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DÍA 31 DE DICIEMBRE
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* * * San Barbaciano. Fue un sacerdote de Antioquía que se trasladó a Roma, donde llevó una vida tan ejemplar, que atrajo la atención de Gala Placidia, la cual construyó para él el monasterio de San Juan Evangelista en Ravena, en el que murió. Su vida transcurrió en el siglo V. Santa Columba. Virgen que murió mártir en Sens (Borgoña, Francia) en el siglo IV. Santas Donata, Paulina, Rogata, Dominanda, Serótina, Saturnina e Hilaria. Sufrieron el martirio en Roma en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana, y fueron enterradas en el cementerio de los Jordanos, en la Vía Salaria Nueva. San Juan Francisco Regis. Nació en Fontcouverte (Languedoc-Rosellón, Francia) el año 1597. Se educó con los jesuitas y en 1616 ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Toulouse. Se dedicó a la enseñanza en sus colegios y se ordenó de sacerdote en 1630. Comenzó su ministerio sagrado en Montpellier y su región, dedicado especialmente a las misiones rurales por montes y aldeas y al confesonario. Prosiguió su tarea evangelizadora en la diócesis de Viviers, y luego en la de Puy. Tuvo mucho éxito en su apostolado, ejercido siempre con incansable entrega y acompañado de la santidad de vida. Murió en La Louvesc, cerca de Puy-en-Valais, donde había ido a predicar, el año 1640. San Mario de Lausanne. Nació el año 530 y fue elegido obispo de Avanches. El año 590, por motivos de eficacia y de seguridad, trasladó la sede episcopal a Lausana (Suiza), donde murió el año 594. Santa Melania la Joven. Nació en Roma el año 383 en el seno de una familia ilustre; era nieta de santa Melania la Mayor. Contrajo matrimonio con Piniano, de la gens Valeria y tuvieron dos hijos que murieron pronto. Acordó con su marido llevar vida continente y ascética. Fundó en una villa suya de los alrededores de Roma una casa de retiro para vivir ella y su parentela al modo de una comunidad monástica. Luego estuvo peregrinando y se encontró con san Paulino de Nola y san Agustín. Finalmente llegó a Jerusalén, donde vivió como ermitaña en el Monte de los Olivos, y luego fundó dos monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. Gastó su gran fortuna en obras de misericordia y de piedad. Murió el año 440. San Zótico. Según la tradición era un sacerdote de Roma que el emperador Constantino llevó consigo a Constantinopla. Allí se dedicó a recoger y atender a los niños huérfanos, para los que levantó un orfanato, y allí murió hacia el año 350. Beato Alano de Solminihac. Nació el año 1593 en el castillo de Belet, cerca de Périgueaux (Francia), hijo de los señores del lugar. Elegido abad del monasterio de Chancelade, de Canónigos Regulares de San Agustín, cursó estudios en Cahors y se ordenó de sacerdote en 1618. Amplió estudios en París. Promulgó para su monasterio unos nuevos estatutos de carácter reformista, instaurando una perfecta vida común, la solemnidad del culto y un intenso apostolado. En 1636 fue nombrado obispo de Cahors. Trató de seguir la línea marcada por el Concilio de Trento y por el ejemplo de san Carlos Borromeo. Para renovar las costumbres, practicó las visitas pastorales frecuentes. Murió en el castillo de Mercués, residencia de los obispos de Cahors, el año 1659. Beato Leandro Gómez Gil. Nació en Hontoria (Burgos) en 1915. De niño ingresó en el monasterio trapense de Viaceli (Cóbreces, Cantabria) en calidad de oblato. Profesó el 22-IV-1935 y el 8-IX-1936 fue detenido y llevado a Santander con la mayoría de la comunidad. Logró la libertad y fue a unirse al grupo de estudiantes y conversos, que se disolvió al enterarse de la desaparición del P. Pío Heredia y compañeros. Todos marcharon a Bilbao, pero él, por estar movilizado para la guerra, no se atrevió. Se refugió en una casa particular. Pronto lo detuvieron. Él confesó que era religioso. Lo maltrataron y golpearon salvajemente hasta quedar exánime, y luego lo asesinaron el 31 de diciembre de 1936. Beatificado el 3-X-2015. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: En la Anunciación dijo el ángel a la Virgen: -No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin (Lc 1,30-33). Pensamiento franciscano: Antífona que reiteraba san Francisco: -Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros con san Miguel arcángel y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro (OfP Ant). Orar con la Iglesia: Invoquemos a Cristo, cuya gracia ha aparecido a todos los hombres, y presentémosle con humildad y confianza nuestras peticiones. -Cristo, nacido del Padre antes de todos los siglos, que has acampado entre nosotros, llena nuestras vidas con tu Evangelio. -Cristo, Hijo eterno de Dios Padre, que naciste de María Virgen en Belén, haz que la Iglesia realice los planes de tu Padre viviendo en pobreza. -Cristo, hijo de David, nacido del pueblo judío y enviado a todas las gentes, haz que te reconozcan todos los pueblos y vean en ti la salvación. -Cristo, que asumiste nuestra naturaleza humana en el seno de tu madre María, ayúdanos en nuestra fragilidad y debilidad. Oración: Atiende benigno, Señor Jesús, las súplicas que te dirigimos confiando en la intercesión de María, madre tuya y nuestra. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. * * * MARÍA, MADRE DE
DIOS 1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Éfeso. En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la «Madre de Jesús» y se afirma que él es Dios. Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros. Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita». En este antiguo testimonio aparece por primera vez de forma explícita la expresión Theotokos, «Madre de Dios». En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, «Madre de Dios», para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios. 2. En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia. Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título «Madre de Dios». En efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión «Madre de Cristo». Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas -divina y humana- presentes en él. El concilio de Efeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios. 3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese título. La expresión Theotokos, que literalmente significa «la que ha engendrado a Dios», a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz. Así pues, al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana. La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios. 4. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la Virgen. En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma san Agustín, «si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección». Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento. Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación eterna. * * * EL NACIMIENTO DEL
SEÑOR Aunque aquella infancia, que la majestad del Hijo de Dios se dignó hacer suya, tuvo como continuación la plenitud de una edad adulta, y, después del triunfo de su pasión y resurrección, todas las acciones de su estado de humildad, que el Señor asumió por nosotros, pertenecen ya al pasado, la festividad de hoy renueva ante nosotros los sagrados comienzos de Jesús, nacido de la Virgen María; de modo que, mientras adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, resulta que estamos celebrando nuestro propio comienzo. Efectivamente, la generación de Cristo es el comienzo del pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza lo es al mismo tiempo del cuerpo, Aunque cada uno de los que llama el Señor a formar parte de su pueblo sea llamado en un tiempo determinado y aunque todos los hijos de la Iglesia hayan sido llamados cada uno en días distintos, con todo, la totalidad de los fieles, nacida en la fuente bautismal, ha nacido con Cristo en su nacimiento, del mismo modo que ha sido crucificada con Cristo en su pasión, ha sido resucitada en su resurrección y ha sido colocada a la derecha del Padre en su ascensión. Cualquier hombre que cree -en cualquier parte del mundo-, y se regenera en Cristo, una vez interrumpido el camino de su vieja condición original, pasa a ser un nuevo hombre al renacer; y ya no pertenece a la ascendencia de su padre carnal, sino a la simiente del Salvador, que se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios. Pues si él no hubiera descendido hasta nosotros revestido de esta humilde condición, nadie hubiera logrado llegar hasta él por sus propios méritos. Por eso, la misma magnitud del beneficio otorgado exige de nosotros una veneración proporcionada a la excelsitud de esta dádiva. Y, como el bienaventurado Apóstol nos enseña, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, a fin de que conozcamos lo que Dios nos ha otorgado; y el mismo Dios sólo acepta como culto piadoso el ofrecimiento de lo que él nos ha concedido. ¿Y qué podremos encontrar en el tesoro de la divina largueza tan adecuado al honor de la presente festividad como la paz, lo primero que los ángeles pregonaron en el nacimiento del Señor? La paz es la que engendra los hijos de Dios, alimenta el amor y origina la unidad, es el descanso de los bienaventurados y la mansión de la eternidad. El fin propio de la paz y su fruto específico consiste en que se unan a Dios los que el mismo Señor separa del mundo. Que los que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios, ofrezcan, por tanto, al Padre la concordia que es propia de hijos pacíficos, y que todos los miembros de la adopción converjan hacia el Primogénito de la nueva creación, que vino a cumplir la voluntad del que le enviaba y no la suya: puesto que la gracia del Padre no adoptó como herederos a quienes se hallaban en discordia e incompatibilidad, sino a quienes amaban y sentían lo mismo. Los que han sido reformados de acuerdo con una sola imagen deben ser concordes en el espíritu. El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz: y así dice el Apóstol: Él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, ya que, tanto los judíos como los gentiles, por su medio podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu. * * * MARÍA, ASOCIADA AL
MISTERIO Son muy numerosos los textos en que presenta Francisco a la Virgen pobrecita compartiendo con Jesús la condición de los pobres, en conformidad con la opción hecha por el Hijo de Dios desde la Encarnación: «Siendo rico, quiso él por encima de todo elegir la pobreza en este mundo, juntamente con la beatísima Virgen María, su Madre» (2CtaF 5). Y también: «Recuerden los hermanos que nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios vivo y omnipotente..., fue pobre y huésped, y vivió de limosna, tanto él como la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,4-5). Esta motivación la repetía para animar a los hermanos que se avergonzaban de ir pidiendo limosna: «Carísimos hermanos, no os avergoncéis de salir por la limosna, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo. A ejemplo suyo y de su Madre santísima hemos escogido el camino de una pobreza verdadera» (LP 51). Como hemos visto, era sobre todo el misterio del Nacimiento el que más le hablaba de la situación en que se halló la Virgen por falta de lo necesario: «No recordaba sin lágrimas la penuria en que se vio aquel día [el de Natividad] la Virgen pobrecita. Sucedió que una vez, al sentarse para comer, un hermano hizo mención de la pobreza de la bienaventurada Virgen y de Cristo su hijo. Se levantó al momento de la mesa, estalló en sollozos y, bañado en lágrimas, terminó de comer el pan sobre la desnuda tierra. De ahí que llamase a la pobreza virtud regia, porque brilló con tanto esplendor en el Rey y en la Reina» (2 Cel 200). Enseñaba a saber descubrir en cada necesitado, no sólo al Cristo pobre, sino también a su Madre pobre: «En cada pobre reconocía al Hijo de la Señora pobre y llevaba desnudo en el corazón a aquel que ella había llevado desnudo en sus brazos». «Hermano, cuando ves a un pobre -decía-, se te pone delante el espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 83 y 85). De modo especial menciona la pobreza de María al proponer el compromiso de la pobreza evangélica a Clara y las hermanas. «Yo, el hermano Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre», escribe en el testamento dictado para ellas (UltVol 1-2). Por su parte, santa Clara se identificó de lleno con esa manera de ver la pobreza evangélica, como aparece en su Regla y en su Testamento. El cardenal protector, Rinaldo, escribió en la aprobación de la Regla: «Siguiendo las huellas de Cristo y de su santísima Madre, habéis elegido vivir... en pobreza suma». En el texto de la Regla se hace mención expresa cuatro veces de la pobreza de Cristo y de su santísima Madre, aun en aquellos lugares en que san Francisco, en su Regla, habla sólo de la de Cristo. En su Testamento, santa Clara indica como compromiso fundamental «la pobreza y la humildad de Cristo y de la gloriosa Virgen María su Madre» (TestCl 46-47). Y también ella, en su primera carta a santa Inés de Praga, contempla la misión maternal de María marcada con la pobreza en el punto mismo de la Encarnación: «Si, pues, tal y tan gran señor, descendiendo al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo hecho despreciable, indigente y pobre, a fin de que los hombres... llegaran a ser ricos..., regocijaos y alegraos grandemente... una vez que habéis preferido el desprecio del mundo a los honores, la pobreza a las riquezas..., y os habéis hecho merecedora de ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Padre altísimo y de la gloriosa Virgen» (1CtaCl 19-24). Así escribe en la primera carta a Inés de Praga; y en la tercera, siempre en el contexto del anonadamiento de la Encarnación, le dice: «Llégate a esta dulcísima Madre, que engendró un Hijo que los cielos no podían contener, pero ella lo acogió en el estrecho claustro de su vientre sagrado y lo llevó en su seno virginal» (3CtaCl 18-19). El biógrafo de la Santa recuerda las fervorosas exhortaciones que hacía ella a las hermanas, presentando como ejemplo Belén: «Anímalas a conformarse, en el pequeño nido de la pobreza, con Cristo pobre, a quien su pobrecilla Madre acostó niño en un mísero pesebre» (LCl 14). [L. Iriarte, Vocación Franciscana, Valencia 1989, pp. 110-112]. |
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