DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Celano: Vida segunda de San Francisco, 189-224


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LA SANTA SIMPLICIDAD

Capítulo CXLII

Cuál es la verdadera simplicidad

189. El Santo procuraba con mucho empeño en sí y amaba en los demás la santa simplicidad, hija de la gracia, hermana de la sabiduría, madre de la justicia. Pero no daba por buena toda clase de simplicidad, sino tan sólo la que, contenta con Dios, estima vil todo lo demás. Ésta se gloría en el temor de Dios, no sabe hacer ni decir nada malo. Porque se conoce a sí, no condena a nadie, cede a los mejores el poder, que no apetece para sí. Ésta es la que, no considerando como máximo honor las glorias griegas (1), prefiere obrar a enseñar o aprender. Ésta es la que, dejando para los que llevan camino de perderse los rodeos, florituras y juegos de palabras, la ostentación y la petulancia en la interpretación de las leyes, busca no la corteza, sino la médula; no la envoltura, sino el cogollo; no la cantidad, sino la calidad, el bien sumo y estable.

Ésta la requería el Padre santísimo en los hermanos letrados y en los laicos, por no creerla contraria, sino verdaderamente hermana de la sabiduría; bien que los desprovistos de ciencia la adquieren más fácilmente y la usan más expeditamente. Por eso, en las alabanzas a las virtudes que compuso dice así: «¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la pura santa simplicidad!» (SalVir 1).

Capítulo CXLIII

El hermano Juan el simple

190. Mientras San Francisco pasaba junto a una villa vecina a Asís, un tal Juan, varón simplicísimo, que araba en la heredad, le salió al encuentro y le dijo: «Quiero que me hagas hermano, pues desde hace mucho tiempo deseo servir a Dios». El Santo se alegró a la vista de la simplicidad del hombre y correspondió al deseo de él con estas palabras: «Hermano, si quieres hacerte compañero nuestro, da a los pobres lo que tuvieres, y te recibiré en cuanto te despojes de los bienes». El hombre suelta al instante los bueyes y ofrece uno a San Francisco, diciendo: «Demos este buey a los pobres, porque tengo derecho a recibir tanto de mi padre en herencia». Sonríe el Santo y estima en mucho este rasgo de simplicidad. Pero los padres y los hermanos pequeños, luego que se enteran de esto, corren con lágrimas en los ojos, lamentando más la pérdida del buey que la del hombre. El Santo les dice: «Estaos tranquilos. Ved que os devuelvo el buey y me llevo al hermano» (2). Toma, pues, consigo al hombre y, después de haberle vestido el hábito de la Religión, lo escoge por compañero especial en gracia de su simplicidad.

Y así fue: si San Francisco estaba -donde sea- meditando, Juan el simple repetía e imitaba de inmediato todos los gestos y posturas de aquél. Si el Santo escupía, él escupía; si tosía, él tosía; unía suspiros a suspiros y llanto a llanto; cuando el Santo levantaba las manos al cielo, levantaba también él las suyas, mirándolo con atención como a modelo y reproduciendo en sí cuanto él hacía. Advirtiéndolo éste, le pregunta un día por qué hace esas cosas. «He prometido -le responde- hacer todo cuanto haces tú; para mí es un peligro pasar por alto algo». El Santo se complace en la pura simplicidad, pero le prohíbe con dulzura que lo siga haciendo. Y así, no mucho después, el simple voló al Señor en esa puridad. El Santo, que proponía muchas veces su vida a la imitación, con muchísimo regocijo lo llamaba no hermano Juan, sino San Juan.

Obsérvese que es propio de la santa simplicidad ajustar la vida a las normas de los mayores, apoyarse siempre en los ejemplos y enseñanzas de los santos. ¿Quién dará a los sabios de este mundo ir con tal aplicación tras el que reina ya en los cielos, al igual que la santa simplicidad se conformaba con él en la tierra? En fin, que, habiendo seguido al Santo en vida, se le adelantó a la vida.

Capítulo CXLIV

Cómo procuraba la unidad entre los hijos
y cómo habla de ella en parábolas

191. El Santo tuvo siempre constante deseo y solicitud atenta de asegurar entre los hijos el vínculo de la unidad, para que los que habían sido atraídos por un mismo espíritu y engendrados por un mismo Padre, se estrechasen en paz en el regazo de una misma madre. Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí.

Una vez propuso una parábola con moraleja rica de enseñanza: «Se celebra -dijo- un capítulo general de todos los religiosos que hay en la Iglesia. Y como quiera que concurren letrados y no letrados, sabios y quienes sin tener ciencia saben agradar a Dios, se encarga un discurso a uno de los sabios y a uno de los simples. Delibera el sabio, como sabio al fin, y piensa para sí: "No ha lugar a ostentar ciencia donde hay perfectos sabios, ni está bien que, diciendo cosas sutiles ante personas agudísimas, destaque yo por mis alardes. Acaso consiga más fruto hablando con sencillez".

»Amanece el día señalado, se reúne la asamblea de los santos, hay expectativa por oír los discursos. Se adelanta el sabio, vestido de saco, cubierta de ceniza la cabeza, y, predicando más ante la admiración de todos con su compostura, dice con brevedad de palabra: "Grandes cosas hemos prometido, mayores nos están prometidas; guardemos éstas, suspiremos por aquéllas. El deleite es breve; la pena, perpetua; el padecimiento, poco; la gloria, infinita. De muchos la vocación, de pocos la elección, de todos la retribución". Los oyentes compungidos de corazón rompen en llanto, y veneran como a santo al verdadero sabio. El simple dice para sí: "El sabio me ha robado todo lo que yo había decidido hacer y decir. Pero ya sé qué he de hacer. Sé algunos versos de salmos; haré el papel de sabio, ya que él ha hecho el de simple".

»Llega la hora de la sesión del día siguiente. Se levanta el simple, propone como tema el salmo escogido; e, impulsado por el Espíritu, habla tan fervorosa, sutil y devotamente merced a la inspiración divina, que todos, con asombro, confiesan convencidos: El Señor tiene sus intimidades con los simples (Prov 3,32)».

192. Esta parábola con moraleja, que narraba, como se ha dicho, el varón de Dios, la explicaba como sigue: «Nuestra Religión es la asamblea numerosísima y como un sínodo general, que reúne de todas las partes del mundo a los que siguen igual forma de vida. En ella, los sabios convierten en provecho suyo lo que poseen los simples, viendo que los idiotas buscan con fervor las cosas del cielo y que los iletrados, en cuanto hombres, saben gustar las cosas espirituales, en cuanto promovidos por el Espíritu. Los simples, a su vez, aprovechan en ella lo propio de los sabios, viendo igualados a su nivel a hombres ilustres que habrían podido vivir con gran prestigio en cualquier parte del mundo. Resplandece así -concluía el Santo- la hermosura de esta familia dichosa, cuyo multiforme ornato agrada no poco al padre de familia».

Capítulo CXLV

Cómo quería el Santo que se le hiciera la tonsura

193. De cuando en cuando, San Francisco decía al peluquero que le iba a rasurar: «Ten cuidado de no hacerme una corona grande (3), pues quiero que mis hermanos simples tengan puesto en mi cabeza». Quería, en fin, que la Religión fuera lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios. Solía decir: «En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico». Hasta quiso incluir estas palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada (4).

Capítulo CXLVI

Cómo quería que los grandes sabios que venían a la Orden
se despojaran de todas las cosas

194. Dijo una vez que el clérigo encumbrado, cuando venía a la Orden, debía renunciar, en cierto modo, a la ciencia misma, para ofrecerse, expropiado de esa posesión, desnudo en los brazos del Crucificado.

«La ciencia -observaba- hace indóciles a muchos, impidiendo que cierto engolamiento que se da en ellos se pliegue a enseñanzas humildes. Por eso -continuó- quisiera que el hombre de letras me hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios. Te pido que me señales un lugar separado del estrépito del mundo donde pueda pensar con dolor en mis años pasados y, recogiéndome de las disipaciones del corazón, enderece mi espíritu hacia cosas mejores". ¿Adónde creéis -añadió- que llegaría el que comenzara de esta manera? Sin duda, se lanzaría, como león desatado de cadenas, con fuerza para todo, y el gusto feliz experimentado al principio se incrementaría en continuos progresos. En fin, éste sí que se entregaría seguro al ministerio de la palabra, porque esparciría lo que le bulle dentro». ¡Enseñanza verdaderamente llena de piedad! ¿Qué otra cosa hay, en efecto, de más urgente necesidad -para el que viene de un mundo tan distinto- que eliminar y limpiar con prácticas de humildad los afectos mundanos fomentados y arraigados por mucho tiempo? Estos que así entran, pronto en la escuela de perfección llegarán a la meta de la perfección.

Capítulo CXLVII

Cómo quería que se instruyeran y cómo apareció
a un compañero deseoso de darse a la perfección

195. Le dolía que se buscara la ciencia con descuido de la virtud, sobre todo si cada uno no permanecía en la vocación a la cual fue llamado desde el principio (cf 1 Cor 7,20.24). Decía: «Mis hermanos que se dejan llevar de la curiosidad de saber, se encontrarán el día de la retribución con las manos vacías. Quisiera más que se fortalecieran en la virtud, para que, al llegar las horas de la tribulación, tuviesen consigo al Señor en la angustia. Pues -añadió- la tribulación ha de sobrevenir, y en ella los libros para nada útiles serán echados en las ventanas y en escondrijos». No decía esto porque le desagradaban los estudios de la Escritura, sino para atajar en todos el afán inútil de aprender y porque quería a todos más buenos por la caridad que pedantes por la curiosidad.

Presentía, asimismo, tiempos inminentes, en que estaba seguro de que la ciencia sería ocasión de ruina (Adm 7,3), y, en cambio, el haberse dado a cosas espirituales, sostenimiento del espíritu.

A un hermano laico que quería un salterio y le pedía permiso de tenerlo, en lugar del salterio, le ofreció ceniza.

El Santo, después de su muerte, apareció en visión a uno de los compañeros que se dedicaba a veces a la predicación y se lo prohibió y le ordenó emprender el camino de la simplicidad. Testigo le es Dios de haber experimentado después de esta visión tan gran dulzura, que por muchos días el rocío de la alocución del Padre parecíale que se le instilaba al presente en sus oídos.

LAS DEVOCIONES ESPECIALES DEL SANTO

Capítulo CXLVIII

Cómo se conmovía a la mención del amor de Dios

196. No resultará ni inútil ni impropio hablar brevemente de las devociones especiales de San Francisco. Aunque, como quien gozaba de la unción del Espíritu, su devoción la extendía a todo, sentía, sin embargo, especial inclinación a ciertas devociones. Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la del «amor de Dios» sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón. Solía decir que ofrecer ese censo a cambio de la limosna era una noble prodigalidad y que cuantos lo tenían en menor estima que el dinero eran muy necios. Y cierto es que él mismo observó inviolable hasta la muerte el propósito que -entretenido todavía en las cosas del mundo- había hecho de no rechazar a ningún pobre que pidiera por amor de Dios (1 Cel 17; 2 Cel 5).

En una ocasión, no teniendo nada que dar a un pobre que pedía por amor de Dios, toma con disimulo las tijeras y se apresta a partir la túnica. Y lo hubiera hecho de no haberle sorprendido los hermanos, de quienes obtuvo que dieran otra cosa al pobre.

Solía decir: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (5).

Capítulo CXLIX

Su devoción a los ángeles
y lo que hacía por amor de san Miguel

197. Tenía en muchísima veneración y amor a los ángeles, que están con nosotros en la lucha y van con nosotros entre las sombras de la muerte. Decía que a tales compañeros había que venerarlos en todo lugar; que había que invocar, cuando menos, a los que son nuestros custodios. Enseñaba a no ofender la vista de ellos y a no osar hacer en su presencia lo que no se haría delante de los hombres. Y porque en el coro se salmodia en presencia de los ángeles, quería que todos cuantos hermanos pudieran se reunieran en el coro y salmodiaran allí con devoción. Respecto a San Miguel, que tiene el encargo de conducir las almas a Dios (Dan 12,1), decía muchas veces que hay que venerarlo aún más. Y así, en honor de San Miguel ayunaba devotísimamente la cuaresma que media entre la fiesta de la Asunción y la de aquél. Solía decir: «Cada uno debería ofrecer alguna alabanza o alguna ofrenda especial a Dios en honor de tan gran príncipe».

Capítulo CL

Su devoción a nuestra Señora,
a quien encomendó especialmente la Orden

198. Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas (cf. SalVM y OfP ant), le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar. ¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre (Gal 4,2).

Capítulo CLI

La devoción a la navidad del Señor
y cómo quería que se atendiera a todos en esa fiesta

199. Con preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana. Representaba en su mente imágenes del niño, que besaba con avidez; y la compasión hacia el niño, que había penetrado en su corazón, le hacía incluso balbucir palabras de ternura al modo de los niños. Y era este nombre para él como miel y panal en la boca (1 Cel 84-86 y 115; Prov 16,24).

Una vez que se hablaba en colación de la prohibición de comer carne en navidad, por caer esta fiesta en viernes, le rebatió al hermano Morico: «Hermano, pecas al llamar día de Venus (6) al día en que nos ha nacido el Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no pueden, que a lo menos sean untadas por fuera».

200. Quería que en ese día los ricos den de comer en abundancia a los pobres y hambrientos y que los bueyes y los asnos tengan mas pienso y hierba de lo acostumbrado. «Si llegare a hablar con el emperador -dijo-, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia». No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla. Así, sucedió una vez que, al sentarse para comer, un hermano recuerda la pobreza de la bienaventurada Virgen y hace consideraciones sobre la falta de todo lo necesario en Cristo, su Hijo. Se levanta al momento de la mesa, no cesan los sollozos doloridos, y, bañado en lágrimas, termina de comer el pan sentado sobre la desnuda tierra. De ahí que afirmase que esta virtud es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey en la Reina. Y que a los hermanos -reunidos en capítulo- que le pedían su parecer acerca de la virtud que le hace a uno más amigo de Cristo respondiese -como confiando un secreto del corazón-: «Sabed, hijos, que la pobreza es camino especial de salvación, de frutos muy variados, bien conocidos por pocos».

Capítulo CLII

La devoción al cuerpo del Señor

201. Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad (7). Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón.

Por esto amaba a Francia, por ser devota del cuerpo del Señor (8); y deseaba morir allí, por la reverencia en que tenían el sagrado misterio.

Quiso a veces enviar por el mundo hermanos que llevasen copones preciosos, con el fin de que allí donde vieran que estaba colocado con indecencia lo que es el precio de la redención, lo reservaran en el lugar más escogido.

Quería que se tuvieran en mucha veneración las manos del sacerdote, a las cuales se ha concedido el poder tan divino de realizarlo. Decía con frecuencia: «Si me sucediere encontrarme al mismo tiempo con algún santo que viene del cielo y con un sacerdote pobrecillo, me adelantaría a presentar mis respetos al presbítero y correría a besarle las manos, y diría: "¡Oye, San Lorenzo (9), espera!, porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano"».

Capítulo CLIII

La devoción a las reliquias de los santos

202. El hombre amado de Dios, que se mostraba devotísimo del culto divino, no descuidada ni dejaba sin venerar cosa que se refiriera a Dios. Hallándose en Monte Casale, en la región de Massa, mandó a los hermanos que trajesen -de una iglesia que estaba abandonada de todos al lugar de los hermanos- con toda reverencia unas reliquias santas. Le dolía vivamente saber que desde hacía mucho tiempo no se les daba el honor debido. Pero, precisado él -por una causa que surgió- a irse a otro lugar, los hijos, olvidando el mandato del Padre, descuidaron el mérito de la obediencia. Mas un día que los hermanos querían celebrar misa, al quitar, como de costumbre, la sabanilla del altar, encontraron unos huesos muy bien conservados y extraordinariamente olorosos. Los hermanos quedaron muy sorprendidos al observar lo que no habían visto hasta entonces. De regreso poco después el santo de Dios, indaga con diligencia si se ha cumplido su orden referente a las reliquias. Mas, confesando humildemente los hermanos su negligencia en obedecer, obtuvieron el perdón mediante una penitencia. Y les dijo el Santo: «Bendito sea el Señor mi Dios, que ha hecho por sí lo que debisteis haber hecho vosotros».

Considera atentamente la devoción de Francisco, admira el beneplácito de Dios respecto al polvo de que estamos hechos y proclama la alabanza de la santa obediencia, pues Dios obedeció a los ruegos de aquel cuya voz no obedecieron los hombres.

Capítulo CLIV

La devoción a la cruz. Un misterio oculto

203. Y para terminar, ¿quién podría decir, quién podría comprender cuán lejos estaba de gloriarse si no es en la cruz del Señor? (Gál 6,14; Adm 5). Sólo a quien lo ha experimentado le es dado saberlo. De seguro que, aun cuando de alguna manera percibiéramos en nosotros aquellas cosas, no encontraríamos de ningún modo -para expresar realidades tan excelentes y maravillosas- palabras que están ya envilecidas por su aplicación a lo cotidiano y vulgar. Y tal vez por eso tuvo que ser revelado en la carne lo que no hubiera podido ser explicado con palabras. Hable, pues, el silencio donde falla la palabra, que también lo significado clama cuando falla el signo. Baste a los hombres saber sólo esto: que no está todavía del todo claro por qué apareció en el Santo aquel sacramento, pues, cuando él se ha dignado hacer alguna revelación, lo que se refiere a la razón y a la finalidad nos lo ha dejado pendiente del futuro (10). Resultará veraz y digno de fe quien tendrá por testigos la naturaleza, la ley y la gracia.

LAS DAMAS POBRES

Capítulo CLV

Cómo quería que las trataran los hermanos

204. No está bien silenciar la memoria del edificio espiritual, mucho más noble que el material, que, después de reparar la iglesia de San Damián, levantó el bienaventurado Padre en aquel lugar, guiándolo el Espíritu Santo, para acrecentar la ciudad del cielo. No es de creer que para reparar una obra perecedera que estaba a punto de arruinarse le hubiera hablado -desde el leño de la cruz y de modo tan estupendo- Cristo, el cual infunde temor y dolor a los que le oyen. Pero, como el Espíritu Santo había predicho ya anteriormente (cf. 1 Cel 18-20 y 2 Cel 13), debía fundarse allí una orden de vírgenes santas que, como un cuerpo de piedras vivas pulimentadas, un día habrán de ser llevadas para restauración de la casa celestial.

Después que las vírgenes de Cristo comenzaron a reunirse en el lugar, afluyendo de diversas partes del mundo, y a profesar vida de mucha perfección en la observancia de la altísima pobreza y con el ornato de toda clase de virtudes, aunque el Padre se retrajo poco a poco de visitarlas, sin embargo, su afecto en el Espíritu Santo no cesó de velar por ellas. En efecto, el Santo -que las veía abonadas por pruebas de muy alta perfección, prontas a soportar y padecer por Cristo toda suerte de persecuciones e incomodidades, decididas a no apartarse nunca de las santas ordenaciones recibidas- prometió prestar ayuda y consejo a perpetuidad, de su parte y de la de sus hermanos, a ellas y a las demás que profesaban firmemente la pobreza con el mismo tenor de vida (11). Mientras vivió fue solícito en cumplirlo así, y, próximo ya a la muerte, mandó con interés que lo cumplieran por siempre, añadiendo que un mismo espíritu había sacado de este siglo a los hermanos y a las damas pobres (12).

205. A los hermanos que se sorprendían a veces de que no visitara personalmente más a tan santas servidoras de Cristo, decía: «Carísimos, no creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago. No quiero que nadie se ofrezca espontáneamente a visitarlas, sino que dispongo que se destinen al servicio de ellas a quienes no lo quieren y se resisten en gran manera: tan sólo varones espirituales, recomendables por una vida virtuosa de años».

Capítulo CLVI

Cómo reprendió a algunos que
por voluntad propia iban a los monasterios

206. Aconteció, en efecto, a cierto hermano que tenía en un monasterio dos hijas de vida ejemplar; como dijera una vez que llevaría a gusto al monasterio un regalillo de nada de parte del Santo, éste lo increpó con muchísimo rigor, repitiéndole unas palabras que no es del caso referir ahora. Por lo que envió el presente con otro que no quería ir, pero que no se resistió muy obstinadamente.

Otro hermano se fue un día de invierno -movido a compasión- a un monasterio, no sabiendo que la voluntad del Santo era tan estrictamente contraria. Enterado de lo ocurrido, el Santo le obligó a andar muchas millas desnudo en el más crudo rigor de una nevada (13).

Capítulo CLVII

De una predicación que les hizo
más con el ejemplo que con la palabra

207. Estando en San Damián el Padre santo, e incitado con incesantes súplicas del vicario (14) a que expusiera la palabra de Dios a las hijas, vencido al fin por la insistencia, accedió. Reunidas, como de costumbre, las damas para escuchar la palabra de Dios y no menos para ver al Padre, comenzó éste a orar a Cristo con los ojos levantados al cielo, donde tenía puesto siempre el corazón. Ordena luego que le traigan ceniza; hace con ella en el suelo un círculo alrededor de sí y la sobrante se la pone en la cabeza. Al ver ellas al bienaventurado Padre que permanece callado dentro del círculo de ceniza, un estupor no leve sobresalta sus corazones. De pronto, se levanta el Santo y, atónitas ellas, recita el salmo Miserere mei, Deus por toda predicación. Terminado el salmo, sale afuera más que de prisa. Ante la eficacia de esta escenificación fue tanta la contrición que invadió a las siervas de Dios, que, llorando a mares, apenas si podían sujetar las manos que querían cargar sobre sí mismas la vindicta. Les había enseñado plásticamente que las consideraba como a ceniza y que -en relación con ellas- ningún sentimiento llegaba a su corazón que no correspondiera a la reputación presignificada.

Tal era su trato con las mujeres consagradas; tales las visitas, provechosísimas, pero motivadas y raras. Tal su voluntad respecto a todos los hermanos: quería que las sirvieran por Cristo -a quien ellas sirven-, cuidándose, con todo, siempre, como se cuidan las aves, de los lazos tendidos a su paso.

RECOMENDACIÓN DE LA REGLA A LOS HERMANOS

Capítulo CLVIII

Recomendación de la Regla de San Francisco.
El hermano que la llevaba consigo

208. Francisco tenía ardentísimo celo de la profesión común de una vida y de la Regla y distinguió con especial bendición a los celadores de ella (15). Así es que decía a los suyos que la Regla es el libro de la vida, esperanza de salvación, médula del Evangelio, camino de perfección, llave del paraíso, pacto de alianza eterna. Quería que la tuvieran todos, que la supieran todos (1 R 24,1) y que en todas partes la confirieran con el hombre interior para razonamiento ante el tedio y recordatorio del juramento prestado. Enseñó que había que tenerla presente a todas horas, como despertador de la conducta que se ha de observar, y -lo que es más- que se debería morir con ella.

Un hermano laico (a quien -creemos- hay que venerarlo entre los mártires) que grabó en sí esta enseñanza, ha logrado la palma de una victoria gloriosa. En efecto, al conducirle los sarracenos al martirio, levantando en alto la Regla entre las manos, las rodillas humildemente dobladas, dijo al compañero: «Hermano carísimo, me acuso, ante los ojos de la Majestad y ante ti, de todas las faltas que he cometido contra esta santa Regla». A esta breve confesión siguió el golpe de espada, que puso fin a la vida con el martirio, realzado luego con prodigios y milagros. Había entrado en la Orden siendo aún tan joven, que apenas podía con el ayuno reglamentario; pero con ser tan tierno, llevaba, sin embargo, un cilicio sobre la carne. ¡Feliz muchacho, que comenzó felizmente y acabo más felizmente! (16).

Capítulo CLIX

Una visión que abona la Regla

209. El Padre santísimo tuvo, respecto a la Regla, una visión acompañada de una voz que venía del cielo. Era el tiempo en que se trataba entre los hermanos acerca de la confirmación de la Regla; al Santo, preocupado con vivo interés por este asunto, se le dio a ver en sueños lo que sigue: le parecía que había recogido del suelo pequeñísimas migajas de pan, que tenía que distribuir a numerosos hermanos que le rodeaban hambrientos. Temía mucho distribuir migajas tan menudas, ante el riesgo de que se le deslizasen por las manos partículas tan diminutas; pero una voz del cielo le animaba con voz poderosa: «Francisco, haz con todas las migajas una hostia y dala a comer a los que quieran comerla». Hizo el Santo como se le había dicho, y cuantos no la recibían devotamente o, recibida, tenían a menos el don, aparecían después notoriamente tocados de lepra. A la mañana siguiente, doliéndose el Santo de no poder descifrar el misterio de la visión, la refiere a los compañeros. Pero poco más tarde, permaneciendo él en vela en oración, se le dio a oír del cielo esta voz: «Francisco, las migajas de la noche pasada son las palabras del Evangelio; la hostia es la Regla; la lepra, la maldad».

Los hermanos de entonces, que estaban muy prontos a toda obra de supererogación, no juzgaban dura o difícil esta fidelidad que habían jurado. Y es que no hay lugar para la languidez y la desidia allí donde el estímulo del amor excita sin cesar a más y mejor.

LAS ENFERMEDADES DE SAN FRANCISCO

Capítulo CLX

Cómo conversó con un hermano
sobre la atención que se debe al cuerpo

210. Francisco, el pregonero de Dios, siguió las huellas de Cristo por el camino de innumerables contratiempos y enfermedades recias, pero no echó pie atrás hasta llevar a feliz término con toda perfección lo que con perfección había comenzado. Aun estando agotado y deshecho corporalmente, no se detuvo nunca en el camino de la perfección, nunca consintió en disminuir el rigor de la disciplina. Pues ni era capaz de condescender en lo más mínimo con su cuerpo, ya exhausto, sin remordimiento de la conciencia. E incluso cuando, contra su voluntad, porque era necesario, hubo que aplicarle calmantes por los dolores corporales, superiores a sus fuerzas, habló con calma a un hermano, de quien sabía que iba a recibir un consejo leal: «¿Qué te parece, carísimo hijo, que mi conciencia protesta desde lo íntimo a menudo por el cuidado que tengo de mi cuerpo? Teme ella que soy yo demasiado indulgente con él, enfermo; que me preocupo de aliviarlo con fomentos que lo miman. No porque -acabado como está por largas enfermedades- se deleite ya en tomar algo que le resulte atractivo, pues ya hace tiempo que perdió la apetencia y el sentido del gusto».

211. El hijo, dándose cuenta de que el Señor le ponía en los labios la respuesta adecuada, le respondió con tino: «Dime, Padre, si tienes a bien, con cuánta diligencia te obedeció el cuerpo mientras pudo».

-- Hijo, soy testigo -respondió él- de que me ha sido obediente en todo, de que no ha tenido miramiento alguno consigo, sino que iba, como precipitándose, a cumplir cuanto se le ordenaba. No ha recusado trabajo alguno, no se ha hurtado molestia alguna, todo para poder cumplir perfectamente lo mandado. Hemos estado de acuerdo yo y él en esto: en seguir sin resistencia alguna a Cristo el Señor.

-- Padre -replicó el hermano-, y ¿dónde está entonces tu generosidad, tu piedad, tu mucha discreción? ¿Es acaso esta correspondencia digna de amigos fieles: recibir con gusto el favor y desatender en tiempo de necesidad al que lo hace? ¿En qué has podido servir hasta ahora a Cristo tu Señor sin la ayuda del cuerpo? Y ¿no se ha expuesto para eso a todo peligro, como confiesas tú mismo?

-- Hijo -concede el Padre-, confieso que lo que dices es mucha verdad.

-- Y ¿es esto razonable -insiste el hijo-: que desasistas, en necesidad tan manifiesta, a un amigo tan fiel, que se ha expuesto -por ti- a sí mismo con todo lo suyo a la muerte? Lejos de ti, Padre, que eres amparo y báculo de los afligidos; lejos de ti tamaño pecado contra el Señor.

-- Bendito seas tú, hijo -replicó el Padre-, que has procurado tan sabios y saludables remedios a mis dificultades.

Comenzó luego a hablar con alegría al cuerpo: «Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana al detalle a tus deseos y me apresuro a atender placentero tus quejas».

Pero ¿qué podía deleitar a aquel cuerpecillo ya extenuado? ¿Qué podía darle consistencia, si iba desmoronándose por todas partes? Francisco estaba ya muerto al mundo y Cristo vivía en él. Los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le brillaban las llagas al exterior -en la carne-, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma.

Capítulo CLXI

Lo que el Señor le había prometido en las enfermedades

212. Era milagroso de veras que un hombre abrumado con dolores vehementes de parte a parte tuviera fuerzas suficientes para tolerarlas. Pero a estas sus aflicciones les daba el nombre no de penas, sino de hermanas. Eran, sin duda, muchas las causas de donde provenían. De hecho, para que alcanzase más gloria por sus triunfos, el Altísimo le preparó situaciones difíciles no sólo en sus comienzos, ya que, estando como estaba avezado en las lides, le proporcionaba todavía ocasiones de victoria. Los seguidores de él tienen también en esto un ejemplo, porque ni con los años moderó su actividad ni con las enfermedades su austeridad. Y no sin causa logró purificación completa en este valle de lágrimas hasta llegar a pagar el último ochavo (Mt 5,26) -si había algo en él que debiera ser purgado en el fuego-, para que finalmente -purificado del todo- pudiera subir de un vuelo al cielo. Pero, a mi juicio, la razón principal de sus sufrimientos era -como él aseguraba refiriéndose a otros- que en sobrellevarlos hay una gran recompensa.

213. Así, pues, una noche en que se sentía más agobiado que de ordinario por varias y dolorosas molestias, comenzó a compadecerse de sí en lo íntimo del corazón (17). Mas para que su espíritu, que estaba pronto, no condescendiera, cual hombre sensual, con la carne, ni por un instante en cosa alguna, mantiene firme el escudo de la paciencia invocando a Cristo. Hasta que al fin, mientras oraba así puesto en trance de lucha, obtuvo del Señor la promesa de la vida eterna a la luz de este símil: «Si toda la tierra y todo el universo fueran oro precioso sobre toda ponderación; y -libre tú de los dolores- se te diera en recompensa, a cambio de las acerbas molestias que padeces, un tesoro de tan grande gloria, en comparación de la cual el oro propuesto no fuera nada, es más, ni siquiera mereciera nombrarse, ¿no te gozarías sufriendo de buena gana lo que ahora sufres por un poco de tiempo?» «Me gozaría -respondió el Santo-, me gozaría lo indecible». «¡Exulta, pues -le dijo el Señor-, porque tu enfermedad es prenda de mi reino, y espera seguro y cerciorado, por el mérito de la paciencia, la herencia de mi reino!»

¡Cuán grande alegría debió de experimentar este hombre dichoso con la feliz promesa! ¡Con cuánto amor también, y no sólo con cuánta paciencia, debió de abrazar las molestias del cuerpo! Esto lo conoce él al presente a perfección; que entonces no le fue posible decir lo indecible. Alguna poca cosa dijo, con todo, a los compañeros, como pudo. Entonces compuso algunas Alabanzas de las creaturas, incitándolas a alabar a su modo al Creador (18).

TRÁNSITO DEL PADRE SANTO

Capítulo CLXII

Cómo exhortó y bendijo al fin a los hermanos

214. El fin del hombre, dice el sabio, descubre lo que él es (Eclo 11,29). Esto se ve gloriosamente cumplido en este santo. Corriendo por la vía de los mandamientos de Dios con alegría del alma, llegó, por los grados de todas las virtudes, a escalar la cima, y como obra dúctil, perfectamente elaborada a golpes de martillo de múltiples tribulaciones, conducido a la perfección, alcanzó el límite de su consumación. Precisamente sus obras maravillosas resplandecieron más, y apareció a la luz de la verdad que todo su vivir había sido divino cuando, vencidas ya las seducciones de la vida mortal, voló libre al cielo. Pues tuvo por deshonra vivir para el mundo, amó a los suyos en extremo (Jn 13,1), recibió a la muerte cantando.

De hecho, al acercarse a los últimos días, en los cuales a la luz temporal que se desvanecía sucedía la luz perpetua, demostró con ejemplo de virtudes que nada tenía de común con el mundo. Acabado, pues, con aquella enfermedad tan grave que puso fin a todos los dolores, hizo que lo pusieran desnudo sobre la desnuda tierra, para que en aquellas horas últimas, en que el enemigo podía todavía desfogar sus iras, pudiese luchar desnudo con el desnudo (19). En verdad que esperaba intrépido el triunfo y estrechaba ya con las manos entrelazadas la corona de justicia. Puesto así en tierra, despojado de la túnica de saco, volvió, según la costumbre, el rostro al cielo y, todo concentrado en aquella gloria, ocultó con la mano izquierda la llaga del costado derecho para que no se viera. Y dijo a los hermanos: «He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra».

215. A la vista de esto, los hijos se deshacen en lágrimas, y, entre continuados suspiros que les nacen de lo profundo del alma, desfallecen por la demasía de dolor y compasión. Entre tanto, al contenerse algo los sollozos, el guardián, sabedor -más en verdad por inspiración divina- del deseo del Santo, se levantó de pronto y, tomando la túnica, los calzones y una capucha, dijo al Padre: «Reconoce que, por mandato de santa obediencia, se te prestan esta túnica, los calzones y la capucha. Y para que veas que no tienes propiedad sobre estas prendas te retiro todo poder de darlas a nadie». El Santo se goza y exterioriza el júbilo del corazón, porque ve que ha guardado fidelidad hasta el fin a la dama Pobreza. El no querer tener, ni siquiera al fin de su vida, hábito propio, sino prestado, lo hacía por el celo de la pobreza. La gorra de saco la solía llevar en la cabeza para cubrir las cicatrices que le dejó la curación de los ojos, aunque más necesitaba una de piel, liviana, con lana suave y exquisita.

216. Alza después el Santo las manos al cielo y canta a su Cristo, porque, exonerado ya de todas las cosas, se va libre a Él. Pero, con el fin de mostrarse en todo verdadero imitador del Cristo de su Dios, amó en extremo a los hermanos e hijos, a quienes había amado desde el principio. Mandó, pues, que llamasen a todos los hermanos que estaban en el lugar para que vinieran a él, y, alentándolos con palabras de consolación ante el dolor que les causaba su muerte, los exhortó, con afecto de padre, al amor a Dios. Habló largo sobre la paciencia y la guarda de la pobreza, recomendando el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones. Luego extendió la mano derecha sobre los hermanos que estaban sentados alrededor, y, comenzando por su vicario, la puso en la cabeza de cada uno, y dijo: «Conservaos, hijos todos, en el temor del Señor y permaneced siempre en Él. Y pues se acercan la prueba y la tribulación, dichosos los que perseveraren en la obra emprendida. Yo ya me voy a Dios; a su gracia os encomiendo a todos» (cf 1 Cel 108). Y bendijo -en los hermanos presentes- también a todos los que vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían de venir después de ellos hasta el fin de los siglos.

Nadie se acapare para sí esta bendición que el Santo dio en los presentes para los ausentes; como ha sido descrito en otro lugar, hubo en aquella ocasión una cláusula especial; pero de ella se hizo uso para viciar, más bien, el oficio (20).

Capítulo CLXIII

Su muerte y lo que hizo antes de la muerte

217. Como los hermanos lloraban muy amargamente y se lamentaban inconsolables, ordenó el Padre santo que le trajeran un pan. Lo bendijo y partió y dio a comer un pedacito a cada uno. Ordenando asimismo que llevaran el códice de los evangelios, pidió que le leyeran el evangelio según San Juan desde el lugar que comienza Antes de la fiesta de la Pascua, etc. Se acordaba de aquella sacratísima cena, aquella última que el Señor celebró con sus discípulos. Todo esto lo hizo, en efecto, en memoria veneranda de aquélla y para poner de manifiesto el afecto de amor que profesaba a los hermanos.

Así que los pocos días que faltaban para su tránsito los empleó en la alabanza, animando a sus amadísimos compañeros a alabar con él a Cristo. Él, a su vez, prorrumpió como pudo en este salmo: Clamé al Señor con mi voz, con mi voz supliqué al Señor (Sal 141), etc. Invitaba también a todas las creaturas a alabar a Dios, y con unas estrofas que había compuesto anteriormente él las exhortaba a amar a Dios (cf. 1 Cel 109). Aun a la muerte misma, terrible y antipática para todos, exhortaba a la alabanza, y, saliendo con gozo a su encuentro, la invitaba a hospedarse en su casa: «Bienvenida sea -decía- mi hermana muerte». Y al médico: «Ten valor para pronosticar que está vecina la muerte, que va a ser para mí la puerta de la vida». Y a los hermanos: «Cuando me veáis a punto de expirar, ponedme desnudo sobre la tierra -como me visteis anteayer-, y dejadme yacer así, muerto ya, el tiempo necesario para andar despacio una milla».

Llegó por fin la hora, y, cumplidos en él todos los misterios de Cristo, voló felizmente a Dios.

Cómo un hermano vio el alma
del Padre santo en su tránsito

217a. Un hermano -uno de sus discípulos, célebre por la fama notable que disfrutaba- vio el alma del Padre santísimo que subía derecha al cielo, a modo de una estrella grande como la luna y luciente como el sol, avanzando sobre la inmensidad de las aguas llevada sobre una nube blanca.

Con este motivo se reunió numerosa multitud de pueblos, que alababan y glorificaban el nombre del Señor. La ciudad de Asís se lanza en tropel y toda la región corre a ver las maravillas de Dios, que el Señor había manifestado en su siervo. Los hijos se lamentaban de la orfandad de tan gran padre y hacían ver con lágrimas y suspiros los afectos de piedad del corazón. La novedad del milagro cambió, sin embargo, el llanto en júbilo; el luto, en fiesta. Veían el cuerpo del bienaventurado Padre condecorado con las llagas: veían en medio de las manos y de los pies, no ya las hendiduras de los clavos, sino los clavos mismos, formados de su carne, mejor aún, connaturales a la carne misma, que conservaban el color negruzco del hierro, y el costado derecho, enrojecido de sangre. Su carne, naturalmente morena antes, brillando ahora con blancura extraordinaria, daba fe del premio de la resurrección. Sus miembros, en fin, se volvieron flexibles y blandos, sin la rigidez propia de los muertos, antes bien trocados en miembros como de niño.

Capítulo CLXIV

La visión que tuvo el hermano Agustín ya moribundo

218. Era por entonces ministro de los hermanos de la Tierra de Labor el hermano Agustín, que, moribundo ya, sin habla desde hacía algún tiempo, exclamó de pronto -de modo que oyeron los que estaban presentes-, diciendo: «Espérame, Padre, espérame. Mira que me voy contigo». Y a los hermanos que le preguntaban muy admirados a quién hablaba así: «¿No veis -respondió con animación- a nuestro padre Francisco, que se va al cielo?» Y al instante, su alma, dejando el cuerpo, siguió al Padre santísimo.

Capítulo CLXV

Cómo el Padre santo, después del tránsito,
apareció a un hermano

219. A otro hermano de vida laudable que a la sazón estaba absorto en oración, se le apareció aquella misma noche y hora el glorioso Padre vestido de dalmática de púrpura, seguido de innumerable multitud de hombres. Muchos se separaron de la multitud y vinieron a preguntar al hermano: «Hermano, ¿no es éste el Cristo?» Respondió el hermano: «Sí que es él». Pero otros inquirían con nueva pregunta: «¿No es San Francisco?» Y el hermano respondía igualmente que sí. Y es que, igual al hermano que a la multitud que acompañaba a Francisco, les parecía que la persona de Cristo y la del bienaventurado Francisco era la misma.

Para quien quiera entender bien esto no es temerario, pues quien se adhiere a Dios se hace un espíritu con él (1 Cor 6,17) y el mismo Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 12,6). Finalmente llegó el bienaventurado Padre con el maravilloso cortejo a lugares amenísimos, que, regados por aguas cristalinas, verdeaban con la hermosura de toda clase de hierbas, y que constituían un plantío de toda clase de árboles deliciosos y de aspecto primaveral por la belleza de las flores. Se veía, asimismo, un palacio deslumbrante de magnificencia y hermosura singular, en donde entró con transportes de alegría el nuevo vecino del cielo; allí encontró a numerosísimos hermanos; y, sentados a una mesa preparada con todo ornato y colmada de variedad de delicias, comenzó a una con ellos el banquete deleitable.

Capítulo CLXVI

Visión del obispo de Asís
acerca del tránsito del Padre santo

220. El obispo de Asís había ido por aquellos días en peregrinación a la iglesia de San Miguel (21). Estando hospedado de regreso en Benevento, el bienaventurado padre Francisco se le apareció en visión la noche misma del tránsito y le dijo: «Mira, padre, dejando el mundo, me voy a Cristo». Al levantarse de mañana el obispo, contó a los compañeros lo que había visto, y ante notario -que para esto había sido citado- hizo constar el día y la hora del tránsito. Y así, del todo apenado y bañado en lágrimas, se dolía de haber perdido el mejor padre. De regreso ya en su ciudad, refirió al detalle lo sucedido y dio rendidas gracias sin fin al Señor por sus dones.

Canonización y translación de San Francisco

220a. En el nombre del Señor Jesús. Amén. En el año de su encarnación 1226, el 4 de octubre -el día que había predicho-, cumplidos veinte años desde que se adhirió con toda perfección a Cristo, el varón apostólico Francisco, seguidor de la vida y huellas de los apóstoles, libre de las cadenas de la vida mortal, pasó felizmente a Cristo; y, sepultado cerca de la ciudad de Asís (22), comenzó a brillar en todas partes con variedad de milagros, con tantos y tan admirables prodigios, que atrajo en breve tiempo a gran parte del mundo a lo que era la admiración del nuevo siglo. Como brillara ya en diversas partes con nueva luz de milagros y afluyeran de todas partes muchos que se alegraban de haber sido librados de sus desgracias por intervención de él, el señor papa Gregorio, que a la sazón estaba en Perusa con todos los cardenales y otros prelados de diversas iglesias, comenzó a mover el asunto de la canonización, hasta que, acordes todos, convinieron en ella. Leen y aprueban los milagros que había hecho el Señor por su siervo y enaltecen con ponderadísimos elogios la vida y conducta del bienaventurado Padre.

Convocados previamente a tan gran solemnidad los príncipes de la tierra y numerosos prelados, acompañados de multitud incontable del pueblo, haciendo corte al dichoso papa, entran el día señalado en la ciudad de Asís para celebrar en ella, para mayor exaltación del Santo, su canonización. Al llegar todos al lugar preparado para tan solemne concentración, el papa Gregorio se dirige, en primer lugar, a todo el pueblo y narra con afecto melifluo las maravillas de Dios. Ensalza, asimismo, al santo padre Francisco en un discurso celebérrimo, bañado en lágrimas al dar a conocer la pureza de su vida. Y, acabado el discurso, el papa Gregorio, alzando las manos al cielo, proclamó con voz vibrante... (23).

Capítulo CLXVII

Oración de los compañeros al Santo

221. Henos aquí, bienaventurado Padre nuestro: el afán de la simplicidad se ha empeñado en cantar a su manera tus magníficas obras y en divulgar para tu gloria siquiera unas cuantas de las incontables virtudes de tu santidad. Sabemos que nuestras palabras -que no están a tono para cantar las excelencias de tan alta perfección- han dejado muy sombreadas tus esplendorosas maravillas. Te pedimos -a ti y a los lectores- que apreciéis nuestro afecto por el empeño que hemos puesto, alegrándonos de que el ápice de una vida maravillosa supere a la pluma humana.

Porque ¿quién, ¡oh insigne entre los santos!, podrá engendrar en sí mismo o comunicar a los demás aquellos fervores de tu espíritu?; y ¿quién será capaz de concebir aquellos inefables afectos que desde ti saltaban incesantemente hasta Dios? Pero hemos escrito lo que precede enfrascados en tu dulce memoria, intentando -mientras vivimos- darla a conocer a los demás siquiera balbuciendo. Te nutres ya de la flor de harina (Sal 80,17), tú en otro tiempo hambriento; te abrevas en el torrente de delicias (Sal 35,9), tú que hasta ahora tenías sed. No te creemos, con todo, saciado de la abundancia de la casa de Dios como para que te hayas olvidado de tus hijos, pues Aquel en quien te abrevas se acuerda también de nosotros. Llévanos, pues, en pos de ti, Padre venerado, para que corramos tras el suave perfume de tus ungüentos (Ct 1,3), nosotros a quienes ves tibios por la desidia, lánguidos por la pereza, semivivos por la negligencia. Ya la pequeña grey te sigue con paso vacilante, y la mirada deslumbrada de sus ojos enfermos no aguanta los destellos de tu perfección. Haz que nuestros días sean como los primeros, tú que eres espejo y modelo de perfectos, y no consientas que, siendo iguales a ti en la profesión, seamos desiguales en la vida.

222. Nos postramos ya ante la clemencia de la majestad eterna; presentamos ahora nuestras humildes oraciones por el siervo de Cristo, nuestro ministro, sucesor tuyo en la santa humildad y émulo en el celo de la verdadera pobreza, el cual se cuida de tus ovejas con solicitud, con suave dulzura por amor de tu Cristo. Te pedimos, santo, que lo guíes y veles por él, para que, adherido siempre a tus mismas huellas, llegue a conquistar a perpetuidad la alabanza y la gloria que tú has conseguido.

223. Padre benignísimo, te suplicamos también con todo el afecto del corazón por aquel hijo tuyo que ahora -como ya en otras ocasiones- ha escrito con devoción tus loores. Él se ofrece y consagra a ti, y a la par te presenta y dedica esta pequeña obra compilada, si no acreditado por méritos, sí, en cambio, por el empeño que ha puesto piadosamente. Dígnate defenderlo y guardarlo de todo mal, dale aumento de méritos en santidad y haz que por tus ruegos llegue a gozar por siempre de la compañía de los santos.

224. Padre, acuérdate de todos tus hijos, que, angustiados por indecibles peligros, sabes muy bien tú, santísimo, cuán de lejos siguen tus huellas. Dales fuerza, para que resistan; hazlos puros, para que resplandezcan; llénalos de alegría, para que disfruten. Impetra que se derrame sobre ellos el espíritu de gracia y de oración, para que tengan, como tú, la verdadera humildad; guarden, como tú, la pobreza; merezcan, como tú, la caridad con que amaste siempre a Cristo crucificado, quien con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

* * * * *

Notas:

1) Es una cita de 2 Mac 4,15, en que se reprocha a los judíos por no apreciar los valores tradicionales y estimar, en cambio, los ajenos. Quiere decir Celano que la simplicidad anhela sólo los honores que engendra la vida y el obrar, y no los que nacen de la mera ciencia. Estos vendrían a ser, para un hermano menor, lo que las glorias griegas para un judío.

2) LP 61 describe la comida de despedida, al fin de la cual Francisco pronuncia esta alocución: «Este hijo vuestro quiere servir a Dios; no debéis entristeceros por esta determinación, sino alegraros. Es un honor para vosotros, no sólo a los ojos de Dios, sino también a los de los hombres... Dios será honrado por uno de vuestra sangre y todos nuestros hermanos serán hijos y hermanos vuestros...»

3) Como la que llevaban los doctores, los obispos, los prelados.

4) El 29 de noviembre de 1223.

5) La breve oración, familiar a San Francisco, Absorbeat desarrolla el mismo tema.

6) Veneris dies: tal es, en efecto la etimología pagana de nuestro viernes.

7) Celano emplea aquí expresiones similares a las de la CtaO 27.

8) Generalmente, se cree que el Santo conoció la devoción a la eucaristía en Francia por medio de Jacobo de Vitry, con quien se encontraría en Perusa con ocasión de los funerales de Inocencio III (Eccleston, o.c., 15 p. 119) y de la consagración episcopal del mismo Jacobo.

9) Que, como San Francisco, era diácono.

10) LM 13,4; 1 Cel 90. Tomás de Eccleston dice que, cuando la aparición del serafín, «le fueron reveladas muchas cosas que no fueron comunicadas nunca a hombre alguno». Luego añade que al hermano Rufino le manifestó que se le habían hecho las revelaciones señaladas en EP 79 (Eccleston, o.c., 13 p. 93-94).

11) «Y el bienaventurado Padre, viendo que ninguna pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo temíamos..., nos escribió la forma de vida en estos términos: "Ya que..."» (Regla de Santa Clara, cap. 6).

12) Cf. 2 Cel 13. Según el P. Oliger (AFH 5 [1912] p. 435), Santa Clara ha recibido de Celano los términos del capítulo 6 de la Regla.

13) Se trataría del hermano Felipe.

14) El hermano Elías.

15) Esta bendición cierra el testamento de San Francisco y sigue inmediatamente a una exhortación a observar la Regla «pura y simplemente».

16) Se llamaba Electo y murió, probablemente, en vida de San Francisco.

17) Sucedía en San Damián, durante el invierno de 1224; Francisco está más de cincuenta días sin ver la luz, que le molestaba en los ojos; ratones y musgaños le invadían la pequeña celda de ramaje, impidiéndole dormir y orar. Cf. EP 100 y 119; LP 83; Flor 19.

18) Cf. Selecciones de Franciscanismo n. 13-14, 1976, número monográfico acerca del Cántico.

19) Los vestidos simbolizan las diversas ataduras del alma al mundo. Esta misma idea se encuentra en 1 Cel 15.

20) Este último pasaje ha dado lugar a numerosas discusiones. Parece apreciarse en él una acusación al hermano Elías por haberse servido de la bendición de San Francisco (cf. 1 Cel 108) para un ejercicio arbitrario de autoridad. Los defensores del vicario del Santo creen que el pasaje está interpolado.

21) Al Monte Gargano, en la Pulla.

22) En San Jorge, que actualmente está dentro de la ciudad.

23) El ms. M llega hasta aquí; el último folio del cuaderno ha sido arrancado.

Introducción 1 Cel 02

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