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| DÍA 9 DE OCTUBRE
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* * * San Abrahán, patriarca del Antiguo Testamento y padre de los creyentes. Vivió unos dos mil años antes de Cristo. El Martirologio Romano lo presenta en la fecha de hoy con estas palabras: «Conmemoración de san Abrahán, patriarca y padre de todos los creyentes, que, llamado por Dios, salió de su tierra, Ur de los Caldeos, y peregrinó por la tierra que Dios le había prometido a él y a sus descendientes. Manifestó luego toda su fe en Dios cuando, esperando contra toda esperanza, estuvo dispuesto a ofrecer en sacrificio al hijo unigénito, Isaac, que el Señor le había dado, ya anciano, de su esposa Sara estéril». Abrahán es una de las más grandes figuras bíblicas, modelo y padre de los creyentes, a quien apelan las tres grandes religiones monoteístas: el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, como a su antepasado común. San Bernardo de Rodez. Fue abad del monasterio de Canónigos regulares de Montsalvy (Francia). Murió el año 1110. Santos Diodoro, Diomedes y Dídimo. Sufrieron el martirio en Laodicea de Siria, en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana. San Diosdado (o Deusdedit) de Montecasino. Era un monje del monasterio de Montecasino (Lazio, Italia) que por sus virtudes y cualidades fue elegido abad del mismo. Se enfrentó con Sicardo, duque de Benevento, porque éste se empeñó en apropiarse bienes del monasterio, lo que no consintió el santo abad. Entonces el duque lo depuso y lo encerró en una cárcel, en la que lo dejó languidecer de hambre y miseria hasta que murió el 9 de octubre del año 834. San Donnino. Nació en Città di Castello, en la región de Umbría (Italia), y llevó una vida eremítica de rigurosa penitencia y de oración. Murió el año 610. San Donnino de Fidenza. Fue martirizado en la actual Fidenza, provincia de Parma (Italia), en el siglo IV. San Gisleno. Según parece nació en Grecia a principios del siglo VII, estudió en Atenas y luego se hizo monje de san Basilio. Marchó a Roma, y el papa lo envió a Bélgica con dos compañeros. Observó durante años vida eremítica y luego se estableció en la región de Hainault (Bélgica). Llevó a la vida monástica a muchas damas nobles y santas. Murió hacia el año 680. San Guntero. Era hijo de una familia noble de Turingia y nació hacia el año 955. Se dedicó a la vida militar y su comportamiento no le llevaba hacia la santidad. Ya bien adulto se convirtió al Señor e hizo un viaje a Roma de carácter penitencial. Dejó sus bienes a un monasterio y estuvo alternando la vida eremítica y la monástica. Fundó varios monasterios. Su prima la reina Gisela, esposa de san Esteban de Hungría, lo llamó para que desarrollara su labor misionera en su reino, y lo hizo en Bohemia y Hungría. Aprovechó su amistad con varios monarcas para fomentar la paz y la justicia. Pasó sus últimos años retirado en la soledad de Brevnov (Bohemia), donde murió el año 1045. Santa Publia de Antioquía. Era una dama cristiana antioquena que contrajo matrimonio, tuvo un hijo y quedó viuda. El hijo se ordenó de sacerdote y ella ingresó en un monasterio, del que la eligieron abadesa. Se opuso a la política paganizante de Juliano el Apóstata. El emperador estuvo una larga temporada en Antioquía y, cuando pasaba cerca del monasterio, Publia y sus monjas cantaban el salmo 108: «Los dioses de los gentiles son oro y plata», y el salmo 67: «Sean semejantes a los ídolos los que los fabrican». Juliano se dio por aludido y ordenó que la abofeteasen y maltratasen con aspereza. Murió años más tarde dentro del siglo IV. San Sabino. Según la tradición nació en Barcelona y marchó a la Galia, donde trabajó como preceptor y luego entró en un monasterio, pasando más tarde a la vida eremítica. Vivió en el siglo V y murió en Bigorre (Altos Pirineos, Francia).
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: «Los días del hombre duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza, y ya no existe, su terreno no volverá a verla. Pero la misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre, para aquellos que le temen; su justicia pasa de hijos a nietos: para los que guardan la alianza y recitan y cumplen sus mandatos. ¡Bendice, alma mía, al Señor!» (Salmo 102,15-18.22). Pensamiento franciscano: «Dijo el Señor a Adán: Come de todo árbol, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas... -Y comenta san Francisco- Come del árbol de la ciencia del bien, aquel que se apropia para sí su voluntad y se enaltece del bien que el Señor dice y obra en él» (Adm 2). Orar con la Iglesia: Oremos a Dios Padre que, en Jesucristo, su Hijo, nos ha amado hasta el extremo. -Por la Iglesia, cuerpo de Cristo: para que guarde la unidad en la caridad que quiso para ella Jesucristo, y así el mundo crea. -Por todos los que ejercen algún ministerio en la iglesia: para que su vida sea siempre, a imagen de Cristo, servicio y entrega a sus hermanos. -Por los que tienen autoridad y responsabilidad en la vida pública: para que sirvan a sus pueblos promoviendo la justicia y la paz. -Por los que participamos en la Cena del Señor: para que vivamos la urgencia del mandamiento nuevo de amar a todos como Él nos ha amado. Oración: Señor, Padre nuestro, que has amado tanto al mundo que entregaste a tu Hijo a la muerte por nosotros, escucha nuestras súplicas y haz que su sacrificio fructifique en nuestros corazones. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * SAN JUAN
LEONARDI Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en la provincia de Lucca. Era el menor de siete hermanos; su adolescencia se caracterizó por los ritmos de fe que se vivían en un núcleo familiar sano y laborioso, así como por la asidua asistencia a un establecimiento de aromas y medicamentos de su pueblo natal. A los 17 años su padre lo inscribió en un curso regular de especiería en Lucca, para que llegara a ser farmacéutico, más aún, un especiero, como se decía entonces. Durante cerca de una década el joven Juan Leonardi fue un alumno atento y diligente, pero, cuando según las normas previstas en la antigua República de Lucca, adquirió el reconocimiento oficial que le autorizaría a abrir su propia especiería, comenzó a pensar que tal vez había llegado el momento de llevar a cabo un proyecto que desde siempre albergaba en su corazón. Tras una madura reflexión decidió encaminarse al sacerdocio. Y así, dejando la tienda de especiería y habiendo adquirido una formación teológica adecuada, fue ordenado sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera misa. Con todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, pues percibía que la mediación profesional de farmacéutico le permitiría realizar plenamente su vocación de transmitir a los hombres, a través de una vida santa, «la medicina de Dios», que es Jesucristo crucificado y resucitado, «medida de todas las cosas». Animado por la convicción de que todos los seres humanos tienen más necesidad de esa medicina que de cualquier otra cosa, san Juan Leonardi procuró hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental de su existencia. «Es necesario recomenzar desde Cristo», amaba repetir con mucha frecuencia. El primado de Cristo sobre todo se convirtió para él en el criterio concreto de juicio y de acción, y en el principio generador de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras estaba en marcha un movimiento grande y extenso de renovación espiritual en la Iglesia, gracias al florecimiento de nuevos institutos religiosos y al testimonio luminoso de santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de Calasanz, Camilo de Lellis y Luis Gonzaga. Se dedicó con entusiasmo al apostolado entre los adolescentes mediante la Compañía de la doctrina cristiana, reuniendo a su alrededor a un grupo de jóvenes con los cuales, el 1 de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes reformados de María Santísima, que sucesivamente tomó el nombre de Orden de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. Recomendaba a sus discípulos que tuvieran «ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado» y, como buen farmacéutico acostumbrado a dosificar los preparados gracias a una referencia precisa, añadía: «Alzad un poco más vuestros corazones a Dios y medid según él las cosas». Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605 envió al Papa Pablo V, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios de una auténtica renovación en la Iglesia. Observando que es «necesario que quienes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen especialmente, y en primer lugar, la gloria de Dios», añadía que deben resplandecer «por la integridad de vida y la excelencia de costumbres; así, más que obligar, atraerán dulcemente a la reforma». Afirmaba, además, que «quien quiere realizar una seria reforma religiosa y moral debe hacer ante todo, como un buen médico, un diagnóstico atento de los males que atormentan a la Iglesia para tener así la capacidad de prescribir para cada uno de ellos el remedio más apropiado». E indicaba que «la renovación de la Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y en los subordinados, en lo alto y en lo bajo. Debe comenzar por quien manda y extenderse a los súbditos». Por ello, mientras pedía al Papa que promoviera una «reforma universal de la Iglesia», se preocupaba de la formación cristiana del pueblo y especialmente de los niños, a quienes hay que educar «desde los primeros años... en la pureza de la fe cristiana y en las santas costumbres». Queridos hermanos y hermanas, la luminosa figura de este santo invita en primer lugar a los sacerdotes, y a todos los cristianos, a tender constantemente a la «medida elevada de la vida cristiana» que es la santidad, naturalmente cada uno según su estado. De hecho sólo de la fidelidad a Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial. * * * SÉ UN TESTIGO FIEL Y
VALEROSO Como hay muchas clases de persecución, así también hay muchas clases de martirio. Cada día eres testigo de Cristo. Te tienta el espíritu de fornicación, pero, movido por el temor del futuro juicio de Cristo, conservas incontaminada la castidad de la mente y del cuerpo: eres mártir de Cristo. Te tienta el espíritu de avaricia y te impele a apoderarte de los bienes del más débil o a violar los derechos de una viuda indefensa, mas, por la contemplación de los preceptos celestiales, juzgas preferible dar ayuda que inferir injuria: eres testigo de Cristo. Tales son los testigos que quiere Cristo, según está escrito: Defended al huérfano, proteged a la viuda; entonces, venid, y litigaremos -dice el Señor-. Te tienta el espíritu de soberbia, pero, viendo al pobre y al desvalido, te compadeces de ellos, prefiriendo la humildad a la arrogancia: eres testigo de Cristo. Has dado el testimonio no sólo de tus palabras, sino de tus obras, que es lo que más cuenta. ¿Cuál es el testigo más fidedigno sino el que confiesa a Jesucristo venido en carne, y guarda los preceptos evangélicos? Porque el que escucha pero no pone por obra niega a Cristo; aunque lo confiese de palabra, lo niega con sus obras. Muchos serán los que dirán: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Y a éstos les responderá el Señor en aquel día: Alejaos de mí, malvados. El verdadero testigo es el que con sus obras sale fiador de los preceptos del Señor Jesús. ¡Cuántos son los que practican cada día este martirio oculto y confiesan al Señor Jesús! También el Apóstol sabe de este martirio y de este testimonio fiel de Cristo, pues dice: Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia. ¡Cuántos hay que niegan por dentro lo que confiesan por fuera! No os fiéis -dice la Escritura- de cualquier espíritu, sino que por sus frutos conoceréis de cuáles debéis fiaros. Por tanto, en las persecuciones interiores, sé fiel y valeroso, para que seas aprobado en aquellas persecuciones exteriores. También en las persecuciones interiores hay reyes y gobernantes, jueces terribles por su poder. Tienes un ejemplo de ello en la tentación que sufrió el Señor. Y en otro lugar leemos: Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal. Ya ves, oh hombre, cuáles son los reyes y gobernantes de pecado ante los cuales has de comparecer, si dejas que la culpa reine en ti. Cuantos sean los pecados y vicios, tantos son los reyes ante los cuales somos llevados y comparecemos. También estos reyes tienen establecido su tribunal en la mente de muchos. Pero el que confiesa a Cristo hace, al momento, que aquel rey se convierta en cautivo y lo arroja del trono de su mente. En efecto, ¿cómo podrá permanecer el tribunal del demonio en aquel en quien se levanta el tribunal de Cristo? * * * SAN FRANCISCO DE
ASÍS San Francisco y la Iglesia No queremos terminar esta Carta sin recordar la peculiar fidelidad de este Santo hacia la Iglesia y los vínculos de veneración y amistad que, como hijo, lo unieron a los Romanos Pontífices de su tiempo. Persuadido de que quien no «recoge» con la Iglesia, «desparrama», este hombre de Dios, desde los comienzos, se preocupó de que su obra fuera confirmada y protegida por la aprobación y apoyo de la «Santa Iglesia Romana». Esta intención la expresó así en su Regla: «Para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4). Su primer biógrafo afirma de él: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse. Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62). La Iglesia correspondió a la confianza depositada en ella por el Pobre de Cristo no sólo aprobando su Regla, sino también rindiéndole un peculiar honor y benevolencia. De este amor de Francisco a la Iglesia, ya hablamos en el citado mensaje de inicio del año jubilar del Santo, diciendo, entre otras cosas: «El carisma y la misión profética del hermano Francisco fueron los de mostrar concretamente que el Evangelio está confiado a la Iglesia y que debe ser vivido y encarnado primaria y ejemplarmente en la Iglesia y con el asentimiento y el apoyo de la Iglesia misma». Las circunstancias de la vida que atraviesa ahora la Iglesia parecen aconsejar que se investigue con mayor diligencia de qué forma san Francisco tomaba parte activa en los asuntos eclesiales. Aquellos eran tiempos importantes y peculiares, en ellos se realizaba un gran esfuerzo en la renovación litúrgica y moral de la misma Iglesia; este esfuerzo llegó a su culmen con la celebración, el año 1215, del Concilio IV de Letrán. Aunque no consta con certeza que Francisco asistiese a las sesiones de aquel Concilio universal, no cabe duda de que comprendió bien los nobles proyectos y decretos del Concilio y que tanto él como la Orden por él fundada trabajaron en la realización de la reforma promovida por el Concilio. Sin duda, a los cánones de dicho Concilio y a la Carta de Honorio III, corresponde manifiestamente aquella piadosa campaña, referente a la Eucaristía, que realizó el Santo de Asís para que las iglesias, los sagrarios y los vasos sagrados fueran tenidos en mayor decoro y, sobre todo, para que aumentara de nuevo el amor hacia el Cuerpo santísimo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Francisco acogió también el proyecto de renovación de la penitencia, que el papa Inocencio III propuso en la alocución inaugural del Concilio IV de Letrán. En aquella alocución, el Sumo Pontífice, nuestro preclaro antecesor, exhortó a todos los fieles cristianos, especialmente a los clérigos, a la renovación espiritual, a la conversión a Dios y a la reforma de las costumbres; y utilizando las palabras proféticas del capítulo 9 de Ezequiel, afirmó que la tau (la última letra del alfabeto hebreo, que tiene forma de cruz) era el signo de aquellos que «han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gál 5,24), de aquellos que lloran y se duelen de que los hombres abandonen a Dios: «Lleva este signo en la frente quien manifiesta en las obras la fuerza de la cruz». San Francisco recogió de la boca del Romano Pontífice y se aplicó a sí mismo la exhortación de realizar la purificación y renovación de la Iglesia. También desde aquel día -como se ha dicho- tuvo especial veneración por el signo tau: lo escribía con su propia mano al pie de sus breves cartas -como el pequeño pergamino dado al hermano León-, lo grabó en las celdas de los hermanos, lo encomendó en sus exhortaciones, «como si -según dice san Buenaventura- todo su cuidado se cifrara en grabar el signo tau, según el dicho profético, sobre las frentes de los hombres que gimen y se duelen, convertidos de verdad a Cristo Jesús» (Lm 3,9). Estas y otras cosas muestran que Francisco se propuso que su obra sirviera humildemente a los proyectos de renovación espiritual comenzados por la jerarquía. Para realizarla, él aportó su santidad, ayuda ésta que no podía ser sustituida por nada. Con su total entrega a la obediencia del Espíritu, lo que le hacía semejante a Cristo crucificado, se hizo instrumento por el que el Espíritu mismo pudiera renovar internamente a la Iglesia, para hacerla «santa e inmaculada». Este hombre de Dios, movido por «inspiración divina» -como él mismo solía afirmar-, es decir, impulsado por el fervor del Espíritu Santo, realizó todas estas cosas; buscó en todo el «Espíritu y vida», palabras de san Juan que él empleaba con gusto. De aquí, sin duda, manó aquella fuerza admirable y eficaz de renovación, presente en su persona y en su vida. Y así se convirtió en verdadero promotor de la renovación de la Iglesia, no con la contestación y la crítica, sino con la santidad. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, núm. 33 (1982) 343-352]
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