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DÍA 6 DE NOVIEMBRE
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* * * Santos Calínico y compañeros mártires. Calínico, Himerio, Teodoro, Esteban, Pedro, Pablo, otro Teodoro, Juan, otro Juan y otro cristiano cuyo nombre desconocemos, eran soldados en Gaza. Fueron hechos prisioneros cuando los sarracenos asaltaron la ciudad, y los amenazaron con matarlos si no se convertían al Islam. San Sofronio, obispo de Jerusalén, los visitó de noche y los animó a perseverar firmes en la fe. Los diez profesaron hasta el final su fe en Cristo y fueron decapitados en Jerusalén el año 638, delante de otros prisioneros cristianos que fueron martirizados con posterioridad. San Esteban. Obispo de Apt en Provenza (Francia) que se distinguió por su mansedumbre. Peregrinó dos vece a Jerusalén y restauró la iglesia catedral de su diócesis. Murió el año 1046. San Félix. Sufrió el martirio en Toniza de Numidia (Túnez), en alguna de las persecuciones del siglo III. De él dice san Agustín que «fue verdaderamente feliz por el nombre y por la corona que llevó: en efecto, profesó la fe en Cristo y fue destinado a la tortura, pero al día siguiente fue hallado muerto en la cárcel». San Iltuto. Abad del monasterio de Llanilltud Fawr (Gales), que él mismo había fundado. Su fama de santidad y su eximia doctrina le atrajeron un gran número de discípulos. Murió el año 511. San Leonardo de Noblac. Llevó vida eremítica en un lugar al que dio el nombre de Noblac, cerca de Limoges (Francia). Allí construyó una ermita en la que vivió santamente hasta su muerte acaecida a mediados del siglo VI. Posteriormente la ermita se convirtió en el monasterio llamado Saint-Leonard-de-Noblac. San Melanio. Obispo de Rennes en Bretaña (Francia). Pasó al encuentro del Señor en el lugar llamado Plaz, a la vera del río Vilaine, donde él mismo, con sus propias manos, había construido una iglesia y congregado a monjes para el servicio de Dios. Murió en torno al año 530. San Pablo de Constantinopla. Nació en Tesalónica hacia el año 300 y en el 335 fue elegido patriarca de Constantinopla. Por mantener la fe proclamada en el Concilio de Nicea, y por influencia de los arrianos, fue expulsado varias veces, y otras tantas pudo volver a su sede hasta que, el año 350, el emperador Constancio lo desterró a Göksun, pequeño pueblo de Capadocia (Turquía), donde fue cruelmente estrangulado, según la tradición, en una emboscada que le tendieron los mismos arrianos. Era el año 351. San Protasio. Es venerado como obispo de Lausana (Suiza). Murió a finales del siglo VII. San Severo de Barcelona. Tenemos muy pocos datos seguros sobre su vida y actividad. Debió de ser obispo de Barcelona en torno al año 300 y, según la tradición, fue martirizado poco después. San Teobaldo. Nació en Chaix, cerca de Limoges (Francia), y, después de cursar estudios en Périgueux, volvió a su tierra e ingresó en el monasterio de Canónigos Regulares de San Agustín, de Dorat. Por su virtud y formación, su comunidad quiso que se ordenara de sacerdote. Le confiaron el cargo de custodio y sacristán de la iglesia, de la que no salía sino para asistir a los enfermos y socorrerlos. Murió el año 1070. San Winoco. Era bretón o británico y abrazó la vida monástica en el monasterio de Sithieu (St. Omer, Francia), del que era abad san Bertino. Éste lo envió con otros monjes al nuevo monasterio de Wormhoudt (Austrasia), del que luego fue abad. Murió el año 716. Beata Cristina de Stommeln. Nació en Stommeln, cerca de Colonia (Alemania), en 1242. Llevada del deseo de consagrarse a Dios, entró a los doce años en una casa de beguinas, pero su falta de salud no le permitía seguir la vida de comunidad y tuvo que dejarla. En el mundo llevó vida austera, piadosa y contemplativa, y el Señor le concedió carismas extraordinarios. El año 1269 recibió la gracia de la estigmatización en las manos y los pies. En las terribles tentaciones que sufrió, vivió en comunión con la pasión de Cristo y la confortó su director espiritual el dominico Pedro de Dacia. Murió en su ciudad natal el año 1312. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: San Pablo a los Corintios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Cor 1,3-5). Pensamiento franciscano: Oración de san Francisco: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52). Orar con la Iglesia: Celebremos a nuestro Salvador, el testigo fiel, y, al recordar hoy a los santos Mártires de España del siglo XX, que murieron a causa de la palabra de Dios, aclamémoslo, diciendo: Nos has comprado, Señor, con tu sangre. -Por la intercesión de los santos mártires, que entregaron libremente su vida como testimonio de la fe: concédenos, Señor, la verdadera libertad de espíritu. -Por la intercesión de los santos mártires, que proclamaron la fe hasta derramar su sangre: concédenos, Señor, la integridad y la constancia de la fe. -Por la intercesión de los santos mártires, que, soportando la cruz, siguieron tus pasos: concédenos, Señor, soportar con generosidad las contrariedades de la vida. -Por la intercesión de los santos mártires, que lavaron su manto en la sangre del Cordero: concédenos, Señor, vencer las obras del mundo y de la carne. Oración: Dios todopoderoso y eterno, que concediste a los Mártires de España del siglo XX la gracia de morir por Cristo, ayúdanos en nuestra debilidad para que, así como ellos no dudaron en morir por ti, así también nosotros nos mantengamos firmes en la confesión de tu nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * OCTAVARIO DE LOS
DIFUNTOS Queridos hermanos y hermanas: Esta mañana, aquí, en la plaza de San Pedro, han sido proclamados beatos 498 mártires asesinados en España en la década de 1930 del siglo pasado. La inscripción simultánea en el catálogo de los beatos de un número tan grande de mártires demuestra que el testimonio supremo de la sangre no es una excepción reservada solamente a algunas personas, sino una posibilidad real para todo el pueblo cristiano. En efecto, se trata de hombres y mujeres diversos por edad, vocación y condición social, que pagaron con la vida su fidelidad a Cristo y a su Iglesia. A ellos se aplican bien las palabras de san Pablo que resuenan en la liturgia de este domingo: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Tim 4,6-7). San Pablo, detenido en Roma, ve aproximarse su muerte y hace un balance lleno de agradecimiento y de esperanza. Está en paz con Dios y consigo mismo, y afronta serenamente la muerte, con la certeza de haber gastado toda su vida, sin escatimar nada, al servicio del Evangelio. Desde luego, no todos están llamados al martirio cruento. Pero hay un «martirio» incruento, que no es menos significativo, como el de Celina Chludzinska Borzecka, esposa, madre de familia, viuda y religiosa, beatificada ayer en Roma: es el testimonio silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio sin componendas, cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de los pobres. Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio muy importante en las sociedades secularizadas de nuestro tiempo. Es la batalla pacífica del amor que todo cristiano, como san Pablo, debe librar incansablemente; la carrera para difundir el Evangelio que nos compromete hasta la muerte. Que en nuestro testimonio diario nos ayude y nos proteja la Virgen María, Reina de los mártires y Estrella de la evangelización. [Después del Ángelus] Saludo con afecto a los fieles de lengua española... Damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a él y a su Iglesia. Con su testimonio iluminan nuestro camino espiritual hacia la santidad, y nos alientan a entregar nuestras vidas como ofrenda de amor a Dios y a los hermanos. Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica. Os invito de corazón a fortalecer cada día más la comunión eclesial, a ser testigos fieles del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha de ser miembros vivos de la Iglesia, verdadera esposa de Cristo. Pidamos a los nuevos beatos, por medio de la Virgen María, Reina de los mártires, que intercedan por la Iglesia en España y en el mundo; que la fecundidad de su martirio produzca abundantes frutos de vida cristiana en los fieles y en las familias; que su sangre derramada sea semilla de santas y numerosas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras. * * * BEATIFICACIÓN DE 498
MÁRTIRES 1. Por encargo y delegación del Papa Benedicto XVI, he tenido la dicha de hacer público el documento mediante el cual el Santo Padre proclama beatos a 498 mártires que derramaron su sangre por la fe durante la persecución religiosa en España, en los años 1934, 1936 y 1937. Entre ellos hay obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y hombres; tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho. Este grupo tan numeroso de beatos manifestó hasta el martirio su amor a Jesucristo, su fidelidad a la Iglesia católica y su intercesión ante Dios por todo el mundo. Antes de morir perdonaron a quienes los perseguían, es más, rezaron por ellos. 3. «He combatido bien mi batalla, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Tim 4,7). Así escribe san Pablo, ya al final de su vida. Con su muerte, estos mártires hicieron realidad las mismas convicciones de san Pablo. Los mártires no consiguieron la gloria sólo para sí mismos. Su sangre, que empapó la tierra, fue riego que produjo fecundidad y abundancia de frutos. Así lo expresaba, invitándonos a conservar la memoria de los mártires, el Santo Padre Juan Pablo II en uno de sus discursos: «Si se perdiera la memoria de los cristianos que han entregado su vida por confesar la fe, el tiempo presente, con sus proyectos y sus ideales, perdería una de sus características más valiosas, ya que los grandes valores humanos y religiosos dejarían de estar corroborados por un testimonio concreto inscrito en la historia» (Discurso, 3-XI-2003). No podemos contentarnos con celebrar la memoria de los mártires, admirar su ejemplo y seguir adelante en nuestra vida con paso cansino. ¿Qué mensaje transmiten los mártires a cada uno de nosotros aquí presentes? Vivimos en una época en la cual la verdadera identidad de los cristianos está constantemente amenazada y esto significa que ellos o son mártires, es decir, se adhieren a su fe bautismal de modo coherente, o tienen que adaptarse. Ya que la vida cristiana es una confesión personal cotidiana de la fe en el Hijo de Dios hecho hombre, esta coherencia puede llegar en algunos casos hasta el derramamiento de la sangre. Pero como la vida de un solo cristiano donada en defensa de la fe tiene el efecto de fortalecer la de toda la Iglesia, el hecho de proponer el ejemplo de los mártires significa recordar que la santidad no consiste solamente en la reafirmación de valores comunes para todos, sino en la adhesión personal a Cristo Salvador del cosmos y de la historia. El martirio es un paradigma de esta verdad desde el acontecimiento de Pentecostés. La confesión personal de la fe nos lleva a descubrir el fuerte vínculo entre la conciencia y el martirio. 4. Estos mártires se comportaron como buenos cristianos y, llegado el momento, no dudaron en ofrendar su vida de una vez con el grito «¡Viva Cristo Rey!» en los labios. A los hombres y a las mujeres de hoy nos dicen en voz muy alta que todos estamos llamados a la santidad; todos, sin excepción, como ha declarado solemnemente el concilio Vaticano II al dedicar un capítulo de su documento más importante a la «llamada universal a la santidad» (Lumen gentium, cap. V). Dios nos ha creado y redimido para que seamos santos. No podemos contentarnos con un cristianismo vivido tibiamente. La vida cristiana no se reduce a unos actos de piedad individuales y aislados, sino que ha de abarcar cada instante de nuestros días sobre la tierra. Jesucristo ha de estar presente en el cumplimiento fiel de los deberes de nuestra vida ordinaria, entretejida de detalles aparentemente pequeños y sin importancia, pero que adquieren relieve y grandeza sobrenatural cuando están realizados con amor a Dios. Los mártires alcanzaron la cima de su heroísmo en la batalla en la que dieron su vida por Jesucristo. El heroísmo al que Dios nos llama se esconde en las mil escaramuzas de nuestra vida de cada día. Hemos de estar persuadidos de que nuestra santidad -esa santidad, no lo dudemos, a la que Dios nos llama- consiste en alcanzar lo que Juan Pablo II ha llamado el «alto grado de la vida cristiana ordinaria». El mensaje de los mártires es un mensaje de fe y de amor. Debemos examinarnos con valentía, y hacer propósitos concretos, para descubrir si esa fe y ese amor se manifiestan heroicamente en nuestra vida. Heroísmo también de la fe y del amor en nuestra actuación como personas insertas en la historia, como levadura que provoca el fermento justo. La fe, nos dice Benedicto XVI, contribuye a purificar la razón, para que llegue a percibir la verdad. Por eso, ser cristianos coherentes nos impone no inhibirnos ante el deber de contribuir al bien común y moldear la sociedad siempre según justicia, defendiendo -en un diálogo informado por la caridad- nuestras convicciones sobre la dignidad de la persona, sobre la vida desde la concepción hasta la muerte natural, sobre la familia fundada en la unión matrimonial una e indisoluble entre un hombre y una mujer, sobre el derecho y deber primario de los padres en lo que se refiere a la educación de los hijos y sobre tantas otras cuestiones que surgen en la experiencia diaria de la sociedad en que vivimos. * * * LA MEJOR
PROPEDÉUTICA DE LA ORACIÓN San Francisco no echó mano de metodología alguna para introducir a sus hermanos en el secreto del trato con Dios. Tuvo, sí, su pedagogía, fruto de su propia experiencia, y consistió en enseñarles a madurar la propia conversión mediante la renuncia total exterior y el vacío interior de sí mismos, para así «dejar espacio a Dios», como decía fray Gil. Esa pedagogía la hallamos expuesta en el capítulo 22 de la Regla no bulada donde, sirviéndose de la parábola evangélica del sembrador, explica el arte de tener la mente y el corazón «dirigidos hacia Dios». Hay que estar alerta para que la simiente de la palabra de Dios y de sus dones no caiga entre las piedras o las zarzas de nuestros afanes, preocupaciones, proyectos, intereses..., ocupando el espacio del espíritu. Lo que importa es presentar a Dios un corazón limpio y una mente pura: «Hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,25-27). En la Regla definitiva el fundador vuelve a insistir en esa misma línea: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan» (2 R 10,8,10). La fe en la presencia del Espíritu y en su acción silenciosa en lo íntimo de nuestro ser es otro de los componentes de la verdadera oración. El magisterio de Clara, como el de Francisco, derivaba ante todo de su testimonio personal. Las hermanas recuerdan, en el proceso, sus largos tiempos destinados cada día a la intimidad divina y añaden que, cuando la santa salía de la oración, «su rostro aparecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras rebosaban una dulzura inefable, al extremo que toda su vida parecía completamente celestial... Las hermanas se alegraban como si la vieran venir del cielo» (Proc 1,1.9; 4,4). Sabemos cómo iniciaba a las novicias en el ejercicio de la oración: «Las instruía, sobre todo, en el modo de alejar de la habitación de la mente todo rumor, para poder fijar la atención únicamente en las profundidades del misterio de Dios» (LCl 36). El éxito de Clara fue el haber sabido hacer de la contemplación silenciosa el medio más indicado de discernimiento y de formación en el sentido de responsabilidad, que hacía innecesario el recurso a la vigilancia y a la meticulosidad de las normas. Lo comprobó Tomás de Celano en 1228, cuando escribía la vida de san Francisco; Clara contaba entonces unos treinta y tres años. Escribe: «Han merecido las damas pobres elevarse a las alturas de la contemplación en tal grado, que en ella aprenden lo que deben hacer y lo que deben evitar. Y gustan la felicidad de estar en la intimidad con Dios, perseverando día y noche en las alabanzas y oraciones» (1 Cel 20). Podemos rastrear cómo era esa pedagogía de Clara, reflejo de su experiencia mística personal, por las recomendaciones a su lejana hija espiritual Inés de Bohemia: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman» (3CtaCl 12-14). La oración litúrgica. La dimensión contemplativa no se reduce al ejercicio de la oración personal, sea mental o vocal. Elemento primario suyo es la celebración, individual o comunitaria, del culto divino en sus diversas formas, teniendo como centro el misterio eucarístico y, como ejercicio diario, especialmente para quienes representan a la Iglesia orante, la liturgia de las horas. En nuestros días, con la ayuda del magisterio de la Iglesia, podemos beneficiarnos abundantemente de la vida y de la espiritualidad litúrgica, uniéndonos a Cristo, siempre presente en su Iglesia en toda acción de culto. Toda acción litúrgica, tanto sacramental como laudatoria o lectio divina, es comunión y participación fraterna, lo que requiere, sobre todo en una comunidad religiosa, que cada miembro tome gozosamente parte plena, consciente y activa en la celebración. [L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 96-99]
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