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DÍA 10 DE ENERO
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BEATO GIL DE LORENZANA. Nació en Laurenzana, al sur de Italia, hacia el año 1443, de padres pobres y piadosos que lo educaron cristianamente. Desde joven se sintió llamado a la vida eremítica, que armonizó con el trabajo. Ingresó en la Orden franciscana como hermano laico, y sus jornadas las llenaron el trabajo del huerto, las tareas domésticas y muchas horas de oración. Hombre de espíritu sencillo y humilde, recibió de Dios dones y carismas extraordinarios. Murió en su pueblo natal el 10 de enero de 1518. * * * San Agatón, papa. Nació en Sicilia de familia griega. Al enviudar abrazó la vida monástica. Enviado a Roma, prestó valiosos servicios, y el año 678 fue elegido sucesor de Pedro. Luchó contra las herejías de los monotelitas y promovió la unidad de la Iglesia. Murió en Roma el año 681. San Arconcio. Obispo de Viviers y mártir, que evangelizó aquella región junto al Ródano (Francia), en la primera mitad del siglo VIII. San Domiciano. Obispo de Melitene, en la antigua Armenia. Mantuvo correspondencia con el papa Gregorio Magno y con el emperador Mauricio; éste le encomendó importantes misiones para la conversión de los persas. Murió en Constantinopla el año 602. San Guillermo de Bourges. Fue sucesivamente canónigo de París, monje de Grandmont, abad cisterciense y finalmente obispo de Bourges (Francia). Nunca dejó la austeridad monástica y se distinguió por la caridad hacia el clero, los encarcelados y todos los necesitados. Murió en 1209. San Juan. Obispo de Jerusalén que, en tiempo de controversias teológicas, trabajó mucho para mantener la fe católica y la paz y unidad de la Iglesia. Murió el año 417. San Marciano. Sacerdote de Constantinopla. Convertido de la herejía al catolicismo, fue un gran defensor de la ortodoxia. Gastó su fortuna en la construcción y embellecimiento de las iglesias y en la ayuda a los más indigentes. Murió el año 471. Sal Melquíades, papa. En su breve pontificado conoció la persecución y luego la paz de la Iglesia. Colaboró con la autoridad imperial en el establecimiento de la Iglesia, combatió la herejía de los donatistas y trabajó por la reconciliación. Murió en Roma el año 314. San Pedro Urséolo. Fue dux de Venecia, casado y con un hijo, que pacificó su ciudadanía y colaboró con la Iglesia. Más tarde abandonó Venecia y se retiró al monasterio de Cuxa en los Pirineos (Longuedoc). Vivió en una ermita cercana al monasterio, dedicado a la contemplación y la ascesis. Murió el año 988. San Petronio. Monje en la isla de Lérins y luego obispo de Die (Vienne, Francia), donde murió después del año 463. San Valerio. Nació en Reims, pero marchó a Limoges (Francia) para llevar vida eremítica. En lugar apartado se construyó una choza, en torno a la cual vivía y de la que sólo se alejaba para ir a la iglesia o para peregrinar. Vivió en el siglo VI. Beata Ana de los Ángeles Monteagudo. Nació en Arequipa (Perú) y murió allí mismo en 1686. De joven ingresó en el monasterio de las dominicas de su ciudad natal, en el que fue sacristana, maestra de novicias y priora. Destacó en la práctica de la oración y de la caridad hacia dentro y hacia fuera del monasterio, en el don de consejo y en el espíritu misionero. Beato Benincasa. Abad del monasterio de Cava, en Campania (Italia). Murió el año 1194. Beato Gonzalo de Amarante. Siendo sacerdote de la diócesis portuguesa de Braga peregrinó a Tierra Santa, donde permaneció catorce años. Cuando regresó a su patria vistió el hábito de los dominicos y alternó la vida eremítica con el apostolado popular. Murió en Amarante el año 1259. Beato Gregorio X. Encontrándose en Tierra Santa fue elegido papa el año 1271. Trabajó incansable por la unidad con los Griegos, y por la recuperación de Tierra Santa, objetivos para los que convocó el Concilio II de Lyón, al que invitó a santo Tomás y a san Buenaventura. Murió en Arezzo el año 1276. Beata María Dolores Rodríguez Sopeña. Desde su juventud se dedicó a las obras de caridad y apostolado. Se acercó a los últimos de la sociedad de su tiempo, especialmente en los suburbios de las grandes ciudades en que vivió. Fundó varias obras apostólicas y sociales como el Instituto Catequista, la Obra Social y Cultural. Murió en Madrid el año 1918. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4,16). Pensamiento franciscano: ¡Oh santísimo Padre nuestro... que estás en el cielo!: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, de quien viene todo bien, sin quien no hay ningún bien (ParPN 1-2). Orar con la Iglesia: El Señor Jesucristo intercede por nosotros ante el Padre. Por eso le dirigimos confiados nuestra oración: -Para que envíe al Espíritu Santo sobre la Iglesia, sobre el Papa y sobre cuantos tienen responsabilidades especiales en ella. -Para que nos llene a todos de su Espíritu de sabiduría y entendimiento, de ciencia y piedad, de amor y temor de Dios. -Para que ilumine las mentes de los gobernantes y mueva sus corazones con la luz y la fuerza del Espíritu. -Para que bajo el impulso del Espíritu lleguemos a formar, según el deseo de Jesús, la familia única de los hijos del Padre. Oración: Te lo pedimos, Padre, por la mediación de tu Hijo Jesucristo, que vive y reina contigo y en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén. * * * DE LA HOMILÍA DEL
SANTO PADRE BENEDICTO XVI La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la «Iglesia políglota» realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua. El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el «misterio» del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la carta a los Efesios que se acaba de proclamar: «que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio». El Apóstol afirma que este misterio le «fue comunicado por una revelación» (Ef 3,3) y él se encargó de darlo a conocer. Este «misterio» de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este «misterio» de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia sólo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso. En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por medio del profeta Isaías: «La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60,2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de Cristo: «A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,3). Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: «Espesa nube cubre a los pueblos» y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos, y de las materias primas, dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario. Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. «Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano" (Spe salvi, 31), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado. Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. La moderación no sólo es una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad. Ya resulta evidente que sólo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada en una firme esperanza. Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación terrena con su protección materna. Amén. * * * EFUSIÓN DEL
ESPÍRITU SANTO Cuando el Creador del universo decidió restaurar todas las cosas en Cristo, dentro del más maravilloso orden, y devolver a su anterior estado la naturaleza del hombre, prometió que, al mismo tiempo que los restantes bienes, le otorgaría también ampliamente el Espíritu Santo, ya que de otro modo no podría verse reintegrado a la pacífica y estable posesión de aquellos bienes. Determinó, por tanto, el tiempo en que el Espíritu Santo habría de descender hasta nosotros, a saber, el del advenimiento de Cristo, y lo prometió al decir: En aquellos días -se refiere a los del Salvador- derramaré mi Espíritu sobre toda carne. Y cuando el tiempo de tan gran munificencia y libertad produjo para todos al Unigénito encarnado en el mundo, como hombre nacido de mujer -de acuerdo con la divina Escritura-, Dios Padre otorgó a su vez el Espíritu, y Cristo, como primicia de la naturaleza renovada, fue el primero que lo recibió. Y esto fue lo que atestiguó Juan Bautista cuando dijo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo y se posó sobre él. Decimos que Cristo, por su parte, recibió el Espíritu, en cuanto se había hecho hombre, y en cuanto convenía que el hombre lo recibiera; y, aunque es el Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma substancia, incluso antes de la encarnación -más aún, antes de todos los siglos-, no se da por ofendido de que el Padre le diga, después que se hizo hombre: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Dice haber engendrado hoy a quien era Dios, engendrado de él mismo desde antes de los siglos, a fin de recibirnos por su medio como hijos adoptivos; pues en Cristo, en cuanto hombre, se encuentra significada toda la naturaleza: y así también el Padre, que posee su propio Espíritu, se dice que se lo otorga a su Hijo, para que nosotros nos beneficiemos del Espíritu en él. Por esta causa perteneció a la descendencia de Abrahán, como está escrito, y se asemejó en todo a sus hermanos. De manera que el Hijo unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo -pues es suyo, habita en él, y por su medio se comunica, como ya dijimos antes-, sino para instaurar y restituir a su integridad a la naturaleza entera, ya que, al haberse hecho hombre, la poseía en su totalidad. Puede, por tanto, entenderse -si es que queremos usar nuestra recta razón, así como los testimonios de la Escritura- que Cristo no recibió el Espíritu para sí, sino más bien para nosotros en sí mismo: pues por su medio nos vienen todos los bienes. * * * NO HAY SANA
CRISTOLOGÍA Recordemos en primer lugar que el cristianismo de Francisco no es un tratado de teología sino una seducción, una invasión: la irrupción de una Figura Viva de Cristo que unifica toda su vida de fe. Francisco entra en el misterio trinitario con Cristo. Para él, seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo, es seguir las huellas del Hijo, animado por el Espíritu y orientado por completo hacia el Padre. El movimiento de los verdaderos místicos cristianos, guiados por el Espíritu, conduce siempre al Dios Trinitario. Francisco es uno de ellos. Sería desconocerlo el reducir su espiritualidad a su dimensión estrictamente cristológica. Y la historia nos enseña que toda cristología desconectada del misterio trinitario se desvanece a menudo en la ideología. Francisco es lo contrario de un ideólogo, jamás contempló a Cristo al margen de su relación filial con el Padre y de su disponibilidad total al Espíritu. Si bien, para Francisco, Dios es esencialmente el Padre, Cristo es siempre contemplado como el Hijo único, el Hijo amado y predilecto del Padre. Sus Escritos vuelven con mayor frecuencia sobre su obediencia filial que sobre su pobreza. Los títulos preferidos que Francisco da a Cristo son también muy reveladores de su visión. Jesús es el Hijo: «El Hijo bendito y glorioso del Padre» (2CtaF 11), «el altísimo Hijo de Dios» (Test 10). El Hijo viene ciertamente de arriba, pero el calificativo más frecuente y que se repite más de doce veces es «el Hijo amado» (el dilectus). Preferencia que nos indica su manera habitual de mirar a Cristo: siempre en relación con su Padre. Jesús nunca es considerado solo, sino siempre en su relación de amor con su Padre. Él es, ante todo, el «Hijo amado» del Padre, cuyo cometido y misión esenciales son amar al Padre y adorarlo en nombre de toda la humanidad. «Él, que te basta siempre para todo» (1 R 23,5). El Hijo es el adorador, el intercesor y el glorificador del Padre. Sólo en Cristo encuentra el Padre toda su alegría y su gozo. Este es uno de los puntos originales en que se apoyará la teología franciscana, como lo prueba un artículo de Luc Mathieu (cf. Sel Fran 42, 1985, 347-354). El hombre, indigente y pecador, indigno de nombrar a Dios, no puede adorar, orar, interceder, glorificar al Padre si no es por mediación del Hijo. Éste es el único Mediador de toda gracia que desciende del Padre a los hombres y el único Adorador que ofrece la acción de gracias al Padre en nombre de todos sus hermanos. Cristo es el Hijo que ora. Esta es una actitud que impresionó profundamente el espíritu del Pobrecillo. Si el hermano menor debe seguir el género de vida de Cristo pobre, peregrino, debe, en primer lugar, seguir al Hijo poniendo la adoración del Padre en el centro de su vida. El otro título, tan cargado de densidad afectiva y que a Francisco le gusta dar a Cristo, es el de Hermano que da su vida e intercede por sus hermanos: «¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros...» (2CtaF 56). Jesús es la revelación del itinerario pascual hacia el Padre, Jesús es la manifestación y la fuente del Espíritu. Francisco, visual y práctico, abre el Evangelio, se introduce en la liturgia de la Iglesia, escucha esta Palabra que es un rostro... y descubre con su corazón la «Suma Trinidad y la Santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (CtaO 1). Ella es, para Francisco, un canto de amor que envuelve la tierra, una historia de Salvación que levanta los siglos. Convertido en predicador del Evangelio, jamás predica un Espíritu Santo sin la encarnación del Hijo. Jamás predica un Hijo encarnado sin la fuerza del Espíritu. Esta es toda su predicación y la alabanza de los hermanos: «Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas» (1 R 21,1-2; cf. 1 R 16,7-8). Todavía podríamos citar muchos otros textos que subrayarían cuán amplia y profunda era la mirada de fe de Francisco. La voluntad y la gloria del Padre, el fuego y la iluminación del Espíritu, el camino doloroso del Hijo... todo se unifica en el corazón de Francisco que quiere llegar hasta el Altísimo. Esta es, para él, la identidad y la bienaventuranza del hombre creado. No hay otra. Y si la Regla se abre y se cierra con la invocación a este Dios Trinitario, no es únicamente por un piadoso artificio literario de la época. El hermano menor apuesta toda su vida en el Evangelio «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo por los siglos» (1 R 1,1 y 24,5). |
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