DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 21 DE ENERO

 

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SANTOS FRUCTUOSO, EULOGIO Y AUGURIO. Entre los mártires más preclaros de la España romana destacan el obispo de Tarragona san Fructuoso y sus diáconos Augurio y Eulogio. Gracias a las Actas de su martirio, excepcionales en su autenticidad y escritas con una sublime sencillez, conocemos detalles primorosos de la organización eclesiástica y de la vida cristiana de la España antigua. Prudencio dedicó a estos santos sus mejores versos. Durante la persecución de los emperadores Valeriano y Galieno, después de una admirable confesión de fe ante el procurador romano Emiliano, fueron conducidos a la cárcel y después al anfiteatro, donde el obispo, con voz clara, ante los fieles que estaban presentes, oró por la Iglesia universal. Seguidamente fueron arrojados a las llamas, donde completaron su martirio orando de rodillas. Era el 21 de enero del año 259. En España su fiesta se celebra el 20 de enero- Oración: Señor, tú que concediste al obispo san Fructuoso dar su vida por la Iglesia, que se extiende de oriente a occidente, y quisiste que sus diáconos, Augurio y Eulogio, le acompañaran al martirio llenos de alegría, haz que tu Iglesia viva siempre gozosa en la esperanza y se consagre, sin desfallecimientos, al bien de todos los pueblos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SANTA INÉS. Virgen y mártir. A comienzos del siglo IV, esta noble doncella romana, de doce o trece años de edad, rubricó con su sangre el carisma de su virginidad. La tradición cristiana la convirtió en arquetipo y símbolo de la virginidad hasta la inmolación. Se enamoró de ella el hijo del prefecto de Roma y le ofreció el matrimonio, que Inés rehusó. El padre del joven, enterado de que ella era cristiana, la sometió a crueles tormentos y vejaciones para doblegar su voluntad, pero no lo consiguió. Finalmente la virgen murió a golpe de espada. Sus padres la enterraron junto a la vía Nomentana. El papa San Dámaso honró su sepulcro con un poema, y muchos Padres de la Iglesia, a partir de san Ambrosio, le dedicaron alabanzas.- Oración: Dios todopoderoso y eterno, que eliges a los débiles para confundir a los fuertes de este mundo, concédenos a cuantos celebramos el triunfo de tu mártir santa Inés imitar la firmeza de su fe. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

BEATO JUAN BAUTISTA TRIQUERIE. Nació en Laval (Francia) en 1737. De joven vistió el hábito de los franciscanos conventuales y, cursados los estudios eclesiásticos, recibió la ordenación sacerdotal. Fue un ferviente religioso y solícito pastor de almas. Por su piedad y observancia de la Regla lo nombraron superior conventual y confesor de clarisas. Cuando se cerró su convento, se retiró a Laval, a casa de un familiar. Es uno de los diecinueve mártires, encabezados por Juan Bautista Turpin du Cormier, víctimas de la Revolución francesa, que fueron beatificados por Pío XII en 1955. Todos ellos fueron acusados de ser enemigos de la República por negarse a prestar los juramentos que se les pedían, y profesar su fidelidad a la Iglesia y al Romano Pontífice. Tras larga y penosa cautividad, el beato Juan Bautista y trece sacerdotes diocesanos fueron condenados a muerte y guillotinados en Laval el 21 de enero de 1794.

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San Albano Roe y el beato Tomás Green. El primero sacerdote benedictino, el segundo sacerdote diocesano, los dos fueron ahorcados y luego descuartizados en la plaza de Tyburn, Londres, el año 1642, después de haber pasado en la cárcel diecisiete años Albano, y catorce Tomás, y todo ello por su fidelidad al Papa y a la Iglesia católica.

San Epifanio. Fue obispo de Pavía (Italia) a partir del año 466. Era el tiempo de las incursiones de los bárbaros, y puso todo su empeño en ayudar a las víctimas y conseguir la clemencia para los derrotados, la reconciliación de los pueblos, la liberación de los prisioneros de guerra, la reconstrucción de la ciudad. Murió el año 496.

San Juan Yi Yun-il. Laico coreano, casado y padre de familia, campesino y catequista, permaneció firme en la fe cristiana en medio de los atroces tormentos a que fue sometido. Finalmente fue decapitado en Toi-Kon (Corea) el año 1867.

San Meinrado. Sacerdote, primero monje y luego ermitaño por los montes que rodean el lago de Zúrich (Suiza). Fue asesinado por unos malhechores el año 861 en los alrededores del monasterio de Einsiedeln.

San Patroclo. Según la tradición, fue un noble de la ciudad de Troyes (Francia), decapitado a causa de su fe en el siglo III.

San Publio. Obispo de Atenas que fue martirizado en el siglo II.

San Zacarías el Angélico. Fue un asceta greco-cálabro del siglo X, experto en vida cenobítica, maestro de san Nilo y de otros santos, que, por su santidad y pureza de vida, mereció el sobrenombre de Angélico. Vivió y murió absorto en la contemplación en la región del monte Mercurio (Basilicata, Italia).

Beatos Eduardo Stransham y Nicolás Wheeler. Sacerdotes ingleses decapitados a causa de su fe católica en la plaza de Tyburn, Londres, en tiempo del reinado de Isabel I, el año 1586.

Beatos Juan Bautista Turpin du Cormier y 13 compañeros, mártires de la Revolución Francesa en Laval (Francia). Entre los 19 mártires franceses beatificados por Pío XII en 1955, hay un grupo de 14, todos ellos sacerdotes, que fueron guillotinados en Laval el día 21 de enero de 1794. Uno de ellos era franciscano conventual, Juan Bautista Triquerie, al que ya nos hemos referido más arriba, y los otros trece eran sacerdotes seculares de la diócesis de Laval: Juan Bautista Turpin du Cormier, Juan M. Gallot, José Pellé, Renato Luis Ambroise, Julián F. Morvin de la Gérardière, Francisco Duchesne, Jaime André, Andrés Duliou, Luis Gastineau, Francisco Migoret Lambardière, Julián Moulé, Agustín Manuel Philippot y Pedro Thomas.

Beata Josefa María de Santa Inés, más conocida como Madre Inés. Nació en Benigánim (Valencia) el año 1625, en el seno de una familia modesta. Superadas muchas dificultades, consiguió ingresar en el monasterio de las agustinas descalzas de su pueblo, en el que permaneció hasta su muerte. Era persona sencilla y analfabeta, que prestó servicios domésticos humildes; pero fue a la vez una gran contemplativa, dotada por Dios del don de sabiduría y consejo, de carismas y éxtasis. Murió el año 1696.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

En la Última Cena con sus discípulos, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró diciendo: --Padre santo, yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado como me has amado a mí (Jn 17,22-23).

Pensamiento franciscano:

San Francisco escribió a todos los fieles: --Amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque Él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (2CtaF 19).

Orar con la Iglesia:

Oremos a Dios Padre y pidámosle humildemente que haga brillar su rostro sobre todos y cada uno de nosotros, sus hijos:

-Para que los cristianos de todas las confesiones hagamos lo que esté de nuestra parte para alcanzar la plena comunión en Cristo.

-Para que el Señor nos conceda fortalecer y ensanchar lo que nos une y superar lo que nos separa.

-Para que amanezca pronto el día en que todos cuantos creemos en Cristo podamos participar juntos en el pan de la unidad y la copa de la Alianza.

-Para que el Señor nos conceda a nosotros, sordos y mudos, escuchar su palabra y anunciarla a todos los hombres.

-Para que el Espíritu del Señor nos haga descubrir los dones de su gracia en todos los que lo invocan con sincero corazón.

Oración: Dios todopoderoso, reúne tu rebaño bajo el cayado de tu Hijo, para que el mundo te reconozca a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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«HACE OÍR A LOS SORDOS Y HABLAR A LOS MUDOS»
Benedicto XVI, Homilía del 25-I-07

Queridos hermanos y hermanas:

Durante la Semana de oración se ha intensificado en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales del mundo entero la invocación común al Señor por la unidad de los cristianos. Hemos meditado juntos en las palabras del evangelio de san Marcos que se acaban de proclamar: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37), tema bíblico propuesto por las comunidades cristianas de Sudáfrica. Las situaciones de racismo, pobreza, conflicto, explotación, enfermedad y sufrimiento, en las que se encuentran esas comunidades, por la misma imposibilidad de hacer que se comprendan sus necesidades, suscitan en ellos una fuerte exigencia de escuchar la palabra de Dios y de hablar con valentía.

En efecto, ser sordomudo, es decir, no poder escuchar ni hablar, ¿no será signo de falta de comunión y síntoma de división? La división y la incomunicabilidad, consecuencia del pecado, son contrarias al plan de Dios. África nos ha ofrecido este año un tema de reflexión de gran importancia religiosa y política, porque «hablar» y «escuchar» son condiciones esenciales para construir la civilización del amor.

Las palabras «hace oír a los sordos y hablar a los mudos» constituyen una buena nueva, que anuncia la venida del reino de Dios y la curación de la incomunicabilidad y de la división. Este mensaje se encuentra en toda la predicación y la actividad de Jesús, el cual recorría pueblos, ciudades o aldeas, y en todos los lugares a donde llegaba «colocaban a los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiera tocar siquiera la orla de su vestido; y cuantos le tocaban quedaban sanos» (Mc 6,56).

La curación del sordomudo, en la que hemos meditado durante estos días, acontece mientras Jesús, habiendo salido de la región de Tiro, se dirige hacia el lago de Galilea, atravesando la así llamada «Decápolis», territorio multi-étnico y plurirreligioso (cf. Mc 7,31). Una situación emblemática también para nuestros días. Como en otros lugares, también en la Decápolis presentan a Jesús un enfermo, un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él, porque lo consideran un hombre de Dios.

Jesús aparta al sordomudo de la gente, y realiza algunos gestos que significan un contacto salvífico: le mete sus dedos en los oídos y con su saliva le toca la lengua; luego, levantando los ojos al cielo, ordena: «¡Ábrete!». Pronuncia esta orden en arameo -«Effatá»-, que era probablemente la lengua de las personas presentes y del sordomudo. Los oídos del sordo se abrieron, y, al instante, se soltó la atadura de su lengua «y hablaba correctamente». Jesús recomienda que no cuenten a nadie el milagro. Pero cuanto más se lo prohibía, «tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Y el comentario de admiración de quienes habían asistido refuerza la predicación de Isaías para la llegada del Mesías: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37).

La primera lección que sacamos de este episodio bíblico, recogido también en el rito del bautismo, es que, desde la perspectiva cristiana, lo primero es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo explícito: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,28). Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que «una sola cosa es necesaria» (Lc 10,42). Y del contexto se deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra. Por eso la escucha de la palabra de Dios es lo primero en nuestro compromiso ecuménico.

En efecto, no somos nosotros quienes hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.

Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13,22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No nos falta la valentía para hablar y dar testimonio como hicieron los que fueron testigos de la curación del sordomudo en la Decápolis? Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los cristianos.

Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha recíproca, el diálogo entre las Iglesias y las comunidades eclesiales. El diálogo sincero y leal constituye el instrumento imprescindible de la búsqueda de la unidad.

El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de relieve que, si los cristianos no se conocen mutuamente, no puede haber progreso en el camino de la comunión.

Que la Virgen María haga que cuanto antes se logre realizar el ardiente anhelo de unidad de su Hijo divino: «Que todos sean uno..., para que el mundo crea» (Jn 17,21).

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SOBRE EL MARTIRIO DE SANTA INÉS
Del "Tratado sobre las vírgenes" de san Ambrosio

Celebramos hoy el nacimiento para el cielo de una virgen, imitemos su integridad; se trata también de una mártir, ofrezcamos el sacrificio. Es el día natalicio de santa Inés. Sabemos por tradición que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tan tierna; por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita.

¿Es que en aquel cuerpo tan pequeño cabía herida alguna? Y, con todo, aunque en ella no encontraba la espada donde descargar su golpe, fue ella capaz de vencer a la espada. Y eso que a esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus padres, y, si distraídamente se pinchan con una aguja, se ponen a llorar como si se tratara de una herida.

Pero ella, impávida entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por pesadas y chirriantes cadenas, ofrece todo su cuerpo a la espada del enfurecido soldado, ignorante aún de lo que es la muerte, pero dispuesta a sufrirla; al ser arrastrada por la fuerza al altar idolátrico, entre las llamas tendía hacia Cristo sus manos, y así, en medio de la sacrílega hoguera, significaba con esta posición el estandarte triunfal de la victoria del Señor; intentaban aherrojar su cuello y sus manos con grilletes de hierro, pero sus miembros resultaban demasiado pequeños para quedar encerrados en ellos.

¿Una nueva clase de martirio? No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria; la lucha se presentaba difícil, la corona fácil; lo que parecía imposible por su poca edad lo hizo posible su virtud consumada. Una recién casada no iría al tálamo nupcial con la alegría con que iba esta doncella al lugar del suplicio, con prisa y contenta de su suerte, adornada su cabeza no con rizos, sino con el mismo Cristo, coronada no de flores, sino de virtudes.

Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que, con tanta generosidad, entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente. Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su edad, no podía aun dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas las leyes naturales.

El verdugo hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos desearon casarse con ella. Pero ella dijo:

«Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que yo no quiero».

Se detuvo, oró, doblegó la cerviz. Hubieras visto cómo temblaba el verdugo, como si él fuese el condenado; cómo temblaba su diestra al ir a dar el golpe, cómo palidecían los rostros al ver lo que le iba a suceder a la niña, mientras ella se mantenía serena. En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio.

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LA ORACIÓN DE UN CORAZÓN PURO (y IV)
por Eloi Leclerc, o.f.m.

Esta forma de oración, la de un «corazón puro», podrá parecer a algunos de poca utilidad, por razón de su mismo desinterés y gratuidad. Nuestro tiempo se consuma preocupado por la eficacia en todos los dominios. Lo que importa, ante todo, es promover el progreso de la humanidad. El hombre religioso no escapa fácilmente a esta tendencia sino que, arrastrado por el ambiente, aspira a dejar sentir su presencia en la comunidad humana, que se está construyendo.

Sin menospreciar el valor e importancia de esta presencia, existen motivos para denunciar el olvido esencial al que se expone. Hemos de tomar conciencia, en efecto, de este hecho inquietante: vivimos tan absorbidos por la historia humana y por la preocupación de trabajar en ella eficazmente, que casi ya no somos capaces de pensar en Dios de manera gratuita. A fuerza de estar pendientes de la humanidad, arrastramos hacia ella todas las cosas, e incluso al mismo Dios, como a su centro único. Y, si nos queda algún tiempo para la meditación, entonces meditamos sobre nuestra propia historia y sobre Dios en la medida en que interesa a la historia. El escaso interés que suscita en nosotros la vida íntima de Dios, la Trinidad, la eternidad, la santidad, ¿no es prueba evidente del grado de reclusión que pesa sobre nosotros mismos? De ahí a pensar que Dios sólo existe en relación con el hombre, pero que carece de misterio propio, no hay más que un paso, y este paso se franquea fácilmente.

La humanidad en marcha es algo extraordinario. Pero esta grandeza no debe hacernos olvidar el fin último de nuestra marcha. San Ireneo escribe: «La gloria de Dios la constituye el hombre vivo; pero la vida del hombre está constituida por la visión de Dios». El hombre sólo alcanza su auténtica altura cuando, afincado sólidamente en la tierra, sabe levantar su mirada hacia el Altísimo. La humanidad que pierde el sentido de la visión divina acaba por girar sobre sí misma. Y como no puede vivir en absoluto sin rendirse a la adoración, se crea sus propios ídolos, sus fetiches, el ídolo de la política, del deporte, o de cualquier otra cosa. La medida del hombre se ajusta a lo que él adora. Y esta medida puede encogerse terriblemente.

Por eso la salvación del hombre está vinculada a la adoración en espíritu y en verdad. Dios quiere salvar al hombre interesándole en su propio misterio e invitándole a la adoración. En el acto de adorar, Dios libera al hombre de sus ídolos y le revela el camino de la grandeza.

«La tierra y el cielo han sido creados para que te mantengas derecho» (Paul Claudel).

No faltarán quienes repitan la objeción de siempre: el hombre pierde la mejor parte de sus energías en la adoración; y estas energías se pierden tanto en detrimento de la comunidad humana como de la transformación del mundo. De hecho, en la adoración de un corazón puro, tal como la vivió san Francisco, acontece todo lo contrario: el hombre se abre a las energías de Dios. Es cierto que semejante adoración no tiene lugar sin un desprendimiento del propio yo, como ya lo hemos señalado, pero este desprendimiento concierne únicamente a los horizontes limitados del yo. La verdadera adoración libera al hombre de todo repliegue sobre sí mismo y lo lanza al gran amor creador y redentor. Toda la vida de Francisco es una prueba evidente de cuanto estamos diciendo: el hombre que adora con un corazón puro al Dios vivo y verdadero permite que reine en el fondo de su personalidad la omnipotencia del Ágape, para convertirse en un ser iluminado que irradia el fuego del cielo en la tierra. Louis Lavelle escribe acertadamente de Francisco: «Nunca ha habido, sin duda, hombre alguno que ofreciera a todos con mayor perfección esta presencia total y el don entero de sí mismo, que no son otra cosa que la expresión de la presencia y del don que Dios hace continuamente de sí mismo a todos los seres».

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