DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

FRANCISCO, MAESTRO DE ORACIÓN
Comentario a las oraciones de san Francisco

por Leonardo Lehmann, OFMCap

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Capítulo XIII
LLEGAR A DIOS CON FIRME VOLUNTAD,
PERO POR SOLA SU GRACIA

La oración conclusiva de la «Carta a toda la Orden» (CtaO 50-52)

[Zu Gott gelangen mit festem Willen, doch allein aus Gnade. Das Gebet am Schluss des Briefes an den gesamten Orden, en Franziskus, Meister des Gebets, Werl/Westf., Dietrich Coelde Verlag, 1989, 218-237].

Todas las oraciones de san Francisco que hemos meditado hasta ahora eran opúsculos autónomos e independientes, salvo el «Te Adoramos», que es un fragmento del Testamento. Han sido transmitidas, en el conjunto de los escritos de Francisco, formando una sección autónoma, la de las oraciones, fácilmente reconocibles como tales. Distinto es el caso de la Oración que vamos a meditar ahora. Se encuentra al final de una larga carta y debería, por tanto, analizarse en conexión con ella y formando parte de la misma. Sin embargo, puede separarse sin dificultad del conjunto en que se encuentra y ser analizada como un escrito independiente. Así lo entendieron numerosos copistas, que la transmitieron en las secciones de las oraciones, separada de la Carta a toda la Orden. Y así es como vamos a estudiarla aquí.

Sin embargo, el hecho de que sea realmente el final de una carta nos brinda la ocasión de fijarnos brevemente en las formas y fórmulas de oración que aparecen por doquier en los escritos epistolares de Francisco, llenos todos ellos de oraciones más o menos largas.[1]

LAS CARTAS, FRUTO DEL ESPÍRITU DE ORACIÓN

FÓRMULAS DE ORACIÓN
EN CASI TODAS LAS CARTAS

Leyendo las cartas de san Francisco, comprobamos que son unos escritos muy peculiares. En ellas encontramos exhortaciones, serias advertencias y, de repente, vemos cómo cambia bruscamente el tono y aparecen aclamaciones, gritos de júbilo o, sencillamente, oraciones. En la Carta a todos los fieles describe con detalle la vida de penitencia. Ensarta una serie de frases en las que dice qué hay que hacer y qué hay que omitir. Al final de todas esas normas para una vida cristiana comprometida, proclama que todos los hombres y mujeres que así actúan son hijos del Padre celestial, esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Esta reflexión sobre las relaciones del cristiano con la santísima Trinidad culmina luego en un triple grito de júbilo:

¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado... (Jn 17,11» (2CtaF 54-56; cf. 1CtaF 1,11-14).

Así, pues, el júbilo desemboca en la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17). Francisco ora por los suyos, como Jesús oró por sus discípulos antes de entregarse a la pasión. La dicha de saber que tiene un hermano en el cielo proviene del convencimiento de que Jesús oró por él y por todos los cristianos. Ve la gran obra de amor del buen Pastor en el hecho de haber ofrecido su vida y haber orado por nosotros al Padre. La oración de despedida de Jesús antes de ofrecerse libremente a la pasión no fue sólo por los doce apóstoles. Francisco se ve incluido en ella, y ve incluidos a todos. De ahí brota su confianza. Y de ahí nace también su llamada a todos los hombres a vivir unidos a Dios. Muestra a los destinatarios de su carta cómo Jesús ora al Padre por ellos. Y, a continuación, hace lo mismo que hizo Jesús: ora por todas las personas de dentro y de fuera de la Orden; ora también, directa o indirectamente, por todos nosotros.

Si echamos una mirada al inicio de esa misma Carta a todos los fieles, vemos que empieza con el signo de la cruz, en el nombre de la Trinidad (v. 1), y concluye con un deseo de bendición que es, igualmente, una invocación de las tres divinas personas:

«Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 88).

Cuando escribe a un ministro que está sufriendo duramente bajo el peso de la responsabilidad de su cargo, empieza diciéndole: «Al hermano N., ministro: El Señor te bendiga» (CtaM 1).

Lo primero que desea en sus cartas es, muchas veces, «salud y santa paz en el Señor» (2CtaCus 1; CtaA 1). A su más íntimo compañero le dice: «Hermano León, tu hermano Francisco: salud y paz» (CtaL 1).

La mayoría de las cartas terminan con una bendición o deseo de bendición. La Carta a las Autoridades concluye de manera muy parecida a como concluye la segunda Carta a todos los fieles:

«Los que guarden consigo este escrito y lo observen, sepan que son benditos del Señor Dios» (CtaA 9).

En la Carta a los Custodios añade, además, su propia bendición:

«Y sepan que tienen la bendición del Señor Dios y la mía todos mis hermanos custodios a los que llegue este escrito y lo copien y lo tengan consigo, y lo hagan copiar para los hermanos que tienen el oficio de la predicación y la custodia de los hermanos, y prediquen hasta el fin todo lo que se contiene en este escrito...» (1CtaCus 9).

Así, pues, las cartas de Francisco respiran espíritu de oración. En ellas habla, ora y bendice en nombre de Dios. Desea pax et bonum, la paz y el bien en el Señor.

ORACIONES EN LA «CARTA A TODA LA ORDEN»

La Carta a toda la Orden, la segunda más larga de todas las de Francisco, fue dictada probablemente en 1225. Está escrita en un estilo elevado. El espíritu de oración la baña todavía más que a las otras. Empieza así: «En el nombre de la suma Trinidad y de la santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Amén» (v. 1).

A continuación Francisco enumera a cuantos tienen encomendado un ministerio en la Orden; a ellos en especial es a quienes va dirigida la carta, que está dirigida también a todos los hermanos, «a los primeros y a los últimos», a quienes desea «salud en aquel que nos redimió y lavó en su preciosísima sangre» (v. 3). Pide a todos, particularmente a los sacerdotes, que tengan el máximo respeto a la Eucaristía, que deben celebrar con pureza de corazón. En medio de sus exhortaciones, después de lamentar la «miseria grande» y la «miserable flaqueza» con que muchos sacerdotes se preocupan más de las cosas terrenas (por ejemplo, de las ganancias que pueden reportar los estipendios) que de Aquel que se hace tan tangiblemente presente en la Eucaristía, prorrumpe en un entusiasmado y alegre grito de júbilo. Ante la humildad de Dios en el sacramento del altar, no puede limitarse a hablar sobria y prosaicamente. Aflora en él el poeta (vv. 26-29), estimulado por el amor de Dios:

«¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!» (v. 27).

¡Un canto de júbilo, una asombrosa adoración en medio de una auténtica carta! Un par de renglones más adelante vuelve a emplear una fórmula de oración. Habla de que en cada fraternidad debe celebrarse una sola misa diaria. Concluye esta norma, desacostumbrada en aquella época, proclamando que el Señor Jesucristo «aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (v. 33).

Después de un párrafo sobre la conveniente custodia y conservación de la Palabra de Dios y de los objetos litúrgicos, encontramos una confesión personal, muy parecida al Confiteor de la liturgia. Francisco reconoce abiertamente su culpa delante de todos los hermanos. Se dirige, primero, a Dios Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, y, luego, a María y a «todos los santos del cielo y de la tierra» (v. 38). Tenemos, una vez más, una fórmula de oración, concretamente un Confiteor, en medio de una carta. La mirada del autor de la Carta a toda la Orden va, sin cesar, de sus destinatarios a Dios, y de Dios a los destinatarios de la carta. Como de costumbre, concluye la carta propiamente dicha con una promesa de bendición para cuantos cumplan lo que en ella se indica: «Benditos vosotros del Señor, los que hagáis estas cosas, y que el Señor esté eternamente con vosotros. Amén» (v. 49).

A diferencia de las demás cartas, en ésta hay, después de la bendición final, una oración muy hermosa, construida al modo clásico. Algunos copistas omitieron su inclusión en la Carta a toda la Orden, por considerar que su estilo era impropio de una carta. Pero los manuscritos más antiguos la han transmitido como parte integrante de la carta. Tras lo que hemos dicho más arriba, no sorprende en absoluto que Francisco concluya esta carta con una oración. Ésta no es ningún cuerpo extraño, sino, más bien, una recapitulación, convirtiéndolos en plegaria de todos los temas tratados en la Carta a toda la Orden, como un resumen que guía al autor del escrito y a sus destinatarios hacia Dios, origen y meta común de todos.

TEXTO Y COMENTARIO DE LA ORACIÓN

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo
lo que sabemos que tú quieres,
y siempre querer lo que te place,
para que, interiormente purificados,
interiormente iluminados
y abrasados por el fuego del Espíritu Santo,
podamos seguir las huellas de tu amado Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo,
que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad,
vives y reinas y eres glorificado,
Dios omnipotente,
por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

Escriben Lothar Hardick y Engelbert Grau, hablando de esta oración: «La oración final de la carta es realmente una perla preciosa de la oración franciscana. Con razón puede llamarse la oración del hermano menor, del que es auténticamente pobre delante de Dios. Es una oración casi intraducible en su simplicidad y casi insondable en la riqueza de sus pensamientos religiosos».[2]

Es un texto realmente difícil de desentrañar. Ninguna otra oración de Francisco es tan compleja, incluso lingüísticamente, como ésta. Consta, en latín, de una única frase de 69 palabras. Recuerda a las bien cinceladas y a veces largas oraciones del misal. Su contenido está algo emparentado con la oración colecta del domingo V después de Pascua y con las de los domingos 10 y 13 de después de Pentecostés de la antigua ordenación litúrgica. En algunos teólogos antiguos podemos encontrar pensamientos y formulaciones parecidas.

Así, desde Evagrio Póntico († 399), en Oriente solía dividirse el camino espiritual en tres partes: la ascesis, entendida como purificación del alma y ejercitación de las virtudes, la contemplación sublimada de las criaturas y, en tercer lugar, la «teología», la contemplación mística en sentido propio. Más influencia todavía tuvieron los escritos atribuidos a (Pseudo) Dionisio Areopagita (cf. Hechos 17,34), aparecidos a finales del siglo V. En ellos se habla -como en nuestra oración- de purificación o limpieza, de iluminación y de unión. Estos paralelismos muestran cómo Francisco estuvo inmerso en la corriente de la religiosidad patrístico-litúrgica. No es en absoluto un innovador. En la redacción de esta oración -como, por otra parte, en la de toda la Carta a la Orden- debió de contar con la ayuda de compañeros instruidos. Pero, a pesar de esa ayuda, en la Oración se ve perfectamente el mundo de ideas típico de Francisco. Podremos observarlo todavía con más claridad cuando, a lo largo de nuestro comentario, citemos algunos pasajes de sus escritos.

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios...»

Francisco se acerca a Dios con una larga invocación, en la que le califica con cuatro atributos. Lo primero, por tanto, no es la petición, sino el homenaje. Sus oraciones empiezan siempre con el reconocimiento de Dios como Señor omnipotente y sumo bien:

«Altísimo, omnipotente, buen Señor» (Cánt 1).
«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas» (AlD 1).
«Santo, santo, santo Señor Dios omnipotente» (AlHor 1).
«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo...» (1 R 23,1).

En primer lugar, tenemos la incomparable omnipotencia y sublimidad de Dios. Dios está más allá de nosotros, supera toda capacidad de captación humana. Francisco no lo rebaja a nuestro nivel; es plenamente consciente de la distancia que lo separa de Dios. Dios es el totalmente Otro. Todo está en sus manos. Cuanto podemos no es, en definitiva, sino emanación, don de su gracia.

En segundo lugar, Francisco confiesa que Dios es eterno. Aunque subraya con frecuencia cómo actúa Dios en la historia y cómo se rebajó, haciéndose pobre por nosotros, tiene siempre presente que Dios es eterno «sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable...» (1 R 23,11).

La justicia es otra de las características de la imagen que de Dios tiene san Francisco: Dios es justo. Lo llama el «solo santo, justo, veraz, santo y recto» (1 R 23,9); y en las Alabanzas del Dios altísimo, escritas en el monte Alverna, dice: «Tú eres justicia» (AlD 4). Tiene presente el juicio final y exhorta en sus cartas, al igual que en sus demás escritos, a vivir preparados para el justo juicio de Dios.

Pero lo que resalta de una manera especial en la visión que de Dios tiene san Francisco es la combinación de rigor y suavidad. No se limita a considerar a Dios como juez. Dios es justo y misericordioso. Ambas cualidades constituyen una unidad y dan a la visión franciscana de Dios una armonía de contrastes propia y peculiar. No secciona a Dios: ni es el Dios riguroso, alejado del hombre y vengador, ni el Dios bonachón que deja pasar todo y que, valga la expresión, nos da siempre palmaditas al hombro. Para Francisco, Dios es siempre Dios, pero un Dios volcado sobre el hombre. El Dios justo y misericordioso del que aquí se habla es el Padre, como se desprende del texto que viene a continuación.

La misericordia es una tónica fundamental en la experiencia religiosa del Poverello. Sus Alabanzas del Dios altísimo, escritas después de la estigmatización, concluyen con la confesión: «Tú eres vida eterna nuestra: grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador» (AlD 6). El Poverello experimentó personalmente la misericordia de Dios cuando el Señor le aseguró, en Poggio Bustone, que le había perdonado todos los pecados de su juventud y estaba en gracia divina (1 Cel 26); el cambio decisivo de su vida se produjo cuando trató con misericordia al leproso (Test 2).

Está convencido de que el hombre vive enteramente gracias a la misericordia de Dios. Por eso considera que en el trato con el pecador el mandamiento principal es el de la misericordia sin límites, sin ningún «pero» que valga. La Carta a un ministro es una clara muestra de ello: «Trata siempre con misericordia a los pecadores» (CtaM 11). No podemos estar siempre exigiendo derechos y reclamaciones y, al mismo tiempo, exigir que Dios nos trate con misericordia. La convicción de que Dios es juez misericordioso y salvador, ha de demostrarse en nuestra relación con el prójimo que peca. Francisco ve que Dios es misericordioso y piensa, por tanto, que la misericordia debe ser la norma que debemos tener en cuenta en nuestras relaciones mutuas.

Así, pues, la invocación a Dios con que empieza la oración que estamos comentando está llena de tensión y de vida; posee varios acentos. Y cada una de las cualidades con que Francisco califica a Dios, repercute en su propia vida.

A la invocación laudatoria de Dios sigue una petición:

«...danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo
lo que sabemos que tú quieres,
y siempre querer lo que te place...»

En Francisco prevalecen la alabanza y la acción de gracias. Aquí tenemos una de sus oraciones de petición. Recuerda mucho a su oración ante el Crucifijo de San Damián, que fue objeto de la primera de nuestras meditaciones.[3]

En la época de búsqueda, el joven Francisco pidió al Señor que le iluminara el corazón y le concediera los dones que fundamentan la vida cristiana: fe, esperanza y caridad. Abierto a Dios por completo, sólo deseaba una cosa: saber cuál era el camino que debía seguir y cumplir así el mandamiento del Señor, la voluntad de Dios. La petición ante el Crucifijo de San Damián y la de la oración final de la Carta a toda la Orden empiezan con la misma palabra, bien sencilla: «Dame - danos, concédenos». El contenido de ambas peticiones es también idéntico: conocer y cumplir la voluntad de Dios. Cumplir lo que Dios quiere fue la preocupación de toda su vida. En el presente caso subraya dos veces ese querer de Dios: en primer lugar, debemos hacer lo que sabemos que Dios quiere; en segundo lugar, debemos querer siempre lo que le place. Antes de hacer lo que agrada a Dios, el hombre ha de quererlo y aceptarlo internamente.

¡Querer siempre lo que le place a Dios es una meta muy elevada! Francisco pide la gracia de identificarse y cumplir al máximo la voluntad del Señor. Y ello con una intención totalmente desinteresada, con limpieza de corazón; así lo indica claramente el breve añadido por ti mismo. Con cuánta facilidad se infiltra la propia voluntad y egoísmo en nuestro actuar. En nuestra vida de hermanos menores se disimula a veces la propia voluntad con motivos religiosos. Se da a entender que lo que se hace es por cumplir la voluntad de Dios, pero en realidad lo que se busca es el propio prestigio y honor. Debemos -como dice la oración- querer la voluntad de Dios: no se trata de aplastar o suprimir la voluntad propia, sino de afirmar y movilizar nuestra fuerza de voluntad de manera que coincida con la voluntad de Dios. En su Paráfrasis del Padrenuestro Francisco dice:

«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa...» (ParPN 5).

Esta orientación total a Dios como centro del querer y del actuar es un objetivo fundamental de Francisco desde los inicios de su conversión. Sólo que lo que formulara entonces en primera persona del singular, como un objetivo personal suyo («dame»), ahora lo plantea como programa para todos los frailes: «Danos a nosotros, miserables». Además del carácter comunitario de la oración, llama la atención cómo piensa aquí Francisco de él mismo y de los hombres: somos «miserables» ( miseri, en latín). Este pensamiento aparece también en 2 R 23,5: «Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo... te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a él mismo le agrada» (cf. Cánt 2).

Francisco quiere siempre que todo sea tal como le place a Dios. Y nosotros no somos dignos ni siquiera de pronunciar su nombre. Pero Jesucristo da gracias por nosotros, en lugar nuestro. Él le basta al Padre, pues cumplió su voluntad siempre y en todo. Con él y en él también nosotros podemos presentarnos ante el Padre. Como para Francisco Dios es el omnipotente, el solo bueno, ve al hombre pobre y miserable, a una inmensa distancia de Dios. Pero este hombre miserable ha encontrado misericordia en el Dios de piedad. Es elevado desde su miseria y puede llegar a Dios «por sola su gracia», como dice a continuación. Pero antes describiremos el camino para llegar a Dios, atentos siempre al cumplimiento de su voluntad.

«...para que, interiormente purificados,
interiormente iluminados
y abrasados por el fuego del Espíritu Santo,
podamos seguir las huellas de tu amado Hijo,
nuestro Señor Jesucristo...»

Francisco concreta un poco más su petición de que Dios nos conceda hacer su voluntad. La voluntad de Dios consiste en que sigamos las huellas de su Hijo amado. Se ve aquí claramente que la palabra «Dios» del principio de la Oración se refiere al Padre. El Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre. Esta relación esencial entre ambos Francisco la subraya continuamente; en el presente caso la subraya con la palabra amado. Así como Cristo cumplió la voluntad del Padre a lo largo de toda su vida, sobre todo en su pasión y muerte por nosotros, así también debemos nosotros hacer la voluntad del Padre siguiendo al Hijo. Unas líneas antes escribía Francisco: «Nuestro Señor Jesucristo dio su vida para no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 46). Cristo cumplió la voluntad del Padre; ahí está el núcleo central de la acción salvadora de Jesús, según Francisco, que afirma en su Carta a todos los fieles:

«Este Verbo del Padre... puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39). Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas (cf. 1 Pe 2,21)» (2CtaF 4.10-13).

Como el autor de la carta de Pedro, Francisco une la idea del seguimiento con la del sufrimiento. En 1 Pe 2,21 se dice: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas». La obediencia de Jesús es un ejemplo para nosotros. En la citada Carta a todos los fieles y en la oración que estamos comentando Francisco hace suya la imagen gráfica del seguimiento: ir paso a paso detrás de otro, colocando los pies sobre las huellas que él va dejando. En ciertas circunstancias, sobre la nieve por ejemplo, este seguimiento puede facilitar la marcha. No hace falta preocuparse de la orientación ni de la meta. Se camina sencillamente siguiendo a aquel en quien hemos depositado nuestra confianza y que nos precede.

¿Pero cómo es posible el seguimiento de nuestro Señor Jesucristo? La Oración enumera brevemente las tres vías clásicas, aplicables también a los grados de oración y a las tres virtudes teologales, con las que tienen mucho en común:

1. Vía purgativa: Camino de purificación; «oración»; fe.
2. Vía iluminativa: Camino de iluminación; «meditación»; esperanza.
3. Vía unitiva: Camino de la unión mística; «contemplación»; caridad.

No vamos a tratar con detalle de este modelo gradual de acceso a Dios, que Francisco se limita a citar. Como dijimos anteriormente, toma estas expresiones de la tradición anterior. Con todo, no olvidemos que experimentó personalmente la unión mística en el monte Alverna, convirtiéndose en punto de arranque de una rica tradición espiritual y mística. La experiencia vivida en su crucifixión mística fue elaborada teóricamente sobre todo por san Buenaventura (1217-1274), que desarrolló con detalle la doctrina de las tres vías, ejerciendo un notable influjo en los siglos posteriores.

Ahora bien, ¿qué entiende Francisco por «interiormente purificados» ( interius mundati, en latín)? Es una expresión que él emplea en otros lugares. En la misma Carta a toda la Orden ruega a los sacerdotes «que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres» (CtaO 14). En la Regla no bulada ruega a todos los hermanos «que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas» (1 R 22,26). Estas citas dejan bien claro que la purificación interior supone un incesante esfuerzo de servir a Dios con todo el corazón, con un corazón indiviso. El mejor comentario a este lugar nos lo brinda, no obstante, la Admonición 16:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero».

En esta Admonición se emplea tres veces la palabra mundus (limpio, limpios). Por tanto, el primer paso del seguimiento consiste en el esfuerzo constante por mantenerse orientados a Dios y dispuestos a acogerle en todo momento. Esta purificación o limpieza, a fin de poder ver a Dios cada vez mejor y en todo, dura toda la vida. Y lleva a la contemplación de Dios el «solo puro» (1 R 23,9). Estamos en camino hacia esa purificación, hacia la contemplación directa e inmediata: es el camino de la sencillez, de la purificación continua, el camino de la penitencia.

La iluminación interior, interiormente iluminados, es el segundo grado. Cuanto con más limpio corazón miramos a Dios, tanto más recibimos las inspiraciones necesarias para nuestro camino y tanto más claros y limpios nos hacemos. Estar iluminado interiormente significa, para Francisco, exponernos a Dios como nos exponemos a los cálidos rayos del sol. Dios es el bien, todo bien, la luz que ilumina a los santos (ParPN 2), la luz que pidió en San Damián: «Ilumina las tinieblas de mi corazón» (OrSD). Está convencido de que toda iluminación proviene de Dios y de que toda obra buena ha sido inspirada por él. Al final del Saludo a la bienaventurada Virgen María saluda a las virtudes de manera parecida a como se expresa aquí:

«Salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes,
que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo
en los corazones de los fieles,
para que de infieles hagáis fieles a Dios» (SalVM 6).

Se trata siempre de ser cada vez más receptivos a la luz de Dios, más sensibles a su gracia, más fieles. Seguir las huellas de Cristo significa dejarse guiar por él a la luz, al Padre. El seguimiento es crecimiento interior en Dios.

Con el Hijo hacia el Padre: en este movimiento, en este dinamismo está presente el Espíritu, el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo. El Amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre es el Espíritu Santo. Él es la chispa, el fuego interior, la fuerza apremiante que cuanto más fuerte se hace, tanto más nos abrasa, es decir, tanto más nos introduce en el amor, en ese amor con que Cristo ama al Padre y con que nos ha amado hasta entregar su vida por nosotros, ese amor que Cristo ha encendido en el mundo y en el que quiere que arda -a pesar de todos los obstáculos y, con frecuencia, retando o exigiendo demasiado a los propios parientes-: «He venido a prender fuego a la tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!» (Lc 12,49).

Interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podemos los cristianos seguir a Cristo; él es nuestro Señor, que nos precede. La meta es el Altísimo.

«...y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo...»

Con la exclamación «Altísimo» se retoma la solemne aclamación de Dios del principio de la Oración. Verdaderamente Francisco piensa en Dios a lo grande: está sobre todo: sobre el tiempo (es eterno), sobre las capacidades del hombre (es omnipotente), sobre cualquier espacio imaginario (es altísimo). A la vez, este Dios grande e inabarcable es misericordioso, clemente. «Omnipotente-misericordioso», se dice al principio; «Altísimo-gracia», se indica hacia el final de la Oración: son los contrapuntos que muestran los dos extremos del ser de Dios, tal como Francisco lo ve, extremos que corresponden a la gracia de Dios y al obrar humano, y que marcan el gran abismo existente entre Dios y el hombre.

Aquí se consideran conjuntamente ambas realidades: la acción de Dios y el querer y obrar del hombre. Cuando se lee «por sola tu gracia», viene a la mente la figura de Lutero, quien emprendió la lucha contra la idea de la justificación por las obras y subrayó que no nos justificamos por nuestros propios méritos, sino por pura gracia de Dios. Así lo ve también Francisco de Asís (y con él la mejor tradición de la Iglesia y de la teología).

Pero Francisco no niega el valor del obrar humano: el hombre debe querer y hacer lo que a Dios le place, pero Dios es quien salva al hombre; por sí mismo, el hombre nada puede, es pobre, mísero. Pero cuando se reconoce y acepta tal como es, entonces es feliz, pobre y feliz. Así se ve claramente en esta Oración que nos habla de purificación interior, de iluminación y de ignición en el fuego del Espíritu Santo. El enlace entre voluntad y gracia se encuentra en la Carta a toda la Orden un poco antes de la Oración: «Toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor» (CtaO 1). En el ya citado capítulo 23 de la Regla no bulada, dice Francisco: «Amemos todos con todo el corazón... con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros... nos hizo y nos hace todo bien» (1 R 23, 8). También aquí se advierte la acción conjunta de Dios y el hombre, en el sentido de que nuestro amor es la respuesta a la acción salvífica de Dios. Puesto que Dios nos ha hecho y nos hace todo bien, debemos responder a su amor. Pero estamos tan lejos de Dios, el Altísimo, somos tan «miserables y míseros» que no debemos ni podemos tener nunca la pretensión de merecer la salvación. Si llegamos a Dios, eso es enteramente obra del «omnipotente, justo y misericordioso Dios».

«...que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad,
vives y reinas y eres glorificado,
Dios omnipotente,
por todos los siglos de los siglos. Amén»

Si Francisco había enumerado antes a las divinas personas, ahora emplea el concepto de Trinidad y Unidad. Había empezado su Carta a toda la Orden «En el nombre de la suma Trinidad y de la santa Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo. Amén» (v. 1), y la termina de manera parecida. La invocación de la Trinidad es el hilo conductor de toda la carta. Al final, la fórmula es todavía más solemne; sin duda tiene la marca de la liturgia. No es el único caso. Por ejemplo, el v. 16 de la Exhortación a la alabanza de Dios: «Bendita sea la santa Trinidad e indivisa Unidad», está tomado de la misa de la santísima Trinidad.

Tanto en un caso como en otro se proclama la Unidad y la Trinidad de Dios, su Tri-Unidad. En la Oración se dice además: «en Trinidad perfecta y en simple Unidad». Lo ya afirmado en el sustantivo «Unidad», se subraya con el adjetivo «simple». Quizás sea lícito considerar la expresión «simple Unidad» como un estímulo y un motivo teológico para que los hermanos menores vivan en simplicidad, imitando la simplicidad de Dios «el solo santo, justo, veraz, santo y recto» (1 R 23,9).

Como si quisiera que su Oración reflejara hasta en la expresión literaria su veneración a la santísima Trinidad, emplea a continuación tres verbos: «que... vives y reinas y eres glorificado». Son tres expresiones que pueden encontrarse en otros lugares de los escritos de Francisco: con frecuencia, citando a 1 Tes 1,9, llama a Dios «vivo y verdadero» (1CtaCus 7; Adm 16,2; OfP Oración y Sal 15,1; AlD 3); Dios reina como rey de cielo y tierra (ExhAlD 5.8; 1 R 23,1; AlD 2; etc.); será glorificado y su gloria se manifestará en el juicio final (1 R 23,4.9; OfP 3,12; 6,11-12). Pues Jesucristo, el Hijo de Dios, «ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado», confiesa Francisco en la misma Carta a toda la Orden (v. 22); un signo más de la íntima unión existente entre la Carta y su propia Oración final.

Una última observación que revela la particular unidad de la Oración en sí misma: empieza afirmando que Dios es «Omnipotente, eterno», dos afirmaciones que aparecen también al final: «Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos». Un «Amén», reafirmación de todo lo anteriormente dicho, cierra la Oración. En ella, Francisco describe algo así como un círculo. Empieza reconociendo con palabras de alabanza que Dios supera todas las ideas espacio-temporales que podamos formarnos sobre él. A continuación fija su mirada en nosotros, los hombres, pobres y míseros. Traza luego el camino por el que podemos llegar a Dios: siguiendo las huellas de su Hijo hecho hombre, un camino que debemos seguir con una purificación continua de nuestros pensamientos y deseos, con una constante conversión a la luz, abrasados en ese anhelo de Dios que el Espíritu Santo alimenta y mantiene vivo en nosotros. Así, pues, la gracia nos mantiene y guía a lo largo del camino. Dios está al principio y al final, más aún, él mismo se ha hecho camino en Jesucristo.

Francisco pide que seamos capaces de aceptar y cumplir la voluntad de Dios. Y la cumplimos siguiendo el ejemplo y las huellas de Cristo, que nos conducen a la gloria con él, en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. La sublimidad, omnipotencia, gloria y eternidad de Dios vuelven a ser el punto en el que se centra la mirada al final de la Oración. Participamos en ellas en la medida en que aceptamos la gracia que se nos regala y, lejos de apagar el fuego que ha sido encendido en nosotros, nos abrimos a la luz y nos mantenemos fieles en el seguimiento de la vida de Jesucristo.

El análisis del texto de la Oración nos ha mostrado que prácticamente podemos encontrar todas sus expresiones en otros lugares de los escritos de Francisco. Comparada con otros opúsculos del Santo, la Oración resulta aparentemente extraña por su densidad teológica y por su formulación de tipo litúrgico clásico. Sin embargo, su contenido coincide con cuanto conocemos de la oración teocéntrica y afectiva de Francisco. La Oración final de la Carta a toda la Orden es una suma de la teología franciscana, una síntesis recogida en una sola frase.

Quien medite palabra a palabra esta Oración, coincidirá con la opinión de L. Hardick y E. Grau citada al principio: «Es realmente una perla preciosa de la oración franciscana... la oración del hermano menor», la oración de cuantos quieren seguir con Francisco las huellas de Jesús. Merece toda nuestra atención, pues, como la Carta a toda la Orden en su conjunto, Francisco la escribió no sólo a los frailes de entonces sino a los de todos los tiempos «mientras exista este mundo» (CtaO 48).

INDICACIONES PARA LA REFLEXIÓN
PERSONAL Y EN GRUPO

1. Como el texto de la Oración es bastante denso, el primer trabajo puede consistir en familiarizarse con ella:
a) Escribe toda la Oración seguida.
b) Divídela en varias frases.
c) Formula las ideas en ella contenidas con tus propias palabras.

2. Si presentáramos esta oración a los creyentes de hoy:
a) ¿Qué reacciones produciría?
b) ¿Qué sensación te produce a ti?
c) ¿Cómo podría ser actualizada?

3. Cada miembro del grupo escribe la oración tal como le parece que sería más comprensible. A continuación se comparan los resultados y se dialoga sobre ellos.

4. Francisco escribe su Carta a toda la Orden desde una visión contemplativa. Hoy día somos muy reacios a declararnos y manifestarnos orantes.

a) Si coincide con nuestra actitud interior, ¿por qué no podemos escribir también nosotros cartas que empiecen con la señal de la cruz y terminen con una bendición?

b) ¿Por qué no añadimos una oración personal, adjuntamos una oración impresa o aludimos a una oración que nos ha ayudado a nosotros mismos (por ejemplo, una oración de la Liturgia de las Horas)?

Incluso desde el punto de vista meramente psicológico, es muy sano ampliar la relación Yo-Tú a una tercera dimensión. Si en una carta hablo con Dios o le hago hablar con él al destinatario de la misma, probablemente podré decir más cosas que si me limito a hablar directa y exclusivamente con aquel a quien escribo. En las cartas de consuelo y condolencia, sobre todo, en las que no encontramos palabras para expresar nuestra condolencia y pesar, las oraciones nos pueden servir de gran ayuda; piénsese qué variedad tan grande nos brindan los salmos.

5. Compara la Oración de Francisco con la oración final de sexta del sábado de la cuarta semana:

Señor, fuego ardiente de amor eterno,
haz que, inflamados en tu amor,
te amemos a ti sobre todas las cosas
y a nuestro prójimo por amor tuyo.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

a) ¿En qué puntos coinciden ambas oraciones?

b) ¿En qué supera la Oración de Francisco a la de sexta?

6. Las oraciones de la misa diaria tienen a menudo una densidad semejante a la de la Oración de la carta de Francisco. Hay que recitarlas despacio, para interiorizar su denso contenido. Cuando así se hace, dicen más que muchas oraciones modernas.

a) Meditad y dialogad, por ejemplo, sobre la oración colecta del último o de los últimos domingos.

b) Describid, dialogad y meditad sobre la siguiente oración colecta, tomada del domingo 20 del tiempo ordinario:

Oh Dios,
que has preparado bienes inefables para los que te aman,
infunde tu amor en nuestros corazones,
para que, amándote en todo y sobre todas las cosas,
consigamos alcanzar tus promesas,
que superan todo deseo.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

7. La mayoría de nosotros permanecemos a lo largo de toda la vida en el camino de purificación e iluminación; anhelamos la plena unión con Dios, que sólo se llevará a término en la vida eterna, cuando veamos cara a cara al Señor. Heinrich Spaemann propone para cada una de las dos vías siete puntos que pueden ayudarnos a superar actitudes e inclinaciones contrarias al Evangelio:[4]

a) Camino de purificación:

1. No colocar lo más importante en segundo lugar; no posponer la misa a nada; empezar y acabar el día con la oración.
2. No dudes en aceptar lo que te acerca al amor de Dios y de los hermanos.
3. No cedas a la tentación de críticas innecesarias y carentes de amor.
4. No busques el reconocimiento de los hombres.
5. No te preocupes angustiosamente ni te afirmes egoístamente.
6. No pierdas el tiempo.
7. Siéntete obligado a tomar la cruz del último lugar.

b) Camino de iluminación:

1. Empieza siempre de nuevo.
2. Busca, ama y guarda el silencio, y hazlo posible a los demás.
3. Procura tener una conciencia delicada.
4. Mírate en el espejo de la Sagrada Escritura.
5. Procura mantenerte fiel a un programa espiritual.
6. Sé creativo en el amor.
7. Afirma, ama y haz comunidad, fraternidad.

Busca personalmente, buscad en grupo, en la comunidad, consecuencias prácticas y pasos concretos derivados de estos catorce puntos.

NOTAS:

[1] Cf. L. Lehmann, El hombre Francisco a la luz de sus cartas , en Selecciones de Franciscanismo núm. 43 (1983) 31-65; Id., "Exultatio et exhortatio de poenitentia". Zu Form und Inhalt der "Epistola ad fileles I", en Metodi di lettura delle Fonti Francescane, Roma 1988, 393-437.

[2] L. Hardick - E. Grau, Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl 1984, 8.ª edición, p. 89.

[3] Véase L. Lehmann, En busca de sentido . La Oración de S. Francisco ante el Crucifijo de San Damián, en Selecciones de Franciscanismo núm. 58 (1991) 65-76.

[4] H. Spaemann, Und Gott schied das Licht von der Finsternis. Christliche Konsequenzen, Friburgo de Brisgovia 1982, 161-170.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, núm. 70 (1995) 24-39]

[En L. Lehmann, Francisco, maestro de oración, pp. 227-245]

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