clara no olvidaron nunca y que enseñaron con su ejemplo, su palaba y sus escritos.

«Tanto es el bien que espero que el dolor me es placentero» (Ll I).

Así gustaba decir Francisco. Es como un eco de las palabras del salmista: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares». Un poeta francés ha escrito que «el dolor es una almendra amarga que se arroja a la vera del camino; al volver a pasar por el mismo camino, se encuentra un almendro en flor» (Claudel); dice también: «La paz, quien la conoce lo sabe, la componen a partes iguales la alegría y el dolor».

El poeta y compositor Olivier Messiaen termina su famosa opera sobre san Francisco con estas palabras:

«Del dolor
de la debilidad
de la ignominia
resurge la fuerza
resurge la gloria
resurge la alegría».

Es, resumida, la esencia del mensaje del Crucifijo de San Damián.

[Cf. http://www.franciscanos.org/enciclopedia/mandelli.html]

.