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DÍA 2 DE ABRIL
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* * * San Abundio. Fue obispo de Como en Italia. El papa san León Magno lo envió a Constantinopla para dirimir, y lo hizo con éxito, la cuestión doctrinal sobre las dos naturalezas de Cristo suscitada por Nestorio y Eutiques. Murió el año 468. San Apiano o Apfiano. Sufrió el martirio en Cesarea de Palestina el año 306, siendo emperador Maximiano. Cuando en una de las ocasiones el pueblo fue obligado a sacrificar públicamente a los dioses, él se acercó con coraje al gobernador Urbano, lo agarró de la mano derecha y lo obligó a suspender el rito; por esto le envolvieron los pies con un paño de lino empapado de aceite y le prendieron fuego, y todavía vivo lo arrojaron al mar los soldados. Santo Domingo Tuoc. Nació en Vietnam el año 1775, e ingresó en los dominicos de Manila en 1811. Ordenado de sacerdote, cuidó con esmero la comunidad cristiana que se le encomendó en su patria. Buen religioso, cultivaba la oración y la confianza en Dios. Durante la persecución del emperador Minh Mang, una banda de forajidos lo secuestro, y uno de ellos lo mató de un golpe en la cabeza. Esto sucedió Xuong Dien (Tonkín) el año 1839. San Eustasio. Fue abad del monasterio de Luxeuil (Borgoña, Francia), discípulo de san Columbano y, a su vez, gran promotor de la vida monástica y padre de innumerables monjes. Murió el año 629. San Juan Payne. Nació en Inglaterra de familia protestante el año 1550. En su juventud se convirtió al catolicismo y, deseoso de seguir su vocación sacerdotal, marchó a Francia, donde estudió y se ordenó de sacerdote. Vuelto a su patria en 1576 ejerció su ministerio en Essex. Fue detenido al año siguiente por breve tiempo. Marchó de nuevo a Francia y volvió a Inglaterra a mitad de 1578 para continuar trabajando en la clandestinidad. En 1581, delatado por un falso católico, fue arrestado y encerrado en la Torre de Londres. Acusado de conspirar contra la Reina, lo torturaron y, tras no conseguir su apostasía, lo ahorcaron y descuartizaron en Chelmsford en 1582. San Nicecio. Fue obispo de Lyon (Francia) y se distinguió por su dedicación a los pobres y su benevolencia para con los sencillos. Cuidó la liturgia e introdujo en su Iglesia la norma de cantar salmos. Murió el año 573. Santa Teodora. En Cesarea de Palestina el año 307, siendo emperador Maximiano, la joven Teodora, virgen, natural de Tiro, saludó en una ocasión a los confesores de la fe que estaban de pie ante el tribunal del gobernador Urbano, y les rogó que al llegar ante el Señor se acordasen de ella. De inmediato fue detenida por los soldados y, por mandato del mismo gobernador, torturada con atroces suplicios y arrojada por último al mar. San Víctor. Obispo de Capua (Campania, Italia), insigne por su doctrina y santidad. Murió el año 554. Beatos Diego Luis de San Vítores y Pedro Calungsod. Diego Luis nació en Burgos (España) el año 1627 de familia noble. En plena adolescencia ingresó en la Compañía de Jesús. Ordenado de sacerdote en 1651, marchó a las misiones de Oriente. Estuvo ejerciendo su ministerio en Manila hasta que en 1568 lo enviaron a la isla de Guam, en las Islas Marianas (Oceanía), en la que predicó con gran celo y mucho fruto. Pedro era un joven filipino, catequista y colaborador del padre Diego Luis. A los dos los asesinaron unos apóstatas nativos, que luego arrojaron sus cuerpos al mar. Beato Guillermo Apor. Nació en Hungría el año 1892. De pequeño entró en el seminario diocesano, luego estudió teología en Innsbruck y en 1915 recibió la ordenación sacerdotal. Ejerció su sagrado ministerio aun en las difíciles circunstancias de la guerra. En 1941 Pío XII lo nombró obispo de Györ (Hungría). Acogió a numerosos prófugos y defendió a los judíos frente a los nazis. En 1945 los rusos atacaron Györ. La tarde del Viernes Santo de aquel año, el obispo defendió a unas muchachas, que se habían refugiado en su palacio, de las manos de los soldados, los cuales dispararon contra él, que murió tres días después. Beata María de San José Alvarado. Nació en Venezuela el año 1875. De joven hizo voto de vivir consagrada al Señor, con el deseo de ser religiosa. Formó parte de un grupo femenino que se dedicó a las obras de caridad. A la vez fue dando pasos para configurar su fundación: las Agustinas Recoletas del Sagrado Corazón, para la atención a las niñas huérfanas, los ancianos y los pobres abandonados. Murió en Maracay (Venezuela) en 1967. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: José y María estaban admirados por lo que se decía del Niño cuando lo presentaron en el Templo. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, -y a ti misma una espada te traspasará el alma- para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,33-35). Pensamiento franciscano: Santa Clara escribió a santa Inés: «Dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero; hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella» (3CtaCl 15-19). Orar con la Iglesia: Oremos a Dios Padre, que ha querido asociar a la misión de su Hijo a la Virgen María, como corredentora y madre de los apóstoles. -Por la Iglesia: para que viva siempre el «sí» de María a la palabra de Dios. -Por las vocaciones y los que aspiran al apostolado: para que en las dificultades se sientan asistidos por María, como Juan al pie de la cruz. -Por todos los que trabajan al servicio del Evangelio: para que se llenen del Espíritu Santo, como los apóstoles reunidos en oración con María en el cenáculo. -Por todos los que sufren, enfermos, pobres, marginados: para que les llegue el mensaje de la salvación y vean en María un signo de esperanza cierta. Oración: Escucha, Padre, nuestra humilde oración, que te presentamos por medio de María, nuestra Madre y Reina, mediadora de tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. * * * PRIMER ANIVERSARIO DE LA
MUERTE Queridos hermanos y hermanas: El 2 de abril del año pasado, precisamente como hoy, el amado papa Juan Pablo II, en estas mismas horas y, aquí, en este mismo apartamento, vivía la última fase de su peregrinación terrena, una peregrinación de fe, de amor y de esperanza, que ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Su agonía y su muerte constituyeron casi una prolongación del Triduo pascual. Todos recordamos las imágenes de su último vía crucis, el Viernes Santo: dado que no podía ir al Coliseo, lo siguió desde su capilla privada, teniendo entre las manos una cruz. Después, el día de Pascua, impartió la bendición urbi et orbi sin poder pronunciar palabra alguna, sólo con el gesto de la mano. Nunca olvidaremos esa bendición. Fue la bendición más dolorosa y conmovedora, que nos dejó como último testimonio de su voluntad de desempeñar su ministerio hasta el fin. Juan Pablo II murió así, como siempre había vivido, animado por la indómita valentía de la fe, abandonándose a Dios y encomendándose a María santísima. Esta noche lo recordaremos con una vigilia de oración mariana en la plaza de San Pedro, donde mañana por la tarde celebraré la santa misa por él. A un año de distancia de su paso de la tierra a la casa del Padre podemos preguntarnos: ¿cuál es el legado de este gran Papa, que introdujo a la Iglesia en el tercer milenio? Su herencia es inmensa, pero el mensaje de su larguísimo pontificado se puede resumir bien en las palabras con las que quiso inaugurarlo aquí, en la plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978: «¡Abrid; más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Este inolvidable llamamiento, que sigue resonando en mí como si fuera ayer mismo, Juan Pablo II lo encarnó con toda su persona y toda su misión de Sucesor de Pedro, especialmente con su extraordinario programa de viajes apostólicos. Visitando los países de todo el mundo, encontrándose con las multitudes, las comunidades eclesiales, los gobernantes, los líderes religiosos y las diversas realidades sociales, realizó un único gran gesto, como confirmación de aquellas palabras iniciales. Anunció siempre a Cristo, presentándolo a todos, como había hecho el concilio Vaticano II, como respuesta a las expectativas del hombre, expectativas de libertad, de justicia y de paz. Cristo es el Redentor del hombre -solía repetir-, el único Salvador auténtico de cada persona y de todo el género humano. Durante los últimos años, el Señor lo fue despojando gradualmente de todo, para asimilarlo plenamente a sí. Y cuando ya no podía viajar, y después ni siquiera caminar, y al final tampoco hablar, su gesto, su anuncio se redujo a lo esencial: a la entrega de sí mismo hasta el fin. Su muerte fue la culminación de un testimonio coherente de fe, que tocó el corazón de numerosos hombres de buena voluntad. Juan Pablo II nos dejó un sábado, día dedicado en particular a María, hacia la que siempre profesó una devoción filial. A la Madre celestial de Dios le pedimos ahora que nos ayude a atesorar todo lo que nos dio y enseñó este gran Pontífice. [Después del Ángelus] Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española... Que la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, bajo cuya protección puso su vida y pontificado nuestro querido y recordado Juan Pablo II, nos prepare a vivir intensamente esta última semana de Cuaresma, haciendo de nuestras comunidades recintos de verdad y caridad, de paz y esperanza para todos. * * * MARÍA, AL PIE DE LA
CRUZ, 1. Regina caeli laetare, alleluia! ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya! Así canta la Iglesia durante el tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús. María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía. 2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (LG 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (LG 57). Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (LG 58). Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo. Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad. Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino. 3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19,25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor. En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (LG 58). A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (LG 58). 4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección. La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. * * * ¡FRANCISCO,
ENSÉÑANOS A ORAR! Reconozcamos en este punto la iniciativa del Espíritu Santo y la eficiencia determinante de sus dones en el principio mismo de la vida cristiana y no sólo en su vértice. «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44). San Francisco, como todo otro santo, como todo simple cristiano que quiere orar y observar el Evangelio, es deudor del Espíritu Santo, ha recibido del Espíritu Santo la capacidad de orar y de amar al Señor. La oración de san Francisco es inconcebible sin los dones del Espíritu Santo: precisamente, en el florecimiento maravilloso de estos dones es donde se desarrolla y se irradia en la Iglesia. En esta línea se inserta un fragmento de la Carta a los Fieles, que quita un velo a la intimidad mística de Francisco con la santísima Trinidad: «Y sobre todos ellos y ellas, mientras tales cosas hagan y perseveren hasta el fin, descansará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos hermanos cuando cumplimos la voluntad de su Padre que está en el cielo. Somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y la conciencia pura y sincera; lo damos a luz por la operación santa, que debe alumbrar a los otros para ejemplo suyo. »¡Oh, cuán glorioso y santo y grande es tener un Padre en el cielo! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable, tener un Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán querido, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y deseable sobre toda cosa, tener un tal Hermano e Hijo, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, protege a los que me has confiado» (2CtaF 48-56). Se advierte aquí la incandescencia de una fe encendida en el ardor de la contemplación y en el heroísmo de una vida toda evangélica. Francisco está completamente prendido, poseído por Cristo Jesús, y canta la alegría de la comunión de vida con la santísima Trinidad, que mora en el fiel bautizado. El punto de encuentro del hombre con Dios es siempre Cristo; y el Espíritu Santo es el vínculo que crea las relaciones vitales, inefables, de hermanos, esposos y madres. Es el Evangelio en su núcleo esencial, y Francisco hace de él su mensaje ardiente, para comunicar a todos los hombres la alegría de su hallazgo, la felicidad de su corazón. La contemplación y la posesión de un Amor tan inefable hacen estallar un himno de alabanza y de acción de gracias capaz de envolver en su onda embriagadora a todas las criaturas: «Mas a Él, que tanto sufrió por nosotros, que tantos bienes nos dio y nos dará en el futuro, toda criatura que hay en el cielo, en la tierra, en el mar y en los abismos, tribute alabanza, gloria, honor y bendición, porque Él es nuestra fuerza y fortaleza, Él que es el solo bueno, el solo altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso y el solo santo, loable y bendito por infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF 61-62). Francisco posee un conocimiento sapiencial del misterio de la santísima Trinidad como principio y término de la ascesis cristiana. Lo atestigua una oración que sirve de broche final a la Carta a toda la Orden, escrita al final de su vida, cuando ya estaba enfermo: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos a nosotros, que somos míseros, hacer por ti mismo lo que sabemos que Tú quieres, y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y Unidad simple, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52). La lectura de esta oración, tan simple y tan completa, tan densa de contenido y tan sobria en la expresión, necesariamente nos pone en trance de reflexionar. En este esquema breve y claro asoman los elementos principales de la teología espiritual con las tres etapas clásicas del camino hacia la perfección cristiana: purificación, iluminación, unión con Dios. Se pide lo esencial: hacer lo que Dios quiere y querer lo que a Él le agrada. Se nos dirige al Padre, tomando apoyo en la acción del Espíritu Santo, para que nos conceda imitar al Hijo y así retornar a Él, realizando su plan de salvación y de santidad. Una vez más es Cristo Jesús el punto de convergencia y de encuentro entre Dios y el hombre. Y la oración tiene siempre una función de estímulo para el compromiso cristiano, un reflejo en la coherencia de la vida. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 34-36]
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