DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.


Capítulo XI
«LOS HERMANOS VAYAN POR EL MUNDO»
El apostolado franciscano

La vivencia del Evangelio que pretende Francisco, como seguimiento de Jesús por el camino del Reino, no se cierra en sí misma en actitud narcisista, sino que trata de romper el cerco de la intimidad fraterna para enviar a los hermanos por todo el mundo a testificar lo que están viviendo: la irrupción salvadora de Dios en el mundo, encarnada en Jesús, que invita a establecer un nuevo tipo de relaciones donde el hombre recobre su dignidad y pueda abrirse a la trascendencia.

Sin embargo, creer que el Reino es una buena noticia supone estar en disposición de aceptarlo como forma de vida, cambiando las viejas costumbres que impiden al hombre convertirse a lo nuevo y a lo inesperado. Aceptar el Reino es reconocerse necesitado de penitencia, de conversión, porque solamente desde la actitud del que se abre incondicionalmente a la llamada del Señor para seguirle, se puede comprender lo que es vivir en esa otra dimensión que nos proporciona el Reino anunciado por Jesús.

Cuando Jesús elige a los apóstoles para que participen en la misión al servicio del Reino, los llama para que convivan con él, sean sus compañeros, y para enviarlos a predicar (Mc 3,14). El seguimiento, pues, implica una relación personal con Jesús mediante la cual se van asimilando los valores del Reino que constituyen y anuncia el Evangelio. Pero esto no es todo. Cuando Jesús llama para que le sigan está invitando no sólo a participar y compartir su intimidad, sino también a trabajar en bien de los hombres para sanear, vivificar y liberar a todo el que lo necesite y acepte.

Por lo tanto, el seguimiento de Jesús implica, además de una experiencia de intimidad personal con el Señor, la tarea social y pública de comunicar y anunciar lo experimentado en esa relación. Estos dos polos, convivencia y predicación, son la base del seguimiento de Jesús. Asimilar vivencialmente lo que es el Reino y comunicarlo a los demás será lo que Jesús exija a todo el que pretenda seguirle. De ahí que cualquiera de estas dos facetas no se justifique en sí misma, como seguimiento, si no está relacionada con la otra.

Francisco, al pretender vivir según la forma del santo Evangelio, captó esta doble polaridad del seguimiento, aunque no le faltaran momentos oscuros en la maduración de su proyecto. Pero una vez comprendió que no podía vivir para sí mismo, sino que debía vivir para los demás (1 C 35), su compromiso evangélico superó el ascetismo eremítico de los inicios para lanzarse por los caminos anunciando lo que había descubierto: Jesús y su Evangelio.

Desde su realidad de convertido, Francisco experimenta el Evangelio como un camino penitencial donde va dejando jirones de su hombre viejo para acercarse, cada vez más, a la novedad que le ofrece Jesús.

Pero este camino de penitencia no será una senda solitaria, sino la ruta bulliciosa de la vida por donde marchará acompañando a los hombres y ofreciéndoles su experiencia del Evangelio como fanal que ilumine su destino.

1. EL APOSTOLADO EN LA EDAD MEDIA

La palabra apostolado, que hoy entendemos como una actividad organizada de la Iglesia, ha tenido a través de la historia diversos sentidos. Antes de morir Jesús parece que estaba relacionado exclusivamente con la misión. De ahí que no se aplicara a los Doce, sino a los discípulos enviados a misionar. Después de la resurrección se dice, en sentido propio, de los que habían visto a Jesús y recibido de él la misión de anunciar el Evangelio, es decir, de los Doce y de Pablo, aunque también se utilizara de una forma más general por asimilación a una función análoga del judaísmo.

La doble forma de comunicar los Apóstoles el Evangelio, a través de su función y con el ejemplo de sus vidas, dio pie a que tanto los carismáticos como los jerarcas reivindicaran su apostolicidad remitiéndose a los Apóstoles.

En la época de la Didajé (en torno al año 70) encontramos apóstoles ambulantes -misioneros, carismáticos- y obispos locales con conciencia de ser los herederos de los Apóstoles. Los movimientos encráticos y gnósticos de los siglos II y III se remitían a las revelaciones particulares de Cristo a sus Apóstoles después de la resurrección y a los Hechos apócrifos de los Apóstoles.

Para atajar el peligro de deformación en que estaba cayendo el término apóstol, san Ireneo y Tertuliano insistieron sobre el aspecto institucional del apostolado, transmitido por sucesión jerárquica al episcopado.

A.- EL APOSTOLADO MONÁSTICO

El monacato primitivo logró sintetizar el respeto por el apostolado jerárquico y su visión de la vida apostólica, consistente en el seguimiento de Cristo y el desprecio al mundo, aplicándose el discurso de misión de Mt 10 y sus exigencias de pobreza.

En esta concepción del apostolado, el envío a misionar está subordinado al seguimiento de Cristo y a la renuncia a todo para seguirle. Para entender el concepto de apostolado en el monacato primitivo hay que relativizar bastante nuestro modo actual de entenderlo y ejercerlo. Si a la Iglesia antigua se la llama «apostólica» no es tanto por haber evangelizado medio mundo, sino por su fidelidad doctrinal y sacramental a los Apóstoles y a la Tradición.

Por cuanto que la predicación se incluía en la liturgia, los monasterios tuvieron un gran papel en la difusión del Evangelio y en la implantación de la Iglesia. Sin embargo, su actividad se subordinaba a las exigencias de la vida espiritual, lo cual no quiere decir que se desentendiera de los problemas que le rodeaban sino que ayudaba a que la sociedad se organizara y creara sus propios medios, como escuelas, hospicios, hospitales, etc.

Al aparecer los Canónigos Regulares, surgió la polémica sobre a quiénes les correspondía por derecho propio la actividad apostólica. Mientras a los monjes se les limitaba su acción pastoral, ésta era ejercida pacíficamente por los Canónigos Regulares, quienes añadían a la celebración solemne del Oficio divino, la cura animarum, cura de almas, ministerio que, en las contiendas del siglo XII con los monjes, reivindicaban como propio y exclusivo.

El problema se agudizó con la creciente clericalización de los monjes. Ruperto de Deutz, en su obra De vita vere apostólica, trataba de justificar la razón apostólica del monacato, no tanto por la actividad cuanto por el modo de vida que llevaban, calcado de la comunidad apostólica de Jerusalén. Pero cuando la clericalización monástica se hizo evidente, se trató de alargar la apostolicidad de la vida a la actividad, aduciendo que el monje, al hacerse sacerdote, imitaba mejor a los Apóstoles.

La pretensión monástica de ocupar un lugar eclesial -el de la actividad pastoral, que no le correspondía por naturaleza- fracasó al enquistarse en un apostolado funcionarial, propio del feudalismo, que ya no correspondía a las exigencias evangélicas de las nuevas clases sociales que estaban surgiendo; no obstante, mantuvieron esa referencia a la vida apostólica -el estar con Jesús- como algo complementario a la actividad apostólica.

B.- EL APOSTOLADO DEL CLERO SECULAR

La progresiva participación de los monjes en el apostolado activo no solamente entró en colisión con los Canónigos Regulares, sino que antes tuvieron que sufrir los ataques del clero secular, que se consideraba en posesión del derecho exclusivo de la cura de almas.

En realidad el clero secular tenía razón ya que, desde siempre, el obispo con su clero había atendido las necesidades propias de la comunidad cristiana. Y aun en los casos de evangelización de los pueblos bárbaros, que estuvo al cargo de los monjes, el clero secular los había reemplazado a medida que se constituían en comunidades cristianas ya asentadas.

Pero sería una equivocación pretender medir la actividad apostólica del clero en la Edad Media a partir de nuestros esquemas actuales. El apostolado del clero estaba en función del pueblo fiel; y todo buen católico, como lo definía el derecho canónico, debía sujetarse a los ritos prescritos. Es decir, que la vida de los fieles en el medioevo estaba marcada por el ritual, bien fuera el de los sacramentos o el de las otras acciones litúrgicas.

En cuanto a los sacramentos, el bautismo lo recibían todos, sin excepción, a los pocos días de nacer; cosa que no podemos decir de la confirmación. Los obispos que visitaban toda su diócesis eran bastante raros, y los aldeanos no solían acercarse a la catedral el día de Pentecostés para recibir el sacramento.

En muchas regiones se consideraba la santa unción como una cosa de ricos; y no faltaban quienes creían que se trataba de una especie de ordenación in extremis, lo cual explica que, a pesar de la insistencia del párroco por aclarar su significado, buen número de cristianos muriera sin recibirla.

Algo parecido pasaba con el matrimonio. La insistencia del clero por hacer del matrimonio un acto sagrado que ayudara a la santificación de la pareja no siempre obtuvo los frutos deseados, pues en la práctica muchas uniones no se hacían por la Iglesia, in facie Ecclesiae.

Todos estos sacramentos solamente se podían recibir una vez en la vida, cosa que no ocurría con la confesión y la comunión. Sin embargo, tampoco podemos pensar que estos últimos fueran muy frecuentes, pues el canon 21 del concilio Lateranense IV, Omnis utriusque sexus fidelis, todavía en vigor dentro de los mandamientos de la Iglesia, insiste en la obligación de confesarse al menos una vez al año y de comulgar, al menos, por Pascua florida. Tanto es así que en muchas iglesias, según aparece en la relación anual de gastos, se compraban más hostias grandes que pequeñas; lo cual indica que era mayor el número de misas que el de comuniones.

Los sacramentos pertenecían al ámbito de lo privado, y, vista la poca participación de los fieles, suponían poco trabajo apostólico para el clero. Otra cosa eran los oficios, donde se reunía la comunidad para celebrar los actos de culto. El más importante era la misa, a la que acudían todos los fieles, aunque fueran mudos testigos, y en la que se ejercía una de las principales actividades apostólicas: la predicación.

Hasta el siglo XII la predicación litúrgica estaba reservada preferentemente a los obispos. Posteriormente se extendió también al clero, aunque la escasa formación de algunos sacerdotes no favoreciera precisamente el que se dijeran grandes homilías. En realidad los párrocos estaban obligados no tanto a predicar en sentido estricto, cuanto a leer el comentario evangélico de algún libro homilético. Para este fin algunos teólogos habían escrito homiliarios basándose en los Evangelios y los Salmos, que eran los libros sagrados que mejor conocían los fieles, pues la finalidad de la predicación no era tanto ilustrar como convertir a penitencia.

Todo esto, y poco más, era el trabajo apostólico del clero secular. Sujeto a su parroquia o a su iglesia, estaba condicionado a la hora de percibir cuáles eran las corrientes evangélicas que atravesaban la Cristiandad; de ahí que permanecieran insensibles, si no atemorizados, ante los grupos de fieles más inquietos que buscaban otra forma de entender y vivir el Evangelio.

C.- LOS NUEVOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS

El ideal de vida apostólica que configuraba la renovación evangélica de monjes y canónigos regulares no se limitaba a estos círculos clericales más selectos. Entre los grupos surgidos de los seguidores de los predicadores itinerantes, se hace cada vez más común la convicción de que el ideal de vida apostólica no es exclusivo de monjes y clérigos, sino que también atañe a los laicos. Aun permaneciendo en el mundo, pueden comprometerse a no ser del mundo viviendo dentro de su propio estado los valores de la vida apostólica.

En el fondo se estaba redescubriendo el bautismo como la principal opción evangélica que hace el cristiano, aunque después la explicite de forma más clara por la profesión religiosa o algún otro tipo de compromiso. De esto se hace eco Gerhoch de Reichersberg ( 1167) en su Liber de aedificio Dei, al decir que «todo aquel que en el bautismo ha renunciado al diablo y a todas sus tentaciones, aunque no se haga clérigo o monje, ha renunciado ya al mundo; puesto que el mundo, "totus in maligno positus", no es otra cosa que la vanidad del demonio, aquella vanidad a la que todos los cristianos han renunciado. De esto se deduce que aquellos que usan de este mundo deben hacerlo como si no lo usasen: ricos y pobres, nobles y siervos, mercaderes y campesinos; es decir, todos aquellos que se dicen cristianos, deben rechazar todas aquellas cosas que son enemigas del nombre cristiano y buscar aquellas que le son propias. Todo orden y toda actividad encuentran en la fe católica y en la doctrina apostólica una regla adaptada a la propia naturaleza; observándola como se debe, no les faltará la posibilidad de alcanzar el premio de la salvación».

Aunque desde la reforma gregoriana se había ido configurando una espiritualidad evangélica propia de los laicos, sin embargo se encontró con dificultades por parte de la jerarquía a la hora de fraguar en instituciones que dieran solidez a estos movimientos. Su concepción de la vida apostólica se centraba en una vivencia pauperística del Evangelio y, al mismo tiempo, en su proclamación itinerante. Pobreza y predicación era la forma de entender su apostolado, si bien en la mayoría de los casos y ante la imposibilidad de realizarlo según sus propias convicciones, derivaran hacia formas de beneficencia que, en cierto modo, expresaban la faceta solidaria del seguimiento de un Jesús pobre y compadecido de los pobres.

El apostolado de la mayoría de los laicos comprometidos se reducía, pues, a esta beneficencia solidaria. Al haber profundizado en el seguimiento pauperista del Evangelio, estaban en condiciones de percibir la llamada angustiosa de los pobres. Las viudas, los huérfanos, los enfermos -sobre todo los leprosos-, los pobres y marginados serán el campo en el que se realizará de una forma organizada el apostolado laical de finales del siglo XII y durante todo el XIII.

Pero no todos los grupos de laicos siguieron por este camino. Los más fervientes seguidores de los predicadores itinerantes se empeñaron en continuar hasta el final su comprensión de la vida apostólica, aunque por ello tuvieran que ser expulsados de la Iglesia como herejes.

Con el apelativo genérico de cátaros se denominaba a un grupo de sectas extendidas por el sur de Francia y norte de Italia que, teniendo en común la concepción dualista del mundo, se consideraban los verdaderos imitadores de la vida apostólica puesto que seguían las huellas de Cristo desde la absoluta pobreza.

La actividad apostólica de estos grupos, según el modelo de la comunidad de Jerusalén, se reducía a llevar una vida ascética rigurosa, reuniéndose periódicamente para escuchar la Palabra y los comentarios de sus teólogos y predicadores. Los grupos eran sedentarios y los responsables se encargaban de ir visitándolos para animarles y confortarles. En esta misma línea estaban, aunque sin admitir el dualismo, los Humillados del norte de Italia.

Los Humillados eran un grupo, laicos en su mayoría, que intentaba vivir el Evangelio desde una perspectiva apostólica. Vivían en sus propias casas y sólo se reunían para el trabajo y la oración. No promovían causas judiciales, por amor a la paz social, y comerciaban honestamente con la lana. Libres de las obligaciones que les imponía la feudalidad, independientes de las corporaciones ciudadanas, practicaban la predicación en las plazas públicas, afrontando discusiones con los herejes y desbaratando su proselitismo. Buscaron ser aprobados por la jerarquía, pero se encontraron con el escollo de la predicación. Tras muchos intentos, consiguieron que Inocencio III hiciera de ellos una Orden con tres niveles distintos: clérigos, monjas o monjes y casados.

La innovación más radical fue la aceptación de la predicación laica. El papa reconoció y aprobó su costumbre de reunirse cada domingo para escuchar la predicación de uno o más hermanos que se destacaran por la fuerza de su fe, por conocer a fondo la religión, por su buena oratoria y por la coherencia entre su comportamiento y su palabra. La clave de que se aceptara la predicación laica estaba en la distinción que hacía el papa entre predicación dogmática y moral. Esta última, hecha de exhortaciones a una vida más ética y piadosa, era aceptable para los laicos; pero todo lo que implicara discusión de temas teológicos y de los sacramentos de la Iglesia fue juzgado fuera de su competencia y expresamente prohibido.

Sin embargo hubo algunos grupos, como los Valdenses, que no se limitaron a vivir pobremente el Evangelio en sus casas sino que, para imitar a los Apóstoles, lo abandonaron todo con el fin de anunciar de forma itinerante el Evangelio que ellos vivían.

Valdo de Lyón no era el primero que, como los Apóstoles, lo dejaba todo para seguir la perfección evangélica. Muchos otros antes que él habían realizado esta conversión a la pobreza para unirse a los predicadores itinerantes. Aunque su voluntad era de permanecer dentro de la Iglesia de Roma, el hecho de hacerse traducir los Evangelios para poderlos vivir mejor le condujo a la predicación apostólica itinerante y a la pobreza voluntaria, elementos que compartía con los herejes. Muy pronto se le juntaron otros que, como él, habían renunciado a todo para repartirlo entre los pobres y se habían dado a predicar contra los pecados del mundo, exhortando a la penitencia. Al no obedecer cuando el arzobispo de Lyón les prohibió predicar, puesto que les parecía contradictorio con el mandato de anunciar el Evangelio, fueron condenados como herejes en el concilio de Verona por Lucio III.

El Valdismo se fue multiplicando y desmembrando en varios grupos, algunos de los cuales, como los Pobres Católicos, encabezados por Durando de Huesca, y los Pobres Lombardos, de Bernardo Prim, consiguieron ser aprobados por Inocencio III, que les concedió permiso para la predicación penitencial.

Para estos grupos de laicos la predicación no era una actividad desligada de la propia vida. Si se enfrentaron con la jerarquía fue precisamente por eso, por denunciar la conducta de los clérigos que no se ajustaban al Evangelio que predicaban. Esta incoherencia entre predicación y vida era lo que según ellos descalificaba a los clérigos a la hora de ejercer su autoridad moral, quedándose exclusivamente con la autoridad jurídica que, para estos grupos, no tenía ningún valor.

Lo que justificaba la predicación no era tanto el mandato jerárquico cuanto el poder respaldar las propias palabras con una vida digna. Por eso reprochaban a los clérigos que su pretendida apostolicidad era falsa, al no estar avalada por una conducta evangélica; mientras que ellos, a pesar de llevar una vida santa y de lo más estricta, perseverando día y noche en ayunos y abstinencias, en oraciones y en trabajo, eran perseguidos como los apóstoles y los mártires.

Todos estos Movimientos pauperísticos, a pesar de su fanatismo por defender, en contra de la jerarquía, su particular visión del Evangelio -sobre todo en lo referente a la predicación-, aportaron a la Iglesia el aire fresco de la coherencia entre la vivencia del Reino y su anuncio. Para ellos no era suficiente que el predicador tuviera el mandato jerárquico, sino que, además, debía haber experimentado antes aquello que proponía a los otros; es decir, que el Evangelio es Buena Nueva para todos aquellos que lo aceptan.

Indudablemente les faltó el reconocer que la Palabra está por encima de su anunciante y que su fuerza no depende de la calidad del apóstol, por muy santa que sea su vida. Sin embargo, acertaron al relacionar la predicación con la vida, por cuanto que el Evangelio es más una conducta que un conjunto de ideas.

2. EL APOSTOLADO DE FRANCISCO Y SU FRATERNIDAD

Siguiendo en la línea de los Movimientos pauperísticos, Francisco tomó la perícopa de la misión de los apóstoles como la clave interpretativa de su vida evangélica. Después de un tiempo de tanteo sobre las diversas posibilidades de vivir el Evangelio en la Iglesia, se decide por la vida apostólica entendida fundamentalmente como pobreza menor y predicación itinerante. El seguimiento penitencial de Jesús le llevará a proclamar lo urgente de la conversión, ya que la entrada en el Reino exige un nuevo modo de vida.

A.- PREDICAR CON LAS OBRAS

La vida apostólica de Francisco va más allá de la simple predicación penitencial. Seguir a Jesús, según el ejemplo de los apóstoles, es comprometerse con su causa y descubrir a los demás la gozosa realidad del Reino. De ahí que la misma vida evangélica, en cuanto parábola en acción de que el Reino está ya entre nosotros, sea la principal tarea del apostolado. Puesto que si de lo que se trata es de hacer presente de una forma eficaz la fuerza transformadora de Cristo, nada mejor que la propia vida transformada por el Evangelio para hacer patente que el Reino es ya un hecho. Indudablemente el anuncio de la Palabra clarifica e interpreta el significado de una vida entregada al Señor; pero, como dice Fr. Gil en uno de sus Dichos, «la Palabra de Dios no está en el que la predica o la escucha, sino en el que la vive» (Dicta, p. 56).

a) La ejemplaridad de la vida evangélica

Francisco es consciente de que la forma de vida que le ha inspirado el Señor no está determinada por una actividad eclesial concreta. El seguimiento de Jesús pobre y humilde es ya, por su ejemplaridad, una comunicación testimonial de la presencia salvadora de Dios entre los hombres y de su acogida para convertirla en historia humana.

Cuando Francisco y los suyos, al volver de Roma, tratan de consolidar su identidad, dudan si dedicarse a la vida eremítica pura -de la que eran buenos conocedores- o si compaginarla con un servicio más directo a los hombres (1 C 35). En sus conversaciones sobre el modo de vivir con sinceridad el proyecto que el papa les acababa de aprobar, destaca su preocupación por caminar con hondura en la presencia del Señor y la forma que debe tomar su vida evangélica para que sirva de ejemplo a los demás (1 C 34).

Este comportamiento evangélico, propio de las bienaventuranzas, no es que margine el anuncio de la Palabra como una actividad secundaria. Simplemente reconoce que la comunicación del Evangelio no tiene por qué ser exclusivamente verbal. En una cultura como la medieval, donde el símbolo es el vehículo preferido para la comunicación, cabe perfectamente utilizar la vida según el Evangelio como un signo global para comunicar la fuerza del Reino.

Francisco y su Fraternidad, en cuanto forman parte de una cultura religiosa popular, son pródigos en la utilización del gesto, del símbolo, como forma de predicación. La formación laica de Francisco le condicionaba a la hora de comunicarse. Apoyado más en el gesto y en la escenificación de ejemplos que en la palabra ideologizada, los utilizará como medios de comunicación más queridos y familiares.

No es posible detallar aquí toda la predicación gestual de Francisco, ni la utilización de los ejemplos como materiales de sus arengas y sermones. Simplemente subrayar que para él era de suma importancia el ejemplo, tanto cuando se refería a su comportamiento evangélico, como al utilizarlo en la predicación.

La finalidad del anuncio del Evangelio no se reduce a comunicar saberes, sino que implica también provocar la conversión. Por eso Francisco emplea la propia vida evangélica como un gesto, como una pregunta que exige una respuesta existencial. De este modo anuncia ya con el símbolo lo que significa y a lo que compromete el seguimiento de Jesús.

Este tema de la ejemplaridad de Francisco recorre todas las Fuentes franciscanas. El esquema que sigue es sencillo: Así como Cristo es modelo para Francisco, éste lo debe ser para los demás frailes. El Francisco histórico va dando paso al Francisco espejo de perfección (2 C 26) a medida que va entrando en el nimbo de lo cultural. Tanto es así que el mismo Señor es el que le confía la tarea, al decirle: «Te he puesto a ti como enseña de ellos, para que las obras que yo obro en ti, ellos las imiten de ti» (EP 81b). Francisco estaba persuadido de que, por haber alumbrado la Fraternidad, debía ser ejemplo y modelo para sus hermanos (LP 97; 2 C 120).

Esta misma ejemplaridad pasará también al grupo de hermanos, a la Fraternidad. Francisco solía decir a sus frailes que la vocación a la que habían sido llamados, más que para buscar su propia salvación, era para ir por el mundo exhortando a los hombres más con el ejemplo que con las palabras (TC 36); es decir, para dar ejemplos de luz a los envueltos en las tinieblas de los pecados (2 C 155).

La Fraternidad había interiorizado bien esta vocación ejemplar de su vida evangélica, pues a menudo era motivo de revisión al preguntarse cómo su vida serviría de ejemplo para los demás (1 C 34).

Si la vocación de la Fraternidad era manifestar su propia vida como un compromiso ejemplar de seguimiento del Jesús pobre y humilde, debían confiar en el Dios que los había llamado, sin preocuparse del futuro. Celano pone en boca de Francisco esta correspondencia entre ejemplaridad y providencia: «Hay -decía- un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria. Si los hermanos, faltando a la palabra, niegan el buen ejemplo, el mundo, en justa correspondencia, niega el sostenimiento» (2 C 70a).

El buen ejemplo, sin embargo, no es algo etéreo que se diluye en insignificancias, sino que corresponde a un modo de vida que ilumina el caminar de los demás. De ahí que Francisco aconseje a los frailes que, «cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan de palabra, ni juzguen a otros; sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos decorosamente, como conviene» (2 R 3,1-11).

La fórmula apostólica de misión les facilitó el encuadre en el que debía desarrollarse su vida. Testigos de la vivencia del Evangelio en Fraternidad, irán por el mundo para ofrecer su hallazgo a los demás, utilizando los medios pobres y pacíficos que Jesús ofrece en las bienaventuranzas.

Francisco describe este talante evangélico del apostolado que deben ejercer los frailes al recordarles que, en su caminar por el mundo, «nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón. Y en toda casa en que entren digan primero: "Paz a esta casa". Y, permaneciendo en la misma casa, coman y beban de lo que haya en ella. No resistan al mal, sino a quien les pegue en una mejilla, vuélvanle también la otra. Ya quién les quite la capa, no le impidan que se lleve también la túnica. Den a todo el que les pida; y a quien les quita sus cosas, no se las reclamen» (1 R 14,1-6).

La Fraternidad, al identificarse como un grupo de penitentes que habían optado por el Evangelio, provocaba en el pueblo un doble sentimiento de extrañeza y ejemplaridad. El razonamiento que motivaba su estupor era que, o bien se trataba de un grupo que había tomado en serio el Evangelio o, por el contrario, eran unos pobres hombres que estaban locos de remate. Su apariencia externa no era para menos: caminaban descalzos, con una ropa que se caía a pedazos, y apenas tenían qué comer.

El Anónimo de Perusa termina reconociendo que, si bien es verdad que la gente no se decidía a seguirles, ya que desconfiaba de ellos por su aspecto montaraz, sin embargo quedaba impresionada por la profundidad de su vida, con la que parecían marcados por el Señor (AP 16).

b) Servir a los demás

Francisco no concibe la ejemplaridad de la vida evangélica vivida por la Fraternidad en un contexto de aislamiento eremítico puro y duro. Los hermanos se han reunido para estar en el mundo de una manera servicial. Un ir por el mundo que no se identifica con el vagabundeo sin sentido, sino que se concreta en una presencia fraterna con un peso específico.

La experiencia de Francisco con los leprosos marcó para siempre su forma de seguir a Jesús, hasta el punto de considerarla como un ejercicio práctico para todos los que deseaban entrar en la Fraternidad (LP 9) y recordarla como una gracia del Señor en los últimos momentos de su vida (Tes 2-3). El aspecto misericordioso de la salvación traída por Jesús, se hacia presente en medio de un mundo -el de los leprosos- cerrado y sin horizontes. La recuperación de la propia dignidad como personas, negada por la sociedad, era un descubrimiento de que el Reino anunciado por Jesús se hacia presente en ellos y les invitaba a participar desde sus pobres vidas de leprosos.

Aunque este apostolado ministerial concreto no llegó a cuajar como exclusivo de la Fraternidad, Francisco lo recordará como el que ayudó al grupo a definirse en su servicio menor al Reino. Posteriormente seguirán en esta línea de inserción entre la gente ofreciendo su presencia como una ayuda que provoque la conversión.

Es indicativo el encabezamiento del capítulo dedicado al trabajo, con el que Francisco describe el talante que han de tener los frailes cuando sirven a los demás: «Los hermanos, dondequiera que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean mayordomos ni cancilleres ni estén al frente en las casas en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause perjuicio a su alma, sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa» (1 R 7,1-2).

La vida evangélica que ellos viven como Fraternidad se hace provocadoramente presente cuando se dispersan por el mundo para servir en medio de los hombres. Además del testimonio de pobreza igualitaria que les obliga a trabajar para subsistir, está la comunicación no verbal que proclama de forma silenciosa el modo de vivir de quienes han tomado el Evangelio como opción.

Esta presencia servicial entre los hombres está tan cargada de intencionalidad apostólica y tan vacía de intereses económicos que, en muchos casos, habrá que recurrir a la limosna, porque la remuneración del trabajo o no ha existido o ha sido insuficiente para subsistir. En este caso la mendicación es otro modo de estar entre la gente anunciándoles el Evangelio de una forma existencial, como pertenecientes a un grupo -la Fraternidad- que ha optado por hacer este servicio, arriesgándose a no ser recompensados por su trabajo, pero que confía en la providencia de Dios encarnada en la solidaridad de los hombres.

B.- ANUNCIADORES DE LA PALABRA

A la presencia callada y testimonial, como medio de comunicación del Evangelio, se une la proclamación del mismo por medio de la predicación. Es interesante subrayar la relación existente entre la cultura de la palabra, que caracterizaba a la clase emergente de la sociedad urbana -mercaderes, banqueros, abogados, notarios, maestros...-, cuya actividad se realizaba esencialmente a través del hablar, discutir, negociar, en resumidas cuentas, del convencer a otros, y la centralidad de la palabra como elemento de persuasión en el programa de las nuevas órdenes mendicantes, las cuales respondían a las exigencias de la nueva sociedad con la predicación y la administración de la penitencia, mediante una espiritualidad manifestada preferentemente por la palabra.

a) El cuidado pastoral

El apostolado, tal como lo entendemos ahora, se reducía al acompañamiento sacral de las principales etapas de la vida: bautismo, penitencia, comunión, matrimonios y entierros. La Cristiandad se distribuye en diócesis, y éstas en parroquias. Las disposiciones conciliares y sinodales indican siempre con mayor insistencia la relación personal entre el fiel y el sacerdote titular de la iglesia a la que se pertenece. Si a tal sacerdote le incumbe el servicio del ministerio de la palabra dentro de su parroquia, la obligación de los que pertenecen a ella es la de acercarse para escuchar dicha palabra.

La predicación ordinaria en los domingos y en las otras fiestas litúrgicas principales va convirtiéndose, poco a poco, en un instrumento de mentalización ideológica; mientras que la confesión anual sirve para controlar las conciencias y la conducta moral, utilizándose como pauta del nivel de pertenencia a la comunidad eclesial. Al que no cumple esto se le prohíbe la entrada en dicha iglesia, no sólo estando vivo sino también después de muerto.

Esta tendencia a relacionar al fiel con su propio sacerdote lleva como contrapartida el relegar a monjes y religiosos dentro de su actividad litúrgica monacal, impidiéndoles la participación directa en la pastoral o sometiéndoles a la obediencia canónica de los prelados locales, a los que se exige que les tomen juramento de obediencia cuando los religiosos tengan que asumir un oficio pastoral, con el fin de que ejerciten tal oficio en estrecha dependencia del obispo y de los otros prelados locales, a pesar de cualquier exención. Con esto se pretendía, por parte de los párrocos, el control de los religiosos que ocasionalmente realizaban alguna función pastoral, en concreto la predicación y la administración de sacramentos.

Los mendicantes tuvieron que desarrollar su apostolado dentro de este contexto de hostilidad. Pero los franciscanos se presentaban con unas características diversas respecto a los dominicos. Los dominicos o «Predicadores» aparecen bien definidos como un grupo de clérigos cuya predicación tiene como destinatarios a los diferentes grupos heréticos del sureste francés. La asignación de iglesias propias resolvía el problema de las posibles competencias con el clero local. El primitivo grupo franciscano, por el contrario, presentaba otras características que lo hacían diverso. Su misma connotación laical le colocaba, con relación al clero, en una posición muy diferente a la dominicana. La Fraternidad primitiva, por su carácter itinerante, no tenía sacerdote propio al que referirse, por lo que se entiende que levantaran más de una sospecha, teniendo que recurrir a las bulas pontificias para acreditarse como fieles a la Iglesia y aprobados por Roma.

Dado su carácter laical y la insistencia de Francisco en que los hermanos, al llegar a un pueblo, se presentaran al sacerdote responsable de la cura animarum para ofrecerle sus servicios, la Fraternidad no entraba en competencia con el clero. Pero una vez empezaron a asentarse en los conventos y sus iglesias, surgieron los problemas con los sacerdotes, teniendo que recurrir continuamente al papa para que les extendiera la bula pertinente con el fin de poder predicar. De este modo se entraba en una situación de continua controversia con el clero, donde la Fraternidad perdió parte de su original identidad para convertirse en una Orden mendicante más.

b) La predicación penitencial

Jordán de Giano escribe en su Crónica: «En el año del Señor 1209, tercero de su conversión, habiendo escuchado en el Evangelio lo que Cristo dijo a sus discípulos al enviarlos a predicar, se deshizo inmediatamente del bastón, la alforja y el calzado, cambió de hábito, adoptando el que llevan ahora los hermanos, y se hizo imitador de la pobreza evangélica y predicador solícito del Evangelio» (Crónica, 2).

Para Francisco, al contrario que para san Bernardo, que se entregó a la predicación más por un deber eclesiástico que por vocación, la predicación evangélica itinerante fue una necesidad religiosa primaria, una expresión vital de su experiencia de convertido. Si Cristo predicó el Evangelio y envió a sus discípulos por todo el mundo para que continuaran su misión, es lógico que todos aquellos que pretendan seguirle lo imiten también en esto.

La imitación de Cristo en la predicación evangélica itinerante no sólo marcará el camino espiritual de Francisco, sino que formará parte de la vocación de la Fraternidad. Siguiendo a Jesús, el predicador del Reino, todos los hermanos deberán predicar, al menos, con el buen ejemplo, puesto que para Francisco predicar es ofrecer un estilo de vida enraizado en el Evangelio y provocador de la conversión.

El ideal de la imitación de Cristo en la pobreza y en el anuncio itinerante del Reino, llevado unos años antes por Valdo, es ahora continuado por Francisco. Siguiendo la línea de los Movimientos penitenciales que florecieron a finales del siglo XII y que fueron acogidos en el programa de reorganización eclesial de Inocencio III, la predicación de Francisco comenzó teniendo un contenido penitencial y pacificador, terminando casi siempre con la alabanza.

Apenas reunidos siete hermanos, Francisco los enviará por diversas partes para anunciar la paz y la penitencia en remisión de los pecados (1 C 29). El mismo Celano refiere que, una vez aprobado el Proyecto por Inocencio III, Francisco recorría ciudades y castillos anunciando el Reino de Dios, predicando la paz y enseñando la salvación y la penitencia para la remisión de los pecados (1 C 36). Es del todo evidente la intención del hagiógrafo al sugerir un claro paralelismo entre la predicación de Jesús en Galilea y la de Francisco en Umbría.

Jacobo de Vitry, refiriéndose a la situación de 1216, escribe en su Historia Occidental que los franciscanos, con el ejemplo y la predicación, inducían a la penitencia y a la paz no sólo a las personas más humildes, sino también a los nobles (BAC, 966). Una penitencia que no tomará esos tintes sombríos que la desvirtúan y la hacen aborrecible, sino que se vestirá de una alegría agradecida al comprobar que toda conversión es gracia y, por tanto, motivo de alabanza. Lo recuerda con particular insistencia la Vida de Fr. Gil, al decir que los primeros hermanos fueron enviados por Francisco a diversas Provincias para que anunciaran al pueblo cómo debían alabar al Creador, redentor y salvador nuestro e hicieran una penitencia fructuosa.

La predicación penitencial de la primera Fraternidad es una invitación a seguir a Jesús desde la misma vida de penitencia que ellos llevaban. Una predicación de la penitencia vivida, que después derivó hacia la penitencia sacramental, es decir, hacia la confesión. Francisco sigue este proceso en la Regla no bulada. Después de hacer unas reflexiones sobre la necesidad de confesarse para poder comulgar (1 R 20,15), pasa a relatar una exhortación penitencial que pueden hacer todos los hermanos indistintamente: «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas. Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, que presto moriremos. Dad, y se os dará. Perdonad, y se os perdonará. Y, si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará los vuestros; confesad todos vuestros pecados. Dichosos los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos. ¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno! Guardaos y absteneros de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1 R 21,2-9).

Ante esta exhortación cabe preguntarse cómo era la predicación de Francisco y los primeros hermanos. La respuesta es bastante simple: la que podía ser en un hombre no particularmente culto. Seguramente sería en lengua vulgar o, fuera del área de la Italia central, en aquella lengua -mezcla del latín y de vulgar- que se utilizaba para predicar en romance. En cuanto a la forma, es indudable que no correspondía a los esquemas de los sermones de tipo escolástico. El estilo de Francisco sería más parecido al de los mitineros que al de los predicadores; es decir, que estaba más cerca de los oradores políticos que de los eclesiásticos. Pero, en realidad, la predicación de Francisco no se dejaba clasificar en ningún tipo retórico preciso, sino que su originalidad consistía en la mescolanza inimitable de diversas formas expresivas.

Francisco no elaboró ningún método nuevo de oratoria sagrada. Simplemente actuó su presencia comunicativa para ofrecer aquello que constituía la razón de existir: el Evangelio. El motivo de que conectase con todo tipo de gente hay que buscarlo en sus raíces populares. Francisco se hizo inteligible al pueblo porque él mismo era también pueblo.

Aunque fuera diácono y gustase de seguir las normas litúrgicas en su oración pública, hay que admitir que nunca se sintió ni vivió como clérigo, ya que tenía una formación laical. Su personalidad se había fraguado siendo laico y entre los laicos; por eso sintonizaba con los gestos y formas expresivas de su lugar de origen, tan distintas y distantes de la cultura y espiritualidad de los monjes y clérigos de su tiempo. El pueblo lo consideraba como un predicador salido de su propia gente, que ofrecía lo que ellos tanto buscaban y, además, estaba inmune de todos los defectos que veían en el clero. El éxito de Francisco parece que deba buscarse en su capacidad para aflorar y hacer reales en el campo de la ortodoxia aquellas exigencias religiosas más íntimas que el pueblo no había podido liberar, por la incomprensión de la jerarquía, y se habían manifestado en la herejía.

Los contenidos de la predicación de Francisco, como ya hemos visto, pueden reducirse a los grandes temas de la paz y la conversión, entendida ésta como una apertura al Evangelio que proporciona la dicha de sentirse salvado por Dios y juglar de su gracia. Algunas veces recurrirá también, cuando lo pidan las circunstancias, a temas teológicos e incluso líricos, pero derivando siempre hacia lo que era para él el motivo de su predicación: la conversión al Evangelio.

El anuncio de la paz, como premisa esencial a la hora de hacer penitencia y estar en condiciones de acoger el Evangelio, se podría justificar por las condiciones socioeconómicas del momento, pero la campaña de pacificación llevada a cabo por Francisco se dirigirá a serenar la interioridad del hombre, siempre dispuesto al odio y a la lucha fratricida. El saludo misionero de paz no respondía solamente al deseo de que terminaran para siempre las diferencias y las contiendas, sino sobre todo al deseo de liberarse de la lógica del mundo -del tener, del poder, de la autoafirmación- como condición para poder realizar la paz.

Sobre el contenido de la penitencia basta subrayar que para Francisco no se trata sólo de una virtud ascética sino de la capacidad de cambio, de dejarse llevar por la fuerza del Espíritu para ser capaces de asimilar el nuevo talante que nos proporciona el Evangelio. Hacer penitencia es reconocerse relativos, relacionados con un Dios que lo crea todo, lo envuelve todo y lo ama todo. Por eso, más que mirar y lamentar un pasado deficiente, descubre y agradece un futuro esperanzador habitado por el Padre.

Junto a los temas de la paz y la penitencia se encuentra siempre la invitación a la alabanza y a la acción de gracias. Si la predicación debe ser una comunicación de la propia experiencia evangélica, nada más lógico que Francisco pidiera ser acompañado en aquello que para él era lo fundamental de su actitud cristiana: la plegaria. San Buenaventura lo define como el cantor y adorador de Dios (LM 8,10d), y no es una definición retórica ni exagerada si repasamos sus Escritos.

El Cántico de las Criaturas y todas las otras oraciones latinas son una muestra de que su espiritualidad estaba marcada por la alabanza. Por eso no es de extrañar que Francisco recordase a los frailes que advirtiesen a los fieles sobre la necesidad de la penitencia y de la frecuencia de los sacramentos, pero, sobre todo, de la oración de alabanza: «Y acerca de la alabanza de Dios, anunciad y predicad a todas las gentes que el pueblo entero, a toda hora y cuando suenan las campanas, tribute siempre alabanzas y acciones de gracias al Dios omnipotente en toda la tierra» (1CtaCus 8).

Esta misma insistencia en la alabanza aparece en la Carta a las Autoridades. Después de aconsejarles que hagan verdadera penitencia y reciban con gran humildad el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, les pide de forma taxativa: «Y tributad al Señor tanto honor en el pueblo a vosotros encomendado, que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente» (CtaA 7).

La predicación de Francisco se distingue de la predicación de los otros predicadores itinerantes por lo positivo de sus temas. Él nunca niega nada, sino que afirma; no ataca a nadie, sino que propone lo suyo desde la convicción. Así como no critica a la jerarquía, tampoco se enzarza con los herejes, aunque tuviera que convivir con ellos.

Lo que propone Francisco, como un exponente de toda su vida, está dirigido siempre al servicio del hombre. Por eso trata de replantear las relaciones humanas ofreciendo otro modelo que sirva de clave para una nueva convivencia. Su propuesta de paz no trata de ocultar los problemas, sino de abordarlos desde otra óptica que posibilite soluciones más fraternas. La finalidad de la predicación penitencial de Francisco fue, en definitiva, la conversión del hombre según las pautas evangélicas ofrecidas por Jesús. Y a esto dedicó toda su actividad apostólica, sabedor de que, por tratarse de una síntesis de carisma y cualidades humanas, no podía ser continuada de la misma forma por los hermanos dedicados a la predicación.

c) La predicación culta o teológica

Ya en los últimos años de la vida de Francisco se va detectando en la Orden un irresistible proceso de clericalización que, de forma lógica, llevaba a los hermanos dedicados a la predicación a la búsqueda de un mayor rigor técnico en su oratoria, que sólo podía satisfacerse con el estudio. El ingreso en la Fraternidad de grandes oradores, como Cesáreo de Espira y Antonio de Padua, puso a los frailes intelectuales ante el problema de la utilización de la cultura en el oficio de la predicación, sobre todo en la que iba dirigida a los herejes. Algunos hermanos con un gran bagaje cultural, como Alberto de Pisa y Haymon de Faversham, lo resolvieron tomando los esquemas ya experimentados por los dominicos.

Esto lo muestra claramente el Tratado de la venida de los Hermanos Menores a Inglaterra, de Tomás de Eccleston. La historia del asentamiento de los frailes coincide con la de su relación con la cultura: unas relaciones subalternas primeramente, cuando cada día los frailes, con los pies descalzos, desafiando la nieve y el barro, se acercaban a las escuelas de teología; pero unas relaciones de liderazgo y predominio intelectual después de abrir la escuela de Oxford, a los pocos años de morir Francisco.

Sin embargo, no toda la Fraternidad se hallaba en la misma situación. Jordán de Giano es testigo de que no todos los hermanos enviados a Alemania sabían predicar en latín y lombardo, ni todos ellos eran óptimos predicadores en lombardo y en alemán. Muchos, que no eran sacerdotes sino hermanos laicos sin estudios, sólo tenían la posibilidad de hacer exhortaciones penitenciales al estilo de los hermanos de la primitiva Fraternidad (Crónica, 19).

Mientras la predicación se mantuvo dentro de este clima sencillo y sin pretensiones, las relaciones con la jerarquía no crearon grandes problemas. Pero cuando a la predicación culta siguió la escucha de confesiones y la necesidad de ejercer de forma autónoma el apostolado en las propias iglesias, apareció el conflicto de jurisdicción con el clero secular. El Concilio IV de Letrán, como hemos dicho, mandaba a los fieles que, por lo menos una vez al año, se confesaran con su propio sacerdote y comulgaran. Sin embargo, con la aparición de las iglesias de los mendicantes desaparecía este control.

La única solución que encontraron los frailes fue acudir a Roma en busca de privilegios que les defendieran frente al clero. Francisco había procurado servir apostólicamente a los sacerdotes desde la minoridad; por eso no comprendía ese afán de privilegios que arroparan su autonomía pastoral ante las exigencias del clero. En el Testamento mandará «por obediencia a todos los hermanos que, estén donde estén, no se atrevan a pedir en la curia romana, ni por sí ni por intermediarios, ningún documento en favor de una iglesia o de otro lugar, ni so pretexto de predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, si en algún lugar no son recibidos, márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 25-26).

Sin embargo la realidad ya era otra. La Curia había diseñado un plan apostólico para los mendicantes que, sin negar la secular jurisdicción del clero, agilizara su intervención directa. Y no cabe duda de que la utilización directa, por parte del papa, de los mencionados mendicantes sirvió para la eficacia de algunas misiones apostólicas que, sin esta dependencia de la Santa Sede, nunca se hubieran realizado.

Este equilibrio entre la jurisdicción de los obispos y una exención matizada se refleja en las dos Reglas. En la no bulada, de forma más general, se advierte: «Ningún hermano predique sino conforme a las disposiciones de la santa Iglesia y si se lo ha concedido su ministro. Y guárdese el ministro de concedérselo sin discernimiento a nadie» (1 R 17,1-2); en la bulada se dice de forma lacónica: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido. Y ninguno de los hermanos se atreva absolutamente a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y éste no le ha concedido el oficio de la predicación» (2 R 9,1-2).

Dos son, pues, las condiciones que se requieren para predicar de forma oficial:

-- que el obispo no se lo prohíba, cosa bastante infrecuente para unos predicadores cargados de privilegios papales; y

-- la aprobación del Ministro general, como un medio de control por parte de la Fraternidad y la Curia.

Sin embargo, una lectura más atenta de los textos citados nos revela la evolución habida en la Fraternidad respecto al buen ejemplo y a la predicación como formas de apostolado. Mientras en la Regla no bulada se describe una Fraternidad muy poco entregada a la predicación oficial y volcada de lleno en el trabajo manual y en el apostolado concreto del buen ejemplo, en la Regla bulada se amplía el espacio dedicado a la predicación oral en detrimento del trabajo.

En el Testamento, Francisco trata de reaccionar ante tal situación y de reconducir la Fraternidad hacia el espíritu y la realidad de los orígenes, no por el mero arcaísmo de que "cualquier tiempo pasado fue mejor", sino porque existía el peligro de perder algunos rasgos, como la minoridad, que identificaban a los franciscanos.

Con el crecimiento de la predicación culta o teológica, la relación que había entre la propia vida de penitencia y la proclamación espontánea de la misma, sin una preocupación posterior por las confesiones, quedaba en peligro. El grupo de predicadores que ejercía tal oficio podía apropiarse el cargo y utilizar la Palabra como medio para medrar. Era una amenaza existente ya desde los orígenes, pues en la Regla no bulada se advierte a los hermanos que se dedican a este menester, que no se apropien el oficio de la predicación, de forma que, en cuanto se lo impongan, abandonen su oficio sin réplica alguna (1 R 17, 4).

Los predicadores, lo mismo que los trabajadores o los contemplativos, tenían que transmitir su vida de una forma creíble. Por eso su principal función es predicar con las obras. Sin embargo, esto no es tan evidente como parece, ya que los humanos tenemos la rara habilidad de satisfacer nuestros egoísmos bajo el pretexto de estar sirviendo a los demás. De ahí que Francisco les recomiende:

«... que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos, según lo que dice el Señor: "Pero no os alegréis de que los espíritus os estén sometidos.

»Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenece sino los vicios y pecados. Y más debemos gozarnos cuando nos veamos asediados de diversas tentaciones y al tener que sufrir en este mundo toda clase de angustias o tribulaciones de alma o de cuerpo por la vida eterna.

»Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa". El espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura y simple y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

»Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (1 R 17,6-18).

Esta larga cita, aparentemente tangencial al tema de la predicación, refleja la verdadera esencia del Hermano Menor. Es la actitud previa a toda actividad; la que hace ser franciscana cualquier acción en favor del hombre y en nombre del Evangelio. La disponibilidad total al servicio del Reino puede quedar pervertida al utilizarla en provecho propio. De ahí que Francisco alerte a los hermanos sobre ese peligro que acecha continuamente toda la labor apostólica: el pretender suplantar la fuerza del Espíritu con nuestra pobre actividad supuestamente evangélica.

Si el mensaje que anunciamos no se hace operativo, sino que sirve de cortina de humo para tapar nuestra vanidad, entonces estamos haciendo un flaco servicio a la causa del Reino, a la causa de Jesús. La Admonición 7 subraya la eficacia inmediata que debe tener la ciencia, en concreto la predicación, para la vida del propio hermano. La ciencia, para los que han optado por el Evangelio desde la minoridad, es un arma de doble filo: puede servir para comunicar vida o para matarla. En este sentido:

«Son matados por la letra aquellos que únicamente desean saber las palabras solas, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que dar a consanguíneos y amigos.

»Y son matados por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que desean más bien saber únicamente las palabras e interpretarlas para los otros.

»Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con la palabra y el ejemplo, la devuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).

Toda predicación, aunque sea teológica, debe ser expresión de la rumia constante de la Palabra, de modo que sirva para provecho y edificación del pueblo. Por ello, los hermanos que se dedican a este ministerio deberán hacerlo con expresiones ponderadas y limpias, proponiendo los vicios y las virtudes, la pena y la gloria con un lenguaje breve y sin demasiadas florituras (2 R 9, 3-4).

Es lo menos que se podía pedir. Aun con todo, y a pesar de este deslizamiento hacia unas formas de apostolado -en concreto de la predicación- que Francisco no veía como el mejor modo de encarnar la vida evangélica que el Señor le había revelado, hay que reconocer que se mantuvo en una línea de sobriedad y de eficacia muy positiva para el pueblo al que se dirigían. No sólo los modestos predicadores del Aleluya, sino todos los más grandes oradores franciscanos, aun siendo hombres de una enorme cultura, se mantuvieron en contacto vivo con el pueblo, porque habían optado por un modo de predicación que hundía sus raíces en la experiencia apostólica de Francisco.

d) El ministerio de la penitencia

Si la predicación no era la única forma de apostolado que ejercieron los primeros hermanos, sí que era, al menos, la más relevante; y ello se debía a la propia opción de Francisco a la hora de elegir su puesto en la Iglesia. Lo que normalmente se entendía como cura animarum o cura de almas -es decir, la asistencia espiritual a los fieles desde una iglesia y el culto que en ella se ejercía- estaba reservada desde siempre al clero secular, aunque los monjes y los canónigos regulares trataran de participar en estos ministerios.

Francisco no se planteó nunca competir con el clero, porque él no tenía vocación clerical ni sentía, por lo tanto, ninguna necesidad de ejercer esos ministerios pastorales. Lo suyo era vivir un evangelio pauperista, que incluía el anuncio itinerante de la penitencia y el tratar de comunicarlo a los demás.

Hablar de apostolado desde esta perspectiva resulta difícil para nuestras cabezas, acostumbradas a una pastoral superorganizada. Pero releyendo el camino apostólico de Francisco, podemos descubrir que su anuncio del Evangelio va más por la línea profética que por la clerical: cuidar leprosos, pacificar hombres y ciudades, ayudar a la creación de un marco de referencia donde la creciente clase burguesa encontrara valores y sentido. Todo esto apoyado por la arenga penitencial o el diálogo a distancias más cortas e íntimas.

La Fraternidad, que empezó sintiendo y obrando así, fue cambiando hacia formas más clericales que le exigían, como es lógico, una actuación más clerical. La adopción de iglesias propias donde ejercer su ministerio les afianzará en la progresiva invasión de unos espacios apostólicos que hasta entonces habían respetado. Ahora, además de ir a predicar y escuchar confesiones, podían hacerlo en sus propias casas. Y digo predicar y oír confesiones, porque a eso parece que se reducía su actividad apostólica, además de celebrar la misa diariamente.

Respecto a la predicación ya hemos descrito ampliamente cuáles eran su forma y contenido, por lo que no hace falta insistir en ello. Simplemente recordar que, a raíz de las disposiciones del concilio IV de Letrán sobre la obligación de confesarse y comulgar al menos una vez al año, la predicación franciscana se centró en anunciar que Jesús, presente en la eucaristía, es el que nos da la salvación y, por tanto, hay que estar capacitados para recibirla por medio de la penitencia. Una penitencia entendida en sentido global, más que como sacramento.

De hecho, Francisco no habla nunca a los frailes sobre el modo de ejercer el ministerio de la confesión, ya que no entraba en sus cálculos. Simplemente se hace eco de la normativa del concilio, advirtiéndoles que antes de comulgar se confiesen con un sacerdote, a ser posible de la misma Fraternidad; o, cuando no pudieren tener a mano un sacerdote, con algún hermano laico, con la condición de acudir después al sacerdote (cf. 1 R 20,1-5). De esto se deduce que los pocos sacerdotes que había en la Fraternidad ejercían su ministerio penitencial solamente entre los mismos hermanos, no entre los fieles.

Sin embargo, y a pesar de que los hermanos sacerdotes no eran muchos, pronto empezaron a ejercer el ministerio de la confesión como una consecuencia de la predicación penitencial. Cuando el obispo de Hildesheim, Conrado, recibió con solemnidad en 1223 a los Hermanos Menores, «les concedió facultad de predicar y de oír confesiones en toda su diócesis» (Giano, Crónica, 35).

Más comprensible resulta lo ocurrido en Inglaterra, donde la Fraternidad casi nació ya clerical. De Haymon de Faversham, que era ya un famoso predicador cuando en 1222 entró en la Fraternidad junto con otros tres maestros de teología, dice Tomás de Eccleston: «El día de Pascua, viendo una gran muchedumbre en la iglesia parroquial donde los hermanos asistían a la Misa, porque todavía no tenían una capilla para ellos, el hermano Haymon dijo al custodio, un laico llamado Bienvenido, que, si le parecía, predicaría al pueblo para que nadie comulgara en pecado mortal. El custodio, inspirado por el Espíritu Santo, le ordenó predicar. Y el hermano Haymon predicó de manera tan conmovedora, que muchos decidieron diferir la comunión hasta que no tuvieran la oportunidad de confesarse. Permaneció en la iglesia durante tres días escuchando las confesiones y confortando a todo el pueblo» (Col. VI).

Aunque un poco exagerado, refleja cuál era el ambiente apostólico de la Fraternidad, al menos en Inglaterra. Tanto es así que dedica todo el coloquio XII de su crónica a relatar la institución de los confesores más famosos; un ministerio que se concedía independientemente del oficio de predicador.

Estos hermanos clérigos ingleses fueron la avanzadilla de toda la Fraternidad en su empeño por entrar en el ministerio pastoral de una forma plena. Pero no fueron los únicos; toda la predicación de Antonio de Padua, al menos en sus sermones que han llegado hasta nosotros, está ordenada, más que a ilustrar, a preparar a los fieles a la confesión de sus pecados. En uno de sus sermones describe la predicación como «la trompeta que llama a batallar contra los viciosos».

Si, por una parte, todos estos oradores siguieron manteniendo en sus sermones ese contenido penitencial de los orígenes, también hay que señalar que fueron más allá, hasta aplicarlo al sacramento de la penitencia y ejercer ellos mismos este ministerio, cosa que no entraba, como hemos visto, en los planes de Francisco.

La participación de los franciscanos en la consolidación de la nueva clase social -la burguesía- no se limitó al aspecto religioso sino que, con su predicación, trataron de moralizar la vida privada de los ciudadanos, introduciendo en la legislación municipal una serie de normas derivadas del pensamiento teológico y canónico.

3. CONCLUSIÓN: EL APOSTOLADO, HOY

Sin renunciar a toda esta herencia franciscana que, especialmente en la predicación, nos dejaron nuestros antepasados, hoy el problema del apostolado se nos presenta de forma muy diversa. Nuestra sociedad ya no es aquella cristiandad en la que todo -cultura, ideología, etc.- estaba marcado por lo religioso. Hoy se admite la sociedad secular como algo lógico, por lo que la fe tiene que plantearse como una opción personal no siempre favorecida por el ambiente que nos rodea.

Desde esta perspectiva, el apostolado ya no puede mantenerse como una acción rutinaria destinada al mantenimiento de una fe heredada que no se cuestiona ni inquieta. Tanto si se trata de acompañar y profundizar la fe de los creyentes que se sienten Iglesia de una forma responsable, como si se trata de volver a anunciar el mensaje evangélico a los que se ha dado en llamar cristianos sociológicos, hay que hacerlo de una manera seria pero atractiva, que sea capaz de ofrecer en una sociedad plural un horizonte de sentido, donde poder vivir de forma solidaria lo que significa ser hombre en apertura a la trascendencia de un Dios que nos ama.

Esto es lo que hicieron, o intentaron al menos, Francisco y sus hermanos: ofrecer futuro, de parte de Dios, a todos aquellos que encontraban cerrado su propio camino; acompañar en la búsqueda a los que soñaban con otras formas de ser persona en una sociedad distinta; compartir el gozo de lo ya conseguido y el dolor de las propias torpezas que desbaratan el caminar decidido.

Indudablemente, las formas históricas en que se concretaron todas estas propuestas apostólicas de la Fraternidad primitiva respondían a su tiempo y ambiente, por lo que, tal vez, no sean reproducibles. Pero, haciendo una relectura de sus actividades, sí que podemos deducir los valores evangélicos que las sustentaban y que, de forma global, podrían ser estos:

El valor testimonial de la propia vida evangélica. En una sociedad donde hay inflación de palabras, difícilmente se puede comunicar el mensaje del Evangelio solamente con grandes discursos y convincentes razonamientos. Si las palabras no evidencien un estilo de vida como el de Jesús, se convierten en meros sonidos sin ninguna significación. La originalidad de la evangelización, apostolado, radica en que el mensaje transmite lo ya experimentado, lo ya vivido.

Preferir la evangelización a la sacramentalización. El tema de la nueva evangelización, que con tanto énfasis corre por toda la Iglesia, es una toma de conciencia de que la cristiandad se ha descristianizado, a pesar de haber existido una gran tradición sacramentalizadora. Pero la urgencia de esta nueva evangelización no puede hacernos caer de nuevo en los viejos defectos de creer que se trata de una vuelta al pasado. Evangelizar la cultura actual presupone la confianza de que es factible su evangelización. Disfrazar nuestra incapacidad de imposibilidad, es negar que Dios esté presente, por medio de su Espíritu, en este mundo que nos ha tocado vivir.

Hacernos presentes en los espacios fronterizos de la pobreza y la cultura. Tradicionalmente, y con razón, se ha tenido a los franciscanos como a los hombres del pueblo. Sin embargo, acompañar a las clases populares en su religiosidad puede ser un arma de doble filo. Porque no basta con mantenerlos en su folklore religioso, por importante que sea; la vivencia del Evangelio tiene unas consecuencias éticas que necesitan hacerse presentes en la vida diaria.

Este acompañamiento popular, no obstante, debe dejarnos espacio y tiempo para evangelizar otras culturas. Pretender que se cristianicen espontáneamente sin asumir el riesgo a acercarse a ellas es, cuando menos, sospechoso, ya que evidencia nuestra incomodidad por situar la fe en la frontera de lo discutible como paso previo para ser aceptada.

BIBLIOGRAFÍA

Capítulo General OFM 1991, La Orden y la evangelización hoy, en Selecciones de Franciscanismo (= Sel Fran) n. 59 (1991) 243-250.

Concetti, G., Predicazione, predicatore, en Dizionario Francescano, Padua 1995, 1589-1606.

V Consejo Plenario OFMCap 1986, Nuestra presencia profética en el mundo. Vida y actividad apostólica, en Sel Fran n. 47 (1987) 226-256.

Domingos Salvador, A., Nuestra vocación apostólica y misionera como Franciscanos, en Cuadernos Franciscanos n. 43 (1978) 158-168.

Delcorno, C., Origini della predicazione francescana, en Francesco d'Assisi e Francescanesimo dal 1216 al 1226 (Atti del IV Convegno Internazionale), Asís 1977, 127-160.

Esser, K., La misión apostólica de los Hermanos Menores, en Cuad Franc n. 14 (1971) 77-84.

Esser, K., Ministerio pastoral y apostolado en el espíritu de S. Francisco, en Temas espirituales, Oñate (Guipúzcoa) 1980, 189-208.

Garrido, J., Misión y minoridad, en La forma de vida franciscana, ayer y hoy, Madrid 1985, 109-126.

Ghinato, A., El buen ejemplo franciscano, en Sel Fran n. 33 (1982) 389-412.

Godet, J.-F., El papel de la predicación en la evolución de la Orden de los Hermanos Menores según los escritos de san Francisco, en Sel Fran n. 22 (1979) 103-116.

Hubaut, M., Francisco y sus hermanos, un nuevo rostro de la misión, en Sel Fran n. 34 (1983) 9-21.

Hummes, C., La vida apostólica de la Orden de los Hermanos Menores, en Cuad Fran n. 14 (1971) 85-96.

Iriarte, L., La «vida apostólica» en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 75 (1974) 99-109; y en Sel Fran n. 10 (1975) 27-37.

Iriarte, L., Apostolado franciscano, en Vocación franciscana, Valencia 1989, 339-355.

López, S., La evangelización desde la identidad franciscana, en Sel Fran n. 16 (1977) 67-92.

López, S., La Fraternidad, primer agente de evangelización, en Sel Fran n. 31 (1982) 33-48.

López, S., La evangelización, reto a la Fraternidad Menor, en Sel Fran n. 36 (1983) 437-465.

Mac-Mahon, F. J., Fundamentos del apostolado franciscano, en Cuad Fran n. 14 (1971) 107-116.

Mailleux, R., Francisco de Asís, evangelizador y hombre de paz, en Sel Fran n. 57 (1990) 425-444.

Manselli, R., El gesto como predicación para S. Francisco de Asís, en Sel Fran n. 33 (1982) 413-426.

Martins, A. da Silva, El «Proyecto pastoral» de S. Francisco, en Verdad y Vida 48 (1990) 3-42.

Matura, T., Evangelización o acogida del evangelio por Francisco y sus hermanos, en Sel Fran n. 60 (1991) 335-354.

Meersseman, G. G., Eremitismo e predicazione itinerante dei secoli XI e XII, en L'Eremitismo in Occidente nei secoli XI e XII (Atti della seconda Settimana Internazionale di Studio), Mendola 1962, 164-179.

Pellegrini, L., Mendicanti e parroci: coesistenza e conflitti di due strutture organizzative della «cura animarum», en Francescanesimo e vita religiosa dei laici nel '200 (Atti dell'VIII Convegno Internazionale), Asís 1980, 129-167.

Pohlmann, C., «Vivir no sólo para sí...» La vida fraterna con los otros, en Sel Fran n. 15 (1976) 312-320.

Pujol, J., Aspectos esenciales del apostolado franciscano, en Cuad Franc n. 48 (1979) 197-206.

Rusconi, R., I francescani e la confessione nel secolo XIII, en Francescanesimo e vita religiosa dei laici nel '200 (Atti dell VIII Convegno Internazionale), Asís 1980, 251-309.

Schalück, H., Hacia el año 2000: La nueva evangelización. Contribuci6n de los Franciscanos al «hoy de la Iglesia», en Sel Fran n. 58 (1991) 55-84.

Schmucki, O., La vida de apostolado: Anunciadores itinerantes de la Palabra divina, en Líneas fundamentales de la «forma vitae» en la experiencia de S. Francisco, en Sel Fran n. 29 (1981) 226-231.

Texeira, C. M., O pensamento apostólico-missionário de S. Francisco, en Antonianum 57 (1982) 208-229.

Uribe, F., La fuerza evangelizadora del testimonio, en Sel Fran n. 59 (1991) 223-242.

[Selecciones de Franciscanismo n. 62 (1992) 213-238.

J. Micó, Vivir el Evangelio, Valencia 1998, pp. 321-346]

Indice Capítulo siguiente