DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA

por Miguel Payá Andrés


Capítulo VIII
EL BANQUETE
Tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio

«¡Aleluya! El Señor Dios nuestro, el todopoderoso, ha comenzado a reinar. Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero. Está engalanada la esposa, vestida de lino puro, brillante... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,6-9). Este es el canto triunfal y alegre que resuena a la vez en la liturgia celeste y en la terrestre. Porque ensalza lo que ocurre en la celebración cristiana, que anticipa la salvación futura. Son las bodas definitivas del Cordero, su entrega amorosa y total, que realiza la soberanía de Dios sobre el universo. Y se llaman dichosos a los invitados a estas bodas, porque, ¡oh sorpresa!, ellos son la Esposa, la novia, la destinataria del amor inconmensurable del celeste Esposo, la humanidad redimida al precio de su sangre que entra toda hermosa en el tálamo de la vida divina. Se comprende que, al oír este canto, el vidente de Patmos cayera en tierra en actitud de profunda adoración.

Con actitud de acción de gracias y de adoración nos acercamos también nosotros, invitados convertidos en novia, a la cumbre de la celebración. Todo lo que ha sucedido hasta este momento no era más que preparación para este encuentro amoroso, que descubre y realiza el sentido profundo de la vida humana. Recordaremos, primero el misterio de este banquete y, después, analizaremos el modo cómo se realiza.

1. LOS SAGRADOS MISTERIOS

«Misterio» llamó san Pablo al plan amoroso de Dios sobre la humanidad, manifestado y realizado en Cristo. Y los cristianos aplicaron en seguida esta palabra a la Eucaristía, pero poniéndola en plural, «sagrados misterios», porque en ella confluyen varios. Primero, siguiendo a san Pablo, en ella alcanza su máxima manifestación y realización el proyecto amoroso del Padre: al darnos a su Hijo nos lo da todo. Pero, junto al misterio del amor del Padre, aquí nos encontramos también con la presencia real de Cristo resucitado que nos ofrece su entrega hasta la muerte. Y aún falta un tercer misterio, el nuestro. Oigamos a San Agustín: «Si vosotros sois el cuerpo de Cristo, lo que está sobre la santa mesa es un misterio de vosotros mismos, lo que recibís es vuestro propio misterio. Vosotros mismos lo refrendáis al responder: Amén» (Sermón 272). Es decir, nosotros estamos unidos indisolublemente a Cristo y cada Eucaristía refuerza esta unión. Por eso, el Cristo glorioso que está en el cielo y se hace presente en la Eucaristía, ya no está solo, sino unido a todos sus miembros, que somos nosotros. De ahí deduce san Agustín que lo que recibimos es el cuerpo glorioso de Cristo y, a la vez, la gracia de nuestra unión con él. Más aún, si la Eucaristía hace presente el sacrificio de Cristo, y nosotros formamos parte de él, es al mismo tiempo el sacrificio de la Cabeza y de los miembros: «Éste es el sacrificio de los cristianos: unidos a Cristo formamos un solo cuerpo. Este es el sacramento tan conocido de los fieles que también celebra asiduamente la Iglesia, y en el cual se le demuestra que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella misma se ofrece» (La Ciudad de Dios, 10,6). Siguiendo al Nuevo Testamento, hemos presentado la Eucaristía como una boda. Ahora bien, en una boda, dos se entregan mutuamente para ser «una sola carne». Y eso es lo que ocurre entre Cristo y nosotros: la Eucaristía es la entrega mutua entre Cristo y nosotros, y la entrega de los dos, formando un solo cuerpo, al Padre.

Para comprender y expresar estos misterios, la fe cristiana necesita hacer cuatro afirmaciones (cf. Código de Derecho Canónico, can. 897; Catecismo de la Iglesia Católica, 1356-1390):

1.ª La Eucaristía es presencia real de Jesús. En ella no se nos comunica simplemente una gracia, sino a Aquel en quien toda gracia tiene su origen. Porque, al decir «Esta es mi carne» (en las palabras arameas originales), estaba diciendo «Esto soy yo». Se trata de una presencia «verdadera, real y substancial»: el pan y el vino dejan de ser tales, aunque sigan pareciéndolo, para ser el cuerpo, el alma y la divinidad de Jesús. Pero, al mismo tiempo es una presencia servicial y gloriosa: Jesús sigue estando entre nosotros como el que sirve, pone a nuestra disposición el abajamiento de la encarnación y el de la muerte en cruz; pero su presencia es ya la del Señor glorificado, que quiere asociarnos a su glorificación. Por eso Jesús hace de la Eucaristía la promesa y la garantía de nuestra resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

2.ª La Eucaristía es memorial. Jesús mandó a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía», y se comprometió a hacer sacramentalmente presente cada vez el don que hizo de sí mismo una vez para siempre. La Iglesia obedece, a lo largo de los siglos, a la voluntad expresa de Jesús. Este memorial no renueva ni repite el sacrificio de la cruz, sino que lo actualiza para nosotros: hace a los cristianos de todos los tiempos contemporáneos del drama del Calvario. Es decir, los invita y los capacita para participar en el misterio de la cruz, haciendo de su vida una reproducción del sacrificio de Jesús.

3.ª La Eucaristía es sacrificio. Como ya hemos dicho, esta memoria hace presente la pasión de Jesús (cuerpo «entregado» y sangre «derramada»), y también su desenlace, que es la resurrección. Jesús revolucionó el concepto judío de sacrificio: «El amor a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33). Para él, lo esencial está en la manera de vivir para Dios y para el prójimo. Toda su vida fue un sacrificio, porque fue una entrega por amor al Padre y a sus hermanos. Y su muerte fue el momento supremo de esta donación. Se trata, pues, de un sacrificio espiritual, cuyo contenido es la misma existencia: es una manera de vivir, y de morir, dando la preferencia a Dios y a los otros en la vivencia cotidiana del amor. Y este tipo de sacrificio es el que se nos pide también a los cristianos: «Vivid el amor, siguiendo el ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable» (Ef 5,2). La Eucaristía es sacrificio en cuanto nos ofrece la donación total de Jesús y nos exige nuestra donación total como respuesta.

4.ª La Eucaristía es banquete. Jesús quiso que celebrásemos su muerte con una comida de pan y de vino. El significado profundo de esta comida se entiende desde el simbolismo natural de estos elementos, y desde su uso en la historia de la salvación y en la vida misma de Jesús. En efecto, el pan significa lo necesario para subsistir; y el vino, la plenitud, la alegría de vivir, el amor: Jesús nos ha querido decir que él es indispensable para la vida y, además, que da la plenitud de la misma. Jesús relacionó esta comida con la Pascua, la cena de la liberación, y con el «maná», el alimento milagroso que permitió al pueblo de Israel subsistir en el desierto: con ello Jesús se nos ha presentado como el alimento de la verdadera liberación y como el auténtico «pan del cielo» que da la vida definitiva y eterna. Jesús comió con pecadores y utilizó el símbolo del banquete para hablar de la meta definitiva del hombre: así anunciaba que la Eucaristía es fuerza purificadora del pecado y anticipación de la fiesta final.

2. EL MISTERIO DEL MATRIMONIO

La unión natural entre un hombre y una mujer, obra del Creador, que quiso hacer de ella una imagen de su propio ser, fue elevada por Cristo a la categoría de sacramento de su unión y de su amor a la Iglesia (cf. Ef 5,31-32). Los «casados en el Señor» participan del mismo amor de Jesús, que amó a su Esposa hasta el extremo, y son signo del mismo en el mundo. O, dicho de otro modo, la alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: «El auténtico amor conyugal es asumido por el amor divino» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 48). Y, como esta alianza y este amor han llegado a su máxima plenitud y manifestación en la nueva alianza de Jesús, en la entrega de Jesús a la muerte y su glorificación por el Padre se manifiesta también la verdad última y la grandeza del amor conyugal cristiano.

Ahora bien, si esta entrega de Jesús se celebra y se hace presente en la Eucaristía, también en la Eucaristía se ha de celebrar y renovar ese signo de su amor que es el Matrimonio. Así lo entiende la Iglesia: «En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó. Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, «formen un solo cuerpo» en Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1621).

De modo que, repitiendo la frase de san Agustín, podemos decir a los esposos cristianos cuando participan en la Eucaristía: «La santa mesa es un misterio de vosotros mismos, lo que recibís es vuestro propio misterio». Porque lo que recibís es la entrega amorosa del Señor, que hace posible vuestra entrega mutua, la constituye, la alimenta y la hace crecer continuamente. Y, en consecuencia, la Eucaristía aporta a vuestro matrimonio las siguientes riquezas:

1.ª Presencia real de Jesús. La presencia eucarística del Señor significa y aumenta su presencia también real en vuestra unión: os casasteis «en el Señor» y seguís viviendo vuestro matrimonio en él; porque él es fiel y no os abandona nunca. Es una presencia servicial: os «lava los pies» continuamente, purificando vuestro amor de todo egoísmo y de todo pecado. Pero es también una presencia gloriosa: os llama a crecer, para que vuestro amor se parezca cada vez más al suyo, y, además, os da la seguridad de que eso es posible; más aún, que eso se realizará cuando Dios os introduzca definitivamente en su propio amor.

2.ª Memorial. Memorial, ante todo, de la muerte de Jesús por vosotros, que es lo que hizo y hace posible vuestro amor. Pero memorial también de toda vuestra historia de amor, desde aquel día en que os dijisteis: «Soy tuyo», «soy tuya». Y un memorial que no es puro recuerdo nostálgico, como cuando miráis las fotos o el vídeo de vuestra boda, sino actualización y renovación de esa admirable entrega. Es un recuerdo que os hace vivir el presente con más intensidad; y también con mayor alegría, porque, lo que un día era apenas promesa y proyecto, es ahora densa y gozosa realidad.

3.ª Sacrificio. El día de vuestro Matrimonio ofrecisteis a Dios una vida en común presidida por el amor, es decir, os entregasteis a Dios entregándoos el uno al otro. Y en cada Eucaristía volvéis a renovar esta ofrenda, uniéndola a la de Jesucristo al Padre: «Para que el sacrificio de Cristo sea también el vuestro, no es suficiente que ofrezcáis su cuerpo y su sangre. El don del anillo no ocupa el lugar del don del corazón y de la vida, lo supone. Igualmente, la ofrenda del cuerpo y de la sangre de Cristo, exige vuestro propio don interior. El don de cada uno de vosotros, sin duda, pero también el don de vuestra pequeña comunidad conyugal. Este don tiene múltiples aspectos: os tenéis que ofrecer el uno al otro a Dios, ofreceros el uno y el otro, juntos, ofrecer vuestros hijos, y, más aún, ofrecer todo lo que es vuestra existencia» (H. Caffarel, Le Mariage, route vers Dieu, 249-250). El día de la boda prometisteis: «en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad». Ahora ya tenéis experiencia de ello y renováis la ofrenda desde la realidad actual de vuestra vida, con sus alegrías y problemas, con sus logros y frustraciones. Es decir, vuestro sacrificio es ahora más agradable a Dios porque asume y acepta la cruz, sin la cual no hay amor verdadero.

4.ª Banquete. ¿Cuántas veces habéis sentido la tentación de creer que el matrimonio era una empresa imposible? Es saludable sentir esta tentación, porque entonces es cuando experimentáis que estáis llamados a algo que supera las puras fuerzas humanas. Pero Jesús no os ha llamado a algo imposible, porque no estáis solos. Él es el alimento que hace posible el verdadero amor y, por tanto, el que mantiene y hace crecer vuestra unión. Vosotros os acercáis juntos a la Eucaristía, una y otra vez, porque, como los mártires antiguos, reconocéis que «sin la comida del Señor no podríamos vivir»; y, sobre todo, no podríamos vivir juntos.

3. LA LITURGIA EUCARÍSTICA

Al instituir la Eucaristía en la última Cena, Jesús tomó en sus manos el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y los dio a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en memoria mía». La Iglesia ha ordenado toda la celebración de la Liturgia Eucarística según estas mismas partes que responden a las palabras y gestos de Jesús. En efecto:

1) En la Preparación de los dones, se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos.

2) En la Plegaria eucarística, se dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación y los dones se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

3) En el Rito de comunión, por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles, y por la comunión los mismos fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos del mismo Cristo.

a) Preparación de los dones

A esta primera parte se le ha cambiado el nombre: ya no es Ofertorio, sino Preparación de los dones. Se ha querido evitar así una ambigüedad. Algunos, movidos por el deseo legítimo de unir la Eucaristía con la vida, pensaron que este era el momento de ofrecer nuestros esfuerzos por convertirnos, transformar el mundo y anunciar a Cristo. Pero, entonces, se producía un sacrificio antes del Sacrificio; el momento de la ofrenda de nosotros mismos no es éste, sino cuando presentemos al Padre la ofrenda de Jesús. Los ritos actuales de esta parte tienen, pues, una finalidad más humilde, aunque también rica en significación.

Preparación del altar. Sobre el altar o mesa del Señor, que es el centro de toda la Liturgia Eucarística, se colocan el corporal, el purificador, el misal, el cáliz y la patena. Es un gesto funcional pero que sirve para destacar que lo más importante desde este momento es lo que va a ocurrir sobre el altar: comienza el banquete.

Presentación de los dones. Se aconseja que sean los mismos fieles los que presenten el pan y el vino. Además, se conserva la costumbre, que ya existía desde los tiempos apostólicos, de presentar también dinero u otras aportaciones para los pobres o para la Iglesia. Y esta presentación debe hacerse en forma de procesión festiva, acompañada de un canto de ofrenda.

Cuando el sacerdote recibe los dones, los presenta a Dios con unas oraciones inspiradas en el modelo de las «bendiciones» judías, que designan el pan y el vino como frutos de la naturaleza, y por lo tanto dones de Dios, y al mismo tiempo, como producto del trabajo de las manos humanas. Estas oraciones las puede decir en voz alta, y entonces los fieles pueden responder «Bendito seas por siempre, Señor», o en privado, mientras los fieles escuchan el órgano, o la schola ejecuta algún canto, o simplemente se produce un momento de silencio.

Incensación de los dones y del altar. Los dones y el mismo altar pueden ser incensados, para significar de este modo que la oblación de la Iglesia y su oración suben ante el trono de Dios como el incienso. Y también pueden ser incensados el sacerdote y el pueblo, para disponerlos a ser ofrenda agradable al Señor.

Lavabo. En un rito privado, el sacerdote se lava las manos expresando así su deseo de purificación interior.

Orad, hermanos. Esta oración compartida por el sacerdote y la asamblea está mirando ya la acción eucarística que va a empezar. El sacerdote invita a orar para que el «sacrificio mío y vuestro», es decir, el sacrificio ofrecido por el sacerdocio bautismal y por el ministerial, sea agradable a Dios. Y el pueblo responde expresando muy bien la finalidad del sacrificio que está a punto de realizarse: «Para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». Juan Pablo II comenta esta respuesta diciendo: «Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial» (Dominicae Cenae, 9).

Oración sobre las ofrendas. La presentación de los dones concluye con esta oración presidencial, que recoge el sentido espiritual de todo el rito y, a la vez, adelanta el destino que los dones ofrecidos van a tener en la Eucaristía. En efecto, su idea dominante es presentar a Dios los dones para que los acepte benigno y los santifique. Antes de la renovación litúrgica, esta oración era llamada «secreta», pero ahora se recita en voz alta, recuperando así la antigua manera de recitarla.

b) Plegaria eucarística

La Ordenación del Misal la introduce así: «Ahora es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber, la Plegaria eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de consagración» (Ordenación General del Misal Romano, 54).

Esta plegaria tuvo también como antecedentes las bendiciones del culto judío, pero con los nuevos contenidos, claro está, del nuevo misterio cristiano. En los inicios del cristianismo se formulaba libremente, sin ningún texto fijo prescrito, pero poco a poco fueron apareciendo formas fijas oficiales, sobre todo para evitar las deformaciones que introducían algunas sectas heréticas. En Oriente hubo una gran abundancia de plegarias eucarísticas, pero en Roma se fijó bastante pronto un único texto, el «Canon romano», que ha sido obligado hasta la reforma litúrgica. Después del Vaticano II se han ido aprobando varias plegarias, hasta el punto que nuestro Misal Romano en lengua española presenta hasta trece: las cuatro típicas (I o Canon Romano, II, III y IV); cuatro creadas por el episcopado suizo, que llevan el nombre de «Plegarias para diversas necesidades» (Va, Vb, Vc y Vd); dos llamadas «sobre la Reconciliación», aprobadas por Pablo VI en 1975 (I y II); y tres plegarias para las misas con niños. Además del centenar de Prefacios, que es la parte más variable de la plegaria, para los distintos tiempos y situaciones.

A pesar de esta variedad, todas estas plegarias tienen una estructura similar, que les viene dada por una serie de elementos comunes, que comentamos a continuación:

Diálogo introductorio. Este preámbulo dialogado es muy antiguo y se encuentra en todas las liturgias con pocas variantes. Tras un saludo mutuo entre el sacerdote y la asamblea, contiene una invitación a elevar los corazones y a dar gracias a Dios. Aunque la plegaria eucarística la va a recitar sólo el sacerdote, con esta invitación le recuerda a toda la asamblea que debe unirse interiormente a ella, porque la hace en nombre de todo el pueblo santo.

Prefacio. Es un elemento esencial de la plegaria porque es el que introduce la acción de gracias: glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salvación o por alguno de los aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiempo litúrgico. De ahí que, como ya hemos dicho, sea la parte más variable de la plegaria.

Santo. Primera aclamación que canta o recita toda la asamblea, todo el pueblo con el sacerdote, que se unen así al canto de las jerarquías celestiales. La primera parte resalta la santidad de Dios, repitiendo un himno del libro de Isaías (cf. Is 6,3), y la segunda centra la alabanza en el Salvador enviado por el Padre, utilizando la aclamación de la gente a Jesús cuando entró en Jerusalén (cf. Mt 21,9).

Epíclesis. En todas las plegarias encontramos dos invocaciones que técnicamente se llaman epíclesis: lo que se pide al Padre en ellas es que derrame su Espíritu Santo. La primera epíclesis, que está corroborada por un gesto significativo, está situada inmediatamente antes de la consagración: el sacerdote, con las manos extendidas sobre el pan y el vino, pide que el Espíritu los transforme en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La otra, que está situada en la segunda parte de la plegaria, pide que el Espíritu transforme y una a la comunidad. Es decir, se pide que el Espíritu cree el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo.

Narración de la institución y consagración. Es el punto culminante de la Eucaristía. Con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que él instituyó en la última Cena, cuando bajo las especies de pan y vino ofreció su Cuerpo y su Sangre y se lo dio a los Apóstoles, encargándoles perpetuar ese mismo misterio. Se comprende que las palabras del Señor sean idénticas en todas las plegarias. Además, los fieles, que hasta este momento han estado de pie, se arrodillan en señal de veneración y adoración a la presencia real del Señor. Y, para facilitar estas mismas actitudes, el sacerdote eleva sucesivamente la Sagrada Forma y el Cáliz.

Memorial. Concluida la consagración, el sacerdote proclama: «Este es el sacramento (misterio) de nuestra fe». Juan Pablo II comenta: «Con estas palabras... la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su pasión, revela también su propio misterio: la Iglesia nace de la Eucaristía» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 5). E inmediatamente la asamblea responde con una aclamación, que no es simple adhesión a lo que precede, sino que tiene una importancia propia: es lo que se llama memorial o anámnesis, cuyo sentido es éste: queremos hacer lo que mandó el Señor, recordamos su muerte, su resurrección y su ascensión. Y el sacerdote, al continuar él solo con la plegaria, retomará esta misma idea: «Así pues, Padre, al recordar...». Se trata de un recuerdo eficaz, que actualiza estos misterios de Cristo y nos hace participar de su salvación.

Oblación. La Iglesia ofrece al Padre la entrega de Cristo, pero, al mismo tiempo, se ofrece a sí misma toda entera con Él. Este es, pues, el momento en que todos los fieles deben ofrecerse a sí mismos juntamente con el sacrificio que ofrece la Iglesia: «La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos» (Ordenación General del Misal Romano, 55).

Intercesiones. Son unas oraciones de petición con las que «se da a entender que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar de la salvación y redención adquiridas por el Cuerpo y Sangre de Cristo» (Ordenación General del Misal Romano, 55). Es, pues, el momento en que, los que celebramos la Eucaristía, caemos en la cuenta de que no lo hacemos como un grupo particular, sino unidos a toda la Iglesia, militante, purgante y triunfante. Y que, como Iglesia peregrina, caminamos hacia la salvación plena en unión con toda la creación. La Eucaristía, de este modo, se convierte en el centro de la historia, que va haciendo madurar a la comunidad celebrante como Cuerpo de Cristo y signo visible de la salvación en medio del mundo «hasta que Él vuelva».

Doxología final. La plegaria eucarística acaba con una gran alabanza trinitaria, con un acto de glorificación a Dios, pero unidos a Cristo: «Por Cristo, con él y en él». Y las palabras del sacerdote son corroboradas con un gesto expresivo: eleva la patena y el cáliz, no para mostrarlos a los fieles como después de la consagración, sino como alabanza al Padre. Toda la comunidad celebrante responde «Amén», haciendo así suya la alabanza y acogiendo el don de la salvación.

c) Rito de comunión

Como la celebración eucarística es un convite pascual, lo normal es que los fieles, y no sólo el sacerdote, reciban el Cuerpo y la Sangre del Señor, según su propio encargo: «Tomad, comed, bebed». Pero, claro está, han de recibirlos, debidamente dispuestos, como alimento espiritual. Y a esto tienden los ritos preparatorios con los que se les va llevando hasta el momento central de la comunión.

El «Padrenuestro». Desde muy antiguo se reza la «oración del Señor» como preparación a la comunión. Y la razón es que «en ella se pide el pan de cada día, con lo que también se alude, para los cristianos, al pan eucarístico y se implora la purificación de los pecados» (Ordenación General del Misal Romano, 56). Comienza el sacerdote haciendo una invitación, que puede ser variable; luego, todos a una con el sacerdote, lo recitan o lo cantan; después, el sacerdote solo desarrolla la última petición del Padrenuestro pidiendo la paz que es fruto de la liberación del poder del mal; finalmente toda la asamblea concluye con la doxología: «Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre Señor». Es la primera vez que entra en el rito latino esta doxología, que aparece ya en los escritos cristianos más antiguos (como la Didaché), y es utilizada tanto por las Iglesias orientales como por los protestantes.

Rito de la paz. Ya san Pablo dice: «Saludaos unos a otros con el beso de la paz» (Rm 16,16). No es extraño, pues, que entrara en la liturgia este gesto «con el que los fieles imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar de un mismo pan» (Ordenación General del Misal Romano, 56). Primero nos da la paz el sacerdote y nos invita a dárnosla unos a otros; después cada uno intercambia con sus vecinos un gesto fraterno.

Fracción del pan. La cena pascual judía comenzaba con el gesto de la fracción del pan por parte del padre de familia. Y este fue el gesto que realizó Jesús en la última Cena: «Tomó pan y lo partió». Este hecho hizo que, en los tiempos apostólicos, se denominara a toda la celebración eucarística como «fracción del pan». Este rito no sólo tiene una finalidad práctica, sino que significa además que nosotros, que somos muchos, en la comunión de un solo pan de vida, que es Cristo, nos hacemos un solo cuerpo (cf. 1 Cor 10,17).

Después de partir el pan consagrado, el sacerdote deja caer un fragmento en el cáliz. Con este pequeño gesto, que puede pasar inadvertido, la tradición cristiana ha querido significar dos cosas. Primero, que el pan y el vino consagrados son un solo sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero también que nuestra Eucaristía se celebra en comunión con el obispo: antiguamente este fragmento que se echa en el cáliz provenía de la Eucaristía presidida por el obispo.

Durante la fracción y la inmixtión, los cantores y el pueblo cantan o recitan la invocación del Agnus o Cordero de Dios, que se repite mientras dura el rito.

Comunión. Llegamos al momento culminante en el que vamos a recibir al Señor presente en las especies eucarísticas. Primero, el sacerdote se prepara con una oración privada y todos debemos hacer lo mismo, orando en silencio. Después, presenta el pan eucarístico con unas palabras cargadas de sentido: es la misma presentación que hizo Juan Bautista y que resume todo el destino y la misión del Señor (cf. Jn 1,29). Y a estas palabras añade una bienaventuranza: «Dichosos los invitados a la Cena del Señor». Como respuesta, sacerdote y fieles hacen un acto de humildad y confianza en la misericordia de Cristo, usando las mismas palabras de centurión del Evangelio (cf. Mt 8,8).

Para recibir la comunión, los fieles se organizan formando una procesión acompañada por un canto, que expresa, por la unión de las voces, la unión espiritual de todos y la alegría del corazón. Llegados ante el sacerdote o el ministro que distribuye la comunión, «recibimos» (no «cogemos»), la Sagrada Forma en una de las dos variantes autorizadas: en la boca o sobre la mano izquierda extendida. Es conveniente, además, que en ciertos casos participemos también del cáliz. En el momento de comulgar se establece un pequeño diálogo entre el sacerdote o el ministro y el fiel: quien distribuye dice «El Cuerpo de Cristo», o «La Sangre de Cristo», y el fiel responde «Amén».

Oración después de la comunión. Cuando se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles pueden recogerse en un momento de oración silenciosa, o expresar su acción de gracias a través de un canto apropiado. Después el sacerdote hace una oración presidencial, rogando para que todos obtengamos los frutos del misterio celebrado. Y el pueblo hace suya esta oración con la aclamación «Amén».

PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN

La Eucaristía es para nosotros el encuentro más importante con Dios. Primero, porque es la manifestación y comunicación más definitiva de Dios a nosotros: un Dios que nos da su vida y con ello todos los bienes definitivos. Pero, por parte nuestra, es también nuestra máxima realización como personas: hemos sido hechos para darnos y aquí ofrecemos todo nuestro ser. Por eso la Eucaristía es la fuente principal y la culminación de nuestra vida.

Ahora bien, para que esto sea verdad, necesitamos acercarnos a ella con frecuencia y celebrarla con dos disposiciones fundamentales: disponibilidad agradecida y amorosa para acoger el don que Dios nos hace en Jesucristo, y decisión clara y libre de entregarnos totalmente a él.

Os propongo que, durante este mes, cuidéis especialmente estas dos actitudes. De nuevo os aconsejo ese ratito previo de preparación, que en este caso se podría incluso alargar a los días previos a la celebración. En vuestra oración personal podríais repetir dos oraciones famosas, que han servido durante siglos a los sacerdotes y a los fieles para actualizar la disposición de acogida y la de entrega:

Oración de Santo Tomás de Aquino

«Dios eterno y misericordioso, me acerco al sacramento de tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, como se acerca el enfermo al médico, el pecador a la fuente de misericordia, el ciego al resplandor de la luz eterna y el pobre e indigente al Dios del cielo y de la tierra.

»Muéstrame, Señor, tu bondad infinita y cura mis debilidades, borra las manchas de mis pecados, ilumina mi ceguera, enriquece mi indigencia y viste mi desnudez, a fin de que pueda yo recibir en el Pan de los Ángeles al Rey de los reyes y Señor de los señores con toda la reverencia, el arrepentimiento y el amor, la pureza, la fe y el deseo que son necesarios para la salvación de mi alma.

»Haz, Señor, que no sólo reciba yo el sacramento del Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, sino también la fuerza que otorga el sacramento, y que con tal amor reciba yo el Cuerpo que tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, recibió de la Virgen María, que quede yo incorporado a su Cuerpo Místico y pueda ser contado como uno de sus miembros.

»Concédeme, Padre lleno de amor, llegar a contemplar, al término de esta vida, cara a cara y para siempre, a tu amado Hijo, Jesucristo, a quien voy a recibir hoy oculto en este sacramento. Por el mismo Cristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén».

Oración de San Ignacio de Loyola

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis; a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed de todo a vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».

Exhortación de San Francisco de Asís
a los sacerdotes y a todos los fieles

«Escuchadme, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque llevó a nuestro Señor Jesucristo en su santísimo seno; si el Bautista se estremece dichoso y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro en que yació el Señor por algún tiempo es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, a quien ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar!

»Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable flaqueza que, cuando lo tenéis tan presente a Él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa de este mundo. ¡Tiemble el hombre todo, que se estremezca el mundo entero y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo de Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde!, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan. Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteros el que se os ofrece todo entero».

Pero, como hemos visto, la Eucaristía, no sólo es fuente y cima de nuestra vida cristiana personal, sino también, de vuestra vida conyugal. El Papa nos recordaba que la Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano, porque «en este sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su alianza conyugal» (Familiares consortio, 57). Y lo mismo ocurre con la familia: la Eucaristía es el fundamento y el alma de su comunión y de su misión. De ahí que os proponga también una preparación del matrimonio para celebrar la Eucaristía. En un momento previo de oración conyugal, podéis recitar esta oración que incorpora todo lo que Juan Pablo II recordó a los responsables de los Equipos de Nuestra Señora:

Oración del matrimonio cristiano antes de la Eucaristía

«Señor Jesús, tú nos has dejado en la Eucaristía el memorial de tu sacrificio de amor por la Iglesia, y a nosotros nos has convertido en signo vivo de ese mismo amor. Hoy nos acercamos juntos a este sacrificio de la Nueva Alianza, fuente de nuestro matrimonio y modelo supremo de nuestro amor, para que vivifiques nuestra alianza conyugal de modo que, cada día más, vaya configurándose a tu entrega total y fiel.

»Queremos renovar nuestra entrega mutua para que, unida a la tuya, sea una ofrenda agradable al Padre, que nos hizo el uno para el otro y nos ha llamado a recorrer juntos nuestro camino hacia él.

»Que la participación en tu Cuerpo y en tu Sangre nos dé la audacia necesaria para la acogida, el perdón, el diálogo y la comunión de los corazones. Que encontremos en ella la ayuda preciosa para afrontar las dificultades actuales de nuestra vida familiar. Y que, llenos de tu Espíritu, seamos testigos convincentes de tu amor en el mundo y proclamemos, con obras y palabras, que el matrimonio es un camino de amor, de felicidad y de santidad. Amén».

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO

Diálogo sobre el tema

Éste ha sido, seguramente, el capítulo más denso: en él hemos intentado captar el último misterio de la Eucaristía. Aunque nos resulte un poco difícil, convendría que volviésemos de vez en cuando a releerlo. Ahora conviene que nos centremos en sus aspectos más importantes:

1.º Con palabras sencillas, intentamos explicar cada matrimonio cómo hemos entendido que la Eucaristía es presencia, memorial, sacrificio y banquete.

2.º ¿Qué relación hay entre la Eucaristía y el Matrimonio?

3.º De toda la descripción de la Liturgia Eucarística conviene que destaquemos su parte central: la Plegaria Eucarística. Como es el modelo de toda la oración cristiana, hagamos entre todos una síntesis fundamental: ¿Qué tipos de oración aparecen en ella?

Palabra de Dios para la oración en común

Lectura del santo Evangelio según San Juan (6,51-59).

«Jesús dijo:

--Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan, vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo.

Esto suscitó una fuerte discusión entre los judíos, los cuales se preguntaban:

--¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?

Jesús les dijo:

--Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por él. Así también, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el pan que comieron vuestros antepasados. Ellos murieron; pero el que coma de este pan, vivirá para siempre».

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