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DÍA 26 DE ENERO
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* * * San Agustín (Eystein) Erlandssön. Noruego, de familia noble, siguió la vocación eclesiástica, estudió en Francia y fue capellán de la familia real noruega. A propuesto del rey, fue nombrado arzobispo de Nídaros y trabajó sin descanso por la buena organización y asentamiento del cristianismo en su país; defendió los derechos de la Iglesia frente a las pretensiones de la corte, con la que se relacionó según los reyes. Tuvo que exiliarse unos años a Inglaterra. Murió el año 1188. Santos Jenofonte y María, esposos, y sus hijos Juan y Arcadio. Después de renunciar a su dignidad senatorial y a sus muchos bienes, abrazaron con gran entusiasmo la vida monástica en Jerusalén, en el siglo VI. Santa Paula Romana. Nació en Roma, de familia muy rica, de la alta nobleza, contrajo matrimonio y tuvo cinco hijos. Al quedar viuda, convirtió su casa en centro de oración y formación cristiana, y de atención a los pobres. Allí conoció a san Jerónimo. Cuando éste marchó a Belén de Judá, Paula lo siguió con su hija Eustoquio, y con su dinero fundó una casa para los peregrinos y dos monasterios, uno masculino y otro femenino. En éste pasó santamente sus últimos años y murió en el 404. San Teógenes. Murió mártir en Hipona (en la actual Argelia) el año 257. San Agustín le dedicó uno de sus sermones. Beata María de la Dive. Mujer de la nobleza, viuda, que, durante la Revolución Francesa, fue condenada a la guillotina, por su fidelidad a la Iglesia. Fue ejecutada en Angers el año 1794. Beato Miguel Kozal. Polaco, hijo de familia pobre y numerosa, muy cristiana, ingresó en el seminario de Poznam, estudió y se ordenó de sacerdote en Gniezno, y en 1939 Pío XII lo nombró obispo auxiliar de Wloclawek. Frente a los nazis, defendió la fe y la libertad de la Iglesia. Pronto fue arrestado y encarcelado, hasta terminar en el campo de concentración de Dachau (Alemania), en el que, después de tres años de torturas, fue asesinado el año 1943 con una inyección letal. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: San Pablo escribió a Timoteo: --Vendrá un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas. Tú estate siempre alerta: soporta lo adverso, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña bien tu oficio (2 Tm 4,3-5). Pensamiento franciscano: Dice san Francisco en la Regla: --Todos mis hermanos pueden anunciar esta exhortación y alabanza, entre cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas (1 R 21,1-2). Orar con la Iglesia: A Cristo, que encomendó a sus apóstoles la misión de evangelizar, elevamos nuestra oración confiada: -Para que la Iglesia observe con fidelidad el mensaje y la doctrina recibidos de los apóstoles. -Para que los obispos sepan ser, con su magisterio y su vida, intérpretes autorizados del Evangelio. -Para que los anunciadores del Evangelio proclamen en el lenguaje apropiado el depósito de fe y doctrina que nos trasmitieron los apóstoles. -Para que todos los cristianos vivamos la apostolicidad sintiéndonos en comunión con la Iglesia universal. Oración: Señor Jesús, haz tuyas ante el Padre nuestras súplicas. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. * * * TIMOTEO Y TITO,
COLABORADORES DE SAN PABLO Timoteo es nombre griego y significa «que honra a Dios». San Lucas lo menciona seis veces en los Hechos de los Apóstoles; san Pablo en sus cartas lo nombra en 17 ocasiones (además, aparece una vez en la carta a los Hebreos). De ello se deduce que para san Pablo gozaba de gran consideración, aunque san Lucas no nos ha contado todo lo que se refiere a él. En efecto, el Apóstol le encargó misiones importantes y vio en él una especie de alter ego, como lo demuestra el gran elogio que hace de él en la carta a los Filipenses: «A nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses» (Flp 2,20). Timoteo nació en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de madre judía y de padre pagano (cf. Hch 16,1). El hecho de que su madre hubiera contraído un matrimonio mixto y no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde su infancia (cf. 2 Tm 3,15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela, Loida (cf. 2 Tm 1,5). Cuando san Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues «los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio» (Hch 16,2), pero «lo circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares» (Hch 16,3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia. Sabemos que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos individuos sin escrúpulos explotaran a una joven como adivina (cf. Hch 16,16-40), Timoteo quedó libre. Después, cuando Pablo se vio obligado a proseguir hasta Atenas, Timoteo se reunió con él en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de Tesalónica para tener noticias y para confirmarla en la fe (cf. 1 Ts 3,1-2). Volvió a unirse después al Apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (cf. 2 Co 1,19). Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso durante el tercer viaje misionero de Pablo. Probablemente desde allí, el Apóstol escribió a Filemón y a los Filipenses, y en ambas cartas aparece también Timoteo como remitente (cf. Flm 1; Flp 1,1). Desde Éfeso Pablo lo envió a Macedonia junto con un cierto Erasto (cf. Hch 19,22) y después también a Corinto con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena acogida (cf. 1 Co 4,17; 16,10-11). También aparece como remitente, junto con san Pablo, de la segunda carta a los Corintios; y cuando desde Corinto san Pablo escribe la carta a los Romanos, transmite saludos de Timoteo y de otros (cf. Rm 16,21). Desde Corinto, el discípulo volvió a viajar a Tróada, en la orilla asiática del mar Egeo, para esperar allí al Apóstol, que se dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (cf. Hch 20,4). Desde ese momento, respecto de la biografía de Timoteo las fuentes antiguas sólo nos ofrecen una mención en la carta a los Hebreos, donde se lee: «Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros» (Hb 13,23). Para concluir, podemos decir que Timoteo destaca como un pastor de gran importancia. Según la posterior Historia eclesiástica de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso (cf. 3,4). Por lo que se refiere a Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir, pagano (cf. Ga 2,3). San Pablo lo llevó consigo a Jerusalén con motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la predicación del Evangelio a los paganos, sin los condicionamientos de la ley de Moisés. En la carta que dirige a Tito, el Apóstol lo elogia definiéndolo «verdadero hijo según la fe común» (Tt 1,4). Cuando Timoteo se fue de Corinto, san Pablo envió a Tito para hacer que esa comunidad rebelde volviera a la obediencia. Tito restableció la paz entre la Iglesia de Corinto y el Apóstol, el cual escribió a esas Iglesia: «El Dios que consuela a los humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por mí (...). Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros» (2 Co 7, 6-7.13). San Pablo volvió a enviar a Tito -a quien llama «compañero y colaborador» (2 Co 8,23)- para organizar la conclusión de las colectas en favor de los cristianos de Jerusalén (cf. 2 Co 8,6). Ulteriores noticias que nos refieren las cartas pastorales lo presentan como obispo de Creta (cf. Tt 1,5), desde donde, por invitación de san Pablo, se unió al Apóstol en Nicópolis, en Epiro, (cf. Tt 3,12). Más tarde fue también a Dalmacia (cf. 2 Tm 4,10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su muerte. Para concluir, si consideramos juntamente las figuras de Timoteo y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que san Pablo se sirvió de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones. Él es, ciertamente, el Apóstol por antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. Sin embargo, es evidente que no lo hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus esfuerzos y sus responsabilidades. Conviene destacar, además, la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con frecuencia consistían en representar a san Pablo incluso en circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un servicio a la misma Iglesia. * * * «HE COMBATIDO BIEN MI
COMBATE» Pablo, encerrado en la cárcel, habitaba ya en el cielo, y recibía los azotes y heridas con un agrado superior al de los que conquistan el premio en los juegos; amaba los sufrimientos no menos que el premio, ya que estos mismos sufrimientos, para él, equivalían al premio; por esto, los consideraba como una gracia. Sopesemos bien lo que esto significa. El premio consistía ciertamente en partir para estar con Cristo; en cambio, quedarse en esta vida significaba el combate; sin embargo, el mismo anhelo de estar con Cristo lo movía a diferir el premio, llevado del deseo del combate, ya que lo juzgaba más necesario. Comparando las dos cosas, el estar separado de Cristo representaba para él el combate y el sufrimiento, más aún, el máximo combate y el máximo sufrimiento. Por el contrario, estar con Cristo representaba el premio sin comparación; con todo, Pablo, por amor a Cristo, prefiere el combate al premio. Alguien quizá dirá que todas estas dificultades él las tenía por suaves por su amor a Cristo. También yo lo admito, ya que todas aquellas cosas, que para nosotros son causa de tristeza, en él engendraban el máximo deleite. Y ¿para qué recordar las dificultades y tribulaciones? Su gran aflicción le hacía exclamar: ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién cae sin que a mí me dé fiebre? Os ruego que no sólo admiréis, sino que también incitéis este magnífico ejemplo de virtud: así podremos ser partícipes de su corona. Y, si alguien se admira de esto que hemos dicho, a saber, que el que posea unos méritos similares a los de Pablo obtendrá una corona semejante a la suya, que atienda a las palabras del mismo Apóstol: He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. ¿Te das cuenta de cómo nos invita a todos a tener parte en su misma gloria? Así pues, ya que a todos nos aguarda una misma corona de gloria, procuremos hacernos dignos de los bienes que tenemos prometidos. Y no sólo debemos considerar en el Apóstol la magnitud y excelencia de sus virtudes y su pronta y robusta disposición de ánimo, por las que mereció llegar a un premio tan grande, sino que hemos de pensar también que su naturaleza era en todo igual a la nuestra; de este modo, las cosas más arduas nos parecerán fáciles y llevaderas y, esforzándonos en este breve tiempo de nuestra vida, alcanzaremos aquella corona incorruptible e inmortal, por la gracia y la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el imperio ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. * * * VOCACIÓN DE
FRANCISCO AL APOSTOLADO Un día, volviendo Francisco de Roma, se puso a dialogar con sus compañeros sobre si debería retirarse a la soledad y aislamiento para contemplar y orar, o si más bien debería «pasar la vida en medio de la gente» para predicar el Evangelio y salvar a los hermanos con apostolado directo. Tras haber orado, halló enseguida la respuesta, y fue una nueva opción en coincidencia perfecta con la fundamental del seguimiento de Cristo (cf. LM 4,1-2). Como Él había recorrido los pueblos de Palestina invitando a la penitencia y anunciando el Evangelio del reino (Mc 1,14-15), igualmente harían Francisco y sus frailes desarrollando un ministerio itinerante de contactos, palabras y testimonio en la sociedad de su tiempo. En una época de crisis generalizada por las grandes transformaciones que ya desde el año mil se habían verificado en las varias naciones de Europa y que no podían dejar de interesar a la Iglesia, la decisión bien pensada del Pobrecillo de Asís supuso una aportación determinante en la recuperación religioso-moral tan deseada. Él y sus discípulos trabajaron denodadamente para hacer volver a Cristo a la sociedad, y lo realizaron no en oposición y polémica con la autoridad legítima de la Iglesia (como algunas sectas heréticas de su tiempo), sino en obediencia y cumplimiento perfecto de un mandato apostólico (cf. 1 R 17; 2 R 9). La lección que deseo proponeros está aquí precisamente, como bien podéis comprender; está en el esfuerzo que a ejemplo de san Francisco debe hacer el sacerdote de esta edad nuestra que se está acercando al año dos mil. Tiempo de crisis también hoy, se dice; tiempo de derrumbamiento de valores y de secularización generalizada. ¿Qué se debe hacer, pues, para que vuelvan Jesucristo y su Evangelio a los hombres? Al final del siglo pasado, cuando al llegar la primera sociedad industrial se comenzaron a advertir algunos síntomas de crisis, se dijo que había llegado ya el momento de que los sacerdotes «salieran de las sacristías» y fueran al encuentro de la gente. ¿Y hoy? Hoy todo parece imponerse con mayor urgencia y halla un significativo «precedente» y un modelo emblemático en la conducta de Francisco y de los suyos, que andaban por los caminos del mundo siguiendo el mandato programático de Jesús: «Id, yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias... En cualquiera casa que entréis, decid primero: La paz sea con esta casa... En cualquiera ciudad en que entrareis y os recibieren... curad a los enfermos que en ella hubiere, y decidles: el reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10,3-8; cf. 9,1-6; Mt 10,5.9-10; Mc 6,7-13). Este es el estilo del operario evangélico: consiste en andar valientemente por los caminos del mundo, con desprendimiento total de las cosas de la tierra, portadores de paz y anunciadores de la venida del reino. Hoy, todavía más que en el pasado, hay que ir a proclamar a los hombres la Buena Noticia del amor misericordioso de Dios, y con ella el deber de responder a este amor anterior y preveniente; ir a promover el bien integral de los hombres; ir, sin contraponer la tarea del servicio a Dios y la del servicio a los hermanos; ir y más bien coordinar en síntesis equilibrada la llamada dimensión vertical hacia lo alto, hacia Dios, con la horizontal encaminada a los hombres. Como los dos brazos de la cruz son símbolo de esta doble dimensión, del mismo modo Francisco, que siguió a Cristo hasta la cruz y con razón podía repetir las palabras de san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo», nos recuerda a todos los sacerdotes la doble dirección que debemos mantener en el planteamiento y el ejercicio de nuestro ministerio: «Hombre de Dios» es ante todo esencialmente el sacerdote, pero al mismo tiempo y sin desmentir esta característica, ha sido constituido para el bien de los hombres (cf. 1 Tim 6,11; Heb 5,1). |
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