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LA POBREZA DE ESPÍRITU
Meditación sobre la Admonición 14.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die 14. Ermahnung unseres hl. Vaters
Franziskus, en Wandlung in Treue 1. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag,
19622, pp. 43-49; «Della povertà di spirito», en Le Ammonizioni di san
Francesco, Roma, Cedis Editrice, 1974, 193-206]
INTRODUCCIÓN
Durante los primeros siglos de la Orden franciscana se escribieron
muchísimos libros con el título de «Espejo de perfección». Como su
mismo nombre indica, tales libros debían ser espejo de perfección para los
franciscanos.
Si buscamos un espejo de nuestra perfección, ¡aquí tenemos las
Admoniciones de san Francisco! Tomadas en este sentido, las
Admoniciones son el Cantar de los Cantares de la pobreza interior. En
ellas resuena incesantemente y con una amplísima gama de matices el
tema de la pobreza de espíritu, de la pobreza interior. Recordemos la
Admonición 1.ª, donde se nos habla del anonadamiento del Hijo de Dios en
la Encarnación y de la humildad del Dios-hombre en el misterio de la
Eucaristía, raíz y fundamento de la pobreza interior; o la Admonición 2.ª:
nadie debe reivindicar su propia voluntad como propiedad personal, ni
enaltecerse del bien que el Señor dice o hace en él; o la 3.ª, según la cual
abandona todo lo que posee únicamente quien se entrega a sí mismo por
entero a la obediencia en manos de su prelado; o la hermosa Admonición
4.ª, que afirma que nadie debe apropiarse la prelacía, ni gloriarse de ella
más que del oficio de lavar los pies a los hermanos; o la 5.ª: nadie debe
enorgullecerse de nada, sino gloriarse en la cruz del Señor, pues nuestra
ciencia, cualidades y capacidades son propiedad de Dios, que nos las
confía en calidad de administradores; o la 7.ª, según la cual al saber debe
seguir el bien obrar, pues el simple saber mata, en tanto que son
vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes restituyen al
Altísimo con la palabra y el ejemplo la letra que saben y desean saber; o la
8.ª, que amonesta brevemente a no envidiar al hermano, pues el Señor es el
autor del bien que los hermanos hacen o dicen, y que califica de blasfemia
esta envidia; o la 11.ª, en la que san Francisco dice que no debemos juzgar
a los demás, sino que cada uno debe juzgarse a sí mismo, pues quien se
altera o enoja por los pecados ajenos «atesora culpas», en tanto que «aquel
siervo de Dios, que no se encoleriza ni conturba por cosa alguna, vive
rectamente sin nada propio»; o, finalmente, la Admonición 13.ª, en la que
Francisco indica que de la pobreza no debe brotar ninguna exigencia sobre
los demás, y que debemos perseverar en la humildad y la paciencia.
Esta breve relación nos muestra por sí misma que las Admoniciones
tratan siempre de un único y mismo tema: vivir sin nada propio, «vivere
sine proprio» (1 R 1,1; 2 R 1,l), y esto entendido no sólo con referencia a
las cosas materiales y externas. Naturalmente, también la pobreza exterior
es importante, pero no podemos vivirla en todos sus aspectos tal como la
vivieron san Francisco y santa Clara. Mucho más importante es, en
cambio, la pobreza de espíritu. Aunque no podemos imitar aquí y ahora la
pobreza exterior tal como la vivió san Francisco, sí podemos imitar,
siempre y en todas partes, su pobreza interior. Este es el punto en el que
quiere Francisco que le imitemos de verdad los hombres del siglo veinte y
de todos «los lugares, las épocas y las frías regiones» (2 R 4,2). La pobreza
interior es y será el núcleo y eje central de toda ascesis franciscana, de
todo el ser y actuar franciscano: vivir «sine proprio», sin nada propio. Y
esto quiere decir pura y simplemente: no yo, nada para mí; Dios, sólo
Dios, todo para Dios. Renunciar a todo, en el sentido de desprendernos,
abandonar todo, incluso a nosotros mismos; desapropiarnos de nuestros
deseos, exigencias y pretensiones; no apropiarnos de nada ni retener nada
para nosotros mismos. Todo esto es parte integrante de la pobreza interior.
A todo esto afecta la pobreza de espíritu, de la que habla Francisco con
gran penetración y concretez en esta Admonición 14.ª, dirigiéndose
especialmente a los religiosos.
«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos (Mt 5,3).
»Hay muchos que permanecen constantes en la oración y
en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y
mortificaciones corporales, pero por una sola palabra que
parece ser una injuria para sus cuerpos o por cualquier cosa
que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran. Estos
tales no son pobres de espíritu; porque quien es de verdad
pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le
golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)» (Adm 14).
I. LA AUTÉNTICA POBREZA DE ESPÍRITU
«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos (Mt 5,3)».
Francisco empieza su exhortación anteponiendo la primera de las
ocho bienaventuranzas. En esta bienaventuranza del Señor se nos dice
claramente que la pobreza de espíritu es absolutamente imprescindible
para poder entrar en el Reino de Dios. ¿Qué quiere decir el Señor con las
palabras pobres de espíritu? Con ellas no se está refiriendo a la pobreza
intelectual, a quienes tienen «pocas luces»; tampoco se refiere
principalmente a la independencia afectiva respecto a las posesiones
materiales, a una cierta libertad frente a las cosas. ¡No! Como nos indica la
ciencia bíblica actual, el Señor entiende por pobreza de espíritu
exactamente lo contrario de la autojustificación de los fariseos de
entonces.
Los fariseos, los hombres «piadosos», más aún, los hombres
«excepcionalmente piadosos» del Israel del tiempo de Jesús, no eran
pobres de espíritu. ¿Por qué? Porque, basándose sobre sus obras, sus
prácticas piadosas y su cumplimiento estricto de la ley, se creían
justificados ante Dios. El fariseo no era pobre de espíritu, pues pensaba
poder pasarle a Dios la factura de sus prácticas piadosas, creyendo que
éstas le daban derecho a exigirle contrapartidas a Dios. Jesús se avino con
todas las personas de su tiempo, con los mayores pecadores, con los
publicanos y las prostitutas, pero no se avino con estos hombres
«piadosos». Estos hombres piadosos, los fariseos, no podían llegar a un
acuerdo con Jesús. No era de ellos el Reino de Dios. Convertían su piedad
en un mérito ante Dios, en un dominio que les brindaba seguridad ante
Dios, y, por tanto, no eran pobres de espíritu, pobres ante Dios.
Evidentemente, eran los más inasequibles a la gracia divina. Su
autojustificación les llevó a su propia ruina.
Francisco entiende la pobreza de espíritu en este sentido evangélico.
Así nos lo demuestra con toda claridad la frase que viene a continuación:
«Hay muchos que permanecen constantes en la oración
y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y
mortificaciones corporales...».
Francisco está pensando, pues, en aquellos religiosos que se dedican
a la vida de piedad sin rehuir ningún esfuerzo, en aquellos religiosos que
llevan una vida espiritual muy exigente,
«... pero por una sola palabra que parece ser una
injuria para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite,
se escandalizan y en seguida se alteran».
Nuestro seráfico Padre se revela una vez más como un sabio y
penetrante conocedor de almas. Sabe cómo somos las personas y está muy
al tanto de los peligros de la vida claustral. Francisco describe aquí a un
cristiano, a un religioso al que, observado sólo externamente, habría que
considerar con toda razón como una persona muy piadosa: es fervoroso y
puntual en la oración personal, asiste con regularidad y celo a la oración
comunitaria y al rezo del oficio divino, observa con exactitud y
escrupulosidad los días penitenciales, a los que añade otros por propia
iniciativa, hace muchas penitencias, se lacera con mortificaciones. En una
palabra, es un religioso que asume con seriedad sus propias obligaciones y
cumple todo cuanto se le exige, por muy duro y pesado que sea. Quien
contempla una vida semejante, se siente impulsado a exclamar, lleno de
admiración: «¡Qué hombre más piadoso y mortificado!».
Pero la segunda parte de la frase se basa también sobre la
experiencia de la vida. Fino conocedor de las almas y guía experimentado,
Francisco no se deja engañar por las obras y apariencias externas. Sabe
perfectamente que hay muchas personas que hacen todo esto sólo para
servir a su propio «yo», a su propia vanidad y orgullo, recreándose y
contemplándose en el destello de sus buenas obras. ¡Francisco señala aquí
un peligro muy real! Hasta en las prácticas de piedad, que deberían ser
sólo y exclusivamente un servicio divino, puede ser uno idólatra del
propio «yo». Incluso estas prácticas pueden hacerse por vanagloria, para
que las observen los demás y le admiren a uno.
Desde luego, esta contracción sobre el propio «yo», esta divinización
del propio «yo», fácilmente instalable en la vida de piedad, no puede
mantenerse oculta. Y es asombrosa la precisión con que nuestro Padre
indica los síntomas que ponen de manifiesto esta actitud trastocada. El
primero: quienes obran movidos por esta actitud, se escandalizan y
permanecen alterados durante días por una sola palabra que parece ser
una injuria para sus cuerpos, para su querido «yo». En realidad, no es una
injuria, simplemente parece serlo. Y, ante ella, se salen en seguida de sus
casillas y ya no se recobran. Cuando se les dice algo que no les sienta bien,
se irritan y manifiestan claramente con su comportamiento, con el
semblante, con interminables lamentaciones, que se les ha ultrajado, que se
ha actuado injustamente con ellos, y que están muy ofendidos por la
injuria inferida a su «santa persona».
El segundo síntoma es éste: se escandalizan y en seguida se alteran
por cualquier cosa que se les quite, aunque se trate de una simple escoba o
de una estampita (¡así ocurre a veces!). Lo mismo les sucede cuando se les
niega algo a lo que creen tener derecho, ¡aunque sea un mero recreo!
No hace falta explicar con ejemplos concretos estos dos síntomas tan
característicos e identificativos. Ambos demuestran que quien nos está
hablando, Francisco, conoce perfectamente la realidad de nuestra vida.
«Estos tales no son pobres de espíritu, porque quien es
pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le
golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)».
Estos tales no son pobres de espíritu: he aquí una conclusión
chocante a primera vista. ¿Por qué no son pobres de espíritu? Porque, en
realidad, no viven sin nada propio. Han convertido su piedad, su
cumplimiento fiel y estricto, sus buenas acciones, en un dominio del que
se sienten orgullosos, que llevan siempre consigo y con el que esperan
obtener en el cielo una corona engalanada con piedras preciosas.
Permanecen siendo esclavos de su propio «yo». Carecen de pobreza
interior y exterior, pues están enamorados de sí mismos y todo en su vida,
hasta la piedad y Dios (¡esto es lo más tremendo!), ha de girar en torno a
su querido «yo». Y donde el hombre pone a Dios a su propio servicio, no
puede haber Reino de Dios; sólo hay Reino de Dios cuando el hombre
sirve a Dios, y lo sirve sin reservas.
También aquí nos propone Francisco dos criterios infalibles que nos
descubren si realmente somos pobres de espíritu: el primero consiste en
odiarnos a nosotros mismos, exigencia que el Señor nos impone varias
veces en el Evangelio. Formulémosla con otras palabras: posponerse a sí
mismo, negarse a sí mismo. Quizá podríamos decirlo de forma aún más
práctica para nuestra vida de cada día: no darnos tanta importancia; o bien:
sabernos dependientes de Dios, aceptar todo como un don de Dios, pues es
el Señor quien habla y actúa en mí. Esta es la pobreza de espíritu, de la que
afirma san Buenaventura con una frase lapidaria: «El Señor coronará en
nosotros sólo el don que Él nos dio». Normalmente creemos que el Señor
va a coronar en nosotros lo que nosotros hemos hecho. «No -dice san
Buenaventura-, lo que el Señor coronará es sólo el don que Él nos dio».
Aquí podemos percibir esa pobreza de espíritu, que se sabe en todo don de
Dios.
El segundo criterio consiste en amar a los enemigos. El amor a los
enemigos será siempre el signo distintivo más seguro para saber si uno es
cristiano. El amor a los enemigos permite conocer si uno se ha vencido a sí
mismo en seguimiento de Cristo, como vimos en la Admonición 9.ª. El
amor a los enemigos permite diagnosticar quién es verdaderamente pobre:
en tanto me sienta ofendido, mientras me sienta injuriado, sigo teniendo
exigencias. A quien es pobre de verdad, nadie puede quitarle nada, nadie
puede arrebatarle la paz interior.
II. CÓMO VIVIR LA AUTÉNTICA POBREZA DE ESPÍRITU
Esta Admonición nos demuestra que Francisco es un director
espiritual muy certero. Si nos sumergimos en estas palabras tan cristalinas,
tan transparentes y sencillas, en estas máximas tan simples en el mejor
sentido de la palabra, contemplándolas desde dentro y meditándolas
pausadamente, veremos cómo se nos abre un mundo nuevo. Cada
Admonición, y cada una de sus frases, contiene en cierto modo a todas las
demás. Y así ocurre también en la presente. Apliquemos un poco más
directamente a nuestra vida sus puntos principales.
1. En primer lugar, quizá convenga fijar nuestra atención en un
problema que Francisco coloca aquí en primer plano: la tensión existente
entre lo interno y lo externo, entre las obras externas y la actitud interior.
Francisco nos sitúa ante la antiquísima cuestión de la unidad entre el
pensar y el obrar, problema que gravita sobre el ser humano a causa del
egoísmo tan enraizado en nosotros como consecuencia del pecado original,
y que nuestro Padre aplica en el presente caso al ámbito de la piedad y de
la vida al servicio de Dios. Esta unidad exige siempre dos cosas. En primer
lugar, la actitud interior ha de encarnarse en la acción exterior. En mi
opinión, hoy día esto debe subrayarse con fuerza. Si las actitudes interiores
no cristalizan en obras, se volatilizan, pues el ser humano, que es un ser
corporal-espiritual, no puede prescindir de la concretización. La intención
que no cristaliza en acción concreta, fácilmente es sólo mera fantasía, y un
cristianismo «puramente espiritual», al igual que un cristianismo
«puramente humano», ni es humano, ni es cristianismo. En segundo lugar,
la acción externa ha de estar siempre apoyada, informada y moldeada por
su correspondiente actitud interior. La actitud interior determina el
auténtico valor de las acciones, especialmente su valor ante Dios. Esta
distinción es tan clara desde el punto de vista teórico, como difícil de
aplicar a la vida práctica. Francisco es muy consciente de ello cuando nos
indica aquí que la pobreza de espíritu es la actitud fundamental del actuar
cristiano, sobre todo en el ámbito de la piedad, y que sin ella es imposible
la realización del Reino de Dios.
¡Nos encontramos aquí ante una cuestión muy difícil! Y esta
dificultad, naturalmente, afecta también al campo de la formación y de la
dirección de las personas a nosotros confiadas. A veces exigimos obras,
resultados palpables. (¡Y hay ocasiones en las que tenemos la obligación
de exigirlas, para mantener el orden exterior de nuestra vida comunitaria!).
Sin embargo, nunca creamos que todo está «en orden» simplemente
porque lo externo funciona y marcha estupendamente. No nos quedemos
tranquilos porque la vida externa transcurre sin tensiones. Puede ocurrir
que no todo esté en orden. Mucho más hemos de preocuparnos siempre de
que en el seno de ese orden haya una correcta actitud interior, y de que las
acciones broten de esta actitud interior. No se trata de consolidar
mecánicamente a los jóvenes en la observancia externa de la vida
conventual; antes bien, debemos mostrarles que todo debe crecer a partir
del auténtico amor a Dios, amor que sólo puede florecer en la pobreza de
espíritu.
2. Francisco nos indica cuatro notas o criterios distintivos para
conocer el camino de la pobreza de espíritu. Los dos primeros son de tipo
negativo, y los otros dos de tipo positivo. Veámoslos por separado.
Criterios de tipo negativo: basándose en los dos primeros criterios
distintivos, hay que decir que uno no es buen religioso simplemente por
hacer muchas obras externas de piedad. También las hacían los fariseos, y
el Señor los reprobó. Lo que importa es que seamos interiormente libres de
nosotros mismos, que no hagamos nada al servicio del propio «yo».
¡Examinemos siempre si estamos liberados de cualquier apego al propio
«yo»! Aquí, me parece, debemos recordar algo muy importante: a todos
nos ha afectado el pecado original y, por tanto, todos estamos, por
naturaleza, un poco enamorados de nosotros mismos. ¡De una u otra
forma, todos tenemos la convicción de que si los demás fueran como
nosotros, la Orden podría sentirse satisfecha! Es algo que no decimos en
alta voz, pues todos hemos estudiado ascética; pero, de un modo o de otro,
todos tenemos esa convicción, aunque nos cueste admitirlo. Por eso, si nos
examinamos a nosotros mismos sin la ayuda de otros, difícilmente
logramos ver cómo somos de verdad; y es que, cuando hacemos este
examen de conciencia, ¡somos nuestros mejores abogados defensores,
alegando circunstancias atenuantes que nos exculpen! Por eso necesitamos
de un hermano o una hermana que nos ayude a efectuar este examen. De
ahí la importancia de tener en nuestra vida fraterna a alguien que nos
ayude a conocernos y nos abra los ojos para que nos veamos tal como
somos. Quizá sea éste el más importante servicio del amor fraterno. Pero,
¿quién acepta este servicio? ¿No permanecemos alterados durante días
cuando alguien nos abre los ojos sobre nosotros mismos? Llegamos muy
lentamente a darnos cuenta de lo que los demás han visto rápida y
certeramente. Nuestro autoenamoramiento nos impide vernos con
objetividad. Cuando reconocemos que se trata de algo que simplemente
parece una injusticia, pero que en realidad es algo salvífico, y sólo
entonces, somos pobres de espíritu.
3. Basándonos sobre los otros dos criterios, los de signo positivo,
veamos si somos interiormente libres para Dios y su obra; pues, al igual
que respecto a la obediencia (cf. Admonición 2.ª), en el tema de la pobreza,
y concretamente en el de la pobreza de espíritu, de lo que se trata es de
desembarazarnos de todos esos obstáculos existentes entre Dios y
nosotros, y que nos impiden llevar a plenitud la obra del Señor. Para ser
auténticos ciudadanos del Reino de Dios, hay que remover todos esos
obstáculos. Con estos dos signos distintivos podemos comprobar si
seguimos a Cristo en pobreza (primer signo: se odia a sí mismo) y
humildad (segundo signo: ama a sus enemigos), seguimiento al que nos
llama encarecida y repetidamente san Francisco: «Empéñense los
hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1
R 9,1). ¡Esta frase abarca todo el ámbito del ser pobres de espíritu! Y
hemos de procurar llevarla a la práctica, de verdad, sin desfallecer nunca;
pues sólo quien tiene la pobreza de espíritu es un auténtico hijo, una
auténtica hija del Pobre de Asís, un auténtico franciscano. El Reino de
Dios se realiza en quien se desembaraza de todos los obstáculos que se
interponen entre él y Dios. Quien así actúa, sirve al Reino de Dios como
un auténtico franciscano, y participa del Reino de Dios.
Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 49 (1988) 449-456]

BIENAVENTURADOS LOS PACÍFICOS
Meditación sobre la Admonición 15.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die fünfzehnte Ermahnung des hl. Franziskus, en
Brüderlicher Dienst octubre-diciembre (1969) 110-113]
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán
llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Son verdaderamente
pacíficos aquellos que, en todo cuanto padecen en este mundo,
por amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz interior
y exterior» (Adm 15).
A partir de la decimocuarta, todas las Admoniciones, excepto una,
comienzan con el vocablo «Bienaventurado». Así pues, estas «palabras de
santa exhortación» son al mismo tiempo elogio y bienaventuranza para
aquellos religiosos que las toman con calor y viven conforme a ellas. Las
tres primeras están tomadas del Sermón de la Montaña (Mt 5,3; 5,9; 5,8).
Su temática es la felicidad, la dicha, la alegría del hombre que es pobre en
espíritu, que sirve a la paz, que tiene un corazón limpio. La 15.ª
Admonición trata de la paz; pero antes de profundizar en ella, debemos
esclarecer algunas cuestiones preliminares.
1. ¿Qué es la paz? Los doctores de la Iglesia contestan de forma
genérica: la paz es la tranquilidad del orden. La paz es en último análisis
aquel sosiego que se alcanza mediante el cumplimiento y tutela del orden
que Dios nos ha dado. Cuando se quebranta este ordenamiento entre Dios
y el hombre, aparecen la intranquilidad, desasosiego, discordia, angustia y
tormento. El pecado es por ello la causa más profunda de la discordia y de
la angustia. Con razón escribe el Papa Juan XXIII: «La paz en la tierra,
suprema aspiración de toda la humanidad a través de la Historia, es
evidente que no puede establecerse ni consolidarse si no se guarda
diligentemente el orden establecido por Dios» (PT 1). Esto vale sobre todo
respecto al orden que Dios ha instituido para regular las relaciones entre
los hombres. Cuando los hombres se despreocupan de este orden, a través
del cual Dios quiere salvaguardar la vida comunitaria y las relaciones
humanas (sobre todo mediante los Mandamientos 4-10), entonces irrumpe
la discordia, aparece la angustia, surgen las contiendas y disputas; el
hombre se convierte en un «lobo para el hombre», se hace enemigo del
otro hombre. La paz, por consiguiente, se funda, en el sentido más
profundo y en última instancia, en que el hombre viva ordenado a Dios,
sujeto a Dios y cumpliendo su voluntad.
2. ¿Qué perturba la paz? A esta pregunta se pueden dar muchas y
distintas respuestas; pero todas ellas apuntan hacia una misma raíz: el
egoísmo. Y lo mismo da que se trate del egoísmo del individuo o del
grupo. Del egoísmo nace la codicia. Del egoísmo se deriva el ansia
desordenada de poder. Estos son los dos vicios que, desde el pecado de
Adán, incuban la discordia y la angustia en el mundo. Al querer cada uno
tener más que los otros, surgen las contiendas y rencillas entre los
hombres, y las guerras entre los pueblos.
La codicia y el ansia incontrolada de poder son, pues, los grandes
enemigos de la paz, incluso de la paz con Dios, puesto que ellos son la raíz
de todo pecado. Sobre esta realidad se fundan las palabras de san Pablo:
«Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por
dejarse llevar de él, se extraviaron de la fe y se atormentaron a sí mismos
con muchos sufrimientos» (1 Tim 6,10).
3. ¿Quién da la paz? Los hombres, siguiendo sus propios instintos,
no pueden alcanzar la paz; ni pueden obtenerla por sí mismos. El egoísmo,
como consecuencia del pecado original, está en ellos tan fuertemente, tan
viva y profundamente enraizado, que por sí solos no podrían dominarlo.
La historia de la humanidad, desde Caín y Abel, es la historia de las
funestas consecuencias del egoísmo. Por esto fue preciso que el mismo
Dios viniera a restablecer de nuevo la paz entre Él y los hombres, y la paz
entre los mismos hombres. Esta maravilla del amor divino se realizó en la
Encarnación de Cristo. De ahí que los ángeles cantasen en su nacimiento:
«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad» (Lc 2,14). Mientras el egoísmo pecaminoso del hombre lleva a
la discordia y angustia mediante la avaricia y el ansia desordenada de
poder, el amor desinteresado de Cristo nos trae la paz mediante la pobreza
y la humildad. Por ello la Iglesia en Navidad lo proclama «Rex pacíficus»,
el Rey portador de la paz. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).
POSEEMOS LA PAZ SI SOMOS GUIADOS POR DIOS
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán
llamados hijos de Dios».
Bienaventurados, dichosos, amados de Dios y, por consiguiente,
felices aquellos hombres que trabajan por la paz, que se entregan a su
causa, que son creadores de paz. Se encuentran dentro del orden de Dios.
Ellos continúan y actualizan aquí y ahora la obra de Cristo. Ellos cumplen
como Cristo y en Él la misión del Padre celestial. A ellos les son aplicables
las palabras: «Mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la
ponen por obra» (Lc 8,21). Estas palabras impresionaron profundamente a
nuestro padre san Francisco: «Somos sus hermanos cuando hacemos la
voluntad de su Padre celestial» (2CtaF 52).
Y si en este esfuerzo por la paz nos convertimos en hermanos y
hermanas de Cristo, somos también «hijos de Dios». Dios es en verdad el
Dios de la paz. Él ama y quiere la paz. Él nos redimió para la paz. Por esto,
el Hijo de Dios, con un amor infinito, cargó sobre sí toda culpa, a fin de
que tuviésemos de nuevo la paz con Dios y, consiguientemente, la paz
entre nosotros los hombres. Así pues, sólo nos convertimos realmente en
sus hermanos y hermanas, y por tanto en hijos de Dios, cuando somos
pacíficos, entregados por completo a la causa de la paz y dispuestos a todo
por instaurarla y conservarla. Entonces es cuando se nos puede conceder
participar de aquel júbilo de San Francisco: «¡Oh, cuán santo y cuán
querido, grato, humilde, pacífico, dulce y amable, y sobre todas las cosas
deseable es tener tal Hermano que dio su vida por sus ovejas y rogó al
Padre por nosotros diciendo: "Padre santo, guarda en tu nombre a aquellos
que me entregaste"!» (2CtaF 56).
«Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en todo
cuanto padecen en este mundo, por amor de nuestro Señor
Jesucristo, conservan la paz interior y exterior».
Quien de veras quiere la paz debe renunciar a toda codicia, ambición
y ansia incontrolada de poder. Debe estar dispuesto a soportar muchas
cosas, como las soportó Cristo en su pobreza y humildad. En este mundo
dominado y determinado todavía por el egoísmo del pecado, tendrá que
sufrir y padecer muchas cosas desagradables. Tendrá que llevar su cruz
con Cristo y como Cristo, día tras día. Esta constante renuncia es pesada.
Lo sabemos todos por propia experiencia. Nuestro «yo», distanciado de
Dios, se rebela contra Él; no quiere la pobreza y desprecia la humildad. Si
el «yo» se enseñorea de nosotros, somos presa de la discordia y angustia.
Entonces dejamos de vivir en paz con Dios y, con ello, se destruye a la vez
la paz con los hombres.
Francisco nos indica algo muy importante a este respecto: la paz y la
discordia o angustia germinan en el corazón del hombre, de cada
individuo. Si nuestro «yo» permanece atrapado y dirigido por Dios,
vivimos en la paz que el mundo no puede dar ni quitar. Si nuestro «yo» se
rebela y nuestro corazón se perturba, entonces la discordia y la angustia
hacen presa en nosotros. Así resulta cierto el antiguo adagio: «Quien
controla su corazón, controla el corazón del mundo». Y esto vale también
para la vida comunitaria de nuestras fraternidades. Cuanto más pacíficos
son todos y cada uno de sus miembros, tanto más la «paz de Dios, que
supera todo entendimiento» llena nuestras fraternidades, porque ella
«guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús»
(Flp 4,7).
Aún tenemos que subrayar de modo especial una faceta de esta
exhortación de nuestro Padre: todo ha de hacerse «por amor de nuestro
Señor Jesucristo». No debemos hacerlo por prudencia o sagacidad
humana; tampoco por miedo a las consecuencias de la discordia y
angustia, y menos aún por simple tranquilidad o comodidad nuestra. Pues
en tal caso, nuestro esfuerzo seguiría inmerso en el ámbito del egoísmo.
No somos nosotros el punto de referencia; lo que importa es que el amor
de Cristo se extienda y domine entre los hombres y los configure a todos.
Todo esfuerzo por la paz debe ser una respuesta positiva al amor de Cristo,
que tanto sufrió para devolvernos la paz. El que seamos pacíficos y nos
entreguemos a la causa de la paz ha de ser una respuesta viva y generosa
de amor al amor de Cristo.
¿NOS SENTIMOS RESPONSABLES DE LA PAZ
EN NUESTRAS COMUNIDADES?
El ansia de paz es muy intensa en el hombre de hoy. Pero no
debemos olvidar lo que escribe el Papa Juan XXIII: «La paz no puede
hacer su morada en la sociedad humana si primero no habita en el corazón
de cada hombre, es decir, si primero cada uno en sí mismo no guarda el
orden que Dios ha establecido» (PT 165). Con esto se nos indica no sólo la
meta de nuestros esfuerzos, sino también la necesidad de vigilar
constantemente nuestro corazón. A este fin pueden ayudarnos las
siguientes cuestiones.
1. Somos hombres redimidos: Cristo, «con sus dolorosos tormentos
y con su muerte, no sólo borró los pecados, fuente y causa de las
discordias, miserias y desigualdades, sino que, además, con su sangre
derramada, reconcilió al género humano con su Padre celestial» (Juan
XXIII, PT 169). Esto no obstante, ¡encontramos incluso entre los
cristianos tantas dimensiones y contiendas, tantas envidias y ambiciones,
tanto orgullo y arrogancia, y, con ello, tantas causas de discordia y de
angustia! ¿No se encuentran también con frecuencia en nuestras
fraternidades dichas causas destructoras de la paz, a pesar de tanta gracia
liberadora que se nos regala cada día? ¿Por qué ocurre esto?
Reflexionemos objetivamente y confesémoslo francamente: la gracia se
queda inoperante porque nos amamos más a nosotros mismos que a Dios,
porque nos apegamos más a nosotros mismos que a Dios. «Pero el que se
une al Señor se hace un espíritu con Él» (1 Cor 6,17). Este hombre, con su
amor, dará una completa respuesta al Amor sirviendo, en su seguimiento
de Cristo, siempre y en todas partes, la causa de la paz, aun contra el
forcejeo de su propio «yo». ¿Nos sentimos en esto suficientemente
responsabilizados, incluso frente a nuestro desordenado «yo»? ¿Estamos
profundamente convencidos de que éste es el camino para la vivencia
auténtica de nuestra condición de hijos de Dios, el camino hacia la
bienaventuranza? «Dichosos los que trabajan para la paz, porque a ésos los
va a llamar Dios hijos suyos», ¡y van a serlo!
2. Si nos sentimos responsabilizados así de la paz, primero y ante
todo en nuestro corazón, pero también en nuestras comunidades, debemos,
en infatigable colaboración con la gracia redentora que se nos ha dado,
tratar de vencer toda codicia y ser completamente pobres con Cristo.
Debemos no ambicionar nada, no apegarnos a nada, no retener nada
propio, aunque ello nos exija un duro sacrificio: «... todo cuanto padecen
en este mundo». Ciertamente, según esto, deberemos estar dispuestos a
soportar ultrajes con Cristo, como dice Francisco: «Y si los hombres los
ultrajaren..., den por ello gracias a Dios, pues por las afrentas recibirán
grande honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que la
afrenta no se imputa al que la recibe, sino al que la infiere» (1 R 9,6-7).
¿No estamos excesivamente sensibilizados y preocupados por
nuestra honra? No nos empeñamos en defenderla en cualquier
circunstancia como nuestro mayor bien? Si también en este particular
fuésemos enteramente pobres, la paz quedaría mucho mejor garantizada.
¿Estamos nosotros, como franciscanos y «siervos de Dios y seguidores de
la santísima pobreza» (2 R 5,4), dispuestos a ello? Sin la voluntad decidida
por una pobreza radical, por una auténtica pobreza en el espíritu, no puede
haber paz alguna entre los hombres ni en sus fraternidades.
3. Si de veras nos sentimos responsabilizados en la causa de la paz,
primero en nuestros corazones y luego también en nuestras fraternidades,
debemos procurar, robustecidos por la fuerza redentora de Cristo, superar
toda ambición desordenada y afán de poder, y como el Señor «ser
humildes de corazón» (Mt 11,29). Las palabras: «Todo cuanto padecen en
este mundo, por amor de nuestro Señor Jesucristo», adquieren aquí un
nuevo significado: debemos amar el permanecer desconocidos. No
debemos presumir de nada ni buscar la estima de los hombres. No
debemos constituirnos en medida para los otros. Hemos de estar
dispuestos a recorrer el camino más bajo. Sólo entonces seremos fieles a
«la pobreza y humildad, y al santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
que prometimos incondicionalmente» (2 R 12,4). ¿Quién podrá negar que
entonces se cegarían en nuestra vida y en la comunitaria las fuentes de la
discordia?
4. Estas son preguntas que se nos plantean a partir de la presente
exhortación. Tratan de la rectitud de nuestro corazón, de la rectitud de
nuestro comportamiento. Son ciertamente preciosas en cuanto nos indican
el camino a seguir.
Pero sabemos por experiencia que es difícil seguirlas. Los hechos
prácticos y concretos hablan un lenguaje a veces demasiado duro. No
olvidemos que detrás de ellas ha de estar el sufrimiento, el sacrificio: «...
por amor de nuestro Señor Jesucristo». Nuestra aceptación cotidiana del
sacrificio en Cristo debe explicitarse de manera absolutamente concreta y
práctica. Aquí, igualmente, se cumple siempre de nuevo la sentencia de
Pablo: «Pues Él es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno...
Viniendo nos anunció la paz a los de lejos y a los de cerca» (Ef 2,14.17).
Él se ofreció por la paz. Procuremos estar, en todo cuanto hemos de sufrir
en este mundo, prontos a vivir como víctimas con Él, en quien queremos,
por amor suyo, «conservar la paz interior y exterior».
5. Con la necesaria sobriedad queremos plantearnos también la
cuestión de cómo debemos comportarnos cuando nos encontremos o
hayamos de vivir con hombres que abiertamente no colaboran en la causa
de la paz o que, peor aún, la combaten, alterando y destruyendo, haciendo
insoportable si no imposible la vida comunitaria. En tal situación, estamos
llamados al más íntimo y estricto seguimiento de Cristo. Precisamente
entonces deberemos reflexionar con particular atención y seguir aquella
exhortación de nuestro Padre: «Consideremos atentamente, todos los
hermanos, lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced bien
a los que os odian" (Mt 5,44). Pues también nuestro Señor Jesucristo,
"cuyas huellas debemos seguir" (1 Pe 2,21), llamó amigo a su traidor y se
entregó de buena gana a los que lo crucificaron. Amigos nuestros son,
pues, todos aquellos que injustamente nos proporcionan tribulaciones y
angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, el martirio y la muerte.
A todos ellos debemos amarlos mucho, pues por lo que nos hacen,
alcanzamos, la vida eterna» (1 R 22,1-4).
Aquí no hace falta sino una cosa, y es precisamente lo que debe ser
el contenido de nuestra vida: «Seguir en todo las huellas de Jesús
crucificado» (S. Buen. VII, 4), como corresponde a la exhortación de
nuestro Padre a punto de morir. ¡Sin duda alguna! En este contexto vemos
con claridad que el cristianismo es la revolución del amor; un revolución
que destrona a nuestro propio «yo»; una revolución que vence al nefasto
espíritu de este mundo; una revolución, en fin, que tiene como causa y
objetivo el Reino de Dios. Siempre que el hombre esté dispuesto a seguir,
en la causa de la paz, las huellas de Cristo, el Reino de Dios puede
actualizarse y desarrollarse.
Donde la paz es custodiada y promovida de tal modo, allí Cristo,
nuestra paz, puede ser vitalmente operante. Allí está Cristo presente. Allí
se realiza su Iglesia como comunidad plena de amor de aquellos hombres
que, como hermanos suyos, se han convertido en hijos del Padre que está
en los cielos. Donde hay amor hay paz, y allí está Él: «Porque donde están
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt
18,20).
[Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 11 (1975) 210-215]

LA LIMPIEZA DEL CORAZÓN
Meditación sobre la Admonición 16.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die sechhzente Ermahnung des hl. Franziskus, en
Brüderlicher Dienst 53 (1970) 3-6.]
«Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente de corazón limpio los que
desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de
adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con
corazón y espíritu limpios» (Adm 16).
También esta exhortación toma como punto de partida una de las
bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. ¿Qué significa la palabra
«bienaventurado»-«dichoso»? En el lenguaje del Nuevo Testamento es
«dichoso» el hombre que está sujeto a Dios y vive únicamente para Dios;
un hombre que ora como Francisco: «Mi Dios y mi todo». Es dichoso el
hombre cuya felicidad y alegría es sólo Dios; pues nadie podrá arrebatarle
esta felicidad y alegría. Con todo, antes de analizar con mayor detalle esta
bienaventuranza siguiendo la temática de la Admonición 16, debemos
desarrollar algunos pensamientos sobre la sexta de las bienaventuranzas
del Señor en el Sermón de la Montaña. Con ella inicia Francisco de hecho
esta exhortación.
«Dichosos los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios».
A lo largo de la Admonición Francisco nos dice qué entiende por
«ser limpios de corazón». Por esto, nos limitamos a preguntarnos aquí:
¿qué significa «ver a Dios»? El anhelo de Dios está profundamente
enraizado en el hombre. Es, en todos los hombres, como un último
recuerdo del paraíso, donde los primeros hombres podían tratar directa e
inmediatamente con Dios. Pero este don gratuito de Dios se perdió por el
pecado. Cuando el hombre, volviendo las espaldas al contacto con Dios,
ya sólo se mira a sí mismo, en ese mismo instante pierde de vista a Dios.
Cuando el hombre, al pecar, piensa sólo en sí mismo y gira en torno a sí,
Dios se le hace cada vez más extraño. Cuando el hombre se busca
únicamente a sí mismo en todo, no puede encontrar a Dios. En el pecado y
como consecuencia del pecado, el hombre pierde el contacto inmediato
con Dios. Y por sí mismo no puede volver a encontrarlo. A pesar de todo,
permanece despierto en el hombre el anhelo de Dios, pues el hombre fue
creado únicamente para Dios, como dice san Agustín: «Nos hiciste para ti
y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti». Por ello, Dios
recorrió el camino hacia nosotros. Borró nuestra culpa mediante la pasión
y muerte sacrificial de Cristo. Nos abrió el acceso al Reino de Dios. En el
Reino de Dios, el hombre puede tener de nuevo trato y comunión con
Dios, aunque no la visión inmediata de Dios, que sólo tendrá lugar en la
bienaventuranza definitiva y plena, cuando el Reino de Dios se complete
con la parusía de Cristo. Durante la espera de esta última y grandiosa
bienaventuranza, vivimos como hombres redimidos. Dios, no obstante, en
su amor y bondad, nos permite en ocasiones ver de antemano algo de Él,
aunque no cara a cara, sino en la fe pura y limpia.
El hombre creyente, que ha sido redimido y liberado de todo
egoísmo, ve a Dios, como nuestro padre san Francisco, en la creación, que
es sombra y huella de la gloria de Dios, como enseña san Buenaventura.
Como se dice de san Francisco: «... en todo lo que es hermoso, veía al más
hermoso» (2 Cel 165), es decir, a Dios mismo, quien ha dejado en sus
obras algo visible y observable de sí mismo. El hombre creyente, redimido
y liberado de todo querer propio y de toda búsqueda de sí, ve nuevamente
a Dios en su prójimo, los hombres, imagen y semejanza de Dios.
Pensemos una vez más en nuestro seráfico Padre, que veía a Dios en todos
los hombres. El hombre creyente, redimido por Dios, contempla a Dios,
ante todo, en la cabeza y corona de la humanidad, Jesucristo, Dios y
hombre, que dijo de sí mismo: «El que me ve a mí, ve también al Padre»
(Jn 14,9).
El anhelo de Dios, el deseo de la visión de Dios empujaba cada vez
más a Francisco, hombre redimido, hacia la grandeza de la creación divina.
El anhelo de Dios lo empujaba hacia los hombres, y principalmente hacia
los más pobres de entre los pobres, hacia los leprosos, hacia los rechazados
por la sociedad humana. El anhelo de Dios y de la visión de Dios lo
empujaba también de nuevo y continuamente hacia el Evangelio.
Precisamente en el Evangelio quería él encontrar, en Jesucristo, al Padre.
Recordemos que ya en la primera de sus Admoniciones (Adm 1,5s),
Francisco empieza por el tema de que Dios habita en una luz inaccesible,
de que nadie ha visto jamás a Dios y de que, por tanto, Dios es para
nosotros el absolutamente «otro». Todos somos conscientes de la
dificultad y poquedad de nuestra vida de oración, y de que en cierto modo
oramos como en la obscuridad y frecuentemente no sabemos si en
definitiva nuestra palabra llega a su destino y es escuchada. En esta
situación Francisco nos recuerda las palabras de Cristo: «El que me ve a
mí, ve también al Padre» (Jn 14,9). En Cristo, podría casi decirse, el Padre
se nos ha hecho humanamente más próximo. El hombre creyente, redimido
y liberado de todo encarcelamiento en su propio yo, mira también a Dios
de manera misteriosa en su propia alma. Orando, experimenta la cercanía
de Dios. A esto lo llamamos «mística»; pero debemos precisar, con san
Buenaventura, que la «mística» no es, como a veces pensamos hoy, algo
reservado para almas santas y privilegiadas. San Buenaventura subraya
expresamente que la «mística», en cuanto acceso al misterio, al misterio de
Dios vivo, incumbe a todo hombre bautizado, por haber sido potenciado,
en el bautismo, con las virtudes divinas de la fe, la esperanza y la caridad.
Deberíamos creer más profundamente en esto y no infravalorar más o
menos inconscientemente estas realidades, diciendo con excesiva ligereza
y facilidad: «Esto es algo reservado tan sólo para almas privilegiadas,
contemplativas». También en nuestra vida debe realizarse este misterioso
abrirse a la realidad de Dios y de su Reino, que es un pregustar la felicidad
y la bienaventuranza eternas. No deberíamos imaginarnos cuanto se refiere
a la «mística» de manera tan pomposa, con éxtasis y arrobamientos o cosas
parecidas.
Quisiera aclarar cuanto vengo diciendo con un ejemplo sencillo. Yo
tenía un hermano en religión anciano, de más de ochenta años, que ya no
podía hacer nada. La mayor parte de la jornada solía pasarla en la iglesia.
Le pregunté una vez qué hacía concretamente allí todo el día. «¡Ah!, me
contestó, yo le digo siempre al buen Dios: Tú estás aquí y yo estoy aquí:
esto nos basta a los dos». Esta es propiamente la realidad.
Pensemos, finalmente, en nuestros métodos de meditación. Estamos
continuamente metidos en la acción: tenemos que representarnos las cosas,
luego despertar los afectos, que no llegan, y nos atormentamos por esto
que nos pasa. Además, estamos cansados, agotados, y no tenemos
verdaderamente ninguna gana de orar. Un amigo sacerdote me dijo en
cierta ocasión: «Si se ora de este modo, ¿cómo puede encontrar puertas
abiertas el Espíritu Santo?». Puede suceder también que cuando finalmente
llega la quietud, nos volvemos inquietos y comenzamos de nuevo a estar
de algún modo atareados. Deberíamos tener valentía contra estos
autotormentos y quedarnos de una vez quietos ante Dios: «Tú estás aquí y
yo estoy aquí: esto nos basta». Tal vez así, en fuerza de las virtudes
teologales, comencemos a ver claro en las cosas que hasta ahora no hemos
conocido o todavía no hemos experimentado.
En cualquier caso, antes y por encima de todas las formas de
encuentro con Dios, de visión de Dios en la fe, hay una condición previa
que Cristo proclama aquí: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios». El hombre creyente redimido precisa, para el encuentro con
Dios, para la visión de Dios, tener un corazón limpio, si quiere ver
colmado su anhelo de encuentro con Dios.
«Son verdaderamente de corazón limpio los que
desprecian lo terreno, buscan lo celestial...».
El seráfico padre san Francisco comenta ahora esta bienaventuranza:
son limpios de corazón quienes desprecian lo terreno y buscan lo celestial.
Un hombre puede ser creyente y también estar sacramentalmente
redimido y, sin embargo, permanecer en la vieja postura del amor propio y
del egoísmo. La redención no se nos da como un cambio radical y
completo del hombre, sino como una realidad, un nuevo ser, que es
depositado en nuestra alma como un germen. Este ser germinal debe
desarrollarse a lo largo de toda nuestra vida mediante nuestra positiva y
cotidiana colaboración. Igualmente, la gracia redentora no daña en modo
alguno la libertad del hombre. Incluso frente al hombre redimido, Dios
permanece en actitud de reverente libertad. Él sólo nos exhorta a que
entremos en el círculo de su acción, que inicialmente ha sido eficaz en
nosotros, y nos impulsa a colaborar libremente en nuestra salvación, en
nuestra perfección. Mientras el hombre no atienda a esta llamada de Dios,
la gracia de la redención dormita en él como una semilla que todavía no
puede germinar. Es cuestión también y decisivamente de nuestra
colaboración. Por ello, tenemos que vivir en conformidad con la gracia de
Dios que nos ha sido dada, para que crezca en nosotros el Reino de Dios
como una beatificante comunidad con Dios.
Pero, ¿cómo es esto posible? Francisco nos lo dice aquí de nuevo
con su estilo tan sencillo: «Es verdaderamente limpio de corazón el que
desprecia lo terreno...». Tal vez nos preguntemos en este momento qué
tiene que ver cuanto venimos diciendo con la «pureza». Hoy sabemos que
Francisco habla de un alma pura no en el sentido en que frecuentemente lo
entendemos: quien no peca contra el sexto mandamiento es para nosotros
un hombre «puro». También esto es verdad; pero ésta no es toda la pureza,
que no se agota ni se reduce a ello. Francisco comprendía, bajo este
concepto, mucho más: «Es puro o limpio de corazón el que desprecia lo
terreno...».
Digámoslo con una palabra más de nuestro tiempo: el hombre limpio
o puro ha de estar interiormente desalojado, libre de escombros. Por tanto,
en su interior no debe haber nada que no tenga que ver con Dios o que no
esté orientado hacia Dios. Quien quiera ser limpio de corazón ha de
vaciarse de todas las cosas: todo apego al propio yo, toda atadura a las
cosas, a los hombres y a sí mismo, toda dependencia de la valoración,
estima y parecer de los hombres. Aquí percibimos claramente cómo el
hombre ha de tener su interior libre y vacío de cuanto puede estar al
servicio del propio yo. Debe decir «no» sin pausa a sí mismo. Entonces
podremos entender la «limpieza» o «pureza», según el pensamiento de san
Francisco, como nitidez, claridad, o también como vacío y liberación de
todas las cosas terrenas, como una victoria completa sobre sí mismo, o
también -y forma parte de la temática sobre la obediencia (Adm 2 y 3)-
como libertad interior, en la que el hombre no está condicionado ni
impedido por nada, y en la que puede estar totalmente disponible para
Dios.
«Despreciar lo terreno» o «posponerlo» tal vez sería todavía algo
negativo. Decir lo que no se debe ser, no es decirlo todo. La pureza o
limpieza significa también -y con ello se completa lo que sí debe ser-
«buscar lo celestial». Esta es la pureza o limpieza vista desde su vertiente
positiva: buscar solamente lo que es de Dios, lo que lleva a Dios, lo que
sirve a la comunión con Dios; estar en todo al servicio de lo que es de
Dios. En este sentido podemos entender la «limpieza» o «pureza» según
san Francisco tal vez como disposición de acogida y de concepción. Esto
es importante cuando intentamos comprender a fondo la vida en
virginidad. Aquí se percibe ya la estructura fundamental de una vida en
virginidad auténtica. Limpieza o pureza no significa sólo renunciar,
rechazar, negarse, vencerse. Tal vez en el pasado se haya acentuado esto
en demasía. De ahí que muchas personas no hayan llegado a ser felices en
la vida religiosa de la pureza, porque en ella veían siempre y solamente la
renuncia, siempre y solamente el sacrificio. Creían que de alguna manera
quedaban disminuidas, amputadas, privadas. Por esto debemos, al igual
que Francisco, poner de relieve juntamente la parte positiva. «Ser limpio»
significa también búsqueda, esfuerzo, aspiración, orientación hacia Dios,
el deseo de unirse con Dios. Así es como nos volvemos limpios, nítidos,
claros, puros de corazón y de alma. Así nos convertimos en hombres del
Reino de Dios.
«... y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios
vivo y verdadero con corazón y espíritu limpios».
Francisco se vuelve aquí fundamentalmente práctico: el hombre de
corazón limpio debe ser un hombre de oración y de adoración. Pero la
adoración no significa postrarse y decir: «Te adoramos», y después vivir
como si nada hubiera pasado. La adoración significa someterse siempre.
Conocemos bien la antigua forma de adoración en la que el hombre,
tendido, permanece rostro a tierra. Es la antiquísima forma de homenaje
real en la que el rey -según conocemos por las imágenes antiguas- ponía
el pie sobre las espaldas del adorante como diciendo: tú me perteneces a
mí y tu vida pende de mi voluntad. Sabemos que esta es también la forma
de adoración que nos enseña la revelación. Pero esta se dirige sola y
exclusivamente a Dios. Ahora comprendemos también por qué la
adoración no puede tributarse jamás a los santos, sino únicamente al Dios
vivo y verdadero.
Este es precisamente el vértice a que quiere llevarnos la limpieza o
pureza: la adoración. En esta adoración debemos ser real y auténticamente
de Dios. Dios sólo se revelará al hombre orante, que se entrega y ofrece
totalmente a Dios. Esto es un milagro que únicamente puede ser iniciativa
de Dios. Sólo el hombre orante, el que se pone continuamente en la luz de
Dios, descubrirá cuánto se busca a sí mismo y dónde permanece apegado a
las cosas terrenas que precisa todavía eliminar y alejar, arrancar y apartar
de sí. Sólo el orante tiene de veras la mirada puesta en Dios. Cuando así
ocurre, el amor de Dios no puede negarse y se entrega al hombre en
misterioso encuentro.
Dichosos aquellos que tienen un corazón limpio y purificado, porque
verán a Dios. Esta es ciertamente una de las convicciones fundamentales,
una de las experiencias religiosas más profundas e importantes de san
Francisco, que él supo escrutar tanto en la Sagrada Escritura como en su
propia vida: cuando el hombre entra en la acción de Dios, cuando se abre
libre y conscientemente a la acción de la gracia redentora de Dios,
entonces el amor de Dios se desborda, entonces se realiza la comunidad de
vida con Dios, entonces Dios, que es el amor, se convierte en el único
amor de su vida, entonces el hombre es dichoso, porque ve a Dios.
CONSECUENCIAS Y APLICACIONES PRÁCTICAS
Hemos intentado, a partir de la Sagrada Escritura y de la vida y
enseñanza de nuestro seráfico Padre, esclarecer esta Admonición 16 en su
contenido profundo. Ahora vamos a intentar, igualmente, formular algunas
preguntas referentes a nuestra vida personal y a procurar responderlas,
para llegar a una meditación más auténtica.
1. ¿Está vivo en nosotros el anhelo de Dios? Una pregunta que tal
vez es más importante para los religiosos maduros y ancianos que para los
jóvenes: ¿sigue tan vivo y fresco en nosotros el anhelo de Dios como el
primer día, cuando nos decidimos a buscar a Dios, a contemplar a Dios en
la vida religiosa, o, por el contrario, ha quedado cubierto por el polvo del
egoísmo, acallado por el rumor del cada día? ¿La búsqueda de Dios es tal
vez aún vencida por la búsqueda de nosotros mismos? ¿Seguimos
buscándonos a nosotros mismos más que a Dios, incluso después de
habernos decidido a seguir a Dios y profesar que buscamos a Él sólo? Este
es tal vez el peligro más grave en la vida religiosa y quizá también el
obstáculo mayor para la verdadera contemplación y visión de Dios. Con
frecuencia decimos «Dios», pero pensamos todavía de una u otra manera
en nosotros mismos. Con demasiada frecuencia, tal vez, nos cambiamos a
nosotros por Dios. No en vano dice Francisco: «... nunca dejan de adorar y
contemplar al Señor Dios vivo y verdadero...».
2. ¿Cómo va en realidad el vencimiento de nosotros mismos?
¿Vivimos auténticamente como hombres redimidos por el sacrificio de
Cristo? Sobre todo, ¿aún tiene valor en nuestra vida la norma fundamental
de la vida cristiana: «No yo, sino Dios»? Conviene recordar el
pensamiento de san Agustín de que el cristianismo es la religión del «No
Yo». No puede expresarse con mayor precisión: el sentido de toda ascética
no es el de ofrecer grandes prestaciones con mucho sacrificio, que luego
registramos con más o menos soberbia como ganancias, sino el de
esforzarnos por ser puros y limpios.
El sentido de toda ascesis, de toda victoria sobre nosotros mismos,
de toda mortificación sólo puede ser el de hacernos limpios de corazón, el
de hacernos libres y el de barrer los obstáculos que se interponen en el
camino de la búsqueda de Dios en nuestra alma: «... desprecian lo terreno
y buscan lo celestial...». De esto es de lo que únicamente se trata aquí. Por
eso, toda ascesis, como aclara Francisco aquí con tanta nitidez, desemboca
necesariamente en la adoración y contemplación, y en nada más.
Debemos, por tanto, empeñarnos más y más en recorrer
constantemente este camino hacia Dios con la fuerza del sacrificio de
Cristo, sacrificándonos a nosotros mismos en la vida de cada día. No es
necesario que esto se concrete en cosas tan extraordinarias como las que
leemos en las vidas de los santos, más dignas de admiración que de
imitación. Esta dinámica de sacrificio se ha de aplicar más bien a las cosas
pequeñas de la vida cotidiana. Uno de nuestros maestros acertó al afirmar:
«Ser siempre cortés y cordial con todos y cada uno de los hombres: esta es
la ascética más dura». Certero y exacto. Si se comienza a vivir así, se
experimenta que esto constituye una verdadera ascesis, que lleva al
hombre a ser limpio de corazón como ninguna otra cosa. Si vivimos así,
nadie encontrará en ello nada de particular relieve. Todos lo considerarán
como algo absolutamente normal. Si ayunásemos cuarenta días, toda la
comunidad lo notaría; y nos complacería que lo notase. Pero la simple
cortesía y la normal cordialidad nadie las estima como algo extraordinario.
Y así la pureza o limpieza de corazón queda salvaguardada del mejor
modo.
Se trata principalmente de una ascesis que proyecte la alegría y sus
irradiaciones en toda la vida de la fraternidad. En las pequeñas cosas de
cada día, en los sacrificios que conlleva la vida comunitaria, en el respeto
al reglamento interno de la casa, en la estima y reverencia de los unos
hacia los otros, en la fidelidad en el trabajo..., se trata del «No Yo». En
todas estas cosas tan normales se trata de lo primero que Francisco exige
aquí: «despreciar lo terreno», la búsqueda de sí mismo, la propia voluntad,
a fin de ser libres para Dios: «buscar lo celestial...». En todo esto vivimos
el sacrificio de Cristo como nuestro sacrificio.
3. ¿Amamos la oración? ¿La oración como un tener la mirada puesta
en Dios? Tal vez hayan advertido por qué lo he formulado así: oración
como un tener la mirada puesta en Dios, como un esperar a Dios, como un
buscar a Dios, mientras lo aguardamos en quietud y paciencia; oración
como expresión de fe, esperanza y caridad. No una oración en la que busco
mi propia satisfacción, y en la que me engaño a mí mismo.
Cuando a veces he preguntado a religiosas, que creían no poder
meditar o haber meditado mal: «Según vosotras, ¿cuándo habéis hecho una
buena meditación?», la respuesta ha denunciado con frecuencia que ellas
consideraban buena la meditación si salían del coro e iban al refectorio en
plenitud sentimental de su disposición religiosa y casi ni pisaban el suelo.
En tal caso únicamente cabe decir que esto es un engaño, porque esas
personas han quedado satisfechas ellas, satisfechas incluso en la piedad.
Por el contrario, cuando hemos perseverado en la meditación media hora,
y hemos esperado de veras sólo a Dios, sin perder la paciencia si Él «no
viene», y no hemos intentado forzarlo, porque lo aguardábamos con
reverencia, entonces tal vez hayamos hecho una buena meditación.
No hemos de orar para nuestra propia satisfacción, ni para conseguir
algo en provecho de nosotros mismos; esto es, una vez más, impureza de
corazón. Oramos pura y simplemente para permanecer ante Dios. Oramos
en la fe en la palabra del Señor: «Quien busca, encuentra» (Mt 7,8). Quien
busca a Dios, con un corazón así de limpio, lo encuentra. Cómo vaya a
realizarse esto, es asunto de Dios. El actúa en cada uno de nosotros de
manera diversa. A nosotros tan sólo nos corresponde preocuparnos de
tener un corazón puro y limpio.
Aquí percibimos en Francisco, una vez más, al experimentado
conocedor de las almas y al maestro de la vida espiritual, que nos indica
clara, exacta y sencillamente las dos direcciones inseparables de la vida
espiritual: la de vaciar y desalojar y la de abrirse y acoger, que no deben
proceder por separado sino contemporáneamente. Francisco sabe que a
cada uno de nosotros nos corresponde una tarea decisiva en la vida
espiritual. Pero sabe también que el cumplimiento y perfección no se
alcanzan con ningún género de prácticas. Con ningún método ni con
ninguna ascética podemos forzar a Dios a que se nos revele.
El cumplimiento y la perfección vienen de Dios, cuando y como Él
quiere y a quien Él quiere. Nosotros sólo debemos comprometernos, sin
reservas, a barrer todo obstáculo que se oponga a la acción de Dios.
Hemos de empeñarnos igualmente en tender con anhelo a la venida de
Dios y en esperar su amor desbordante, pues Él se nos da en posesión
dichosa a su tiempo, cuando a Él le place. Ambas cosas se realizan en la
oración y, sobre todo, en la adoración, en la que renunciamos a nosotros
mismos y reconocemos a Dios como el Dios vivo y verdadero, como el
dueño y señor de nuestra vida. Esta adoración incesante es el camino por
el que el hombre llega al abandono y olvido de sí mismo; pero es, a la vez,
el camino que lleva a todos a la visión, a la posesión y a la comunión con
Dios.
Quizás aquí se nos aclare el último punto: los hombres que adoran a
Dios con corazón limpio son aquellos en quienes el Reino de Dios se ha
hecho realidad ya ahora, en este mundo.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 29 (1981) 285-292]
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