DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

DISCÍPULOS DE JESÚS

por Miguel Payá Andrés


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CAPÍTULO V

JESÚS DA SU VIDA POR NOSOTROS

En cada misa, después de la consagración, la comunidad cristiana hace esta aclamación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» En estas pocas palabras se sintetiza toda la fe cristiana y, por tanto, toda nuestra visión de la vida. Lo que llamamos «el misterio pascual» es el culmen de toda la misión de Jesús y la clave que nos permite descubrir la verdad profunda de la vida humana.

Vamos, primero, a describir cómo vieron e interpretaron la muerte de Jesús sus primeros discípulos, tal como nos lo dejaron consignado en los escritos del Nuevo Testamento.

1. «Ha llegado la hora»: El cumplimiento de la voluntad del Padre

En la oración que hace en el cenáculo después de la institución de la Eucaristía, Jesús dice: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te dé gloria» (Jn 17,1). La hora de que habla es la hora de su muerte. Y la concibe como la manifestación definitiva tanto de lo que es el Padre como de lo que es él mismo. Porque «gloria» significa precisamente la manifestación esplendorosa del ser de Dios y de su potencia. ¿Qué nos quiere dar a entender Jesús con estas palabras?

Ante todo que acepta voluntariamente su muerte. La ha visto venir y la ha afrontado con lucidez. No la ha eludido ni ha emprendido la huida. No se ha defendido. No ha organizado una resistencia ni ha modificado su mensaje. Las escenas impresionantes de la pasión nos muestran a un Jesús sereno, coherente, lúcido, valiente y al mismo tiempo pacífico. Y es que contempla su muerte, no como un final traumático que acaba con su persona y su misión, sino como la culminación de todo lo que ha sido. Para él la muerte es la manifestación plena del sentido y razón de ser de toda su vida. Vida y muerte nacen de un mismo acto de amor por el que Jesús quiere rehacer la amistad entre Dios y el hombre.

El objetivo fundamental de toda su vida había sido cumplir la voluntad del Padre: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y realizar su obra» (Jn 4,34). Y la aceptación de su muerte es el sí definitivo a esa voluntad. En la oración del huerto, con sudores de sangre, Jesús dice: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26,39). Ahora bien, la voluntad del Padre era entregarlo en manos de los pecadores. El amor de Dios al hombre es tan fuerte que le lleva a «no perdonar a su propio Hijo y a entregarle por todos nosotros» (Rom 8, 32). Si Dios entrega a su Hijo es porque nos ama: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). La entrega del Hijo es, pues, la manifestación suprema del amor de Dios. Con razón comenta San Pablo: «El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él? (Rom 8, 32). En una palabra, en la muerte de Jesús se manifiesta definitivamente que Dios es amor. Y por eso es el momento supremo en que la gloria de Dios aparece en toda su luminosidad y potencia. Dios nos descubre su ser demostrándonos que es capaz de morir en Jesús por nosotros.

2. «Porque él quiso»: El acto supremo de amor

Jesús obedece al Padre, está de acuerdo en ser entregado mostrándonos así que nos ama con el mismo amor del Padre. Ciertamente esta actitud de servicio y de entrega que nace del amor se manifiesta en todos los momentos de la vida de Jesús. Pero él sabía que el amor exige dar la vida: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13). Y por eso quiere llegar hasta el final: «Después de haber amado a los suyos en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Los últimos acontecimientos de la vida de Jesús son expresión de este amor hasta el extremo; es en ellos donde se revela plenamente la belleza y la gloria del amor de Cristo al mundo.

Los evangelistas nos introducen en estos últimos acontecimientos a través de dos escenas muy expresivas. La primera es el lavatorio de los pies, gesto en el que, como ya vimos, Jesús nos indica cuál ha sido la orientación fundamental de su vida: él ha venido para lavar los pies sucios de la humanidad. Ha aceptado el oficio de esclavo para hacernos dignos de sentarnos a la mesa de los hijos. Nos ha revelado que amar es morir a sí mismos y servir.

La otra escena es la unción en Betania (cf. Jn 12,1-11). María derrocha un gran capital derramando un perfume costoso sobre la cabeza de Jesús. Los calculadores protestan. Pero Jesús acepta totalmente el regalo porque es la respuesta de quien ha comprendido que amor con amor se paga. Todo es poco para agradecer a quien lo ha dado todo. El amor servicial de Jesús y el reconocimiento emocionado de la hermana de Lázaro nos dan las claves para entender el relato de la pasión y muerte de Jesús, que, en último término, es una oferta suprema de amor que está pidiendo una respuesta.

3. «Como un bandido»: Jesús ejecutado como malhechor

Jesús no murió de muerte natural sino que fue ejecutado en una cruz. Los evangelios nos narran con todo detalle la detención, el juicio y la ejecución. Vale la pena recordar brevemente los hechos.

Denunciado por uno de sus apóstoles, fue detenido por la guardia judía del Templo, en el huerto de Getsemaní, la noche de un jueves. Durante esa noche fue sometido a dos interrogatorios; primero ante Anás, ex sumo sacerdote que había sido depuesto por los romanos, y después ante Caifás y todo el tribunal supremo judío, el Sanedrín. En este juicio religioso se le acusó de blasfemia y fue condenado a la pena capital. Pero como el Sanedrín no podía ejecutar esta pena, hubo que traer a Jesús ante el procurador romano, que a la sazón estaba en Jerusalén con motivo de las fiestas de Pascua. Ante el procurador las autoridades judías cambiaron de estrategia y lo acusaron de agitador político contra Roma. Poncio Pilato se percató enseguida de que no había motivo para condenar a Jesús a muerte. Ante la presión creciente de los judíos, ideó varias estratagemas para no condenarle. Primero lo remitió a Herodes Antipas, presente también en Jerusalén y que era quien tenía la jurisdicción en Galilea. Después quiso aprovecharse de la costumbre de soltar a un preso por la fiesta de la Pascua. Por último, le impuso a Jesús el duro castigo de los azotes para ver si con ello se conformaban sus acusadores. Pero todo fue en vano. La pertinacia de los dirigentes judíos, que habían logrado movilizar a una masa de gente contra Jesús, hizo temer a Pilato mayores males. Sobre todo cuando se oyó decir: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César. El que se hace rey va contra el César» (Jn 19,12). Amenazado en su puesto, cedió pronunciando la sentencia de muerte, no sin antes hacer un gesto absolutamente hipócrita: se lavó las manos mientras decía: «No soy responsable de la muerte de este inocente» (Mt 27,24). Jesús fue crucificado en el lugar llamado «La Calavera», a las 9 de la mañana del viernes, víspera de la Pascua judía del año 30, y murió hacia la media tarde. La causa de la condena, que figuraba en un letrero sobre la cruz, fue la de agitador político: «Éste es Jesús, rey de los judíos» (Mt 27,37).

Ante estos hechos, no hay más remedio que preguntarse: ¿Qué ha defendido Jesús para llegar a ser tan insoportable a las autoridades judías y romanas? ¿Cómo ha podido provocar una acción tan violenta?

Hay que reconocer que la actitud de Jesús ante la Ley de Moisés, la «Torá», ponía en crisis toda la institución legal sobre la que se apoyaba la autoridad religiosa y social de los dirigentes de Israel. Con la libertad propia de un hombre que viene de Dios, Jesús se coloca por encima de la Ley y da la última palabra al amor. Por otra parte, anuncia a un Dios Padre, abierto a todos los hombres, incluso a los extranjeros y pecadores, con lo que está rechazando el carácter privilegiado del pueblo judío y de su alianza con Yahvé. Predica que se acerca el Reino de Dios, pero no como un juicio para paganos y pecadores, sino como una buena noticia de perdón y de gracia. De este modo, contradice todas las esperanzas judías, que se basaban en la pertenencia al pueblo elegido y en el valor absoluto de la «Torá». Y, por si fuera poco, se presenta como superior a Moisés, a quien corrige en varias ocasiones. Más aún, se coloca en un plano de igualdad con Dios, a quien llama «mi Padre» en un sentido excepcional y exclusivo, que el monoteísmo judío no podía aceptar. Se entiende así la animosidad visceral de las autoridades religiosas del judaísmo y su acusación de blasfemia.

Además, su actuación libre frente a toda autoridad, su obediencia radical a Dios por encima de cualquier señor o césar, y su anuncio decidido del Reino de Dios, podían interpretarse como un peligro contra la «pax romana», como una perturbación del orden socio-político establecido por Roma. Aunque Jesús se esforzó por evitar este malentendido, las expectativas políticas de los judíos de su tiempo se prestaban a malinterpretar su mensaje. Aunque resulta curioso que estas expectativas motivaran primero la decepción de las masas y se utilizaran después para acusarle. El pueblo esperaba que condujera a Israel hacia la destrucción del imperialismo romano y, al verse defraudado, lo abandonó y colaboró en su ejecución. Y los dirigentes le acusaron ante Pilato de subversión para lograr su condena.

4. «Por nuestros pecados»: A causa de ellos y para perdonarlos

Pero, como ya hemos apuntado, la muerte de Jesús tiene un significado más profundo. No se trata solamente de la muerte injusta de un inocente. Porque Jesús no es un hombre más. Los evangelistas nos cuentan una serie de hechos extraordinarios que se produjeron al morir Jesús: el velo del templo se rasgó, la tierra se oscureció y tembló, se abrieron muchos sepulcros. Había muerto algo más que un hombre.

Impresiona la enorme confabulación que lleva a esta muerte: todos contra Jesús. Los discípulos lo traicionan o lo abandonan. Las autoridades religiosas se empeñan en hacerle desaparecer utilizando todos los medios. El poder romano, tan orgulloso de su justicia, perpetra la gran injusticia. El pueblo, al que tanto amó y favoreció Jesús, grita con locura ciega: «Crucifícale.» Hasta los transeúntes se burlan de él porque es incapaz de salvarse a sí mismo. Toda la humanidad (cristianos, judíos y paganos) está implicada en la muerte de Jesús. El mundo ha querido expulsarle, echarle fuera. Y es que en la cruz se revela hasta dónde puede llegar el pecado del mundo: hasta querer eliminar a Dios.

Pero también en la cruz se revela la respuesta de Dios al pecado del mundo. Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La misma cruz, que revela el poder del pecado, se ha convertido en fuente de donde brotan las palabras de perdón. La lógica de Dios no es la lógica del mundo: cuando mayor ha sido el pecado del mundo, con más claridad nos ha manifestado Dios su disponibilidad para el perdón. Bastan una mirada de fe al crucificado y una breve súplica para que Jesús abra al ladrón arrepentido las puertas del paraíso (cf. Lc 23,29-43). Pablo comenta el significado profundo de esta contradicción: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rom 11,32). Todos le matamos y por eso «él murió por todos para que los que viven no vivan para sí, sino para quien por ellos murió y resucitó» (2 Cor 5,15). «Él expía nuestros pecados, y no sólo los nuestros, sino los de todo el mundo» (1 Jn 2,2).

Por eso la cruz comenzó inmediatamente a producir sus frutos. El centurión que mandaba el piquete de ejecución, al ver cómo había expirado Jesús, exclamó: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). La muchedumbre que había acudido al espectáculo, «al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Lc 23,48). El fruto de la cruz es el arrepentimiento, que nace de una mirada de fe y amor a Cristo, y la nueva vida que brota del costado abierto del Salvador.

5. «Haced esto en memoria mía»: La Eucaristía, memorial de su entrega

«Un soldado le abrió el costado de una lanzada. Al punto brotó sangre y agua» (Jn 19,34). Sangre y agua son dos símbolos de vida. De Cristo nace una nueva vida. Y esa vida va a llegar a nosotros a través de dos grandes sacramentos: el Bautismo (el agua) y la Eucaristía (la sangre).

Jesús instituyó la Eucaristía la noche antes de su muerte. Con aquel gesto quería decir: «No me quitan la vida, sino que la entrego voluntariamente» (Jn 10,18). En la última cena con los discípulos, Jesús distribuyó su cuerpo y su sangre, es decir, su propia existencia terrena, entregándose a sí mismo. Jesús asumió anticipadamente su muerte y la transformó en un acto de amor. Por eso esta cena no fue más que una anticipación de la cruz y una transformación de la muerte violenta que se aproximaba en donación amorosa de sí mismo. Y de esta transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario brotó la salvación. La Eucaristía nos enseña que en la muerte de Cristo su amor al mundo es más fuerte que el pecado del hombre, y que este amor salva al mundo.

La última cena y la cruz constituyen el único e indivisible origen de la Eucaristía. Porque la muerte en la cruz, sin el acto de amor infinito expresado en la cena, sería una muerte vacía, sin fuerza de salvación. Y la cena, si no hubiera culminado en la muerte, sería un gesto despojado de autenticidad y de verdad.

Al instituir la Eucaristía, Jesús dijo: «Haced esto en memoria mía.» Y explica San Pablo: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11,26). Cuando reproducimos, pues, el gesto y las palabras de Cristo en la última cena, se vuelve a hacer presente en nosotros la entrega amorosa de Cristo en la cruz y se nos aplican sus frutos para ir transformando nuestra vida hasta alcanzar la plenitud definitiva. Es lo que canta una bella antífona de la Iglesia, compuesta por santo Tomás de Aquino: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestro alimento. Se renueva la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura.»

Pero el «haced esto en memoria mía» tiene también otro significado. Es como si Jesús nos dijera: «Ofreceos también conmigo por amor.» En efecto, en la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. Los cristianos de todos los tiempos tenemos la posibilidad de unirnos a la entrega total de Cristo ofreciendo nuestra alabanza, nuestro sufrimiento, nuestro trabajo, nuestra caridad y toda nuestra vida. De este modo, la Eucaristía hace la Iglesia y nos hace a cada uno de nosotros como discípulos de Cristo.

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