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DÍA 14 DE OCTUBRE
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* * * Santa Angadrisma. Nació en las primeras décadas del siglo VII en Thérouanne, en el Norte de Francia. Su padre, refrendario del rey Clotario II, le propuso un matrimonio ventajoso, pero ella decidió consagrarse a solo Dios. Ingresó en el monasterio fundado por san Ebrulfo en Beauvais (Francia). El monasterio se llamaba del Oratorio porque tenía varios sitios de oración, y en ellos la santa servía a Dios sin intermisión. Por su piedad y sus cualidades la eligieron abadesa. Murió hacia el año 695. Se le atribuyeron milagros en vida y después de su muerte. Santo Domingo Loricato. Nació en Cantiano (Las Marcas, Italia) y se ordenó de sacerdote por la simonía cometida por sus padres. Cuando él lo supo, se negó a ejercer el ministerio sacerdotal y en plan penitencial ingresó en el monasterio camaldulense de Fonte Avellana, en el que tuvo de maestro a san Pedro Damiani. Llevó una vida piadosa y austera, y por penitencia vestía una dura coraza o loriga, de donde le vino el sobrenombre de «loricato». Murió el año 1060. San Donaciano. Fue obispo de Reims (Francia) y murió el año 389. Sus reliquias se conservan en la catedral de Brujas (Bélgica). San Fortunato. Obispo de Todi en Umbría (Italia) en el siglo V. Según refiere el papa san Gregorio Magno, brilló por su inmensa caridad en el cuidado de los enfermos (s. V). San Gaudencio. Fue el primer obispo de Rímini (Italia) y sufrió la persecución de los arrianos. Murió hacia el año 360. San Lúpulo. Sufrió el martirio en la ciudad de Capua, región de Campania (Italia), en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana. Santa Manequilde. Virgen del siglo V, que vivió consagrada a Dios en la casa paterna. Era hija de Sigmar, conde de Perthois. Cuando murió su padre, se retiró a Bienville, territorio de Châlons en Champaña (Francia), donde murió. San Venancio de Luni. Nació en Piacenza y fue nombrado obispo de Luni (Liguria, Italia) el año 594. Prestó particular atención al clero y a los monjes. El papa san Gregorio Magno lo tuvo como amigo muy apreciado y lo cita varias veces en sus cartas. Murió en el siglo VII. Beata Ana María Aranda Riera. Nació en Denia, provincia de Alicante en España, el año 1888, de familia acomodada que le dio una buena educación cristiana. Desde joven participó en la vida de la parroquia y militó en varias asociaciones religiosas y benéficas. Se distinguió siempre por su piedad y espíritu de caridad. No había tenido actuaciones públicas de carácter político ni había hecho daño a nadie, sin embargo, llegada la persecución religiosa del 36, la detuvieron los milicianos por su acendrado catolicismo y su defensa de los derechos de la Iglesia, y la encerraron en la cárcel de mujeres de Valencia. Allí alimentaba su espíritu rezando el rosario con algunas compañeras, a las que consolaba y confortaba. El 14 de octubre de 1936, la llevaron al "Picadero" de la ciudad de Paterna, cerca de Valencia, y la fusilaron. Beatos Estanislao Mysakowski y Francisco Roslaniec. Son dos sacerdotes polacos que, durante la II Guerra Mundial, fueron detenidos por los nazis e internados en el campo de concentración de Dachau (Baviera, Alemania). Tras sufrir toda clase de torturas, consumaron su martirio en la cámara de gas de Linz el 14 de octubre de 1942. Estanislao nació en 1896 y, después de estudiar en el seminario de Lublin, se ordenó de sacerdote en 1920. Ejerció el ministerio en varias parroquias y en la catedral. Durante la guerra se dedicó a socorrer a heridos y prófugos y a reconstruir la catedral. Fue arrestado y condenado a muerte en 1939. Francisco nació en 1889, se doctoró en S. Escritura y se ordenó de sacerdote en Roma el año 1914; pertenecía a la diócesis de Radom. Fue profesor en la Universidad de Varsovia, al tiempo que atendía a las monjas y era asiduo predicador. Lo arrestó la Gestapo en 1939. Beato Román Lysko. Nació en Lvov o Leópolis (Ucrania) el año 1914, hijo de un sacerdote greco-católico. Estudió teología, contrajo matrimonio del que tuvo tres hijos y se ordenó de sacerdote en 1941 en la archieparquía de Lvov de los ucranianos. Terminada la guerra, el gobierno soviético exigió a los greco-católicos que se pasasen a la ortodoxia. Él se negó, y lo condenaron a diez años de trabajos forzados en Siberia. Siguió ejerciendo el ministerio y administrando los sacramentos en la clandestinidad. El 9 de septiembre de 1949 lo arrestaron y lo encarcelaron en Lvov. Poco más se supo de él. La Iglesia ha considerado el 14 de octubre de 1949 como la fecha oficial de su martirio. Beato Santiago Laigneau de Langellerie. Nació en La Flèche (Francia) el año 1747. Abrazó la vida sacerdotal en la diócesis de Angers. Prestó servicio en varias parroquias hasta que, por su falta de salud, lo nombraron capellán de las carmelitas de Angers. Llegada la Revolución Francesa, lo detuvieron y encarcelaron por ser sacerdote. Logró escapar y estuvo haciendo clandestinamente el bien que pudo en Angers. Lo reconocieron cuando llevaba los sacramentos a un enfermo y lo detuvieron. Lo condenaron a muerte por no haber prestado el juramento constitucional y por haberse escapado cuando estaba designado para la deportación. Lo guillotinaron en la plaza de Angers el año 1794. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De hecho, el "no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás", y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". El que ama no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8-10). Pensamiento franciscano: Dice san Francisco en su Carta a los fieles: «Aquel a quien se ha encomendado la obediencia [la autoridad] y es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de ellos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante. Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo» (2CtaF 42-44). Orar con la Iglesia: Glorifiquemos a Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, del odio y del egoísmo, y que nos manda amarnos como Él nos ha amado. -Oh Cristo, que en tu resurrección destruiste el poder del pecado y de la muerte, haz que nosotros venzamos los pecados de la vida diaria. -Tú que alejaste de nosotros la muerte y nos has dado nueva vida, concédenos caminar alegres y gozosos por la senda de tu vida nueva. -Tú que hiciste pasar a la humanidad de muerte a vida, haz que trasmitamos a cuantos se relacionen con nosotros la paz y felicidad que nos has dado. -Tú que alegraste a tu Madre y a tus discípulos con tus apariciones, llénanos de tanto gozo, que redunde en bien de los demás. Oración: Te pedimos, Señor Jesucristo, que tu Espíritu haga florecer en nuestras vidas las Bienaventuranzas. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. * * * LA FE Y LA ACCIÓN DE
GRACIAS Queridos hermanos y hermanas: El evangelio de este domingo (XXVIII-C) presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (Lc 17,11-19). El Señor le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado». Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión. Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el «corazón», y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la «salvación». Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva. Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: «Tu fe te ha salvado». Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: «gracias»! Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una «impureza contagiosa» que exigía una purificación ritual. En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal. «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Jesús inició su vida pública con esta invitación, que sigue resonando en la Iglesia, hasta el punto de que también la santísima Virgen, especialmente en sus apariciones de los últimos tiempos, ha renovado siempre esta exhortación. Hoy pensamos, de modo particular, en Fátima donde, exactamente hace 90 años, desde el 13 de mayo hasta el 13 de octubre de 1917, la Virgen se apareció a los tres pastorcillos: Lucía, Jacinta y Francisco. Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz. [Después del Ángelus, a los peregrinos presentes en Fátima] Esta bendición para cuantos rezan conmigo la oración del Ángelus, de buen grado la extiendo a los peregrinos congregados en el santuario de Fátima, en Portugal. Allí, desde hace noventa años, siguen resonando las exhortaciones de la Virgen Madre, que llama a sus hijos a vivir su consagración bautismal en todos los momentos de la existencia. Todo resulta posible y más fácil viviendo la entrega a María que hizo el mismo Jesús en la cruz, cuando dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Ella es el refugio y el camino que conduce a Dios. Señal palpable de esta entrega es el rezo diario del rosario. Exhorto a todos a renovar personalmente su consagración al Corazón inmaculado de María y a vivir este acto de culto con una vida cada vez más conforme a la voluntad divina y con el espíritu de servicio filial y devota imitación de su Reina celestial. * * * EN LA PERSECUCIÓN SE
INFLIGE LA MUERTE, Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. ¿Quién, por tanto, no pondrá por obra todos los remedios a su alcance para llegar a una gloria tan grande, para convertirse en amigo de Dios, para tener parte al momento en el gozo de Cristo, para recibir la recompensa divina después de los tormentos y suplicios terrenos? Si los soldados de este mundo consideran un honor volver victoriosos a su patria después de haber vencido al enemigo, un honor mucho más grande y valioso es volver triunfante al paraíso después de haber vencido al demonio y llevar consigo los trofeos de victoria a aquel mismo lugar de donde fue expulsado Adán por su pecado -arrastrando en el cortejo triunfal al mismo que antes lo había engañado-, ofrecer al Señor, como un presente de gran valor a sus ojos, la fe inconmovible, la incolumidad de la fuerza del espíritu, la alabanza manifiesta de la propia entrega, acompañarlo cuando comience a venir para tomar venganza de sus enemigos, estar a su lado cuando comience a juzgar, convertirse en heredero junto con Cristo, ser equiparado a los ángeles, alegrarse con los patriarcas, los apóstoles y los profetas por la posesión del reino celestial. ¿Qué persecución podrá vencer estos pensamientos, o qué tormentos superarlos? La mente que se apoya en santas meditaciones persevera firme y segura y se mantiene inconmovible frente a todos los terrores diabólicos y amenazas del mundo, ya que se halla fortalecida por una fe cierta y sólida en el premio futuro. En la persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo; amenaza el anticristo, pero protege Cristo; se inflige la muerte, pero sigue la inmortalidad. ¡Qué gran dignidad y seguridad, salir contento de este mundo, salir glorioso en medio de la aflicción y la angustia, cerrar en un momento estos ojos con los que vemos a los hombres y el mundo para volverlos a abrir enseguida y contemplar a Dios y a Cristo! ¡Cuán rápidamente se recorre este feliz camino! Se te arranca repentinamente de la tierra para colocarte en el reino celestial. Estas consideraciones son las que deben impregnar nuestra mente, esto es lo que hay que meditar día y noche. Si la persecución encuentra así preparado al soldado de Dios, su fuerza, dispuesta a la lucha, no podrá ser vencida. Y aun en el caso de que llegue antes la llamada de Dios, no quedará sin premio una fe que estaba dispuesta al martirio; sin pérdida de tiempo, Dios, que es el juez, dará la recompensa; porque en tiempo de persecución se premia el combate, en tiempo de paz la buena conciencia. * * * ACCIÓN Y
CONTEMPLACIÓN 1) Espiritualidad de la acción (y II) Seguir a Cristo es comulgar con su obediencia. Por eso, los que se unen a la fraternidad, cuya Regla de vida es el Evangelio, son «recibidos a la obediencia» (2 R 2,11), por la que procuran someterse en todo al Señorío de Dios. Ahora bien, Dios manifiesta su voluntad por intermediarios humanos. De este modo hace a la obediencia crucificante, incluso desconcertante, pero también la salva de las ilusiones. El obediente queda desligado del apego a su propia razón y emplazado para probar el valor de su fidelidad a Dios por la acción: «Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues esta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo» (Adm 3,5-6). La acción evangélica como se ve tiene, pues, a Dios por fin. De este modo, ella hace al hombre libre, liberado de la tiranía del «qué dirán»: «Y, aunque los tachen de hipócritas, sin embargo, no cesen de obrar bien» (1 R 2,15). Francisco insiste, finalmente, sobre la prioridad de la acción para los dos componentes «horizontales» de la vida evangélica: el amor fraterno y la misión. - El amor fraterno debe vencer no pocos obstáculos en nosotros. Por la acción es como lo conseguirá. Francisco escribe a los fieles: «Y amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Y si alguno no quiere (¿otra vez?) amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien» (2CtaF 26-27; ParPN 10). Pedagogía activa que puede transformar progresivamente el corazón. Por otro lado, Francisco sabe que nadie evitará toda ofensa hecha a un hermano; también en tal caso la reconciliación ha de hacerse con obras: «Es siervo fiel y prudente el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra» (Adm 23,3). Nadie está seguro tampoco de que nunca tendrá enemigos. Cristo exige amar a los enemigos. ¿Cómo? «Ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras» (Adm 9,2-3). En cuanto a la vida interna de la fraternidad franciscana, ella tiene por norma ese principio de acción que es la Regla de Oro del Evangelio: «Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo a vosotros por ellos» (Mt 7,12; 1 R 4,4). Imposible señalar aquí todas las aplicaciones que Francisco hace de este principio evangélico. Siempre se trata de mostrar el amor mutuo por las obras, de no amar de palabra y de boca, sino con obras y de verdad (Mc 2,18; 1 Jn 3,18; 1 R 11,6). - La misión franciscana en el mundo es, ante todo, testimonio de vida tributado a Cristo. También aquí la acción ocupa el primer puesto: « Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente. Alabadlo porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz» (CtaO 7-9). No todos tienen el don de la palabra, «pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). Las luces que Dios les da no son, por cierto, para ellos solos, sino para el mundo. Pero deben ante todo «darlas a conocer a los demás por las obras»; «y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al Altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 21,2; 7,4). Hora es ya de concluir esta reflexión que esperamos no haya sido pesada. Se trataba, por el momento, sencillamente de hacer captar hasta qué punto para Francisco la acción es el signo de la autenticidad. Resultaría fácil apoyar esta constatación con su propia vida, tal como nos la cuentan sus biógrafos. [Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, núm. 22 (1979) 117-131] |
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