DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA

por Miguel Payá Andrés


Capítulo I
EL ANFITRIÓN
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Este banquete no lo hemos preparado nosotros, no es una cena de amistad como las que solemos hacer con frecuencia. Hemos sido invitados por un rey que quiere celebrar la boda de su hijo, y que nos ha enviado este mensaje: «Mi banquete está preparado, he matado becerros y cebones, y todo está a punto; venid a la boda» (Mt 22,2-4). ¿De qué rey y de qué hijo se trata? ¿Quién es la novia? ¿Por qué me ha invitado a mí? ¿Cómo va a ser el banquete?

De momento descubramos quiénes son ese rey y su hijo que nos invitan.

1. LA EUCARISTÍA, OBRA DE LA TRINIDAD

Ciertamente, hay que comenzar advirtiendo que este banquete nupcial apunta al corazón mismo de la realidad, porque manifiesta y pone en juego todo el misterio de Dios, el misterio del mundo y el misterio del hombre: «La Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, este es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 8).

Ante todo, la Eucaristía nos sitúa ante el misterio de Dios y nos lleva a penetrar en él. La religión (relación o religación entre Dios y el hombre) alcanza en ella su máxima intensidad y significación. Y por eso se convierte en clave para entender quién es Dios, quién es el hombre y qué es el mundo.

Dios, comunidad eterna de vida y amor, se abre para comunicar la vida fuera de sí mismo y hace al hombre capaz de integrarse en su misma vida amorosa. La Eucaristía es obra de la Santísima Trinidad, una obra que resume, concentra y lleva a plenitud toda su intervención en el mundo y en la historia. Por eso comenzamos siempre la celebración «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y el presidente, en algunas ocasiones, nos acoge a todos con un saludo de san Pablo en el que se describe la acción fundamental de cada una de las Personas divinas: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Cor 13,13). Profundicemos en este saludo que nos descubre todo lo que Dios hace con nosotros en la Eucaristía.

2. EL PADRE, FUENTE Y FIN DE LA EUCARISTÍA

La Eucaristía es revelación y comunicación del amor del Padre, es el gran abrazo en el que culmina ese gran misterio de su inmensa ternura hacia nosotros; ese gran amor sin «por qué» y sin límites del que hemos nacido y que constituye nuestra verdad última: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,3-6).

a) El Creador

Toda nuestra vida es bendición de Dios. Él pronunció con amor nuestro nombre desde toda la eternidad. Él nos hizo existir desde la nada y nos mantiene a cada instante en el ser, nos hace crecer y nos conduce hacia la plena realización. Él nos hizo a imagen suya, es decir, capaces de conocernos, de poseernos y de darnos libremente y entrar en comunión con otras personas, para que pudiésemos participar en su misma vida. Él nos hizo hombre y mujer para que experimentásemos, como Él, la dicha de ser «el uno para el otro», de realizarnos haciendo al otro, y de transmitir la vida humana. Para nosotros creó todas las demás criaturas, el cielo y la tierra, el sol y la luna, el cedro y la flor, el águila y el gorrión, como escenario de nuestra vida y testigos de su sabiduría y bondad, y para que, admirándolos y cuidándolos, participásemos de su misma providencia y cuidado para que alcancen su última perfección.

b) El Restaurador

Pero la bendición del Padre no acabó ahí, sino que a partir de Abrahán, penetró en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte, y se convirtió en acción recreadora: nos reveló su nombre y su designio; entabló con la humanidad un diálogo de amor; nos ofreció su perdón; nos liberó de todas las esclavitudes con que nos habíamos ido encadenando; creó un pueblo suyo capaz de reconocerle, de amarle y de transmitir el conocimiento de Dios a toda la humanidad; acarició nuestros oídos con sus promesas formidables; se nos mostró tierno como una madre y fiel y cariñoso como un esposo; se prestó a ser pastor y guía solícito de nuestro difícil caminar.

c) El Padre de nuestro Señor Jesucristo

Y su bendición, en un momento culminante, llegó hasta el extremo: ya no se conformó con darnos vida, sino que se nos dio él mismo en su Hijo, que es todo lo que tenía. Lo hizo uno de nosotros para que hablase nuestro lenguaje: «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 22). A través de él nos reveló el misterio de su amor, nos descubrió la grandeza de nuestra vocación y nos enseñó que la ley fundamental de la perfección humana es el mandamiento del amor. Y, sobre todo, al hacerle derramar libremente su sangre por nosotros, llegó a la locura de amor que nos hace exclamar extasiados con san Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Con esta entrega suprema nos reconcilió consigo y entre nosotros, nos arrancó de la esclavitud del pecado, nos hizo hijos en el Hijo, conformándonos a su imagen, y nos dio las primicias de su Espíritu, que nos capacita para amar como él nos ama y es la prenda de nuestra herencia: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud del Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11).

d) El que nos da el pan de la vida eterna

Toda esta inmensa catarata del amor del Padre nos llega a nosotros cada vez que nos acercamos a «aquel sacramento de la fe, en el que el Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un viático para el camino, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 38). La Eucaristía, nacida del amor del Padre, nos encamina con total seguridad hacia aquella entrada definitiva en la plenitud de su amor, cuando oiremos la sentencia que nos realizará definitivamente: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Este banquete que celebramos en esta tierra con los elementos de la creación y de nuestro trabajo, nos llevará a participar en el banquete definitivo «en los cielos nuevos y la tierra nueva» (2 Pe 3,13). Con toda rotundidad afirmó Jesús: «Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo... El que come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 32.51).

3. LA EUCARISTÍA, BANQUETE DEL SEÑOR JESÚS

«Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: --Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: --Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía» (1 Cor 11,23-25). La Eucaristía fue instituida por Jesús y sigue siendo presidida y realizada por él. Él es el novio: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,9). Por eso la llamamos «cena o banquete del Señor».

Los cuatro relatos que tenemos de la institución de la Eucaristía, en tres Evangelios (Mt 26,17-30; Mc 14,12-25; Lc 22,7-20) y en la primera Carta de San Pablo a los Corintios (1 Cor 11,17-34), y las alusiones a la misma que nos trae el Evangelio de San Juan (Jn 6,51-59), nos ofrecen indicaciones preciosas sobre el significado que Jesús quiso darle a este banquete.

a) Una nueva Pascua

Todos los relatos coinciden en afirmar que se celebró al caer la tarde (de ahí su nombre de «Cena») y que tuvo un carácter pascual. En efecto, todo comienza con esta pregunta de los discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de pascua?». Y el mismo Jesús manifiesta su gran deseo de celebrar especialmente aquella pascua, la última de su vida: «¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir!» (Lc 22,15). Por otra parte, dispone que se busque un local apropiado, amplio y cómodo. Es indudable, pues, que Jesús quiso relacionar la Eucaristía con la gran fiesta judía de la Pascua que celebraba el acontecimiento de la liberación de Egipto; pero no como un mero recuerdo de un hecho pasado, sino como «memorial», es decir, como un acontecimiento pasado que se vuelve a hacer presente en la celebración y se proyecta hacia el futuro. De hecho, cada judío que celebraba el memorial se hacía contemporáneo a la liberación, como si hubiera salido personalmente de Egipto.

Sin embargo, en el marco de esta pascua judía, Jesús va a instituir una nueva pascua, porque al decir «Haced esto en memoria mía» va a cambiar el acontecimiento liberador que se ha de celebrar en sus tres direcciones: como hecho pasado, como presente actual y como anticipación del futuro definitivo. ¿Cuál es este nuevo acontecimiento salvador?

b) Una nueva alianza

Para explicarlo, Jesús recurre a otro gran componente de la religión judía: la alianza. Después de la liberación de Egipto, el pueblo de Israel compareció ante el Dios liberador en el Sinaí y éste, a través de Moisés, le propuso un pacto de amistad y de unión mutua que les comprometía a los dos: «Si me obedecéis y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía; seréis un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19,5-6). El pueblo aceptó el compromiso y el pacto fue sellado con un ritual solemne. Moisés construyó un altar, mandó inmolar unos novillos «como sacrificio de comunión en honor del Señor» (Ex 24,5) y después tomó la mitad de la sangre y la derramó sobre el altar; con la otra mitad de la sangre roció al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según las cláusulas ya dichas» (Ex 24,8). Jesús alude a este ritual cuando, al ofrecer a sus discípulos un cáliz con vino, les dice: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre» (1 Cor 11,25).

c) Un nuevo sacrificio

Jesús instituye, pues, un nuevo pacto con Dios, una nueva relación con él que dará lugar a un nuevo pueblo de Dios. Pero, ¿cuál es el sacrificio que hace posible y sella este nuevo pacto? Su propio sacrificio, es decir, su muerte en la cruz, que tendrá lugar al día siguiente: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros... Esta es mi sangre derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). La muerte de Jesús es el nuevo y definitivo acontecimiento salvador que reconcilia a la humanidad con Dios y, para que esta reconciliación pueda llegar a los hombres de todos los tiempos, Jesús instituye este memorial sacrificial que perpetúa el sacrificio de la cruz. Por eso el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio: cada vez que celebramos la Eucaristía, el sacrificio redentor de Cristo se actualiza para nosotros. Afirma san Pablo: «Siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga» (1 Cor 11,26). Y nosotros, en cada Eucaristía, después de la consagración, proclamamos: «Anunciamos tu muerte». «De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 12).

d) Una nueva vida

Pero el sacrificio eucarístico no sólo hace presente la pasión y muerte de Cristo, sino también su resurrección, con la que el Padre coronó su sacrificio. Es lo que recuerda también la aclamación del pueblo después de la consagración: «Proclamamos tu resurrección». La Pascua de Cristo incluye, tanto su entrega hasta la muerte por nosotros, como su resurrección que inaugura la nueva creación. Y la Eucaristía, además de hacernos participar en su muerte, nos hace participar también en su resurrección, como lo prometió el mismo Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). Como afirma Juan Pablo II, «quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad... Esta garantía de resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 18). En efecto, aunque Jesús instituyó la Eucaristía antes de morir y resucitar, lo hizo para que nosotros la celebrásemos después de estos hechos, cuando él es ya el Señor viviente y glorioso. Por eso «la Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 18).

En resumen, el memorial eucarístico nos hace participar en la Pascua de Cristo por su capacidad de unir los tres tiempos: recuerda un acontecimiento que ocurrió una vez por todas, la muerte y resurrección de Jesús; nos comunica sus frutos en el presente a través de la celebración («anunciamos, proclamamos»); y nos encamina y prepara para el futuro, para la Pascua eterna («hasta que él vuelva», «Ven, Señor Jesús»). Una bella antífona del día del Corpus lo expresa así: «¡Oh sagrado banquete en que Cristo es nuestro alimento! Se recuerda la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura».

e) Un nuevo banquete

Las primeras palabras de esta antífona nos llevan a una última consideración sobre el modo cómo quiso Jesús que participáramos de su Pascua: «Tomó pan, lo partió y se lo dio diciendo: --Esto es mi cuerpo... Tomó una copa, se la dio y dijo: --Esta es mi sangre» (Mc 14,22-24). Jesús instituye un banquete, una comida con dos elementos, el pan y el vino, que tenían una gran importancia en la tradición judía, y les da un nuevo significado. El pan era el alimento fundamental para saciar el hambre y por ello era símbolo de la vida. El vino era la bebida festiva, símbolo de alegría, de amistad y de alianza. Jesús los asume pero les da un nuevo sentido: son su cuerpo entregado y su sangre derramada, es decir, son él mismo que se entrega a favor de los hombres. Nos encontramos ante una acción que carece de antecedentes en ninguna religión. El hecho de que alguien dé a comer su cuerpo y a beber su sangre es una total innovación de Jesucristo, que causó escándalo ya entre sus contemporáneos. Pero las palabras de Jesús son claras y terminantes: «Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). No se trata de un alimento metafórico. Lo que recibimos bajo las apariencias del pan y del vino es el cuerpo y la sangre del Señor, es decir, a él mismo, que se ha ofrecido por nosotros. Y al recibirlo, entramos en una íntima unión con él que nos introduce en la misma vida de la Trinidad: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí» (Jn 6,57).

f) Una nueva comunidad

San Pablo transmite la tradición de la Eucaristía para corregir una situación concreta de la comunidad de Corinto: «Ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea hay entre vosotros divisiones» (1 Cor 11,18). Y el Apóstol argumenta: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10,16-17). Es decir, nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, nos asocia también a su cuerpo que es la Iglesia: eleva la experiencia de fraternidad y es fuerza generadora de unidad. La Eucaristía crea la Iglesia como comunión de personas, como imagen y participación de la comunión trinitaria. En ella, el Padre atiende y realiza el deseo de su Hijo: «Te pido que todos sean uno, Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17,21).

4. LA EUCARISTÍA, EFUSIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, que nos fue infundido ya en el Bautismo e impreso como «sello» en el sacramento de la Confirmación. Es decir, la Eucaristía es un Pentecostés: este es el último secreto que nos descubre por qué y cómo participamos de la Pascua de Cristo. Decía bellamente san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu..., y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo» (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 17). Todo lo que sucede en la Eucaristía es obra del Espíritu Santo; veamos sus distintas operaciones (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1091-1109).

a) Nos prepara para recibir a Cristo

El Espíritu ha tenido que hacer una acción previa y preparatoria, por cierto muy larga en el tiempo. Él, «dedo de Dios», aliento dador de vida, tuvo que comenzar creando el mundo de la nada y al hombre como imagen de Dios, como persona capaz de amar. Después, con su acción directiva, profética y transformadora, fue creando un pueblo de creyentes, capaz de transmitir el conocimiento de Dios a todas las naciones, y le hizo recorrer un largo camino de fe que sirvió para preparar la venida de Cristo. Por su inspiración y su energía, todos los hechos y dichos del Antiguo Testamento, la Promesa y la Alianza, el Éxodo y la Pascua, el Exilio y el Retorno..., fueron preparación y profecía de la salvación traída por Cristo. Llegado el momento culminante, encarnó al Verbo de Dios en las entrañas de María y ungió a Jesús con su fuerza para que pasara «haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch 10,37-38). Y, después de la muerte y resurrección de Jesús, fue derramado por éste sobre sus discípulos para hacerlos hombres nuevos, capaces de colaborar en su misma misión. Desde entonces, el Espíritu reside y actúa en la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, como ámbito de su presencia permanente, su templo, y como instrumento de su acción transformadora. Y él mismo es el que la construye permanentemente dándole nuevos miembros por la consagración de la fe y el Bautismo. Todos nosotros, en el Bautismo, nos convertimos en «ungidos», en personas transformadas por el Espíritu y portadoras de él, y esta gracia fue completada en nosotros por la Confirmación, «el sacramento del Espíritu», que nos enriqueció con una fuerza especial para ser auténticos testigos de Cristo. De este modo, nos capacitó para participar en la Eucaristía, donde actúa de forma eminente como «Espíritu de comunión».

Pero, para que podamos celebrar la Eucaristía, el Espíritu realiza, además, una doble acción inmediata en vistas a que podamos encontrarnos con el Señor como «un pueblo bien dispuesto». En primer lugar, nos convoca y reúne en una asamblea capaz de superar todas las divisiones humanas, raciales, culturales y sociales; una asamblea de hermanos en la que ya no hay distinción entre «judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres» (Gál 3,28). Y, en segundo lugar, vivifica en nosotros la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre, que son las disposiciones necesarias para acoger las otras gracias que nos ofrecerá en la celebración, y las que aseguran nuestra participación consciente, activa y fructífera en ella.

b) Nos recuerda el Misterio de Cristo

Jesús nos prometió: «El Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En efecto, él es como la memoria viva de la Iglesia. Por eso, en primer lugar, el Espíritu recuerda a la asamblea eucarística el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida a la palabra de Dios que es anunciada. Además, nos da la inteligencia espiritual para que a través de esa palabra descubramos todo lo que Cristo, Palabra e Imagen del Padre, ha hecho por nosotros. Y, como la palabra de Dios no es mera enseñanza, sino que exige la respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, es también el Espíritu Santo quien nos da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer.

Pero, sobre todo, el Espíritu es el que nos «hace memoria» en la Eucaristía de la mayor de las maravillas de Dios: que Cristo murió por nosotros para que nosotros vivamos por él y para él. Y al despertar así la memoria de la Iglesia, suscita en nosotros la acción de gracias y la alabanza, es decir, ese agradecimiento del corazón que convierte toda la celebración en «Eucaristía».

c) Actualiza el Misterio de Cristo

El Espíritu, no sólo trae a la memoria los acontecimientos salvadores de Cristo, sino que los actualiza, los hace presentes, y continúa así realizando para nosotros, aquí y ahora, la salvación ya realizada por Cristo de una vez para siempre.

Por eso, un momento central de la Eucaristía es la «invocación» (la epiclesis) que hace el sacerdote al Padre para que las ofrendas del pan y del vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.

De este modo, el poder transformador del Espíritu Santo en la Eucaristía, nos hace anticipar, en la espera y en la esperanza, la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la invocación de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, «las arras» de su herencia (cf. Ef 14,2; 2 Cor 1,22).

c) Realiza el misterio de la comunión

Además de la «invocación» que precede a la consagración, el sacerdote hace otra invocación al Padre: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo» (Plegaria Eucarística II). Y es que, mediante la participación en la Eucaristía, el Espíritu Santo realiza en nosotros el misterio de la comunión: al otorgarnos la vida divina, une a los fieles en Cristo y entre sí, para que formemos un solo Cuerpo de Cristo; y «por él, con él y en él» nos une al Padre. El fruto, pues, del Espíritu en la Eucaristía es inseparablemente comunión con la Trinidad y comunión fraterna entre nosotros (cf. 1 Jn 1,3-7).

Hemos descubierto que, en la Eucaristía, Jesús nos convoca para conversar y cenar con nosotros (cf. Ap 3,20). Pero también que en esta cena Jesús nos entrega su vida, el Padre nos acoge en su amor inefable y el Espíritu nos transforma para introducirnos en la comunión misma de la Santísima Trinidad. Ante semejante donación de Dios, la asamblea eucarística, a través del sacerdote, concluye la «Plegaria eucarística» con esta alabanza emocionada: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». Y todos corroboramos esta alabanza con un rotundo «Amén».

PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN

«¿Cómo cantar una canción al Señor en tierra extranjera?» (Sal 137,4). ¿Cómo celebrar a Dios si no vivimos ante Dios, desde Dios y para Dios? La Eucaristía resulta irrelevante y extraña para todo aquel que vive como si Dios no existiera. De ahí que tengamos que comenzar reflexionando sobre nuestra relación con Dios.

Primero, sobre la relación personal de cada uno con Dios, sin la que las relaciones conyugales, familiares y comunitarias pueden resultar superficiales e hipócritas. Dios, que nos ha hecho originales e irrepetibles, quiere entablar con cada uno de nosotros una relación única, intransferible. Te busca a ti, con tu nombre y apellidos, porque te quiere conforme eres, te ha querido desde siempre y no renuncia nunca a hacerse contigo. Por eso te propongo que, a lo largo de este mes, ¡ojalá cada día!, busques unos momentos simplemente para estar con él. No necesitas libros; no te excuses diciendo que no sabes.

Imagínate tan sólo que estás ante una sonrisa que te acoge con simpatía y disfruta de estar contigo. Y dialoga con él a tu manera. Dile lo que se te ocurra. Es posible que le tengas que preguntar: ¿Por qué me cuesta tanto perder tiempo contigo? ¿Cuáles son los miedos que me llevan a huir de ti? ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? Pero no te empeñes en hablar mucho. Siéntete mirado por él y mírale. Pronto experimentarás una tranquilidad interior misteriosa. Te sentirás querido. Y si vas repitiendo este encuentro sencillo, personal, poco a poco sentirás que ya no puedes prescindir de él, te «cogerá». Y es que a Dios no le gusta hacerse difícil, acude en seguida a la cita de los que le invocan sinceramente. Sí, sobre todo sinceridad. No le digas nada que no sientas: entre otras cosas porque resulta inútil, ya que él lee en tu corazón. Después puedes pasar a invocar a Jesús, el enviado por el Padre para buscarte y rescatarte. Vamos, ¡tu mejor amigo! El que te ama como Dios, pero con corazón de hombre. Si no tienes otras palabras, puedes dirigirle y repetirle varias veces éstas tan sencillas: «Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador». Y, sobre todo, escucha algo que te quiere decir: «Por ti yo soy capaz de morir».

Después, te propongo que reinicies también, como desde cero, tu oración conyugal. Proponeos juntos autentificar este momento único de vuestra relación. Buscad el momento y el lugar (en el dormitorio... o en el office). Pero no os excuséis con problemas complicados: basta querer (y quereros). Comenzad con un ratito de silencio: sentíos mirados juntos. Y después decid lo que os nazca; pero no el uno al otro, sino a Dios. No manipuléis nunca la oración para decirle al otro lo que no os atrevéis a decirle de otra manera. Simplemente experimentad la alegría de ver al otro hablando con Dios. Es posible que en esta «nueva» ocasión le tengáis que confesar: ¡qué atea es nuestra relación! Sería un principio estupendo. Y Dios os contestará con toda seguridad: «Yo he estado siempre con vosotros, desde el primer beso, y mucho antes. Me alegra vuestro amor: es lo que más se parece a mí».

Durante este mes celebraréis varias veces la Eucaristía. Os propongo un compromiso muy sencillo: acudid a la iglesia unos minutos antes, un cuarto de hora a ser posible. Y ese ratito empleadlo en estas tres cosas:

-- Pensad: ¿qué necesitamos decirle hoy a Dios?

-- Pedidle por todos los que van a participar con vosotros en la celebración.

-- Decidle a Dios: ¿Qué quieres hoy decirnos tú? Háblanos, que estamos dispuestos a escucharte.

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO

Diálogo sobre el tema

Como es el primero, os propongo dos criterios metodológicos que sirven para todos:

1.º Estos temas son densos y un poquito largos: la materia es muy rica y el autor no la ha querido empobrecer. Es muy conveniente leerlos detenidamente completos. Pero, si por cualquier circunstancia, no resulta posible, es mejor leer una parte con atención que no leerlo todo por encima; ya habrá otra ocasión para leer lo que no hemos podido.

2.º Nos debíamos imponer todos no intervenir en el diálogo si no hemos leído el tema y lo hemos preparado: es un principio de seriedad y honradez. Cuando por falta de tiempo o... por pereza no lo hayamos preparado, tengamos la humildad de escuchar con atención las aportaciones de los demás.

Sobre este primer tema en concreto, podíais dialogar en torno a estas cuestiones:

1.ª ¿Qué imagen de Dios Padre nos transmite el tema? ¿Coincide con la que nosotros vivimos? ¿Nos sentimos satisfechos con el grado de confianza filial que tenemos con Dios, o lo experimentamos más bien como lejano o temible?

2.ª ¿Qué síntesis haríamos respecto a la intención de Jesús al instituir la Eucaristía?

3.ª ¿Qué acción del Espíritu Santo consideramos más necesaria respecto a nosotros?

Palabra de Dios para la oración en común

Lectura de la Carta a los Efesios (1,3-10).

«Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra».

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