DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA

por Miguel Payá Andrés


Capítulo II
LOS INVITADOS
¡Dichosos los invitados a la cena del Señor!

Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, invitan a la Eucaristía. Pero, ¿a quiénes? ¿Acuden todos los convocados? ¿Con qué traje hay que acudir?

«Envió a sus criados para llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. De nuevo envió otros criados..., pero ellos no hicieron caso, y se fueron unos a su campo y otros a su negocio... Después dijo a sus criados: --Id, pues, a los cruces de los caminos y convidad a todos los que encontréis. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos; y la sala se llenó de invitados. Al entrar el rey para ver a los comensales, observó que uno de ellos no llevaba traje de fiesta... Entonces el rey dijo a los servidores: --Atadlo de pies y manos y echadlo fuera a las tinieblas; allí llorará y le rechinarán los dientes. Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos» (Mt 22,3-14).

Jesús habla aquí del banquete del Reino de los cielos, es decir, del banquete final. Pero, como ese banquete es anticipado y preparado por el banquete eucarístico, la parábola nos puede servir para reflexionar sobre los destinatarios de la Eucaristía y sobre sus comportamientos.

1. ¿QUIÉNES ESTÁN INVITADOS?

a) Todos los hombres

Todos los hombres están destinados a la Eucaristía y todos son invitados a ella de distintas maneras. La razón es clara: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4). Y esta salvación pasa por Jesús, único «Salvador del mundo» (Jn 4,42). Por eso, cuando Jesús dice que «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53), está ofreciendo su carne y su sangre a todos los hombres, ya que dice que «no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y su voluntad es que no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día» (Jn 6,38-39).

Ciertamente, «los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Más aún, «Dios, en su Providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez» (Vaticano II, Lumen Gentium, 16). Pero esta salvación que Dios ofrece misteriosamente a todos los hombres está pidiendo que todos los hombres conozcan a su Autor, ya que, sin este conocimiento, está siempre amenazada por grandes peligros. Por eso Jesús pide al Padre: «Que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn 17,3), y manda a sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15).

La Iglesia, sensible a su deber de predicar la salvación a todos, sabiendo que el mensaje evangélico no está reservado a un pequeño grupo de iniciados, de privilegiados o elegidos, sino que está destinado a todos, hace suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y abandonadas «como ovejas sin pastor» y repite con frecuencia su palabra: «Tengo compasión de la muchedumbre» (Mt 9,36; 15,32). «Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán sin haber oído de Él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?... Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo» (Rm 10,14.17). La Iglesia es consciente de que su misión continúa la misión de Cristo: «Como el Padre me ha enviado, también yo os envío» (Jn 20,21). Y para cumplir esta misión encuentra en la Eucaristía, primero, la fuente de donde recibe la fuerza espiritual para llevarla a cabo; segundo, la motivación, puesto que en ella recuerda y experimenta el amor de Dios por todos los hombres que le lanza a la evangelización; y tercero, la meta a la que se dirige todo el esfuerzo evangelizador, la comunión con Dios: «Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 22). No es extraño, pues, que los cristianos celebremos siempre la Eucaristía sintiéndonos hermanos de todos los hombres y pidiendo al Padre que «reúna a sus hijos dispersos por todo el mundo» para que traiga al redil a las ovejas de Cristo que aún están fuera, «para que haya un solo rebaño, bajo la guía de un único pastor» (Jn 10,16).

b) Los discípulos de Jesús

Naturalmente, los invitados de forma directa y expresa a la Eucaristía somos aquellos que, por gracia de Dios, hemos hecho lo que Dios quiere de nosotros: «Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquél que él ha enviado» (Jn 6,29). Como Pedro al final del discurso eucarístico, nosotros le decimos a Jesús: «Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68). Fuimos convocados y destinados a la Eucaristía desde nuestro Bautismo. En efecto, este primer sacramento, puerta de la vida nueva, nos regeneró como hijos de Dios, nos incorporó a Cristo, haciéndonos participar de su muerte y resurrección, y, por tanto, nos incorporó también a la Iglesia. Pero todo lo que en el Bautismo se nos dio de forma inicial, apuntaba a la plenitud que se nos da en la Eucaristía. El carácter que entonces recibimos como sello espiritual indeleble de nuestra pertenencia a Cristo, nos consagró para participar en la Eucaristía. Por eso, nuestra iniciación cristiana, que comenzó en el Bautismo, culminó con la primera participación en la Eucaristía. Y, desde entonces, somos convocados a ella todos los domingos para seguir desarrollando nuestra vida en Cristo.

En realidad, todo lo que hacemos como cristianos, parte de la Eucaristía y conduce hacia ella: ella es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Vaticano II, Lumen Gentium, 11). «Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 5).

A cada celebración eucarística acudimos unos cristianos concretos, los que vivimos en el lugar o los que se unen circunstancialmente a nosotros. Pero los reunidos representamos a toda la Iglesia, que se une a nuestra celebración. Por eso nos acordamos siempre del Papa, de nuestro Obispo y de todos nuestros hermanos en la fe, que peregrinan por el universo mundo.

Más aún, a cada Eucaristía se unen no sólo los cristianos que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo. La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María, con los apóstoles, los mártires y todos los santos. Incluso nos unimos con los ángeles. Y es que, en realidad, «mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial... La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 19). Y, por último, la Eucaristía es ofrecida también por los fieles difuntos que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados, para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo.

c) La comunidad cristiana

La Eucaristía no es una acción privada a la que acudimos como creyentes individuales, sino celebración de la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. El sujeto de la Eucaristía es toda la Iglesia, que se hace presente en la comunidad reunida, por pequeña que sea. Esta comunidad, reunida en asamblea, está integrada por bautizados que participan todos del sacerdocio de Cristo y, por tanto, tienen derecho y obligación de participar de forma plena, consciente y activa en la celebración (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 14). Aunque no todos desempeñen la misma función. Unos, el obispo, los presbíteros y diáconos, escogidos y consagrados por el sacramento del Orden, actuarán representando a Cristo-Cabeza para el servicio de todos los demás (cf. Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 2 y 15). Otros, desde la capacitación que les da el sacerdocio bautismal, desempeñarán algunos ministerios particulares, necesarios para el buen desarrollo de la celebración: acólitos, lectores, comentadores, cantores (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 29). Así, pues, cada uno participará según su función, pero todos en la «unidad del Espíritu» que actúa en todos.

2. LOS QUE NO ACUDEN

Como en la parábola del banquete, aquí sucede un gran misterio: muchos de los invitados no acuden, a pesar de las insistentes llamadas; más aún, parece que son mayoría los que se hacen los sordos. Estamos invitados todos los cristianos y la mayoría de los bautizados no acuden a la Eucaristía, o acuden muy pocas veces. ¿Por qué?

Unos porque no tienen tiempo: tienen que ver el campo que acaban de comprar, o probar la nueva yunta de bueyes, o disfrutar de la mujer con la que se acaban de casar (cf. Lc 14,18-20). Y hoy muchos quizás digan: «tengo mucho trabajo», «me he de ir al chalet», «nos vamos a esquiar», «tengo un compromiso social»... Es decir, tienen todo el tiempo ocupado... en lo que les interesa. Y este banquete no entra en sus intereses. Para que acudieran, tendrían que escuchar en su corazón un mensaje del mejor Amigo que tienen: «Andas inquieto y preocupado por muchas cosas, cuando en realidad una sola es necesaria» (cf. Lc 10,41-42). Pero, ¿cuándo serán capaces de escuchar este consejo de amigo que quiere liberarles de «las preocupaciones del mundo, la seducción del dinero y la codicia»? (Mc 4,19).

Otros porque no está de moda. Decía Jesús: «Al recibir el mensaje, lo reciben en seguida con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos; son inconstantes y en cuanto sobreviene una tribulación o persecución por causa del mensaje sucumben» (Mc 4,16-17). ¡Qué análisis tan penetrante del derrumbamiento actual del cristianismo sociológico! Una fe heredada y poco personalizada servía cuando vivíamos en una sociedad cristiana. Pero cuando la cultura general juega en contra, los amigos se me ríen e incluso arriesgo alguna relación que me interesa, cuando ir a Misa es una rareza social, ¿qué queda de aquella fe inmadura? Haría falta una fe más formada y personal, capaz de luchar contra corriente.

Hoy pueden haber también muchos a los que, en realidad, no les ha llegado la invitación, al menos de una forma suficiente. Están bautizados, recibieron la catequesis de infancia y la Primera Comunión, pero después todo ha quedado en un puro recuerdo de infancia. Ni la familia, ni la escuela, ni la parroquia, ni el ambiente social han conseguido cultivar aquella primera semilla, que ha quedado enterrada bajo las preocupaciones y los nuevos planteamientos del adulto. Haría falta comenzar desde cero, ofrecerles una nueva evangelización.

No faltarán tampoco los que no acudan por un ansia de autonomía individual. ¡Ya está bien de leyes y de imposiciones! Las estructuras, incluso las eclesiales, me ahogan. Quiero ser yo mismo; para vivir la religión no necesito someterme a ninguna norma ni juntarme con nadie. Y, claro, comienzo por querer ser cristiano a mi manera, y acabo no siéndolo de ninguna. ¿Cómo se les podría explicar y transmitir a éstos que la comunidad no es un atentado contra la persona, sino su defensa y la posibilidad de su crecimiento? ¿Qué el cristianismo no es una religión de ley, sino de libertad y de comunión?

Por último, siempre queda otra motivación misteriosa, pero real: el dominio del mal: «aquellos en quienes se siembra el mensaje, pero en cuanto lo oyen viene Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos» (Mc 4,15). Ahora bien, como a Satanás no le es permitido suprimir nuestra libertad, lo que aquí ocurre es que hemos decidido libremente en contra del mensaje y, como consecuencia, se nos ha privado de la capacidad de entenderlo y vivirlo. ¡Nos hemos ganado a pulso la pérdida de la fe por no haber sido coherentes con ella! Entonces, la única esperanza es que la paciencia proverbial del sembrador vuelva a pasar por nuestra vida.

3. LOS QUE ACUDEN SIN TRAJE DE FIESTA

El empeño del anfitrión consigue que muchos acudan, incluso que se llene la sala. Ciertamente, no es que sean los mejores, los selectos: «malos y buenos» (Mt 22,10), «pobres, lisiados, ciegos y cojos» (Lc 14,21). No han sido invitados por sus méritos, sino por la voluntad gratuita del anfitrión. Pero, claro, alguno ha creído que se podía venir de cualquier manera y ha acabado siendo expulsado: ¡se trataba de una boda real! ¿Todos los que participamos en la Eucaristía recibimos sus frutos, logramos que crezca nuestra comunión con Dios y con los hermanos? ¿Cuáles pueden ser las actitudes insuficientes que nos priven de alcanzar esos frutos?

La primera, asistir solamente para cumplir el precepto, para tener los papeles en regla y quedar con la conciencia tranquila. En este caso, se procura buscar una Misa lo más corta posible y aguantar como sea la celebración; eso sí, mirando de vez en cuando el reloj. Lo trágico de esta postura es que ni siquiera consigue los objetivos que persigue: ni se consigue tener los papeles en regla ni que la celebración sea todo lo corta que se desea.

Otra actitud muy parecida a la anterior, aunque con un poco más de aguante, es la de aquellos que sólo acuden como espectadores. Los que se han de mover son los otros: el cura, los cantores, los lectores..., es decir, los que están en el escenario. Yo estoy en el patio de butacas simplemente viendo y escuchando. ¡Que no se les ocurra incordiarme con participaciones, exigencias, compromisos! Ya he hecho bastante con buscar un buen espectáculo, una Misa divertida, dirigida por un buen «showman». Y, si no resulta, cambiaré de sala. Bien, es posible que te hayas divertido, pero has salido igual que has entrado; ¡no, peor!

No faltan los que hacen de la Eucaristía una mera devoción privada. Suelen ser cristianos piadosos, que acuden con buenas disposiciones interiores. Pero, como fruto quizás de una formación cristiana de corte individualista, sólo se interesan por lo que pasa entre Dios y ellos. Parece que les molestan los demás: se colocan en un banco separado, rezan sus devociones abstrayéndose del ritmo de la celebración y hasta les molesta tener que dar la paz. De alguna manera, estos caen en el reproche que hacía san Pablo a los corintios: «Cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor, pues cada cual come su propia cena» (1 Cor 11,20-21).

Hay algunos que acuden para coleccionar una nueva experiencia, mística o estética. La celebración puede convertirse en el lugar privilegiado de una religión-refugio, falsamente mística, en una especie de remanso de paz: sentirse muy juntos para evitar el vértigo del mundo moderno y, además, saboreando, desde el punto de vista estético, hermosas ceremonias realzadas por cantos bonitos. Con esta actitud se consigue estar a gusto, pero todo queda en una especie de terapia de grupo; Dios se convierte en una excusa para no salir de nosotros mismos.

Otros, los «militantes», pueden acudir a la Eucaristía para celebrar solamente la propia vida, el propio combate, las tareas y aspiraciones de un grupo bien caracterizado por sus opciones, bien acoplado por la amistad, los proyectos, realizaciones y utopías comunes. En este caso, se hace referencia a Jesucristo, pero a un Jesucristo asumido más como aval, como justificación de lo ya decidido y realizado, que como provocador a una conversión permanente, a la escucha y al don gratuito. Jesucristo deja de ser el actor principal de la celebración. Porque, cuando no se quiere celebrar más que lo que se vive, se acaba por no celebrar más que a sí mismo.

Por fin, otros, obsesionados por un cierto tipo de autenticidad, querrán celebrar la Eucaristía a su manera, una celebración hasta tal punto libre e indefinible, que ya no es posible descubrir en ella un mínimo de concordancia con la Iglesia. Vivirán intensamente la relación entre ellos, leerán textos impactantes de algunos autores que les confirmen en las opciones ya asumidas, tomarán juntos una comida alegre en memoria de Jesús, animada con cantos espontáneos... ¿Qué queda aquí de lo que Cristo ha instituido? ¿Y que queda de una celebración verdaderamente eclesial?

4. ENTONCES, ¿CÓMO HAY QUE ACUDIR?

Ante todo hay que decir que las actitudes adecuadas para poder celebrar la Eucaristía que instituyó Jesús, no nos las inventamos nosotros. El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf. Jn 14,26), es también quien le instruye en este punto. Él nos enseña a acercarnos al misterio de la donación de Dios con unas actitudes que, expresando los sentimientos más profundos del corazón humano, coinciden con las actitudes religiosas del pueblo de Israel que vemos en la Biblia, con las del mismo Jesús y con las de su Iglesia. En una palabra, el Espíritu nos lleva a acercarnos a la Eucaristía desde Jesús, como Jesús y con Jesús, es decir, como cristianos. ¿Cuáles son las actitudes que nos inspira el Espíritu? (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2626-2643).

1.ª El primer movimiento que suscita el Espíritu ante la Eucaristía es la petición humilde de perdón y el deseo de conversión. Ante todo, siempre que nos acerquemos a la Eucaristía hemos de recordar aquellas palabras del Apóstol: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Cor 11,28): no podemos sentarnos a esta sagrada Mesa con la conciencia manchada; sería contradecir la esencia misma de la comunión que vamos a vivir. Por eso, si un cristiano tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación, antes de acercarse a comulgar (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385). Pero es que, además, siempre que nos acercamos a recibir el Cuerpo de Cristo «entregado por nosotros» y su Sangre «derramada por nuestros pecados», nos sentimos indignos y necesitados de perdón. Como el publicano imploramos: «Ten compasión de mí que soy un pecador» (Lc 18,3). Como el hijo pródigo reconocemos: «No merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15,21). Y con el centurión afirmamos: «Yo no soy digno de que entres en mi casa» (Mt 8,8). Y esto necesitamos hacerlo desde el principio de la celebración, para situarnos ante Dios desde nuestra verdadera realidad. Más aún, la Iglesia nos pide un pequeño gesto de conversión y de humildad antes de acudir a la celebración: ese es el significado del pequeño ayuno de una hora, a que se ha reducido el ayuno mucho más importante que se imperaba antes de la reforma litúrgica.

2.ª En segundo lugar, el Espíritu, «Maestro interior», crea en nosotros disponibilidad para la escucha de una palabra que no es la nuestra sino la que él mismo ha inspirado: la palabra de Dios que nos descubre su plan sobre nosotros; y, sobre todo, la Palabra que es Cristo mismo, verdadera referencia a la que debemos acomodar nuestra vida. Él comienza abriendo nuestro espíritu para acogerla con total obediencia, para que podamos decir: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sm 3,10). Pero, además, nos ayuda a tomar la decisión de conformar nuestra vida a sus exigencias, como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

3.ª Otra actitud, que resulta tan central en la Eucaristía que hasta decide su nombre, es la de adoración, alabanza y acción de gracias. Si la petición de perdón expresaba nuestra propia realidad, ésta pone de manifiesto lo que Dios es y hace por nosotros. La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador, el silencio respetuoso en presencia del Dios «siempre mayor». Y este reconocimiento interno necesita manifestarse en la alabanza, que es proclamación de lo que Dios es, y en la acción de gracias, que le agradece lo que ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Jesús instituyó la Eucaristía dentro de una gran plegaria de acción de gracias. Y la Iglesia sigue celebrándola igual: la gran Plegaria Eucarística, desde el inicio solemne del Prefacio hasta su doxología final, es toda ella un gran himno de bendición, que conjuga la adoración, la alabanza y la acción de gracias. No podía ser de otro modo, ya que la Eucaristía celebra el mayor don que Dios ha hecho al hombre: el don de sí mismo.

4.ª Pero el reconocimiento de lo que Dios nos ha dado podría quedar incompleto, e incluso quedarse en puras palabras, si no fuera acompañado de la ofrenda de nuestra propia vida. La Plegaria Eucarística I (el «Canon Romano») explicita esta necesidad: «Al celebrar este memorial ... te ofrecemos». Representamos al Padre desde el altar el sacrificio de Cristo, ofrecido una vez por siempre en el Calvario. Pero Cristo no quiere volver al Padre con las manos vacías, quiere llevar consigo la oblación de su Esposa, la Iglesia, el sacrificio espiritual de nuestra existencia, nuestro compromiso de vivir en la lógica del sacrificio mismo de Cristo, en total obediencia al Padre, en ofrenda de amor, hasta el don de la vida por los hermanos. En una palabra, el compromiso de ser como Cristo: ofrenda de amor para el Padre y para los hermanos. Parafraseando a Teresa de Jesús podemos decir que, en la Eucaristía, Dios y nosotros, aunque somos tan distintos, nos ponemos al mismo nivel: Él nos da todo lo que tiene y nosotros le devolvemos también todo lo que tenemos. Sólo entonces podremos decir que hemos celebrado la Eucaristía.

5.ª Mas nosotros somos criaturas limitadas y necesitadas; no somos nuestro propio origen ni nuestro fin; tampoco somos dueños de nuestras adversidades. Es decir, no nos bastamos a nosotros mismos, necesitamos pedir con humildad: «Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán» (Mt 7,7). Sí, vamos también a la Eucaristía a pedir lo que no tenemos. Pero todas las oraciones de petición que jalonan la celebración se atienen a la jerarquía que enseña el Padrenuestro, que, por otra parte, ocupa en ella un lugar central. En primer lugar pedimos el Reino y todo lo que es necesario para acogerlo y cooperar a su venida. Es decir, pedimos ante todo que se cumpla el plan amoroso de Dios sobre la humanidad y que nosotros sepamos cooperar en él. Y, desde esta participación en el amor salvador de Dios, nos atrevemos a pedir con confianza por todas nuestras necesidades espirituales y materiales. Una petición destacada es la invocación al Espíritu Santo, la epíclesis. A él le pedimos que convierta el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, y que haga de nosotros el Cuerpo del Señor y un sacrificio agradable al Padre. ¿Quién podría realizar estas dos maravillas sino el Espíritu creador y recreador?

6.ª Una última actitud fundamental requiere la Eucaristía: abrirse a la comunión con los hermanos. Recordemos, una vez más, que san Pablo explica el verdadero significado de la Eucaristía precisamente con el fin de hacer volver a los cristianos de Corinto al espíritu de la comunión fraterna, rota por sus divisiones (cf. 1 Cor 11,17-34). La Eucaristía, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo, por obra del Espíritu Santo, exige la comunión fraterna, la expresa, la educa, la alimenta y la hace crecer (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 34-46).

Esta comunión tiene una dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros: «Vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,27). Esta comunión invisible supone la vida de gracia y la práctica de las virtudes teologales, y por eso la participación en la Eucaristía requiere estar en estado de gracia. Pero la comunión invisible necesita manifestarse y encarnarse en unos lazos bien visibles. Con razón afirma Juan Pablo II que «la íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 35). Y esos lazos visibles nos unen a distintos niveles.

El primer nivel donde debemos vivir la comunión fraterna es en la comunidad concreta que celebra la Eucaristía. Al acudir a la celebración debemos sentir que nos integramos en una comunidad y manifestarlo con nuestra participación activa y con nuestros gestos (un pequeño saludo al principio y al final, el gesto de la paz). Pero también algo quizás más importante: conviene que habitualmente celebremos la Eucaristía en la comunidad a la que pertenecemos, en la parroquia, a la que nos deben unir muchos lazos: la colaboración en sus tareas apostólicas, la convivencia fraterna, la vida de oración, la formación permanente... Entonces nos resultará más fácil vivir la Eucaristía con sentido comunitario.

Pero «el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad..., una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las comunidades católicas» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 39). Y la razón es que la presencia eucarística del Señor convierte a esa comunidad concreta en imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. «La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 39), que son principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y, a través de ellos, con toda la Iglesia universal, a la que nos unimos por la aceptación de la doctrina de los Apóstoles, de los sacramentos y del orden jerárquico. Por eso, la aceptación de los textos y de las normas litúrgicas de la Iglesia universal, no es para nosotros una esclavitud sino un orgullo, ya que nos permite sentirnos miembros de la única Iglesia de Cristo que se hace presente entre nosotros.

Y la comunión intraeclesial se abre necesariamente en la Eucaristía a la solidaridad con toda la familia humana. En ningún otro momento vivimos con tanta intensidad que «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 1).

Muestra privilegiada de esta actitud de comunión es la impresionante oración de intercesión que hacemos en la Eucaristía, una oración verdaderamente «universal» en la que pedimos por la santidad y unidad de la Iglesia, por sus pastores y ministros, por todo el pueblo santo de Dios, por categorías particulares de personas, por los vivos y los difuntos, para que en todos se realice la promesa de la vida eterna.

PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN

Acercarse a Dios no es difícil: Él comprende y acepta nuestras pobrezas y no nos pide imposibles. Pero nos exige que le tomemos en serio. ¿Cómo hay que ser serios con Dios? Él mismo nos va educando para que adoptemos unas actitudes que, en realidad, son las que nos nacen siempre que nos acercamos a una persona con amor. Y por eso nos sirven, no solamente para relacionarnos con Dios, sino también con cualquier persona. Son las actitudes que acabamos de estudiar en la última parte del tema y que nos conviene recordar siempre. Dios nos pide que le queramos y que queramos también a los demás: es la única manera de tomar en serio a las personas. Jesús nos dirá: «Haz eso y vivirás» (Lc 10,28). Os propongo que, durante este mes, os ejercitéis en estas actitudes que prometen una vida auténtica y plena.

En la oración personal, en esos ratitos que supongo que habéis ido reservando para Dios desde el mes pasado, podríais insistir en dos de ellas. Primero, en la petición humilde de perdón. A Dios no le gusta que nos presentemos ante Él con autosuficiencia, como si nunca hubiésemos roto un plato. Porque eso no es verdad. Reconoce, pues, tus contradicciones y tus egoísmos; los que te acuerdes. Y dile esa palabra que le gusta tanto: «Perdón». No es necesario que hagas un examen exhaustivo. Lo que Él quiere es tengas la humildad y la valentía de reconocer que no has sido todo lo bueno que podrías ser. Y, después, pasa a otra actitud que requiere también humildad: «Te necesito». ¿Qué cosas necesitas pedirle a Dios? Cosas importantes; no te vayas por caprichos que, más que enriquecerte, te alienan y distraen.

Para la relación conyugal, os propongo un rato de conversación entre los dos. Pero una conversación especial. Comenzad con un ratito de oración personal que os sirva para tomar conciencia de una gran realidad: «Tú estás con nosotros y en cada uno de nosotros; Tú nos quieres más de lo que nosotros nos queremos». Y, después, vais a ejercitaros en otras dos actitudes importantes, sin las que no hay amor verdadero: abrirse a la comunión con el otro y estar dispuesto a escucharle. Abrirse a la comunión es dar espacio al otro en mi vida, valorarlo, estar dispuesto a ayudarle. Y, para eso, necesito escucharle, es decir, saber la verdad de lo que siente. La conversación podría comenzar respondiendo cada uno a estas preguntas: ¿Cómo me encuentro en este momento? ¿Cuáles son mis satisfacciones más importantes y mis tristezas o preocupaciones? Mientras cada uno habla, que el otro escuche con gran atención, paciencia y... amor. Después de esto, la conversación puede tomar los derroteros que queráis. Pero, al final, conviene que os deis un beso «significativo», un beso que diga: «Tú sabes que cuentas conmigo a todas».

En vuestras Eucaristías, podríais resaltar las dos actitudes fundamentales que subrayó Jesús al instituir esta celebración. Ya sabéis, llegad un poco antes de que comience, o dedicad un momento en casa para prepararos. Y en ese ratito de reflexión plantearos primero: ¿De qué tengo que dar gracias a Dios? Porque la Eucaristía es ante todo eso, acción de gracias. Y no la vive bien quien no tiene conciencia de que toda su vida es un don. En segundo lugar, recordad que la Eucaristía es también ofrenda, como respuesta agradecida a lo que hemos recibido. Y la ofrenda que se nos pide es total: Dios no quiere nuestras cosas, sino a nosotros mismos. Lo que ocurre es que ese don total necesita encarnarse en algo concreto: ¿Qué le puedo ofrecer esta semana a Dios, como signo y demostración de mi entrega? Siempre que hagáis estas dos cosas, la Eucaristía será «vuestra» Eucaristía.

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO

Diálogo sobre el tema

Recordad las advertencias que hicimos el mes anterior, sobre todo la primera, es decir, la que hablaba de la situación de los que no han podido leer todo el tema y se han centrado en una de sus partes.

El diálogo podría versar sobre las siguientes cuestiones:

1.ª ¿Qué nos ha llamado más la atención de la primera parte, «¿Quiénes están invitados a la Eucaristía»?

2.ª ¿Nos reconocemos en algunas de las actitudes insuficientes que se describen en la tercera parte, «Los que acuden sin traje de fiesta»?

3.ª De las grandes actitudes de que habla la cuarta parte, «Entonces, ¿cómo acudir?», ¿cuál nos falta más?

Palabra de Dios para la oración en común

Lectura de la Carta a los Efesios (4,31-32; 5,1-2.15-21).

«Que desaparezca entre vosotros toda agresividad, rencor, ira, indignación, injurias y toda suerte de maldad. Sed más bien bondadosos y compasivos los unos con los otros, y perdonaos mutuamente, como Dios os ha perdonado por medio de Cristo.

Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos. Y haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios.

Poned, pues, atención en comportaros no como necios, sino como sabios, aprovechando el momento presente, porque corren malos tiempos. Por lo mismo, no seáis insensatos; antes bien, tratad de descubrir cuál es la voluntad del Señor. Tampoco os emborrachéis, pues el vino fomenta la lujuria. Al contrario, llenaos del Espíritu, y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados. Cantad y tocad para el Señor con todo vuestro corazón, y dad continuamente gracias a Dios Padre por todas las cosas en nombre de nuestro Señor Jesucristo. Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo».

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