DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 11 DE ENERO

 

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SANTO TOMÁS DE CORI. Nació en Cori (Latina, Italia) en 1655. Pronto quedó huérfano de padre y madre. Trabajó como pastor y, casadas sus dos hermanas, ingresó en la Orden franciscana. Fue ordenado sacerdote en 1683; poco después pidió integrarse en el nuevo Retiro de Bellegra (Roma); allí permaneció hasta su muerte, excepto los seis años en que fue guardián de Palombara, donde instauró el Retiro. El aspecto más evidente de su vida espiritual fue sin duda la centralidad de la Eucaristía, testimoniada en la celebración eucarística, intensa y participada, y en la oración silenciosa de adoración en las largas noches de retiro, después del oficio divino celebrado a medianoche. Su vida de oración estuvo marcada por una aridez persistente de espíritu. Nunca olvidó el bien de sus hermanos y el corazón de la vocación franciscana, que es apostólico. Recorrió comarcas y pueblos del Lacio, anunciando con sencillez el Evangelio, administrando los sacramentos y realizando milagros, signo de la presencia del Reino. Murió en Bellegra el 11 de enero de 1729. Lo canonizó Juan Pablo II en 1999.

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San Higinio, papa. Fue el octavo sucesor de Pedro, y tuvo que combatir el gnosticismo que se estaba difundiendo en Roma, donde murió el año 142.

San Leucio. Primer obispo de Brindis (Italia), adonde llegó procedente de Alejandría (Egipto), y que evangelizó amplias regiones del sur de Italia en el siglo IV.

Santa Honorata. Virgen consagrada a Dios, hermana de san Epifanio, obispo de Pavía (Italia), ciudad en la que vivió y murió ella en el siglo V.

San Paulino de Aquileya. De buena formación literaria como demuestran sus escritos, Carlomagno se lo llevó a su escuela palatina. En 787 lo destinó a la sede patriarcal de Aquileya. Como obispo defendió la pureza de la fe, combatió el adopcionismo, trabajó para atraer a la fe a los ávaros y eslovenos. Murió en Cividale (Friuli) el año 802.

San Pedro Apsélamo. En tiempo del emperador Maximino fue repetidamente invitado a renegar de su fe cristiana, pero con todo el vigor de su juventud supo mantener su fidelidad a Cristo hasta su martirio a fuego lento en Cesarea de Palestina el año 309.

San Salvio. Fue mártir de la fe en África en el siglo III. San Agustín le dedicó un sermón en el aniversario de su muerte.

San Teodosio Cenobiarca. Nació en Capadocia, pero se trasladó a Palestina y fue amigo de san Sabas. Después de muchos años de vida solitaria, se le unieron numerosos discípulos, y vivieron en comunidad en el primero de los monasterios que fundó. Murió ya centenario en el desierto de Judea.

San Tipasio. Era un soldado cristiano en el ejército romano de Mauritania. Cuando obtuvo el retiro, hizo vida eremítica. Llamado de nuevo a las armas, se negó a sacrificar a los dioses, por lo que fue decapitado en Tigava (hoy, Argelia) el año 297.

Beata Ana María Janer Anglarill. Nació el año 1800 en Cervera (Lérida, España). A causa de las guerras se familiarizó desde pequeña con el sufrimiento humano. A los 18 años entró a formar parte de la Hermandad del Hospital de Castelltort, que atendía a enfermos y pobres, e impartía clases y catecismo. En 1859 fundó el Instituto de Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, dedicado a la educación cristiana de niños y jóvenes, y a la asistencia de enfermos, pobres y ancianos. Entre 1874 y 1880 sufrió el ostracismo dentro de su mismo Instituto. Destacó por su amor ardiente a Cristo y su misericordia hacia los necesitados y pobres. Murió el 11-I-1885 en Talarn (Lérida). Beatificada en 2011.

Beato Bernardo Scammacca. Tras una juventud disipada, se hizo dominico y recibió la ordenación sacerdotal. Llevó vida de penitencia, animada por la devoción a la pasión de Cristo. Practicó la misericordia hacia lo indigentes y los enfermos. Murió en Catania (Sicilia) el año 1487.

Beato Francisco Rogaczewski. Sacerdote secular polaco, que ejerció el ministerio en su patria y en París. Por su condición religiosa fue detenido, encarcelado, torturado y, finalmente, fusilado en las cercanías de Gdanks (Polonia) el año 1940.

Beato Guillermo Carter. Seglar, casado, tipógrafo, que, por haber publicado libros que defendían la fe católica, fue encarcelado, torturado, ahorcado y despedazado en Londres el año 1584, bajo el reinado de Isabel I.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Queridos hermanos: Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: Quien ama a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4,19-21).

Pensamiento franciscano:

Consideremos todos, hermanos -escribe Francisco en su Regla-, lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, porque nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron (1 R 22,1-2).

Orar con la Iglesia:

A Cristo Jesús, que ha venido para crear en nosotros un hombre nuevo de corazón y de espíritu, digámosle suplicantes:

-Tú, que al encarnarte nos has hecho partícipes de tu divinidad, concédenos la gracia de vivir como hijos de Dios.

-Tú, que te has hecho hombre en el seno de la Virgen María, haz que te reconozcamos en el misterio de tu palabra y de tu cuerpo.

-Tú, que nos has amado primero, enséñanos a amar a todos los hombres, hermanos tuyos y nuestros.

-Tú, que nos concedes celebrar los primeros pasos de tu vida terrena, concédenos que también nosotros crezcamos en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y los hombres.

Oración: Dios todopoderoso, tú que has anunciado al mundo, por medio de la estrella, el nacimiento del Salvador, sigue manifiéstanos siempre este misterio y haz que cada día avancemos en su contemplación. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amán.

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EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Benedicto XVI, Ángelus del 8-I-06

Queridos hermanos y hermanas:

En este domingo después de la solemnidad de la Epifanía celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Hoy fijamos la mirada en Jesús que, a la edad de cerca de treinta años, se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Se trataba de un bautismo de penitencia, que utilizaba el símbolo del agua para expresar la purificación del corazón y de la vida. Juan, llamado el «Bautista», es decir, «el que bautiza», predicaba este bautismo a Israel para preparar la inminente llegada del Mesías; y decía a todos que detrás de él vendría otro, más grande que él, que no bautizaría con agua, sino con el Espíritu Santo (cf. Mc 1,7-8).

Y cuando Jesús fue bautizado en el Jordán el Espíritu Santo descendió y se posó sobre él con apariencia corporal de paloma, y Juan el Bautista reconoció que él era el Cristo, el «Cordero de Dios» que había venido para quitar el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Por eso, el bautismo en el Jordán es también una «epifanía», una manifestación de la identidad mesiánica del Señor y de su obra redentora, que culminará en otro «bautismo», el de su muerte y resurrección, por el que el mundo entero será purificado en el fuego de la misericordia divina (cf. Lc 12,49-50).

En esta fiesta, Juan Pablo II solía administrar el sacramento del bautismo a algunos niños. Por primera vez, esta mañana, también yo he tenido la alegría de bautizar en la capilla Sixtina a diez niños recién nacidos. A estos pequeños y a sus familias, así como a sus padrinos y madrinas, les renuevo con afecto mi saludo. El bautismo de los niños expresa y realiza el misterio del nuevo nacimiento a la vida divina en Cristo: los padres creyentes llevan a sus hijos a la pila bautismal, que representa el «seno» de la Iglesia, por cuyas aguas benditas son engendrados los hijos de Dios. El don recibido por los niños recién nacidos les exige que, cuando sean adultos, lo acojan de modo libre y responsable: este proceso de maduración los llevará luego a recibir el sacramento de la Confirmación, que, precisamente, confirmará el bautismo y conferirá a cada uno el «sello» del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, ojalá que esta solemnidad sea ocasión propicia para que todos los cristianos redescubran con alegría la belleza de su bautismo, que, si lo vivimos con fe, es una realidad siempre actual: nos renueva continuamente a imagen del hombre nuevo, en la santidad de los pensamientos y de las acciones. Además, el bautismo une a los cristianos de las diversas confesiones. En cuanto bautizados, todos somos hijos de Dios en Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor. La Virgen María nos obtenga comprender cada vez mejor el valor de nuestro bautismo y testimoniarlo con una conducta de vida digna.

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LOS MISTERIOS DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
De los sermones de san Máximo de Turín

Nos refiere el texto evangélico que el Señor acudió al Jordán para bautizarse y que allí mismo quiso verse consagrado con los misterios celestiales.

Era, por tanto, lógico que después del día del nacimiento del Señor -por el mismo tiempo, aunque la cosa sucediera años después- viniera esta festividad, que pienso que debe llamarse también fiesta del nacimiento.

Pues, entonces, el Señor nació en medio de los hombres; hoy, ha renacido en virtud de los sacramentos; entonces, le dio a luz la Virgen; hoy, ha vuelto a ser engendrado por el misterio. Entonces, cuando nació como hombre, María, su madre, lo acogió en su regazo; ahora, que el misterio lo engendra, Dios Padre lo abraza con su voz y dice: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo. La madre acaricia al recién nacido en su blando seno; el Padre acude en ayuda de su Hijo con su piadoso testimonio; la madre se lo presenta a los Magos para que lo adoren, el Padre se lo manifiesta a las gentes para que lo veneren.

De manera que tal día como hoy el Señor Jesús vino a bautizarse y quiso que el agua bañase su santo cuerpo.

No faltará quien diga: «¿Por qué quiso bautizarse, si es santo?» Escucha. Cristo se hace bautizar, no para santificarse con el agua, sino para santificar el agua y para purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto de su cuerpo. Pues la consagración de Cristo es la consagración completa del agua.

Y así, cuando se lava el Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo, y queda limpia la fuente, para que pueda luego administrarse a los pueblos que habían de venir a la gracia de aquel baño. Cristo, pues, se adelanta mediante su bautismo, a fin de que los pueblos cristianos vengan luego tras él con confianza.

Así es como entiendo yo el misterio: Cristo precede, de la misma manera que la columna de fuego iba delante a través del mar Rojo, para que los hijos de Israel siguieran intrépidamente su camino; y fue la primera en atravesar las aguas, para preparar la senda a los que seguían tras ella. Hecho que, como dice el Apóstol, fue un símbolo del bautismo. Y en un cierto modo aquello fue verdaderamente un bautismo, cuando la nube cubría a los israelitas y las olas les dejaban paso.

Pero todo esto lo llevó a cabo el mismo Cristo Señor que ahora actúa, quien, como entonces precedió a través del mar a los hijos de Israel en figura de columna de fuego, así ahora, mediante el bautismo, va delante de los pueblos cristianos con la columna de su cuerpo. Efectivamente, la misma columna, que entonces ofreció su resplandor a los ojos de los que la seguían, es ahora la que enciende su luz en los corazones de los creyentes: entonces, hizo posible una senda para ellos en medio de las olas del mar; ahora, corrobora sus pasos en el baño de la fe.

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LA MIRADA DE SAN FRANCISCO,
REFLEJO DE LA DE CRISTO

por Martín Steiner, o.f.m.

En el célebre retrato de san Francisco bosquejado por Fr. Tomás de Celano (1 Cel 83), un largo pasaje describe el aspecto exterior del Poverello. La descripción corporal se ve interrumpida por algunas anotaciones de orden espiritual: los ojos de Francisco son presentados como «regulares, negros y candorosos»; su lengua (su palabra) es calificada de «dulce, ardorosa y aguda», y su voz de «vehemente, suave, clara y timbrada»; en cuanto a sus pequeñas orejas, se nos dice que las tenía erectae, o sea, «erguidas», como si estuviera siempre pronto a escuchar. Bien sabido es que la mirada, la calidad de la palabra, la entonación de la voz y la capacidad de escucha revelan perfectamente una determinada personalidad.

Detengámonos en la mirada. Ciertas miradas expresan ternura, presencia atenta y cariñosa hacia los demás. Otras revelan un ser ausente o indiferente. Algunos ojos reflejan una ironía que paraliza; otros, un humor que estimula. Hay miradas que hielan, y también las hay que fascinan. Ojos desorbitados por la ira, y ojos que traducen el desprecio o una piedad despectiva. Hay miradas luminosas, límpidas; otras son turbias y causan turbación en aquellos sobre quienes se fijan.

Los ojos de Francisco son simples, sencillos, límpidos. Los ojos son como una ventana que da a lo esencial de la personalidad. En Francisco, revelan la sencillez, la «santa y pura sencillez» (SalVir 1). Todo es límpido en Francisco, nada turbio. En él, no hay repliegues sobre sí mismo: la acogida está inmune de reticencias, porque Francisco es por entero capacidad de acogida; el don de sí no sabe de cálculos, porque Francisco nada de sí retiene para sí mismo. Su mirada no es huidiza, porque Francisco jamás está a la defensiva: nunca trata de evitar a los importunos. ¿Qué se le podría arrebatar? Lo ha dado todo por adelantado: su tiempo, su corazón... En cuanto a bienes materiales, no tiene ninguno que proteger.

En su mirada se refleja la limpidez del corazón del hombre tal cual originariamente salió de las manos de Dios. Sus ojos son admiración y asombro ante todo lo bello. Mejor, descubren la irradiación oculta que hay en cada ser, incluso en el más descarriado o envilecido. Se fijan en esa belleza y acaban por no dejarse obnubilar ya por la fealdad. Por eso, revelan confianza, una confianza dada a todos y cada uno por adelantado, e infunden confianza incluso a quienes se sienten envilecidos ante sus propios ojos.

Por encima de todo, la mirada de Francisco revela un ser habitado por Alguien. Quienquiera que se cruce con esa mirada, encuentra en ella la ternura, la paciencia, la misericordia de Cristo.

Pero no nos engañemos. La mirada de Francisco no siempre fue el espejo de un ser que se ofrece por entero en la acogida y en el don, reflejo puro de la de su Señor. Esta mirada es la de un convertido. Francisco, sin duda, jamás tuvo la mirada turbia del descarriado y envilecido, ni los ojos ardientes de deseo del hombre de pasiones egoístas. No conoció la juventud de un Agustín o de un Carlos de Foucauld. Tomás de Celano, en su Vida I, habría querido ensombrecerla, para exaltar a continuación la fuerza transformadora de la gracia. No llegó a tanto. Sin embargo, Francisco mismo tiene viva conciencia de ello: ha pasado la primera parte de su vida «en pecados» (Test 1). Después de su conversión, su vida anterior le parece perdida para Dios. Y su pecado se manifestaba en su mirada. «Cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los leprosos» (Test 1).

No se puede ser más claro. ¿El signo de su pecado? Su mirada no traduce todavía la simplicidad de un ser entregado a todos. Hay personas cuya simple vista le resulta «muy amarga», insoportable. La Leyenda de los tres Compañeros asegura: «De tal manera le echaba atrás el ver a los leprosos que, como él dijo, no sólo no quería verlos, sino que evitaba hasta el acercarse al lazareto. Y si alguna vez le tocaba pasar cerca de sus casas o verlos, aunque la compasión le indujese a darles limosna por medio de otras personas, siempre lo hacía volviendo el rostro y tapándose las narices con las manos» (TC 11).

¿El signo de su conversión? Francisco establece una relación completamente nueva con aquellos a quienes antes excluía de su universo negándose a verlos. Tiene conciencia de que este cambio es obra del Señor. Su conversión, cuyo relato minucioso no vamos a reproducir aquí, se manifiesta en todo caso en la transformación de la mirada. «El Señor me dio de esta manera a mí, el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: pues cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos y yo los traté con misericordia. Y al separarme de ellos, lo que me había parecido amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3). Los tres Compañeros mencionan el «beso al leproso», el beso que le devolvió el leproso a Francisco y las espléndidas limosnas que éste hizo a todos los leprosos, días después, en su hospital. Y concluyen: «Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura» (TC 11).

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