DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


TESTAMENTO DE SAN FRANCISCO

por Engelbert Ming, OFMCap

 

[Texto original: Testament des heiligen Franziskus, en San Damiano (revista de las religiosas capuchinas de Suiza) 1 (1998) 5-40]

INTRODUCCIÓN

La biografía de san Francisco es conocida. Hijo de un rico comerciante, nace en Asís en 1181 ó 1182. Era un joven alegre, temperamental y generoso. Abierto a todo lo heroico, soñaba con el honor y la gloria de la caballería. A los 20 años fue hecho prisionero cuando tomaba parte en una acción militar contra su vecina ciudad de Perugia. Puesto en libertad al cabo de un año vuelve a casa enfermo. Dos años más tarde intenta de nuevo conseguir la gloria militar, pero una visión le mueve a regresar al hogar de nuevo.

A partir de este momento se recluye cada vez más en sí mismo, busca lugares solitarios y capillas donde retirarse a rezar y, finalmente, se despoja en el año 1206 ante el obispo de Asís de todas sus propiedades e incluso de sus vestidos. A partir de entonces fue un hombre pobre y desposeído de todo, cuida leprosos, se retira de la sociedad humana y renuncia a todo lo que signifique grandeza e importancia humanas, siendo perseguido por la incomprensión e incluso la burla de sus conciudadanos. No obstante, permanece fiel a sí mismo y persevera con total firmeza en el camino iniciado.

El ejemplo cundió y otros hermanos se le fueron juntando. Redactó una breve regla inspirada en el evangelio y el Papa se la aprobó provisoriamente de forma oral. La hermandad creció y creció hasta hacerse un movimiento. Con Clara, hija de una familia principal, se le añadieron también las mujeres. Así, Francisco se convirtió en padre espiritual de muchos hermanos y hermanas. Pero su ideal primitivo permaneció vigente: servir a Dios y a los hombres mediante la extrema pobreza y la negación de sí mismo, y edificar el reino de Dios en este mundo.

Todo esto se manifiesta en sus últimas voluntades, en su Testamento, que hizo escribir poco antes de su muerte como un legado del padre moribundo a sus hijos.

En el otoño de 1226 presintió Francisco que se acercaba el final de su vida. Contaba 44 años, exactamente la mitad de ellos los había dedicado al servicio de su Señor con una espiritualidad creciente. Dos años antes había recibido en el monte Alverna los estigmas del crucificado como un signo exterior de su identificación interior con Cristo, y ellos le producían mucho dolor. Además de esto toda su vida había padecido de malaria y, a raíz de su viaje a Oriente, contrajo una enfermedad incurable en los ojos. Sus ayunos, sus mortificaciones y los muchos viajes habían debilitado profundamente su cuerpo. Pero su tensión interior permaneció inalterable y viva hasta su último aliento. Ahora se enfrentaba, así lo presentía, ante el último adiós a sus hermanos.

Por su parte, los hermanos, que le habían acompañado en las últimas semanas de su vida, querían despedirse de su padre. Fueron ellos quienes le pidieron que les dejara su última palabra de despedida, aunque no era la primera vez que estos hermanos pedían algo semejante. Ya unos meses antes, cuando Francisco se encontraba en Siena a las puertas de la muerte, después de un ataque de tensión, los hermanos le pidieron «su bendición y una muestra de su voluntad». Para ello hizo venir al hermano Benedicto de Pierato y le pidió que escribiera lo siguiente:

«Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, los que están en nuestra religión y los que vendrán a ella hasta el fin del siglo... Puesto que, a causa de la debilidad y dolores de la enfermedad, no tengo fuerzas para hablar, brevemente declaro a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras, a saber: que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen mutuamente, siempre amen y guarden la santa pobreza, nuestra señora, y que siempre se muestren fieles y sumisos a los prelados y todos los clérigos de la santa madre Iglesia».

Francisco no pudo añadir nada más entonces debido a la debilidad que le produjo la enfermedad, pero sanó lo suficiente como para poder regresar a Asís. Los hermanos más fieles, sin embargo, no abandonaron la idea de tener un testamento, pues temían, y no sin motivo, que la herencia espiritual de su padre podría ser falseada o, incluso, traicionada. Una última voluntad de su padre era para ellos como una prenda, a la que siempre podrían acudir. Seguramente pensaron también que, junto con su padre, podrían tomar parte en la redacción de su contenido. Y de nuevo Francisco se decidió a escribir un segundo testamento más amplio.

En él Francisco se remonta a los principios de su hermandad. Una vez más alienta y exhorta a sus hermanos a seguir el camino que les había trazado. La exhortación termina por ser una orden propiamente dicha, casi apasionadamente dictada, pero al final concluye con unas palabras de bendición y de promesa. Es su última voluntad lo que nos ha transmitido y, por lo mismo, un legado extraordinario para quienes se sienten ligados y obligados con el santo.

En el Testamento hay una cierta dinámica de pensamiento, aunque propiamente no podamos hablar en Francisco de un plan bien articulado. Él no era un pensador que siguiera una lógica estricta. Lo que decía o escribía brotaba espontáneamente de su corazón, más del sentimiento que de la razón. Además habremos de agradecerle que dictara el Testamento y, con las debidas pausas para tomar aliento, de un tirón. No obstante esto, hay un cierto plan que traba sus pensamientos, Francisco sabía muy bien lo que quería decir.

El P. Cayetano Esser, investigador infatigable y competente de los escritos franciscanos, compendió en su obra El Testamento de san Francisco de Asís (Col. Hermano Francisco n. 10; Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1981) todo lo que hasta entonces se había escrito sobre el Testamento de san Francisco. Lo estudió en todos sus aspectos, comparó los distintos puntos de vista y, hasta tanto no surjan nuevos hechos, dijo una palabra definitiva.

El texto y la numeración de este trabajo los tomamos del libro Schritfen des heiligen Franziskus von Assisi, Dietrich-Coelde Verlag, Werl, Westfalen, 1980, p. 212 y ss.

Referencias: sobre el problema de la enfermedad de san Francisco estando en vida, cf. O. Schmucki, Das Phänomen der Krankheit im Leben des heiligen Franziskus, München 1984. [Cf. Id., Las enfermedades de san Francisco durante los últimos años de su vida en Selecciones de Franciscanismo, vol XVI, núm. 48 (1987) 403-436]

P. Subercaseaux: El beso al leproso

COMENTARIO AL TESTAMENTO

v. 1: El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos.

Fue, pues, Dios quien le inspiró a Francisco comenzar una vida de penitencia. No había sido él, el hombre, quien hizo el comienzo por su propio conocimiento, su propia voluntad, sus propias fuerzas. Dios lo había sacado de sus sueños de gloria y honor de la vida terrenal y le había conducido a una vida de penitencia, de renuncia, mortificación y oración, a una vida de entrega total a Dios. Sólo el que ha pecado y se ha apartado del pecado lleva una vida de penitencia. En tiempo de san Francisco había también creyentes y verdaderos cristianos que se apartaban de la vida pública y, en oposición al bienestar de los ricos y hacendados, renunciaban voluntariamente al poder, al placer y a la sociedad, para vivir en sencillez, piedad y buenas obras. Esta era la vida de penitencia tal cual se la concebía entonces.

Francisco encontró en estos hombres un primer ejemplo, pero no se unió a ellos. Él se sentía llamado, por el contrario, a un camino propio de penitencia y este camino no le conducía a una orden monacal o de anacoretas. Nunca rechazó el monacato, pues en él veía una obra de Dios, pero no era el camino y la vida que Dios le mostraba.

Por supuesto, el comienzo de esta su nueva vida no la llevó a cabo en una hora o en un día. Este comienzo duró en él quizás un año o quizás dos, todo el tiempo que duró su inseguro tantear y buscar, de un indicio a otro, de una aventura a otra. A menudo espontáneamente y otras como movido por una iluminación súbita, pues al igual que todo hombre estaba sujeto a la ley de la madurez exterior e interior. No obstante esto, hubo un principio en este camino, un momento decisivo.

Mirando ahora retrospectivamente su vida anterior a este principio era una vida de pecado. «Como estaba en pecados...». ¿En qué medida podemos hablar de una vida de pecado en Francisco? Es seguro que él no fue peor que sus camaradas o los vecinos de su ciudad. Su madre era piadosa; de ella recibió la fe cristiana. Asistió a la escuela de los canónigos de San Jorge. Además de esto, Asís era una ciudad religiosa y Francisco se dejó impregnar de su religiosidad. En su conducta y conversaciones fue correcto, con los pobres generoso. A pesar de todo, cuando columbraba su vida desde el final de una intensa religiosidad bendecida por Dios, para Francisco esta etapa era una fruslería sin valor. Haber vivido semejante vida constituía precisamente ya un pecado, su abandono un dejar el pecado para regresar a Dios. El paso decisivo de una vida que se dirigía a Dios: la conversión.

Referencias: cf. Sigismund Verhey, Das Leben in der Busse nach Franziskus von Assisi, en Wissenschaft und Weisheit 22. Bd. (1959) S. 161-174.

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v. 2: Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos.

Ya antes ha mencionado a los leprosos. La lepra era una enfermedad deshonrosa, pues transformaba el aspecto físico del hombre, producía repugnancia en quien la contemplaba y era insoportable en quien la padecía. Por eso los leprosos eran conducidos fuera de la sociedad, terminaban sus días en una cabaña pobre y se alimentaban de las pocas limosnas que podían recoger. Al joven Francisco, acostumbrado a una vida cómoda y sin preocupaciones y con una predilección por la limpieza y el orden, le era enormemente amargo contemplar a un leproso. Cuando se tropezaba con alguno de ellos le arrojaba una bolsa de dinero y continuaba su camino. Apenas podríamos decir que sintiera piedad de él. Pero de repente aparecieron estos leprosos en su vida. Regresando una vez de Foligno a Asís había arrojado una limosna a uno de estos leprosos que le salió al camino y continuó su camino cabalgando de nuevo. De repente, como si hubiera sido sacudido por un grito, volvió sobre sus pasos, le entregó al leproso una limosna en la mano y se la besó. Este fue el momento en que dio comienzo su conversión. A partir de entonces se sintió atraído por estos hombres, los buscaba, los cuidaba, se preocupaba de ellos y les ofrecía su compasión, su dedicación y compañía fraternal. Conscientemente iba frecuentando más su compañía y abandonando su anterior condición social, hasta hacerse a sí mismo un excluido, un rechazado, completando su conversión. Pero incluso esto era un don de Dios. «El Señor mismo me condujo entre ellos».

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v. 3: Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo.

No creamos que al joven Francisco se le convirtiera de golpe y definitivamente en dulcedumbre lo que antes le parecía amargo, a pesar de que él, tal como se expresa, nos lo diga así. Hubo de mediar también entonces un período de aprendizaje. Durante el cual tendría a menudo que hacerse violencia, para acudir en servicio de los leprosos, vencer el asco y, por momentos, soportar las riñas, protestas e ingratitud de tales personajes. Necesariamente tuvo que haber mucha amargura en su vida hasta que todo esto se le convirtió en dulcedumbre. Lo que aquí ha sintetizado tan apretadamente en una oración precisó de tiempo, hasta poder expresarlo tan naturalmente. Este fue el camino hacia aquel desprendimiento definitivo que asumió cuando, ante el obispo de su ciudad, le devolvió a su padre todo, incluso su camisa, para poder entregarse en las manos de su Padre celestial, desposeído absolutamente de todo y libre de cualquier posesión humana.

«Y después me detuve un poco, y salí del siglo». El trato con los leprosos constituyó para Francisco una vivencia profunda. Pero de inmediato se le planteó la pregunta: ¿es esta vida, mi camino, mi vocación? Seguramente que escuchó también otras voces en su interior. Lo que llama en el interior sólo puede escucharse en el silencio y en la oración. Por eso necesitó un tiempo de recogimiento, no para regresar después a lo que había abandonado, sino para encontrar su camino futuro. Fue entonces cuando rezó la oración ante la imagen del Cristo de San Damián. «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…», hasta que tomó la decisión definitiva de abandonar el mundo. Y Dios le concedió para ello «el recto sentir y conocer», con el que pudo cumplir su misión santa y verdadera. Nunca más volvió al mundo, de él solamente retuvo lo necesario, y aun esto como limosna.

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vv. 4-5: Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo.

Este es el otro don que le concedió el Señor a Francisco, la fe. No podemos presuponer muchos conocimientos religiosos en el joven Francisco. Su enseñanza fue deficiente. Los fundamentos de la vida cristiana los recibió de sus padres y en el contexto de la sociedad de entonces. Sólo quien se preocupaba por profundizar en la fe podía lograr un conocimiento más profundo de ella. Por eso dijo: «Y el Señor me dio…».

Este don de la fe lo recibió Francisco en las iglesias y capillas, en las que se retiraba cada vez más a menudo. Para él eran lugares de silencio, de recogimiento y, finalmente, de oración vocal. En estas iglesias y capillas encontraba siempre la cruz, bien sea sobre algún altar o colgando del techo sobre un lugar central, en tanto que el Santísimo estaba guardado exclusivamente en las iglesias parroquiales en un altar lateral o en un nicho en la pared. Francisco rezaba en San Damián ante la cruz y de la cruz salió la voz que oyó: «Ve y reconstruye mi iglesia». Por eso mandó a sus hermanos que dijeran siempre que entraran en una iglesia: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero». En todas partes debían adorar y rezar al Señor.

Muy probablemente, Francisco tomó esta oración de la fiesta litúrgica de la santa Cruz. Pero su pensamiento se remontó a las iglesias de todo el mundo. Le debían agradecer al Señor «porque había redimido al mundo». Con el tiempo pasó a ser una práctica común entre los hermanos. Cuando en su peregrinar veían una cruz o entraban en una iglesia rezaban esta oración y su uso ha perdurado hasta nuestros días en las comunidades franciscanas.

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v. 6: Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos.

Existe otro don que recibió Francisco en la Iglesia: la fe en los sacerdotes.

La fe tiene que ver con Dios y lo divino. Cuando Francisco habla de «la fe en los sacerdotes», sabe muy bien que todos los hombres han sido elevados a lo divino, pero esto acontece de modo especial en los sacerdotes, como dirá posteriormente, «por su ordenación». Pues la ordenación les da el poder «de transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor». Ahí radica su especial dignidad.

Francisco, lógicamente, hace una salvedad. Su fe se ciñe solamente a los sacerdotes, que «viven según la forma de la santa Iglesia Romana», según su doctrina y sus leyes, y que además le prestan obediencia. Sólo a estos sacerdotes les regala su fe y con ella su respeto y obediencia. En su tiempo había otros sacerdotes -aquellos que se habían colocado en las filas de los herejes-, que le achacaban al Papa ser el representante de un poder demasiado temporal, que criticaban la riqueza de la Iglesia y a los sacerdotes pecadores, y que incluso ponían en duda la validez de los sacramentos que administraban. Se hallaban sobre todo en las filas de los cátaros y otros grupos semejantes. A estos sacerdotes indignos no quería Francisco prestar obediencia ni respeto.

Pero a los sacerdotes que, a pesar de sus pecados, se mantenían en la Iglesia, les demostraba una inmensa fe y con la fe la obediencia, de tal modo que él «quiere refugiarse en ellos, cuando se sienta perseguido». Fue, precisamente, esta conducta la que superó la desconfianza inicial que despertó en las autoridades hacia él y sus hermanos, pues veían en él a alguien que no estaba en su contra, sino a su favor. Incluso sirvió para que algunos hicieran examen de conciencia y se convirtieran.

Referencias: cuando Francisco habla en el Testamento de la Iglesia romana se refiere a su imagen externa, como régimen de este mundo. Que además Francisco comprendió la esencia interna de la iglesia lo demostró en otros textos. O. Schmucki en su artículo Francisco de Asís experimenta la Iglesia en su fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo núm. 19 (1978) 73-95. Además de él, K. Esser, Sancta mater ecclesia Romana, en Temas espirituales, ed. Aránzazu, Oñate 1980, p. 139-187.

vv. 7-8: Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores.

Aquí habla Francisco de los pobrecillos sacerdotes de este mundo. Siempre han existido estos pobrecillos sacerdotes: los menos cultivados, sacerdotes que apenas tenían para vivir y que, a causa de ello, degeneraban físicamente; sacerdotes que por su personalidad débil sucumbían a las tentaciones del mundo, a las tentaciones de la codicia, de la amargura, de la comodidad. Todo esto es lo que quiere decir cuando emplea la expresión «pobrecillos sacerdotes de este siglo». Pues para él eran pobrecillos, dignos de compasión, porque su forma de vida no correspondía a la grandeza de su ministerio. No obstante, veía en ellos la autoridad de la Iglesia. Por eso no quería predicar contra su voluntad en los lugares que así lo hubieran decidido, aun cuando les aventajara en sabiduría, honestidad y santidad. En este caso, la verdadera humildad, más que el éxito que pudiera alcanzarse por la predicación, era quien guiaba su obediencia.

Y a estos pobrecillos sacerdotes y a todos los otros sacerdotes quiere Francisco «respetar, amar y reverenciar como a sus señores». Todo cuanto podemos ofrecerle a un sacerdote está dicho en estas tres palabras: obediencia, amor y respeto. Pero todo esto quiere que lo lleven sus hermanos en el corazón. En el fondo, repite lo que ya había dicho en la Admonición 26, sólo que allí a la exhortación añade una amenaza: «Bienaventurado el siervo que tiene fe en los clérigos que viven rectamente según la forma de la Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque solo el Señor en persona se reserva el juzgarlos».

Referencia: cf. Egid Bömer, Die Priester der frühen franziskanischen Bruderschaft, en Franziskanische Studien 70. Bd. (1988) S. 57-67. Además: Bernhard Holter, OFM, Zurn besonderen Dienst bestellt, en Franzisk. Forschungen 36. Heft (1992). Coelde-Verlag Werl.

vv. 9-10: Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros.

De nuevo repite Francisco que no quiere ver pecado en los sacerdotes, aunque él sabe que hay pobrecillos entre ellos. Pues aunque sus pecados no quedan borrados, su dignidad es mayor. Su dignidad no la ve solamente en el hecho de su ordenación, sino en que ve en ellos al Hijo de Dios. Pues para Francisco el Hijo de Dios no habita en ellos como en cualquier bautizado, sino como en los servidores elegidos del altar. Por eso son también los sacerdotes sus señores, ante los que se inclina obedientemente.

Después de esto vuelve de nuevo Francisco a lo ya dicho. Los sacerdotes deben ser respetados y los considera sus señores por la relación que tienen con el sacramento que ellos mismos reciben y administran a los demás. Sobre esto aduce una nueva faceta. La manifestación corporal del Señor en este mundo sólo la ve bajo la forma del pan y del vino. Esto lo dice basado en la creencia de su tiempo que atribuía una fuerza especial a la visión de las Formas Sagradas. La mera contemplación de las formas sacramentales se equiparaba casi a su recepción, llegándose a hablar de una comunión de los ojos. Francisco no escapó a esta creencia de su tiempo, tanto más cuanto que en él convergían una gran imaginación con un cálido fervor.

La frase iba dirigida de nuevo contra los herejes de su tiempo, en este caso contra los cátaros. Para ellos todo lo sensible, por proceder del mal, era opuesto al espíritu y, por lo tanto, también a lo divino. Por eso, según su doctrina, el Hijo de Dios no podía transformarse en una imagen material, aunque ésta fuera tan noble como el pan y el vino, por ser algo impropio de su dignidad divina. En contra de esta doctrina opuesta a la fe, Francisco admite plena y conscientemente la presencia real del Señor en las formas sagradas. Sobre ello ya había escrito en su Carta a los clérigos: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este siglo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre...». En estas palabras, sin embargo, no se dice nada más que lo que la Iglesia sostenía sobre el Santísimo Sacramento, aunque hoy en día acentuemos más el creer que el ver.

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v. 11: Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos.

En este pasaje Francisco nos manifiesta una vez más la veneración que tenía por la Eucaristía. La conclusión es sencilla, si Cristo está realmente en las formas sagradas, entonces habrá que destinarles también un lugar digno en este mundo, en donde puedan ser veneradas y reverenciadas. Y este lugar del sacramento es la Iglesia. Durante su peregrinar Francisco tropezaba a menudo con iglesias cuyo estado decía bien poco en favor de la fe reverencial que se tenía sobre la presencia del Señor en ellas. Por eso se ofreció personalmente a limpiar el polvo de sus altares y sagrarios y quitar la basura, aunque en ello hubiera un silencioso reproche contra sus responsables.

El lugar donde se guardaba el sacramento no solamente debía ser digno, sino también lujoso. Con ello hacía propio el sentir de la Iglesia. Los vasos, que servían al servicio de la Eucaristía, debían estar hechos de un material noble y, en la celebración del servicio divino, emplearse solamente el mejor material. Queda en suspenso si con ello se servía más a la reverencia del Señor que a la propia vanidad, pero no podemos dudar de la sinceridad del santo, pues ante el temor y reverencia del sacramento debió abandonar incluso la dama pobreza. Pero en esta corta frase del Testamento se compendia lo que ya había adelantado en las cartas y consejos, sobre todo en la Carta primera a los custodios y en las dos Cartas a los clérigos.

El verdadero sentido y fuerza teológica del sacramento del altar le vino a Francisco a través del concilio de Letrán del año 1215, en el que quizás tomó parte personalmente. En él se resaltó, sobre todo, la presencia real del Señor bajo las formas del pan y del vino y se ordenó que al menos una vez al año, y concretamente en el tiempo pascual, se recibiera la comunión y que el Santísimo Sacramento fuera guardado y custodiado bajo llave en las iglesias. Quizás encontró también el camino hacia la verdadera comprensión del sacramento del altar a través del misterio de la encarnación, pues si el Hijo de Dios se humilló bajo la forma humana, todavía se anonadó más bajo las formas inferiores del pan y del vino. Y esto no sólo lo llevó a cabo una sola vez, sino que continuamente lo realiza hasta el final de los tiempos.

Referencias: K. Esser, Missarum sacramenta, en Temas espirituales, Ed. Aránzazu, Oñate 1980, p. 227-279. También O. Schmucki, Descubrimiento gradual de la forma de vida evangélica por san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo núm. 46 (1987) 65-128.

v. 12: Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honroso.

El nombre está en función de la persona que lo lleva. Cuanto más importante es la persona tanto mayor y más precioso será su nombre. Pero si detrás del nombre está la persona de Dios, entonces este nombre será divino, y todo lo divino es sagrado.

También esto lo recibió y lo abrazó Francisco como una parte de su fe. De ahí que «donde quiera que encuentren en lugares indebidos» el nombre de Dios, lo deberán recoger y guardar en un lugar digno, procediendo de la misma manera a como lo hacemos con las formas eucarísticas.

Y esto no solamente es válido para el nombre de Dios, sino también para «sus palabras escritas». Francisco se refiere aquí a las palabras de la sagrada Escritura. En su tiempo la palabra escrita era más escasa que ahora, cada letra y cada libro debían copiarse a base de mucha fatiga. El peligro de que la palabra escrita de Dios quedara abandonada u olvidada en algún rincón o se la tirara sin respeto no era muy grande. Pero experiencias poco edificantes le movieron quizás a escribir estas palabras. Con ellas quiso repetir la amonestación que hizo en la Carta primera a los custodios, y enfatizarla una vez más.

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v. 13: Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida (cf. Jn 6,64).

No solamente deberemos venerar la palabra escrita que habla de Dios y lleva su nombre, sino que también habremos de tener una veneración especial hacia aquellos «que nos transmiten su santísima palabra». Se sobreentiende que estas personas son los teólogos. Los teólogos deben existir siempre en la Iglesia, pues la fe descansa en la ciencia y en la recta comprensión de la verdad divina. Este saber debe transmitirse continuamente y deben hacerlo aquellos que han recibido un don especial de comprensión y de consejo y que se esfuerzan por llegar a un conocimiento fiel de la fe. Por eso la Iglesia les ha confiado la predicación de la verdad en su forma ortodoxa y, por ello también, les debemos «veneración y respeto», pues lo que nos transmiten es la palabra de Dios. Son los encargados de interpretárnosla y de conducirnos a la rectitud de la fe.

Si ya por el simple sacerdote sentía Francisco un alto respeto, lo tenía mucho más por el teólogo, pues éstos además nos dan «el espíritu y la vida». Y esto lo dice sin ninguna condición o limitación, como si no supiera que un teólogo puede errar o, al menos, enseñar doctrinas poco ortodoxas. Ya a este respecto había tenido sus experiencias con los errores de su tiempo.

Que Francisco conocía y estaba convencido del alto valor de la teología, y que después que se le incorporaron sacerdotes su orden ya no podía prescindir de ella, lo demuestra la autorización que dio, después de algunas vacilaciones, a san Antonio para que «enseñara teología» a sus hermanos de hábito. Lógicamente puso como condición, y ésta suena como un primer aviso, «siempre que este estudio no apague en ti el espíritu de oración y devoción». Pero si el conocer está unido a la piedad y la ciencia a la sabiduría allí estará también la erudición. Estas palabras del Testamento fueron y permanecieron siempre un aviso e, incluso, una continua amonestación a todos los maestros de teología. Según el auténtico representante de la escuela franciscana de teología, san Buenaventura, todo saber debe servir para amar a Dios: «¡Oh Dios, no quisiera conocerte si al mismo tiempo no debiera amarte». De esta teología no tiene Francisco ningún temor, tal como lo escribe en su Admonición 27: «Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia».

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v. 14: Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio.

Francisco no buscó discípulos ni tampoco había pensado fundar una orden. Solamente pretendía vivir la santidad en sí mismo y manifestarla tal como se la había inspirado el Señor. Pero la ruptura radical que hizo con su antigua vida, su perseverancia, su convicción sincera, el desprendimiento interior y exterior, su entrega a Dios en la oración, sencillamente, todo lo nuevo de su personalidad atraía. Todo en él era algo singular. Pronto comenzó la gente a admirar este fenómeno y le fueron prestando respeto y veneración. Francisco mostraba un ideal y un camino nuevo hacia Dios. Ya había permanecido en él dos años y en él se había fortalecido.

Pronto comenzaron a llegarle los primeros discípulos. Primero fueron dos: Bernardo de Quintavalle, un hombre rico de Asís en dinero e influencias, y Pedro Cataneo, un abogado.

Fue entonces cuando se les planteó de inmediato la pregunta de qué era lo que realmente querían. Si deseaban vivir en comunidad, ¿cómo la debían formar? ¿Dónde podían encontrar una base y una ley, para constituirla? Una comunidad, por pequeña que sea, debe tener una norma de vida. Para dar respuesta a estas preguntas no acudió Francisco ni a un obispo ni siquiera a un teólogo, sino al evangelio. Se ha relatado varias veces cómo fueron ellos tres a la iglesia, se arrodillaron humildemente, pidieron a Dios que les iluminara y buscaron un sacerdote que consultara el evangelio. Por tres veces consecutivas apareció el lugar que exigía el desprendimiento de todos los bienes y la pobreza absoluta. Este hecho les produjo una gran alegría y al punto exclamaron: «¡Esto es lo que deseábamos». Fue entonces cuando Francisco les dijo a los otros dos: «Ya habéis escuchado el consejo del Señor». «¡Id, pues, y obrad en consonancia».

En estas tres consultas del evangelio les «reveló el Altísimo lo que debían hacer». Claro que no de una forma personal y perceptible, como lo había hecho una vez con los profetas.

Pero para Francisco era una señal suficientemente válida si, después de abrir por tres veces el libro, le aparecían otras tantas los mismos consejos, tanto por su sentido como por su literalidad, pues entonces era una señal inequívoca de que el mismo Dios era quien le revelaba personalmente su nueva forma de vida. Por eso, detrás de sus decisiones y mandatos, apelará siempre a la voluntad de Dios. A él hará responsable de ellas y, descansando en esta responsabilidad, podrá tomar decisiones difíciles y raramente comprensibles a los hombres. Y así lo hizo. «Id y obrad de acuerdo con estos consejos», les dice a sus primeros discípulos. Y de igual forma que estas palabras habían sido programas de vida para él, lo debían ser para sus discípulos venideros, meollo y ley fundamental e invariable de su vida. La pobreza seráfica había nacido. No solamente estos tres consejos del evangelio que habían escuchado fueron sus guías, sino el evangelio en su totalidad, a través de él siguió el ejemplo de Cristo durante toda su vida, incluso con su pasión y su muerte.

Referencias: sobre los primeros discípulos de san Francisco, R. Engelbert Grau, en Franziskanische Studien 40. Bd. (1958) pp. 132-144.

También Egid Börner, Die Priester in der frühen franziskanischen Brüderschaft, en Franz. Studien 70. Bd. (1988).

Giotto: Confirmación de la Regla

v. 15: Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó.

La hermandad en torno a Francisco crecía rápidamente. En un año contó con ocho discípulos más y pronto serían una docena. Eran hombres de distintos estratos, de diverso carácter y diferentes aptitudes, pero todos estaban unidos por la personalidad de Francisco. Y él no los rechazó, constituyéndose finalmente, y sin apenas darse cuenta, en el centro y en el padre espiritual de estos hermanos.

Aunque todavía no formaban, ni lo pretendían, una orden de la Iglesia, los rasgos fundamentales de la orden ya estaban dados a partir del momento que Francisco les dio a los hermanos un hábito, que era igual al de otros penitentes, pero que les daba una apariencia común de vida y de orden, una exhortación a orar comunitariamente siempre que les fuera posible y, finalmente, un punto central de reunión en la Porciúncula. Ya no podían permanecer por más tiempo en la oscuridad. Pero debían manifestar en público cómo querían llamarse, de dónde procedían y qué regla seguían. Esto presuponía su aprobación por la Iglesia y su fiabilidad como orden. Francisco se decidió, pues, a ir a Roma con sus discípulos para presentarse ante el Papa a fin de obtener su aprobación.

Para ello debía explicar, no solamente de palabra sino con la fuerza de una regla escrita, la forma de vida que querían observar y los ideales que perseguían. Para ello Francisco no quiso copiar la regla de ninguna orden ya constituida, sino que se «hizo escribir con pocas y sencillas palabras» una regla. Era la regla de la orden, surgida a partir de consejos de la Biblia en torno a un entramado flexible. Esta regla no se nos ha conservado, pero con toda seguridad sus palabras y frases están en las otras tentativas, en especial en la regla aprobada sin bula de 1221 y, finalmente, en la Regla definitiva. Y el papa se la aprobó. Todo parece surgido de un proceso espontáneo. Pero hay que tener en cuenta que no fue sencillo para un fraile o una comunidad presentarse ante el Papa vestidos de penitentes, que por su aspecto denotaban su pertenencia a un estrato muy inferior, y con una presencia exterior poco atrayente. El Papa vivía en un gran palacio, rodeado de sirvientes y empleados y, en definitiva, era la cabeza máxima de toda la cristiandad. Hay que agradecer a la casualidad o precisamente a Dios que se lo puso en el camino, que Francisco encontrara en Roma al Obispo de Asís, su obispo, y que se dirigiera a él. Sobre todo el cardenal Juan de San Pablo tomó como propios los deseos «del pobre de Asís», como lo llamaban. Fue él quien les facilitó el acceso al Papa.

El encuentro que tuvo lugar entre el Papa y Francisco ha sido relatado a menudo, aunque nunca por un testigo ocular. El Papa le escuchó y movido por la personalidad abierta, valiente y en el fondo sincera de este hombre joven, instintivamente reconoció en él una herramienta del Señor y le aprobó totalmente, no sin cierto titubeo, la Regla, nada canónica por supuesto, que le había presentado Francisco, sin ninguna bula, sólo a prueba y con una aprobación verbal.

Un eco de aquella alegría podemos encontrarla en el Testamento, cuando Francisco reconoce sencilla y llanamente «que el Papa me la aprobó». Posteriormente, la regla de la orden recorrió el largo y tedioso proceso hasta ser aprobada por otro papa en su redacción definitiva. Pero ante la inminencia de su muerte esto ya no tenía mucha importancia.

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vv. 16-17: Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener (Tob 1,3); y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más.

«Y aquellos que venían…». Pues seguía viniendo gente que quería abrazar la vida que llevaban Francisco y sus primeros discípulos sin que él los llamara. Igual que Francisco y sus primeros discípulos habían renunciado a todo, estos discípulos hacían lo propio, dando «todo lo que podían tener a los pobres». Naturalmente no todos tenían mucho que dar, pero quien da lo poco que tiene ya da mucho. Lo último que se da es siempre lo más doloroso, pues va contra la naturaleza del hombre. Siempre resultará difícil de comprender cómo hombres afortunados y ricos abandonaron su vida de bienestar y seguridad, renunciaron a su casa y hogar y se pudieron sentir «felices con un hábito» raído que tenían que remendar continuamente, incluso por el frío, hasta que casi se les caía del cuerpo. Y que además estaban satisfechos con un mísero salario, que les daban para el sustento de sus cuerpos, o una limosna caída de la mesa del señor.

«Y no queríamos tener más». La palabra tiene aquí, escrita por Francisco en una retrospectiva de su vida y de su orden, un ligero tono de crítica, pues tuvo que contemplar cómo los hermanos habían acaparado libros y vestidos en una cantidad superior a la necesaria. Incluso las casas eran más grandes y sólidas. No es de extrañar, si tenemos en cuenta que había ya muchos hermanos que no conocían al fundador de la orden personalmente ni tampoco habían escuchado una palabra directa de su boca. La fuerza de su ejemplo personal iba eclipsándose progresivamente. Francisco vio traicionada y dañada su idea, pero nada podía hacer ya para remediarlo. No obstante, quiso resaltar y defender una vez más su ideal: ¡así fue y no de otra forma al principio ¡Y así y no de otra forma quisiera que continuara

Pero, ¿podía mantenerse el ideal de Francisco, que él personalmente había concebido y vivido? Quizás al principio de su fundación, cuando tenía pocos discípulos; pero después que la hermandad creció -pues incluso en vida de él se había extendido ya más allá de la cálida Umbría y fuera de Italia-, había que tener en cuenta las circunstancias del lugar, y las necesidades del clima y «regiones frías». Se llegó a entender la Regla no ya literalmente, sino en su espíritu. Esto no constituía de por sí una ruptura con el ideal, sino su traducción a la realidad.

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v. 18: Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias.

Estando Francisco en Roma con sus discípulos, una vez reconocidos como orden religiosa, recibieron la tonsura. Por eso escribió: «nosotros los clérigos». Con ella quedaban bajo la protección de la Iglesia, siempre que quisieran o debieran recurrir a ella por persecución o injuria.

Pero Francisco escribe esta expresión en relación con el oficio divino. Como diácono estaba obligado por ley a rezarlo a diario. Y de este deber era consciente, pues más adelante escribe: «Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla» (Test 29). En ello veía una oportunidad de poder alabar a Dios en el transcurso del día, y también era consciente que con ello participaba de la oración universal de la Iglesia. Por su forma el oficio que rezaba Francisco era el de la Iglesia romana y, por lo tanto, el de la capilla papal.

Como también había hermanos que no sabían leer ni escribir y no pertenecían al estado clerical, Francisco les llamó simplemente «los laicos», una expresión que correspondía a sus relaciones reales. Hasta nuestros días han rezado los hermanos laicos el Padrenuestro, o, lo que es lo mismo, un número determinado de ellos. Sólo con la introducción de la lengua nativa en el rezo del oficio tuvieron la oportunidad de rezarlo con los clérigos.

«Y muy a gusto permanecíamos en las iglesias». Para los hermanos toda iglesia era la casa de Dios, tanto si estaba presente en ella el sacramento como si no. Por eso entraban en toda iglesia o capilla que hallaban en su camino, además de que en ellas podían descansar ante la presencia de Dios. Cuando divisaban a lo lejos alguna iglesia se postraban en tierra y oraban. A menudo, una iglesia o su pórtico les servía de albergue durante la noche, cuando alguien les cerraba despiadadamente las puertas de su casa, que habían solicitado como refugio. Esto tampoco era algo inusual, ya que entonces las iglesias servían de refugio a los peregrinos durante la noche.

Referencias: para las horas litúrgicas en los primeros años de la orden, cf. Sophronius Classen, Apostolisches ordenliturgisches Franziskanertum, en Franziskanische Studien 40. Bd. (1958) pp. 183-191. También O. Schmucki, Gotteslob und Meditation nach Beispiel und Anweisungen des hl. Franziskus von Assisi, Luzern 1980.

Para la expresión «nosotros los clérigos», cf. Bernhard Holter, Zum besonderen Dienst bestellt, en Franz. Forschung 36. Heft (1992). Dietrich-Coelde Verlag, Werl, S. 302-319.

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v. 19: Y éramos iletrados y súbditos de todos.

Sin embargo, tan indoctos no eran Francisco y sus primeros hermanos. Él mismo había visitado la escuela de los canónigos de San Jorge, donde aprendió a leer y escribir y alcanzó una cierta familiaridad con los textos de la Sagrada Escritura. A esto unía un espíritu abierto y claro en el aprendizaje, mucho entusiasmo, un gusto sano y una buena memoria. No era ningún hombre de cultura, que hubiera frecuentado las aulas universitarias, pero para su tiempo era relativamente culto. Bernardo de Quintaval era comerciante como Francisco, Pedro Cataneo tenía estudios superiores y cierto renombre en la ciudad. Realmente, tan indoctos no eran estos primeros hermanos. Pero con el abandono de sus bienes materiales descendían necesariamente también al nivel del pueblo sencillo y pobre, aunque ellos tampoco pretendían ni ser más ni tener más que ellos. Incluso, de ser posible, habrían descendido más, para estar «subordinados a todos». La hermandad quedaba abierta de este modo a todos aquellos que no tenían cultura. Las Florecillas nos hablan también de tales hermanos que, en su originalidad, buscaban lo inculto y lo bajo. Por eso nadie esperaba de ellos que fueran más de lo que ellos querían ser. No eran considerados importantes, pero es que ellos tampoco lo querían ser. Si alguien no los recibía continuaban su camino; si alguien se reía de ellos lo toleraban con paciencia; aguantaban la aspereza del clima y las contingencias de los hombres, pues no sólo querían estar sometidos a los hombres, sino también a las cosas. Incluso el hambre y la sed las consideraban como propias.

Respecto a esto escribe Francisco: «nosotros», y esto significa: todos nosotros. Tanto si eran sacerdotes como laicos, cultos o incultos, de un estado bajo como alto, para todos valía lo de que «todos éramos indoctos y a todos sometidos». Esto lo debía tener presente todo aquel que quería unirse a Francisco, pues entonces abandonaba su antigua vida y descendía al nivel más bajo, casi a lo marginal de la sociedad. Esto es lo que quería dar a entender Francisco cuando hizo escribir esto. Parece como si con cierta nostalgia quisiera recordar aquel tiempo en que se vivía totalmente de acuerdo al evangelio. Pero si la orden había cambiado y había salido de sus ideales primitivos era algo que no podía ya remediar. Pero no por ello lo dejó de escribir, como reproche para algunos y como advertencia para otros, para todos como expresión de su última voluntad.

Referencia: W.-C. van Dijk presenta una nueva y valiente interpretación de este texto del Testamento, basándose en el estado social, en Franziskanische Studien 41. Bd. (1969) S. 104 ss.

vv. 20-21: Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad.

El joven Francisco apenas había conocido el trabajo manual. Había trabajado en el negocio de su padre transportando telas de aquí para allá de acuerdo con el deseo de sus clientes; extendía facturas y cobraba. Apenas hacía una jornada de trabajo completa, pues empleaba mucho tiempo en la conversación, en el juego y en las fiestas. Sólo cuando comenzó a cuidar leprosos y a restaurar capillas comenzó a sentir realmente lo que era el trabajo manual. Sufrió su dureza, pero también sintió una nueva experiencia, descubrió que el trabajo hace más feliz que la ociosidad. Por ello, en la redacción definitiva de la Regla de su orden se recoge un capítulo «sobre el modo de trabajar» (2 R 5), y en su Testamento acentúa de nuevo que «todos los hermanos hagan un trabajo manual que sea honesto». Y quien no sepa, debe aprender. La mayoría de los hermanos, sin embargo, como muchos de ellos procedían del campo o de la artesanía, sabían muy bien lo que era el trabajo manual.

En la hermandad, a pesar de este mandato, tampoco había una reglamentación del trabajo o una división del mismo tal cual existía en las órdenes monacales. Como no poseían ninguna propiedad ni casas permanentes, su trabajo debía ser forzosamente temporal. A este propósito se dice en una crónica: «A menudo ayudaban, para combatir la ociosidad, a gente pobre del campo y a cambio de ello recibían por el amor de Dios algo de pan». Los frailes tampoco pretendían más, pues, todo lo que fuera de más, era salario o algo de provisión para el día siguiente y esto estaba en contradicción con la ley de no tener propiedad y de abandonarse en la providencia de Dios.

Para Francisco el trabajo tenía además un sentido espiritual. Por una parte los hermanos debían trabajar para dar ejemplo a la gente, pues no sólo debían predicar con la palabra, sino también con el ejemplo, con su trabajo útil, fiel y silencioso, con un trabajo «honesto» y en consonancia con su condición de hombres de Dios. Pero también para huir de la ociosidad, pues ella es «la enemiga del alma». Cuando las manos no experimentan ninguna fatiga ni exigencia se atrofian y se hacen inútiles. Y cuando el espíritu no está en tensión en una determinada actividad, sus pensamientos vagan también a menudo no sólo a lo inútil, sino también a lo nocivo. Por esto escribe Francisco en su Regla que los hermanos «trabajen fiel y devotamente» (2 R 5,1). Esto quería decir que en el trabajo, en tanto fuera posible, debían elevar sus pensamientos a Dios o, después de concluido, regresar a Él. El trabajo lo transformaba en oración.

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v. 22: Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta.

Todo hombre necesita ropa y alimento para vivir y un lugar donde acomodarse para dormir. Cuando carecemos incluso de esto, entonces experimentamos lo que realmente es no tener nada, porque entonces estamos obligados a depender de la bondad de los semejantes y abandonarnos a su misericordia.

Francisco había elegido esta condición de vida para sí y para sus hermanos. Por supuesto, que en su tiempo podían acogerse a «la mesa del señor», ya que los pobres tenían un cierto derecho a la ayuda de los ricos. Éstos poseían más de lo necesario para vivir y este "más" era la mesa del señor de la que podían alimentarse aquellos que tenían poco. Sus propietarios tenían también la oportunidad de hacer el bien por el amor de Dios.

Los frailes, sin embargo, no debían sentarse a la "mesa del Señor" sin más, reclamando este derecho. Debían mendigar lo necesario y sólo lo necesario, yendo de puerta en puerta y recibiendo humildemente las limosnas que les daban y agradecerlas. Y si en alguna puerta eran rechazados lo debían soportar sin amargura.

Pero aunque Francisco no lo dice aquí expresamente, lo que realmente pretendía era algo distinto. En su inclinación a pedir limosna y mendigar yacía su anhelo de imitar al Señor en su pobreza y hacerse igual a él, que había abandonado la realeza del cielo, venido al mundo en un establo, vivido como hombre sencillo en un ambiente pobre, «no tuvo dónde reclinar la cabeza» en su vida pública, había muerto en una cruz desnudo de todo lo material y fue sepultado en un sepulcro ajeno. La vida de los hermanos debía adecuarse a este modelo, y esto significaba precisamente sentirse dependientes de la misericordia de los hombres, lo mismo que el Señor lo estuvo en su pobreza. Este era el otro motivo fundamental por el que los hermanos debían pedir limosna. No solamente para procurarse lo necesario para vivir, sino para que en su propia vida tradujeran algo de la vida del Señor.

Referencias: sobre el tema de si Francisco quiso ganarse el sustento más con el trabajo que con la limosna, cf. Kajetan Esser, Die Handarbeit in der Frühgeschichte des Minderbrüderordens, en Franziskanische Studien 40, 1958, pp. 145-166.

Laurentius Casutt, Betten und Arbeit nach dem heiligen Franziskus von Assisi, en Collectanea Franciscana 37. Bd. (1967) S. 229-249.

Estos dos autores sostienen opiniones distintas. Pero consciente o inconscientemente, la argumentación parte de un presupuesto común. La cuestión es más académica que práctica. Los hermanos trabajaban y recibían por ello comida y bebida. Esto era su salario. Pero Francisco veía en la mendicación una imitación de Cristo en su pobreza terrenal. También en esto se le debían asemejar los hermanos y debían mendigar lo necesario. En base a esto apenas podemos encontrar una diferencia de ideas entre los dos. Para Francisco y sus discípulos eran ambas iguales y las ejercían de acuerdo a las circunstancias. Si en el Testamento acentúa una más que otra no por eso se la excluye.

v. 23: El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz.

También este saludo de paz, con el que los frailes debían dirigirse a los hombres, se lo debió haber revelado Dios a Francisco. El precepto nos recuerda el mandato que dio el Señor a sus discípulos cuando los envió a predicar: «Cuando entréis en una casa decid primeramente: la paz sea en esta casa» (Lc 10,5).

La paz es para Francisco un gran bien. En su vida había experimentado lo suficiente los frutos de la discordia: pequeñas guerras entre ciudades rivales, enfrentamientos entre los nobles y los ciudadanos de su ciudad natal, querellas entre las autoridades eclesiásticas y civiles, peleas por calles y plazas. Esto no era el espíritu que predicó Cristo en el evangelio. Sobre la experiencia de la paz añadió a su Cántico de las criaturas estas palabras: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las soporten en paz...».

Pero, ¿quién podía dar la paz a un hombre codicioso y pendenciero? Los hombres no la pueden obtener por sí mismos, al menos duraderamente, pues a menudo rechazan una buena palabra, un gesto de reconciliación, un consejo bienintencionado. Es entonces cuando solamente el Señor puede ayudar con su palabra, su gracia y su ejemplo. Por eso: «¡Él, el Señor, te dé la paz».

Sabemos también que en Francisco esta expresión no se refiere a la paz exterior, la que conocemos por la paz humana: el mero sentirse cómodo entre la gente, el trato mutuo educado, el soportarse. Para él la expresión llegaba más a lo profundo: ¡El Señor te dé la paz interior, la paz del corazón, la paz entre tú y Dios Esta es la paz «que el mundo no puede dar» (Jn 14,27). Esta paz interior es más que la simple paz exterior, pues sólo donde habita la paz interior puede brotar la exterior.

El saludo era también algo nuevo. ¿Quién podía atreverse hasta entonces a dirigirse a los hombres en su vida cotidiana, en la calle o en su casa, apelando a Dios? Incluso algunos frailes rechazaban hacerlo. La expresión no se hizo un saludo habitual, pero produjo su efecto. «Los hermanos de penitencia», que seguían a Francisco, evitaban cada vez más llevar armas o ser enrolados en las pequeñas guerras de su tiempo. Se comportaban de acuerdo a lo que hoy en día conocemos como resistencia pasiva, una expresión que pertenece tanto al espíritu del evangelio como la paz.

Referencias: cf. Lothar Hardick: Francisco, pacífico y pacificador, gracias a la pobreza, en Selecciones de Franciscanismo núm. 45 (1986) 371-387.

La Porciúncula, plano antiguo

v. 24: Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos (cf. 1 Pe 2,11).

¿Qué significa tener una iglesia? Significa tener una casa de Dios, en la que se reúne el pueblo, se celebra públicamente el servicio divino, se predica y se articula una comunidad. El edificio debe ser grandioso, adornado de cuadros y de estatuas y estar dotado de utensilios de material noble. Todo para gloria de Dios y para edificación del espíritu. Algo realmente noble. Pero Francisco no quiso esto, pues pronto presintió que todo esto servía más a la vanidad y codicia humanas que a la salud verdadera del alma y del honor de Dios. Para él la renuncia a todo esto era más meritoria que el brillo de las cosas, pues a Dios podemos encontrarlo también en un humilde habitáculo, siempre que lo busquemos con un corazón recto.

¿Qué significa habitar? Habitar es poseer un espacio en el que podemos movernos libremente, protegernos del viento y de la inclemencia, guardarnos de la lluvia y de la nieve. Un espacio en el que uno se siente recogido y puede recibir visitas. Un espacio que puede convertirse en hogar. ¿Tenía Francisco este hogar? Desde que abrazó la condición de los pobres y desheredados, de los mendigos y proscritos, nunca lo tuvo. Se albergaba con los leprosos, se quedaba con sus primeros discípulos en la cabaña de Rivotorto, recibió la capilla de la Porciúncula sólo como préstamo, y, cuando en ella se levantó un pobre convento, no quiso para sí ninguna celda, pues «el hijo de Dios no tuvo nada sobre la tierra donde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). Tener una casa significaba para él propiedad, comodidad, seguridad y estabilidad. Ya no sería más «el peregrino y el extraño sobre esta tierra» (Heb 11,13). Continuar siendo peregrinos y extraños en este mundo debía ser fundamental para su hermandad.

Pero cuanto mayor era la hermandad tanto más compleja era ella y sus necesidades. No todos los frailes podían vivir como peregrinos y extraños en este mundo. Una hermandad que vivía en comunidad precisaba de un lugar estable, un hogar, una casa y, junto a ésta, un lugar de oración, una iglesia. Comenzaron a surgir los primeros conventos. Francisco no sólo debió asistir a esta transformación, sino también aceptarla y aprobarla. La naturaleza humana ponía ya sus exigencias ineludibles. Los hermanos pudieron recibir prestadas casas e iglesias, siempre bajo la condición de que estuvieran de acuerdo con la pobreza.

Recibir en préstamo no significaba asumir la propiedad sobre una casa o iglesia, sino sólo su uso. No como propiedad y libre uso de los mismos, sino como préstamo. Con ello se preservaba el principio de no poseer nada, al menos de acuerdo a la letra, pues lo que sólo se da en uso puede cederse en cualquier momento. Podía coexistir el concepto de pobreza con el de habitar en un domicilio. Cada vez se dejaba más a la responsabilidad de cada fraile el grado de austeridad y profundidad con que querían vivir la pobreza. El arco iba desde la necesidad real hasta la vida cómoda y segura. Pero cuando se vive sin riesgos, con un estilo de vida que poco tiene que ver con la precariedad, el hombre apenas puede sentirse peregrino y extraño en este mundo, sino más bien como propietario y ciudadano acomodado y satisfecho de él y en él. Pero entonces, ¿qué sentido tiene aspirar por otra morada y otra patria, cuando en este mundo se posee todo?

Cuando Francisco hizo escribir estas palabras del Testamento ya sabía que los frailes habitaban en conventos por el mundo. Por supuesto que no podían compararse con las grandes abadías de las órdenes monacales, pero vivían seguros y protegidos «de acuerdo a los lugares y frías regiones». También presentía que esta transformación iría en aumento y en ello veía un peligro de ruptura con el antiguo ideal. Pero su ideal sólo pudo ser practicado en pequeñas comunidades y grupos, y la orden ya había dejado desde hacía mucho tiempo la primera época.

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vv. 25-26: Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios.

Ya en el precepto anterior había usado Francisco de un tono severo y casi brusco: «Guándense los hermanos...». Aquí manda con una severidad, que apenas podríamos esperar de él: «¡por santa obediencia». Francisco trata de los privilegios, de los diversos favores de la iglesia en favor de los frailes y de la orden.

El derecho eclesiástico, que en este tiempo estaba muy desarrollado, y en muchos aspectos tenía una formulación muy clara, no podía tener en cuenta todos los casos particulares o circunstancias del lugar. Toda legislación tiene sus lagunas. Determinadas circunstancias o condiciones del lugar reclamaban además una excepción a la ley general. A menudo incluso, los representantes de la ley están dispuestos a conceder la exención de alguno de sus preceptos como favor y gracia o simplemente para su propio bien y provecho. Para Francisco, cuyo prestigio iba progresivamente en aumento entre las autoridades de la Iglesia, hubiera sido fácil conseguir ventajas especiales, tanto materiales como espirituales, para alguna iglesia o convento, obtener el permiso para sus frailes de predicar en cada diócesis o parroquia y también un salvoconducto contra toda ofensa pública o persecución. Pero aquí precisamente debían obrar de acuerdo con las palabras del Señor a sus apóstoles (Lc 9,5). Sencillamente, continuad el camino «y hacer penitencia en otro lugar», sin ira ni enfado ni pensamientos de venganza. A los ojos de Francisco todo privilegio o salvoconducto era gozar de un favor del que no gozaban los demás hombres, y por lo mismo una traición a su principio fundamental: su pertenencia a los pobres y desheredados. No sólo tendría como efecto el sobresalir, ser más y ocupar una posición más alta en la sociedad, sino que traería aparejado también ventajas materiales, como la avidez de bienes, incluso de dinero y propiedades. Sería volver a caer en su antigua vida, en la lista de los propietarios y ricos.

Tampoco podemos negar que incluso el mismo Francisco no sólo recibió del Papa escritos y privilegios, sino que los pidió. En el fondo, la confirmación de su Regla fue una especie de privilegio, pues era tan poco convencional y usual, que el Papa al aprobarla hacía una concesión no prevista en el derecho. Tampoco dejó de ser un privilegio que los laicos pudieran predicar. Hubo también privilegios, que habían pedido otros para su orden, y a los que, al menos silenciosamente, dio su aprobación. Por ejemplo el privilegio para que en las iglesias de los frailes menores pudiera guardarse el sacramento, rezarse el oficio divino y celebrarse la santa misa. También hubo dispensas a favor de algún fraile o de la orden, que no se correspondían con su ideal, pero que eran necesarias para la gente piadosa y de utilidad para la orden. Por el bien general de la orden y su desarrollo debió ceder su opinión personal y su propio ideal. Por eso nos sorprende todavía más esta salida tan severa en su Testamento. Solamente podemos comprenderla a partir de una excitación temporal de su espíritu y de su corazón, en la que se abandonó a sí mismo. Quizás, de haber tenido otra oportunidad, habría reflexionado todo de nuevo y lo habría matizado. Pero no le quedó tiempo: la muerte llamaba apremiantemente a sus puertas.

Referencias: Kajetan Esser, en su obra El Testamento de Francisco de Asís (Ed. Aránzazu, Oñate 1981), ha dedicado al estudio de esta frase una especial atención (pp. 202-213).

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vv. 27-28: Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y de tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor.

De nuevo habla Francisco de la obediencia. No de la obediencia en general, sino de la obediencia tal como la vivía él mismo. «Y firmemente quiero obedecer al ministro general...». E incluso: «quiero estar cautivo en sus manos... de tal modo que no pueda ir u obrar contra su voluntad». Esto lo escribe él, el fundador y el padre, la máxima autoridad en la orden. No sólo se entrega en las manos del ministro general, sino de las de cualquier fraile que dirija la pequeña comunidad en la que Francisco viva. Pues «¡él es mi señor». Sin embargo, en su orden no debía haber señores. El superior no era como en las antiguas órdenes un prepósito elegido de por vida y con una autoridad casi ilimitada. Para Francisco el superior era el ministro, el sirviente, no sólo de la comunidad sino de cada fraile en particular. Cuando habla aquí de un señor sólo quiere dar a entender cuán estrictamente entendía él el deber de obedecer, tan estrictamente que sin su consentimiento no quería hacer nada. Este pasaje nos recuerda el ejemplo del cadáver, que «no opone ninguna resistencia a lo que puedan hacer con él; no rezonga si alguien lo pone de una forma o de otra ni tampoco protesta si alguien lo deja yacer» (2 Cel 152). Francisco no da ninguna explicación para tal obediencia. Tampoco se refiere al Señor, que «fue obediente hasta la muerte en la cruz» (Flp 2,8) y nos dejó en ello un ejemplo para el que quiera seguir sus huellas (1 Pe 2,21). Esto lo hace en otro lugar. En la Regla, de cuya aprobación ya habían pasado casi tres años, ya había tratado naturalmente sobre la obediencia. En ella se explicitaba claramente la obligación de obedecer, aunque con algunas limitaciones. El fraile no debe ni puede obedecer cuando lo que le mandan vaya «contra la salud del alma o el quebrantamiento de la regla», una limitación por lo demás comprensible. En la redacción de la Regla no sólo tenía Francisco la iniciativa, sino que otros frailes, y el protector de la orden, el cardenal Hugolino, no estaba en último lugar, también participaron. Pero en el Testamento habla con los datos del momento y, por supuesto, recordando las experiencias que había tenido con la infidelidad e inconstancia de algunos frailes. Por eso escribe él en la Carta a toda la orden que hay frailes «que andan vagabundos, sacudiendo la disciplina de la regla» (CtaO 45). La Regla de la orden contiene pocos preceptos particulares, pero presupone más bien el buen espíritu, el fervor y la fidelidad del fraile. Le indica también, al que quiere conservar en el claustro una parte de su propia voluntad, que esta forma de vida no se corresponde con el espíritu de la Regla. Contra estos frailes quiso Francisco acentuar su idea de obediencia, pero también referirse a su ejemplo personal, el ejemplo de una fidelidad inquebrantable, una última amonestación del padre moribundo a todos los frailes, los que ya estaban allí y los que vendrían después. Pues una orden no puede sobrevivir sólo de la libertad del espíritu, sino que necesita del cauce de una regla y de unas leyes concretas, estén escritas o no.

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vv. 29-30: Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a rezar el oficio según la Regla.

Francisco habla aquí del oficio. Con ello alude al rezo eclesiástico de las horas, tal cual tenían obligación de rezarlas todos los clérigos. Se compone de salmos, lecturas y textos de los padres. La Iglesia mantuvo siempre muy estrictamente este rezo, pues era una parte de la oración oficial de la Iglesia, instituida en nombre del pueblo de Dios.

También la Regla de la orden contiene en el capítulo 3 prescripciones sobre el oficio divino. Para Francisco no solamente era un precepto general de la Iglesia, sino también una parte de la vida de la orden. No podía imaginar su orden sin una obligación de rezo comunitario, aunque inconscientemente quizás -pues Francisco siempre se opuso a que su orden se asemejara a cualquier otra o que aceptara otra regla ya en uso-, tomó prestado algo de los antiguos monjes, quienes habían dividido el oficio divino de una forma gradual y continua a lo largo de los diversos momentos del día.

Es evidente que Francisco, dada su enfermedad, estaría exento a menudo de este deber. Pero quiso persistir en rezar el oficio de acuerdo a la Regla. Y como estaba enfermo y ciego pidió a un hermano que le ayudara a rezarlo dignamente. Seguro que hizo esto no sólo para satisfacer una obligación, sino también para dar a sus frailes un ejemplo viviente.

Para Francisco el rezo del oficio era incluso una prueba de eclesialidad. El que no reza el oficio no obedece a la Iglesia, y el que no obedece a la Iglesia no es católico. Esta era su convicción. Un fraile dejaba de ser católico cuando «abandonaba el espíritu de oración y devoción», porque entonces cortaba su relación con Dios. Francisco no lo dice tan taxativamente, pero está latente en su idea. De aquí procede la frase que escribió para toda la orden: «A cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas -habla de aquellos frailes que no recitan las horas con la debida atención a Dios-, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 44).

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vv. 31-33: Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo hallaren. Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda la fraternidad.

Estas palabras solamente podemos comprenderlas a partir de lo que hemos dicho anteriormente. Igual que aquéllas, éstas reflejan también muy poco el carácter suave y comprensivo de Francisco. El que habla aquí toca el tema de la obediencia, de la obediencia en la orden y en la Iglesia. Francisco fue siempre severo e inexorable cuando estaba en peligro la fidelidad a la fe en la forma de vivirla, sobre todo en la obediencia y en la liturgia. Su intransigencia se basaba principalmente en el peligro de que alguien pudiera confundirlos con los herejes de su tiempo, una preocupación que le atormentó durante toda su vida, pues no faltaron gentes superficiales y malintencionadas que tachaban a sus frailes de tales.

Los superiores de la orden debían velar para que se cumpliera esta obediencia. Primeramente el guardián, a quien aquí no nombra, después el custodio, el superior de una región, y después el general de toda la orden. Éste debe conducir al culpable, incluso bajo custodia, al señor de Ostia, esto es, al protector de toda la orden. Por lo tanto, a la autoridad suprema que se había dado la orden. Para Francisco, un fraile que no reza el oficio, queda excluido de la orden y lo considera como un apóstata. Y a un apóstata se le entregaba al juicio eclesiástico.

Estas palabras han permanecido junto a las otras del Testamento, aunque nunca se las ha cumplido en su sentido literal. Pero manifiestan algo de la severidad y el celo del que estaba poseído Francisco, siempre que se trataba de la obediencia y de la eclesialidad. En estas y en las frases precedentes del Testamento suena repentinamente un nuevo tono. Es extraño, imperioso, casi obstinado. Es como si Francisco se hubiera imbuido de un celo desmedido, impulsado por una cierta inquietud y temor de que su orden pudiera perder el ideal del que había brotado. Ya no son expresiones bien ponderadas y demuestran una carencia de reflexión en su forma de llevarlas a la práctica. Con ellas el Testamento perdió algo de su encanto y dio motivos de incomprensiones y amargas controversias.

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v. 34: Y no digan los hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor.

Estas palabras parecen una suerte de conclusión a lo que Francisco ya ha escrito. Son una confirmación y dan a lo dicho un peso especial. Sobre todo la última palabra, el testamento.

No debemos tomar el término "testamento" en su sentido jurídico, esto es, como una disposición de la voluntad del testante, sino como una manifestación de su voluntad, que quiere recordar todo lo que Francisco consideró como importante y decisivo en su vida. Esto lo quiso corroborar una vez más y dejarlo a sus frailes como legado.

Con ello ni el Testamento era una nueva regla ni un añadido de ella. Nada debía añadirse. Es como si Francisco se hubiera apercibido rápidamente de esta posibilidad y por ello hubiera reaccionado definiendo el Testamento como lo que realmente era: «un recuerdo, una amonestación y un estímulo», para que «observemos la Regla más católicamente». El Testamento sirve a la Regla y hay que leerlo y entenderlo antes de ella. Y, aunque sin decirlo revoca también lo que posiblemente dejó escribir contra el espíritu de la Regla, el Testamento es como un patrón, de acuerdo al cual los frailes pueden medir la rectitud de su obrar continuamente.

Francisco se nos muestra en él no como un señor autoritario y lleno de poder, sino que se llama a sí mismo «el más pequeño de los frailes» y aprecia a sus frailes como benditos de Dios, señalados y escogidos. Incluso cuando estaba muriendo se humilla ante ellos.

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vv. 35-37: Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras.

En Francisco era costumbre concluir sus escritos, en especial sus cartas, con una frase semejante, por lo que no debemos ver en ellas una confirmación especial y consciente del Testamento. Nunca les hemos dado demasiada importancia, sobre todo una vez que las hemos visto en sus otros escritos. Estas palabras son simplemente una fórmula de conclusión.

Pero tampoco debemos minimizarlo u olvidarlo. Está escrito para todos los frailes, para los actuales y para los futuros. Por eso debe leerse siempre que se lea la Regla, en el capítulo, en el refectorio, en la escuela. Cuando Francisco escribe estas palabras sólo las emplea por ser el fundador de una orden, que se le ha multiplicado. Como el padre espiritual de una hermandad, de cuya suerte se siente responsable. Por eso debemos respetar sus palabras y tomarlas tal como fueron escritas, y no añadir nada en su nombre, pero tampoco omitir nada.

El Testamento es incluso como una joya que hay que llevar junto con la Regla, igual que los judíos del antiguo Testamento llevaban la ley de Dios consigo (Dt 6,8). Para hacerlo posible se confeccionaban libritos que incluían el Testamento y se les entregaba a los frailes en su profesión. Todo fraile tenía siempre a mano la Regla y el Testamento, no solamente para leerlos, sino también como una advertencia continua.

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vv. 38-39: Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: "Así han de entenderse". Sino que así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin.

La interpretación de una palabra o de una frase o de un fragmento puede significar cosas distintas. Puede interpretar la palabra escrita y la intención de su autor, profundizarla y aplicarla a una determinada situación. En este sentido la interpretación, sobre todo para los más ignorantes y no escogidos, no solamente es legítima, sino necesaria. Contra tal interpretación de la Regla y el Testamento incluso Francisco nada podría objetar.

Pero esto no es lo que tiene en mente. Él sabía muy bien que ya en vida suya se hacían distinciones en la Regla separando lo que podía cumplirse de lo que no. Con esta interpretación de la Regla no sólo conseguían debilitar su espíritu, sino incluso extinguirlo. Esto sucedía cuando le daban a la palabra otro sentido, le añadían algo o le agregaban pensamientos o intenciones que no estaban en ella. También esto era una traición a la Regla y al espíritu de su fundador. A estos abusos van dirigidas estas palabras de advertencia: no añadáis a la Regla ninguna interpretación que la debilite ni añadáis a estas palabras nada nuevo.

Francisco aduce como razón que ha «sido el Señor quien le ha inspirado» las palabras de la Regla y del Testamento. ¿No cae aquí Francisco en una arrogancia o en un autoengaño? Alguien ha entendido así estas palabras. Pero está demostrado que Francisco no escribió él solo la Regla ni tampoco se elaboró de una sola vez. El cardenal protector e incluso algunos frailes le aconsejaron. También se la sometió al capítulo de la orden y fue aprobada por los frailes. La Regla surgió dentro de una reflexión humana y comunitaria, de la deliberación y de la experiencia de muchos. Por supuesto, Francisco puso su influencia en todos estos diversos momentos como padre espiritual de la orden. Él sabía que toda su vida, al menos desde su conversión, había estado guiada por Dios. Que nunca había querido otra cosa fuera de lo que él reconocía como la voluntad de Dios. Por eso tuvo la seguridad que era Dios también quien le había inspirado las palabras de la Regla y del Testamento. Por eso no cabía ninguna confusión cuando dijo que nada se le añadiera y nada se le quitara. Lo escrito, escrito estaba.

Francisco estaba convencido también que había recogido la inspiración de Dios de forma «sencilla y llana», abierta y con solicitud, respetuosamente y sin prejuicios y sin ninguna debilidad. Por ello el espíritu de Dios deberá obrar abundante y graciosamente en los corazones de aquellos que la aceptan y la guarden.

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vv. 40-41: Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos. Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición.

La bendición es una palabra que promete bienes materiales o salvación espiritual en el presente y en el futuro a aquellos a quienes se la imparte. No por autoridad propia, sino confiado en la ayuda de Dios, el auténtico dador de todos los bienes. Por eso bendecían los patriarcas de los judíos a sus hijos, por eso bendijo Moisés a su pueblo y por eso los moribundos bendicen a sus hijos.

Por eso también Francisco, al final de su vida y de su Testamento, reclama la bendición de Dios para sus frailes. Es un ruego al Padre celestial, el ruego a su amado Hijo en comunidad con el Espíritu Santo, el Consolador, un ruego a la Santísima Trinidad por la salud espiritual y corporal de sus frailes. Y, finalmente, la petición a todas las virtudes del cielo -los santos ángeles- y los santos de Dios, que protejan su orden. Reclama de todo el cielo que derramen su gracia y poder sobre la orden y aseguren su salvación en el futuro. ¿Qué otra cosa más podía pedir y desear Francisco para sus frailes en el presente y en el futuro? Una vez más se nos revela aquí como el padre amante y preocupado guardián de su comunidad.

Pero Francisco da esta bendición no como el jefe de su comunidad, no como el que reclama sus intereses, no como el santo y el perfecto, sino como «el pequeño fraile», el servidor de la comunidad, su siervo. Él sabe que no puede prometer nada por poder divino, sino solamente en la medida que Dios acepte realizar la bendición en lo exterior y en lo interior. Pero precisamente esta reflexión sobre su pequeñez presta a la bendición una fuerza especial, porque Dios había prometido ensalzar de una forma especial al que pide humildemente.

Es una bendición en la que no solamente está la preocupación paternal de santo por su orden, sino sobre todo su gran amor, guiado por una cierta solemnidad y, sin embargo, usando de palabras sencillas, llanas e incluso humildes. El santo no pudo dar a su orden, si contemplamos su largo futuro, mejores palabras ni deseos más profundos. ¡Gracias por ello

¿Qué grado de cumplimiento tuvo esta bendición? La respuesta la tenemos en la historia de la orden. Ciertamente no se cumplió en todos sus miembros ni en todos los tiempos. Tampoco podía cumplirse en su totalidad, pues la orden de san Francisco se compuso y se compone siempre de hombres, de santos y de no tan santos, e incluso de infieles. Lo humano oscurece a menudo lo sagrado y opone su resistencia a la fuerza de su bendición. Sin embargo, aquella fuerza siempre fue más fuerte que todas las desgracias del tiempo. Por eso la bendición, bajo el ropaje de lo sagrado, permanece como garantía de la protección divina incluso en lo futuro.

EPÍLOGO

Francisco reflexiona en su Testamento acerca del origen de su orden. Casi es una retrospectiva dolorosa. Habla de la fe en el Señor, del respeto al Santísimo Sacramento y a los sacerdotes. Habla del trabajo y de la pobreza, pero también de la paz. Y con ello vienen las palabras duras sobre la obediencia a la Regla y a los superiores e incluso del castigo a los que no obedecen. Es como si asumiera la última responsabilidad por su orden, casi un grito de conjuro a sus discípulos, pero suavizado por la bendición final que restaura de nuevo la garantía de una promesa y de una esperanza.

El Testamento es una última revelación de su interior. En ningún otro lugar habla tan sinceramente sobre su camino, al que le ha llamado el Señor. Este era el camino del evangelio y le llevaba a Jesús y a través de Jesús al Padre Celestial. Es el camino de una última entrega a Dios, que es para él lo sumo y lo más perfecto, el pleno sentido de su vida.

Se discutió alguna vez en qué medida nos obligaba el Testamento. Quien planteó esta pregunta no lo llegó a entender, pues con ella se preguntaba por las palabras y no por su espíritu. Y «es el espíritu el que vivifica». Francisco vivió y obró a partir del espíritu, no de la letra. Es este espíritu el que continuamente nos señala el camino que nos conducirá a la salvación. Tampoco dejará morir el amor, que debe en exclusiva dirigir nuestro caminar.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVIII, núm. 83 (1999) 242-270]

J. Segrelles: Francisco bendice Asís

 


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