DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

Decimotercera Estación
JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ
Y PUESTO EN LOS BRAZOS DE SU MADRE

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Vía crucis de Juan Pablo II

(Viernes Santo de 2000)

Han devuelto a las manos de la Madre el cuerpo sin vida del Hijo. Los Evangelios no hablan de lo que ella experimentó en aquel instante. Es como si los evangelistas, con el silencio, quisieran respetar su dolor, sus sentimientos y sus recuerdos. O, simplemente, como si no se considerasen capaces de expresarlos.

Sólo la devoción multisecular ha conservado la imagen de la «Piedad», grabando de ese modo en la memoria del pueblo cristiano la expresión más dolorosa de aquel inefable vínculo de amor nacido en el corazón de la Madre el día de la Anunciación y madurado en la espera del nacimiento de su divino Hijo.

Ese amor se reveló en la gruta de Belén, fue sometido a prueba ya durante la presentación en el Templo, se profundizó con los acontecimientos conservados y meditados en su corazón. Ahora este íntimo vínculo de amor debe transformarse en una unión que supera los confines de la vida y de la muerte.

Y será así a lo largo de los siglos: los hombres se detienen junto a la estatua de la Piedad de Miguel Ángel, se arrodillan delante de la imagen de la Melancólica Benefactora (Smetna Dobrodziejka) en la iglesia de los franciscanos, en Cracovia, ante la Madre de los Siete Dolores, patrona de Eslovaquia; veneran a la Dolorosa en un sinfín de santuarios en todas las partes del mundo. De este modo aprenden el difícil amor que no huye ante el sufrimiento, sino que se abandona confiadamente a la ternura de Dios, para el cual nada es imposible (cf. Lc 1,37).

Pausa de silencio

Oremos: Salve, Regina, Mater misericordiae; vita dulcedo et spes nostra, salve. Ad te clamamus ..., illos tuos misericordes oculos ad nos converte. Et Iesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exilium ostende.

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A ti llamamos..., vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

Alcánzanos la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que también nosotros, como tú, sepamos perseverar bajo la cruz hasta al último suspiro.

A tu Hijo, Jesús, nuestro Salvador, con el Padre y el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Vía crucis de Gerardo Diego

He aquí helados, cristalinos,
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores.
Oh, Madre mía, no llores.
Cómo lloraba María.
La llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores.

¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.

La Penúltima estación de Gerardo Diego la componen dos décimas llevadas con una fluidez y naturalidad tales que parece que escribir tan artísticamente como él resulta de lo más fácil; es la difícil sencillez del artista. La primera décima es un una secuencia de requiebros afectivos, un ir y venir de un lado al otro de la emoción y el dolorido sentimiento. Inicial descripción presentativa del conjunto marmóreo de Madre e Hijo, que acaso remita a la conocida y delicadísima escultura de Miguel Ángel, «La Piedad»; una brevísima referencia al escenario del Calvario lejano y vacío, y al canto, una desolada exclamación, para pasar de inmediato a una oración consoladora: «no llores».

La décima segunda apunta ambiguamente, para preparar la sorpresa poética, a un doble destinatario, sujeto agente del grupo, del «prodigio desnudo»: ¿el escultor tal vez? Se habla de materia escultórica y de instrumento, el buril. Pero no. No es el escultor, es el alma misma pecadora del poeta: «-Yo fui el rudo artífice, el profano que modelé ese triunfo de la muerte».- [Fr. Ángel Martín, ofm]

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