DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS
ESTUDIO HISTÓRICO - JURÍDICO

por Antonio García y García, OFM

.

Este estudio pretende realizar un análisis de la legislación medieval de las clarisas. Para ello, trataremos, ante todo, de indicar los antecedentes históricos de la normativa de las clarisas. En segundo lugar intentaremos enmarcarla en el ambiente histórico en que surgió, subrayando los factores que más influyeron en su configuración. Por último, indicaremos cuáles son, a nuestro juicio, los elementos innovadores de esta legislación que más contribuyeron a propiciar la universalidad y la perpetuación de esta norma de vida en la Iglesia.

No tratamos de ofrecer aquí un resumen o síntesis de la legislación medieval de las clarisas, por juzgarlo innecesario, ya que dicha síntesis ha sido realizada ya muchas veces y sería superfluo dedicar nuestro tiempo a repetir lo ya suficientemente expuesto.

La historia de cada una de las órdenes religiosas fue realizada las más de las veces por autores pertenecientes a las mismas, por lo que el resultado final es más bien una historia interna y de puertas adentro de la respectiva familia religiosa, sin confrontarla suficientemente con el mundo y con la sociedad circundantes. Sería vano intento que yo pretendiera realizar en una simple exposición congresual esta ardua tarea de la historia de la legislación de las clarisas comparándola suficientemente con la normativa de derecho común y con la de las principales órdenes y movimientos religiosos de su tiempo. Mi intento es mucho más modesto, ya que sólo pretende enmarcar la legislación de las clarisas dentro de las coordenadas históricas de su época, de las del derecho canónico común sobre la vida religiosa y desde sus conexiones benedictinas y sobre todo franciscanas.

Aunque tal vez no sea necesario, quisiera subrayar desde estas líneas proemiales que este estudio no pretende tratar de modo exhaustivo la identidad total histórica y actual de las clarisas, sino tan sólo los aspectos legales de la misma. Hay otros aspectos teológicos, ascéticos, espirituales, etc., a los cuales no se alude aquí para nada, ya que caen fuera del ámbito del tema que me ha sido encomendado.

1. ANTECEDENTES HISTÓRICO - JURÍDICOS[1]

¿Cuál era la situación de la vida religiosa femenina en la Baja Edad Media y más en concreto en las últimas décadas del siglo XII y primera mitad del siglo XIII? La Orden cluniacense había servido de soporte a la reforma gregoriana que emerge a mediados del siglo XI. A principios del siglo XII, el monacato femenino, al igual que el masculino, ofrecía un vigor maravilloso, con sus innumerables y grandes monasterios esparcidos por todas las regiones de Europa.[2] Pero dicha reforma se había eclipsado ya con el primer cuarto del siglo XII, pasando sus miembros de reformadores a reformandos.[3] De esta relajación dan elocuente testimonio, entre otros, Ivo de Chartres[4] y San Bernardo de Claraval.[5] En torno al 1200, la decadencia del monacato benedictino en general era realmente abrumadora, y el femenino se encontraba todavía en estado más lamentable. Las causas de esta decadencia eran, entre otras, la mala situación económica, que conllevaba con frecuencia la necesidad de que cada monja viviera por su cuenta; la mala formación de las novicias, las hijas de familias nobles que buscaban en el claustro un modo de seguir llevando una vida mundana más que la propia santificación, y la consiguiente caída de la clausura.

Los obispos gregorianos de los siglos XI-XII habían apostado por la revitalización de los canónigos regulares con preferencia a los monjes, por hallarse éstos más lejos de la vida urbana y por sus tradicionales enfrentamientos con los obispos a causa de la exención. Sin tratar por ello de suprimir los canónigos seculares inspirados en una normativa de la época carolingia, los gregorianos tratan de potenciar los cabildos regulares, que se inspiraban en la llamada regla de San Agustín, donde se preveía la vida en común, con renuncia a la propiedad privada por parte de cada canónigo, aparte de la permanencia en el claustro. A este género de vida le llamaban la "primitivae vitae forma" o "vita apostolica" y otros términos equivalentes con los que se aludía al tenor de vida de la Iglesia de Jerusalén.[6] A lo largo del siglo XII se crearon numerosas fundaciones de este estilo, que a veces sólo constaban de un único monasterio, pero en otros casos tuvieron alguna difusión, como por ejemplo la Congregación del Santísimo Salvador de Letrán (1059), Congregación de San Víctor (1113), Canónigos de la Santa Cruz (crucíferos), etc. La fundación canonical más importante de esta época es sin duda alguna los premonstratenses (1019-1020), que constituyen la fundación de mayor impacto entre todas las canonicales. Sin negar a los canónigos regulares su importante influjo en la vida pastoral, de hecho no constituyeron la respuesta adecuada a los problemas de la reforma de la Iglesia en el siglo XII.

Sin que se pueda llamar una rama femenina de los premonstratenses, sí es oportuno llamar aquí la atención sobre fundaciones de "canonesas" o canónigas, que en teoría se vinculan a la autoridad diocesana y sin ningún nexo especial con los monjes, que unos relacionan con las antiguas "diaconisas" de la primitiva Iglesia y otros con las "sanctimoniales" aisladas anteriores al establecimiento del monacato femenino.[7] Uno de los códices más antiguos del concilio IV Lateranense de 1215, procedente del monasterio alemán de Weingarten y hoy conservado en la Landesbibliothek de Fulda, alude a ellas en estos términos [véase más adelante el sentido del texto latino]:

"In quibusdam ecclesiis congregationes esse didicimus mulierum que canonicas se faciunt appellari cum tamen seculariter conuersantes nullam canonicam regulam sint professe. Ideoque tam earum saluti quam honestati ecclesiastice prouidentes ut tales regularia statuta suscipiant et obseruent precipimus. Quod si facere pertinaciter recusauerint, loca ipsa de religiosis ordinada personis omnino relinquere per episcopos sibi prelatos, adhibito si necesse fuerit secularis potestatis auxilio compellantur".[8]

Otra familia monacal mucho más importante, surgida del viejo tronco benedictino fueron los cistercienses. Esta reforma iniciada en 1098, se formalizó sobre todo en tiempos del tercer abad Esteban Harding (1109-1134). Los cistercienses representan el movimiento monacal más actualizado al filo del concilio IV Lateranense de 1215, con el que Inocencio III acomete la reforma de la Iglesia, dictando el cuerpo de normas más sustancioso de todo el Medievo para este efecto.[9]

Las principales ramas monacales surgidas en los siglos XI-XII condicionan la aparición de otras tantas familias de monasterios femeninos, cada una de las cuales sigue una trayectoria familiar a la de los correspondientes monjes.

Hay que subrayar que tanto los premonstratrenses y cistercienses como otras fundaciones de menor alcance viven en una cierta desconexión con la vida y con los problemas de la nueva sociedad del siglo XII, que se caracteriza por un cierto bienestar progresivo, por la introducción de la economía monetaria, por el incremento de la población urbana, por un cierto desarrollo industrial, por el incremento consiguiente de las relaciones comerciales, por el despertar intelectual potenciado por las primeras universidades, por el incremento del papel de la mujer en la sociedad, etc. Esta nueva situación estimula el surgimiento y la consolidación de una nueva conciencia con nuevos problemas morales y nuevas necesidades e ideales religiosos a los que no daba respuesta adecuada un clero diocesano generalmente de escasa calidad y formación, ni las mejores reformas monacales como Cîteaux, o canonicales como Prémontré, que, según queda dicho, a finales del siglo XII experimentaban ya un franco estancamiento.

En líneas generales, los siglos XIII y XIV representan, en su conjunto, un progresivo declive del monacato, debido más que nada a su desfase con los signos de los tiempos, pese a que siguieron registrándose algunas fundaciones nuevas, como la de los silvestrinos (siglo XIII), celestinos (siglo XIII), olivetanos (siglo XIV), etc. Las causas concretas de este languidecimiento radican en una amplia gama de factores. Entre éstos hay que contar el auge de la vida urbana en el siglo XIII, que les deja un tanto aislados y desconectados de la vida real de las gentes. El sistema feudal, dentro de cuyo engranaje el abad es con frecuencia tan mundano como cualquier otro señor feudal, acaba por deteriorar el clima de la vida monacal. La preferencia por candidatos de la nobleza priva a los monasterios del aporte de las vocaciones venidas del pueblo llano. Los cambios socioeconómicos del siglo XIII influyen negativamente en la economía de los monasterios. El fiscalismo romano sobre los monasterios inclina las cosas en el mismo sentido. En el siglo XIV, los monasterios comparten la decadencia general condicionada por el destierro de Aviñón y por el Cisma de Occidente. Desde finales del siglo XIV, cunde también entre los monjes un movimiento de reforma paralelo del que alentaba en las órdenes mendicantes.

Y aquí es donde surge un nuevo espacio eclesial y social para nuevos movimientos religiosos que no tardan en aparecer, en unos casos con signo heterodoxo -movimientos laicos anticlericales- y en otros dentro de la más fiel obediencia a la jerarquía -órdenes mendicantes-.

Ambos movimientos coinciden en dos puntos de referencia, a saber, la práctica de la pobreza evangélica y la predicación itinerante. Esta afinidad se explica por el hecho de que entrambos tratan de dar respuesta a una misma problemática. Pero difieren diametralmente en sus relaciones con la jerarquía y con la Iglesia misma.

La reforma gregoriana atacó duramente al clero indigno, acusándole con fundamento de simonía y nicolaísmo. En algunos ambientes de dicha reforma se llegó incluso a proyectar serias dudas sobre la validez de los sacramentos administrados por el clero indigno. Su argumentación consistía en algo tan simple como vincular la validez de los actos puestos por el ministro de la Iglesia a la santidad de su persona, punto de vista que reaparece con cierta frecuencia desde la primitiva Iglesia. De aquí sacaban la consecuencia de que los verdaderos ministros de la santificación de los hombres eran ellos y no la Iglesia y sus clérigos. En este contexto, la simonía llega a calificarse de herejía -"simoniaca haeresis"-. Por ello, no es extraño que los movimientos laicales anticlericales trataran de suplantar al clero, no bastando para evitarlo los esfuerzos del clero secular digno que aún quedaba ni por los monjes y canónigos regulares.

Aunque algunos manuales de historia suelen hablar casi exclusivamente de cátaros y valdenses, lo cierto es que esta clase de movimientos laicales fueron mucho más numerosos, e incluso los aludidos cátaros y valdenses resultan difíciles de definir, dada la identidad cambiante que ofrecen a lo largo de su historia.[10]

Hasta 1140 estos movimientos laicales no llegaron a captar las masas. Pero a partir de esta fecha, los cátaros se encargan de convertir su herejía en un verdadero movimiento de masas. Algo parecido ocurrió con los valdenses, quienes al principio se habían opuesto a los cátaros y habían merecido los elogios de Alejandro III en el concilio III Lateranense de 1179, pero desde 1184 cayeron bajo la influencia de los susodichos cátaros.[11]

Los movimientos religiosos laicales de signo herético eran en la mayoría de los casos anticlericales, antisacramentarios y, a veces, también antisociales. Esta última connotación no sólo suscitaba la condenación por parte de la Iglesia, sino también la represión por parte de los poderes seculares. Hasta finales del siglo XII, los papas y la curia romana no adoptaron medidas de tipo universal contra la herejía. Alejandro III condenó varios herejes en un canon del sínodo de Montpellier (1162) y en el de Tours c. 4 (1162). En el concilio III Lateranense de 1179, c. 27, fueron condenados los herejes de la Gascuña. La decretal de Lucio III Ad abolendam[12] menciona nominalmente a los cátaros, patarenos, humillados, pobres de Lyon, arnaldianos, etc., trazando el procedimiento que los obispos debían seguir contra ellos. Esta decretal es importante, porque en ella se recoge la doctrina anterior sobre el tema y porque sirve de fuente al futuro tratamiento de esta problemática por parte de Inocencio III en la decretal Vergentis[13] y en el concilio IV Lateranense, c. 1-3, donde se formula una condenación mucho más universal, más razonada y con un procedimiento más elaborado contra los herejes, precedida de una exposición positiva de las verdades de la fe católica.[14]

Los antecedentes expuestos en este apartado permiten sin duda comprender mejor el hueco que la legislación de las clarisas viene a ocupar dentro del marco de la vida religiosa a principios del siglo XIII, los problemas a los cuales intenta responder y en qué medida lo consigue.

2. AMBIENTE HISTÓRICO EN QUE SURGE
LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS

Lotario Segni, papa con el nombre de Inocencio III (1198-1216), llevó a cabo un amplio programa de reforma del monacato de su tiempo, por el cual demostró particular estima. Lotario había recibido buena parte de su formación en el monasterio de San Andrés del Monte Celio. Los Gesta Innocentii III[15] afirman que incluso organizó la vida de sus familiares en el palacio de Letrán al estilo de una comunidad religiosa. La reforma del monacato preocupó de tal forma al papa Inocencio III, que incluso visitó personalmente los monasterios más cercanos a Roma, tales como Subiaco -donde por cierto se conservan los dos conocidos cuadros de San Francisco de Asís y de Inocencio III respectivamente-, Farfa, San Martín del Cimino, Montecassino. En otros territorios trató de realizarla a través de sus legados, como lo hizo por ejemplo en Inglaterra por medio del legado Juan de Ferentino. En otros casos, en fin, trató de coordinar la acción de los obispos locales en el mismo sentido. Para conseguir esta meta de la reforma monacal, potenció la institución de los capítulos, precedidos de las correspondientes visitas canónicas, fruto de cuyas experiencias será la constitución 12 del concilio IV Lateranense de 1215.[16] Esta institución concebida para los monjes será puesta en práctica sobre todo por los mendicantes: de ahí que en los manuscritos del concilio se cambia paulatinamente la rúbrica de concilios monacales por la de capítulos provinciales.

Los múltiples esfuerzos de reforma de la vida monacal llevados a cabo o alentados por Inocencio III se referían a órdenes masculinas. Pero tampoco faltó su preocupación por las femeninas, unas veces porque dichas órdenes masculinas tenían también rama femenina, y en un caso concreto se ocupa también en exclusiva del monacato femenino, como ocurrió en 1207, al tratar de reunir en un único monasterio romano, el de San Sixto, a las numerosas monjas que, bajo diferentes reglas y denominaciones, llevaban en la Urbe una lánguida vida regular.[17] De hecho murió el papa sin que la construcción de este monasterio se hubiese concluido. El sucesor, Honorio III, tras un primer intento fallido, encomendó este asunto a Santo Domingo de Guzmán, quien consiguió tan pronto como en 1221 poner en funcionamiento el monasterio de San Sixto. Como era previsible, no llegó a reunir a todas las monjas romanas, pero sí constituyó el monasterio de San Sixto en un centro animado de un nuevo espíritu regular.

De todas formas, el núcleo del "ius novum" formulado por Inocencio III, que afecta a todas las órdenes mendicantes, tanto masculinas como femeninas, es el c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215. En dicha constitución se contienen cuatro normas: 1) Prohibición de fundar nuevas religiones; 2) Necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa; 3) Prohibición de que un mismo monje pertenezca a la vez a varios monasterios; y 4) Que una misma persona no sea simultáneamente abad de varios monasterios.[18]

La tercera y la cuarta de estas normas se refieren obviamente a los monjes y no a los mendicantes, por lo que no vamos a comentarlas aquí. Pero las dos primeras afectan a todo tipo de vida religiosa, ya fuera monástica ya mendicante. No es tan fácil como pudiera parecer a primera vista la interpretación de las dos primeras normas que vamos a comentar.

De hecho, algunos historiadores recientes, como Grundmann,[19] ven aquí una manifiesta ruptura con la línea seguida por Inocencio III a lo largo de su pontificado, particularmente en la aprobación oral que dio a la Orden franciscana. Otros, como Maccarrone,[20] creen que las posturas de Inocencio III antes y en el concilio Lateranense c. 13 son coherentes. Veamos, ante todo, algunas interpretaciones de esta normativa de la constitución 13 del concilio IV Lateranense por parte de los canonistas medievales. Algunos, como La Glosa Ordinaria al Liber Extra de Gregorio IX[21] y Juan de Andrés[22], entienden que las dos primeras normas se refieren a una misma cosa, es decir, a la prohibición de nuevas religiones. La diferencia entre las dos normas está en que la primera aborda el tema en relación con las personas y la segunda se refiere a los lugares.

A mi juicio, habría que añadir que no sólo se trata de personas y lugares, sino que las dos normas se sitúan en momentos cronológicamente diferentes. La primera se refiere al momento en que uno quiere convertirse a la vida regular, y entonces se le manda que elija una de las religiones ya aprobadas, en vez de constituirse en fundador de una religión más. No cabe duda que, si tomamos esto a la letra, esta norma rompe ciertamente con la línea inocenciana anterior a la constitución conciliar. Pero quizás no sea ésa la interpretación que hay que dar a esta norma. Ahondando un poco más en el contexto histórico, no parece que se aluda aquí a fundaciones como la de San Francisco, que se presentó a la Santa Sede pidiendo aprobación para su tenor de vida, sino a la infinidad de grupúsculos que se decían regulares sin serlo, y no se preocupaban de normalizar su estado de vida a tenor de la normativa pontificia. Un ejemplo de esto eran las canonesas del antiguo códice del concilio Lateranense de la abadía de Weingarten -junto al Lago de Constanza-, que mencionamos más arriba, donde se habla de unos grupos de mujeres, instaladas en ciertas iglesias y que se autodenominaban canónigas o canonesas regulares, sin que se hubiesen acogido a ninguna regla ni institución, muy en contra de lo que ya había prescrito para ellas el concilio II Lateranense de 1139, c. 26. Para los varones no se había dado todavía norma alguna de derecho común en este sentido.

Que estos grupos incontrolados siguieron abundando incluso después del concilio Lateranense de 1215, nos lo asegura, entre otros, el cronista franciscano Salimbene, quien escribía su crónica entre 1283 y 1288, y advierte sobre esta constitución 13 del concilio Lateranense:

"Ista constitutio propter praelatorum negligentiam servata non fuit. Immo quicumque vult, imponit sibi caputium et mendicat, et gloriatur se religionem novam fecisse. Et ex hoc fit mundo confusio..."[23]: «Esta constitución, por la negligencia de los prelados, no fue observada. Al contrario, cuantos quieren se ponen un capucho y se van a mendigar, gloriándose de haber fundado una nueva orden. Y por esto se crea confusión en el mundo...».

Es obvio que Salimbene no tiene conciencia de que la norma lateranense de la constitución 13 pueda aplicarse o que se refiera a casos como el de la Primera o Segunda Orden franciscanas.

La segunda norma de la constitución 13 lateranense, que prescribe la necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa, se sitúa en el momento en el cual los que querían convertirse a la vida regular intentaban materializar su propósito fundando la primera casa o casas. Este es el momento en que su propósito de convertirse a la vida regular se exterioriza plenamente y resulta controlable por parte de la Iglesia. Y es aquí donde se les exige la adoptación de una regla e institución ya aprobadas. Otra interpretación más sencilla de esta segunda norma consistiría en que aquí se trata de fundaciones que constaban de una única casa, mientras que la primera aludiría a religiones que constaban de varias.

En todo caso, el sentido que la tradición canonística dio a las dos primeras normas, que aquí comentamos, está bien expresado en la rúbrica que en las ediciones de las Decretales de Gregorio IX se antepone a esta constitución lateranense: "Novam religionem non licet constituere sine auctoritate romani pontificis..."[24]: «No se puede constituir una nueva orden sin la aprobación del romano pontífice». En la tradición de rúbricas del texto conciliar sólo aparece esta idea en un códice tardío del siglo XIV: "Ne fiant noue religiones, nisi fuerint approbate"[25]: «No se funden nuevas órdenes, si no han sido aprobadas». Pero es bastante probable que en este caso la tradición del texto conciliar se inspira en la de las Decretales de Gregorio IX y no viceversa.

En un registro de las rúbricas de los restantes códices del concilio IV Lateranense se anteponen al c. 13 las siguientes en el grupo de manuscritos más antiguos:

"Ne de cetero noua religio inueniatur, De nouis religionibus, Ne quis in ecclesiam nouam religionem inducat, Ne quis nouam religionem inueniat, De approbata religione, Ne fiant noue religiones nisi fuerint approbate, De inuentis religionibus prohibitis, De noua religione non facienda, Ne noua inueniatur religio, Ne quis nouam religionem inducat".[26]

Contrariamente a lo que muchos opinan, la normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215 no ha de ser considerada como un impedimento sino como una medida legal favorable al afianzamiento y progreso de las órdenes mendicantes. De hecho, las grandes órdenes mendicantes resultaron favorecidas, mientras que dicha normativa obstaculizó la proliferación de pequeñas fundaciones tradicionalmente tendentes por otra parte a escapar al control de la Iglesia. Que este abuso no se cortó de la noche a la mañana, aparece claro por el concilio II de Lyon (1274) c. 23, que ordena la supresión de todas las religiones aparecidas desde 1215 a espaldas de esta normativa lateranense que estamos comentando. El testimonio de Salimbene, que reproducimos más arriba, constata además la actuación de pequeños grupos que ni siquiera se habían presentado a la Iglesia en demanda de aprobación.[27]

Que no se dio una interpretación demasiado literalista a esta normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense resulta evidente por la actuación de Inocencio III y de sus sucesores, quienes sin duda vieron en la redacción rigorista de este canon más las presiones de los obispos que la mente genuina de Inocencio III. Esta línea interpretativa pontificia se hizo patente en el caso de la aprobación de la Primera Orden franciscana por Inocencio III. Cuando en 1209 o 1210, San Francisco y sus primeros compañeros se presentaron a Inocencio III pidiéndole la aprobación, constituían una comunidad que, por el hábito y forma de vida, podía asemejarse a los grupos de penitentes al uso de entonces, pero carecían de toda aprobación, incluida la de su obispo. Por otra parte, eran laicos. No había, por consiguiente, estatuto alguno jurídico precedente que confirmar. Por ello, no parece que el papa Inocencio tomara al principio en consideración las peticiones de confirmación o creación "ex novo" de la orden religiosa que Francisco y los suyos solicitaban. Para obviar la principal dificultad, el cardenal Juan de San Pablo sugirió a Francisco la adopción de alguna regla ya aprobada. Pero Francisco insistió en pedir la aprobación de su género de vida por el papa, tal como él y sus compañeros lo habían concebido, sin acogerse a regla alguna de las precedentes. Francisco y los suyos habían adoptado como norma de vida los textos evangélicos sobre la misión de los apóstoles y sobre el seguimiento de Cristo desde la práctica de los consejos evangélicos, insistiendo particularmente en el de pobreza. Las fuentes posteriores nos informan, en mirada retrospectiva que, en lugar de adoptar una de las reglas aprobadas, se redactó lo que comúnmente se llama la Primera Regla o Regla Inocenciana. Esta Regla, que no se conserva, parece que constaba fundamentalmente de los textos evangélicos aludidos. Las mismas fuentes sostienen que el papa aprobó la nueva fundación a base de esta Primera Regla. Pero la aprobó de forma insólita, a saber, de viva voz, y con el asenso de los cardenales en consistorio, elevando así este "vivae vocis oraculum" a la categoría de publicidad y demostrabilidad como acto auténtico y autenticable de la Santa Sede.[28]

La aplicación del c. 13 del concilio IV Lateranense en general, y sobre todo en relación con la Primera Orden franciscana, permite comprender mejor lo que acaeció con la de la Segunda Orden o clarisas, asunto que vamos a examinar en el último apartado de esta exposición.

3. GÉNESIS DE LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS

La legislación medieval de las clarisas, tal como hoy nos es conocida, se fue estructurando sucesivamente a base de los siguientes estratos que presentamos en su secuencia cronológica: 1) Regla benedictina; 2) Privilegium paupertatis de Inocencio III -16 de julio de 1216-; 3) Observancias primitivas del protomonasterio de San Damián; 4) Forma vitae de San Francisco; 5) Regla hugoliniana -1218-1219-; 6) Privilegium paupertatis de Gregorio IX -17 de septiembre de 1228-; 7) Regla inocenciana -1247-; 8) Regla de Santa Clara -1253-; 9) Testamento de Santa Clara -1253-; 10) Regla de la Beata Isabel de Longchamp; 11) Regla urbaniana del 18 de octubre de 1260.

1. Para poder dar cumplimiento a las dos primeras normas del concilio IV Lateranense de 1215 que comentamos más arriba, Santa Clara tiene que aceptar acogerse a una regla ya aprobada, y para este efecto se elige la de San Benito, sea porque le fue sugerida por tratarse de la regla más acreditada, sea porque la eligió la Santa por el conocimiento que personalmente había adquirido de la misma después de haber pasado por dos monasterios benedictinos. En todo caso, las clarisas o damianitas, como entonces se decía, no se convertían por esto en benedictinas, como los dominicos no se convirtieron en agustinos al adoptar la llamada regla de San Agustín. Sin embargo, quedan en la legislación de las clarisas algunos vestigios, muy pocos, de la regla benedictina, como es el título de abadesa para la superiora de cada convento o monasterio que Santa Clara recibe en 1212, a los tres años de su conversión, por voluntad del propio San Francisco.[29]

2. El Privilegium paupertatis de Inocencio III del 16 de julio de 1216, pedido por Santa Clara a Inocencio III, permite a las clarisas entrar en un contacto más directo con la autoridad pontificia, e imprimir a su fundación una de sus connotaciones más características y vigorosas, a saber, la más rigurosa pobreza, no sólo individual sino también colectiva. No se conserva el texto de este documento, con el que se marcaba de modo significativo la diferencia entre la nueva fundación de Santa Clara y las benedictinas. En seguida, veremos cómo Gregorio IX renueva este privilegio que Inocencio III había otorgado poco antes de morir.

3. Observancias primitivas del protoconvento de San Damián. Con ellas se formalizaba y aplicaba la normativa de los dos números anteriores. Prueba de que había una forma de vida regular establecida en San Damián es que entre 1216 y 1218 hay noticias de grupos de mujeres que se retiraban del mundo y practicaban el género de vida de las religiosas de San Damián. De estas observancias del protoconvento forman parte sin duda varias de las exhortaciones de San Francisco a las que se refiere el número siguiente.

4. Forma vivendi de San Francisco. Santa Clara afirma en su Testamento que San Francisco les insistía en la práctica de la pobreza evangélica, y que las exhortó a lo largo del resto de su vida no sólo de palabra, sino también con sus escritos: "plura scripta nobis tradidit": «nos consignó muchos escritos».[30] De estos escritos tan sólo se conserva la breve nota que les envió poco antes de su muerte, donde les insiste en la pobreza y les promete la asistencia suya y de sus frailes.

5. Regla hugoliniana (1218-1219). El cardenal legado pontificio Hugolino de Segni, futuro papa Gregorio IX, redacta o hace redactar esta regla -Forma et modus vivendi- con la autorización del papa reinante Honorio III (27 de agosto de 1218) y la dirige durante los años 1218-1219 a varios monasterios. Esta es la primera regla propiamente dicha para las clarisas, que estará en vigor hasta 1247. En ella se manda observar la regla benedictina, menos en lo que se contiene en la presente regla hugoliniana. Es ésta una regla extremadamente austera sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, quizás porque en esta materia codifica las prácticas de las damianitas de los primeros tiempos. Se insiste en la pobreza, la clausura, y contiene una regulación de la vida de las clarisas más sencilla y menos prolija de lo que era la regla de San Benito.

6. Privilegium paupertatis de Gregorio IX (17 de septiembre de 1228). Aunque la pobreza no sólo individual sino también en común seguía en vigor con la regla hugoliniana, sólo diez años más tarde se iba debilitando en algunos monasterios el rigor de la pobreza, ya por iniciativa de las propias religiosas, ya por la del propio Hugolino, ahora papa con el nombre de Gregorio IX, que como romano pontífice había asignado a algunos monasterios diversas posesiones en común para evitar la ansiedad de las moradoras de dichos monasterios por carecer de lo que se creía necesario. Estas fueron las circunstancias en que Santa Clara no dudó en pedir al papa Gregorio IX la confirmación del privilegio concedido por Inocencio III en 1216. Gregorio IX extiende un nuevo documento en el que no alude para nada al de Inocencio III, pero respeta el contenido y accede así a la petición de Santa Clara, "ut recipere possessiones a nullo compelli possitis": «que nadie pueda constreñiros a recibir posesiones».

7. Regla inocenciana (1247). En esta Regla, promulgada por Inocencio IV, se recogen varias aspiraciones de las clarisas, como eran la cesación de la vigencia de la regla de San Benito para ellas, la incorporación de las austeridades exageradas de los primeros tiempos sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, el reconocimiento del compromiso de los religiosos de la Primera Orden como capellanes de las religiosas, y se recoge también otra aspiración contra la cual había luchado la propia Santa Clara, a saber, la facultad de poseer bienes en común.

8. Regla de Santa Clara (9 de agosto de 1253). Aprobada primero por el cardenal protector Rainaldo el 16 de septiembre de 1252 y luego por el papa Inocencio IV en la fecha indicada, esta Regla representa la reacción de Santa Clara contra las mitigaciones introducidas en la inocenciana de 1247 y contra la decisión de Inocencio IV del 23 de agosto de 1247 de exigir su aceptación por todos los monasterios de clarisas, pese a que dicha decisión no afectaba al monasterio de Santa Clara, por poseer el Privilegium paupertatis en su doble forma antes referida. En esta Regla, Santa Clara recoge las enseñanzas que San Francisco había impartido a las clarisas "de palabra y por escrito", y se basa en la regla bulada promulgada en 1223 por Honorio III para la Primera Orden franciscana que repite literalmente en muchos lugares. En general, Santa Clara no recoge los pasajes que se refieren al ministerio externo de los frailes, habida cuenta del carácter de orden contemplativa que tenían las clarisas. Curiosamente, el original de esta Regla, que Santa Clara recibió el día antes de su fallecimiento, fue depositado entre los pliegues del hábito de la Santa para que le acompañara al sepulcro, y sólo se reencontró en 1893.

9. Testamento de Santa Clara (1253). Al igual que el Testamento de San Francisco, el de Santa Clara carece de obligatoriedad jurídica, aunque ambos tengan el inmenso valor exhortatorio de ambos fundadores, que insisten de esta forma a sus seguidores a la fidelidad en la práctica de sus ideales más entrañables. No es admitida por todos la autenticidad del Testamento de Santa Clara. Están en pro de la misma su contenido enteramente conforme y coherente con el resto de los escritos de la Santa, y también la tradición franciscana, que lo ha recibido sin dificultad alguna. Está en contra la circunstancia de que no se habla del mismo en las primitivas fuentes, y Wadding al publicarlo, no indica de qué fuente lo toma.

10. Regla de la Beata Isabel de Longchamp, compuesta por la princesa de este nombre, hermana de San Luis, rey de Francia. Es posterior a la muerte de Santa Clara y está elaborada a base de una síntesis ecléctica de las reglas anteriores. Insiste en el ideal de Santa Clara de la vinculación con los franciscanos, pero se aparta del pensamiento de la Santa en cuanto admite la propiedad de los bienes en común para sustento de las religiosas. Esta regla tuvo escasa difusión.

11. Regla urbaniana (18 de octubre de 1263). Compuesta por el cardenal Gaetano, después papa con el nombre de Nicolao III, fue aprobada por Urbano IV en la fecha indicada. Dispone que bajo la denominación de "Orden de Santa Clara" se comprenda a todas las monjas que sigan cualquiera de las reglas mencionadas aprobadas para las clarisas, que puedan tener propiedades para su sustento, que dependan del cardenal protector, el cual nombrará visitadores idóneos, y la recepción de sacramentos y para el de la penitencia que se confía a los franciscanos, cuestión esta última que pasó por muchas vicisitudes cuya descripción cae ya fuera de mi tema.

* * * * *

4. CONCLUSIONES

De la exposición que antecede, creemos que se desprenden conclusiones como las siguientes:

1. Los ideales franciscanos, así como su constitución jurídica, se distinguen por su originalidad y su fuerza expresiva para dar una respuesta a los retos de su tiempo. Otro tanto se puede decir también de su formulación en un ordenamiento jurídico canónico. Pero esto no debe llevarnos a considerar el franciscanismo como una isla tan original y avulsa del mundo de su tiempo, donde todo es original. Por el contrario, dicha isla o continente tiene numerosas conexiones con el resto del mundo de entonces, no sólo desde el punto de vista normativo sino también bajo otros puntos de vista.

2. El monacato femenino altomedieval hasta el 1200 se acoge fundamentalmente a la regla de San Benito, escrita para varones, y que se feminiza de alguna manera, a veces sólo gramaticalmente. Aunque con grandes esfuerzos, las clarisas logran cambiar este signo de los tiempos, creando un vigoroso cuerpo legislativo concebido, redactado y puesto en vigor especialmente para ellas. El hecho de que una de las reglas de las clarisas, a saber, la de Santa Clara (1253), se base fundamentalmente en la de San Francisco de 1223 para varones, es una muestra de una adaptación a fondo para las religiosas, donde la Santa omitió y añadió aspectos importantes. En cambio, la regla de San Benito fue considerada siempre por las clarisas como un cuerpo extraño, por lo que acaban consiguiendo se elimine de su corpus normativo.

3. El monacato femenino en torno al 1200 vive demasiado lejos de las ciudades y con ello del mundo de entonces. Las clarisas, por el contrario, al igual que el resto de las órdenes mendicantes, viven una vida contemplativa y retirada, en torno a los centros urbanos. Están, por consiguiente, más cerca del pueblo y sus problemas.

4. Contrariamente a la mutua desconfianza entre el pontificado romano y los movimientos religiosos laicales del siglo XII, impresiona el diálogo espontáneo, confiado y constructivo por ambas partes, que reina entre los papas del siglo XIII con Francisco de Asís a propósito de sus tres reglas sucesivas, y con Santa Clara cuando presenta al pontífice de turno su propia Regla como superadora de las anteriores y reinvindicativa de la auténtica identidad de su fundación.

NOTAS:

[1] Para este apartado ver Linage Conde, A., San Benito y los benedictinos, Braga, 1993, 486-509 y 861-887, a quien agradezco mucho haberme permitido consultar este su importante libro cuando se encontraba en pruebas de imprenta, así como su sabio asesoramiento sobre algunos temas de la presente exposición.

[2] Lunardi, G., Benedittine, Monache, Diz. Ist. Perf., I, Roma, 1973, 1226-27.

[3] Gregoire, R., Cluniac Reform, "The New Catholic Encyclopedia", III, New York, 1967, 966-67, con la bibliografía allí citada.

[4] Véanse los textos correspondientes en Rambaud-Buhot, J., Le statut des moniales chez les Pères de l'Église, dans les règles monastiques et les collections canoniques, jusqu'au XII siècle, «Sainte Fare et Faremoutiers", 2 partie, Abbaye de Faremoutiers, S.-ET-M., 1956, 149-74, especialmente 169-72, donde remite al Decreto de Ivo de Chartres lib. 7, c. 120, 134, 139, 140, 142, y a otras colecciones canónicas de la reforma gregoriana.

[5] San Bernardo de Claraval, Obras de San Bernardo, VII, Madrid, BAC, 19: "An certe quod Laudini de prostibulo Veneris suum Deo sanctuarium restitutum est". Se refiere al monasterio de San Juan Laudunense.

[6] Hch 4,32-37.

[7] Linage Conde, A., San Benito y los benedictinos, 269.

[8] Ver mi edición del concilio IV Lateranense: Constitutiones Concilii Quarti Lateranensis una cum Commentarüs glossatorum -"Monumenta iuris canonici", Series A: "Corpus Glossatorum", vol. 2; Cittá del Vaticano, 1981- 62 en el aparato crítico. En adelante citamos esta obra con las siglas CCQL seguidas de la página o páginas aludidas. En cuanto a las fuentes de inspiración de este capítulo intruso entre las constituciones del concilio IV Lateranense, ver concilio de Reims de 1148, c. 4 -Mansi, J. D., Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, 21, Venetiis 1768, 714-.

[9] CCQL, donde se encuentra una edición del concilio y de sus comentaristas contemporáneos.

[10] Grundmann, H., Religióse Bewegungen im Mittelalter, Berlin 1935 -segunda ed. actualizada en Darmstadt, 1961 = München, 1970-. De esta última se ha hecho una traducción italiana por M. Ausserhofer - L. Nicolet Santini, titulada Movimenti religiosi nel Medioevo, Bologna, 1974, por la que citamos. Es la mejor obra de conjunto sobre el tema expresado en su título.

[11] Ver Grundmann, H., Religióse Bewegungen im Mittelalter para todo este apartado. Para ulterior bibliografia e información más reciente, véanse las voces dedicadas a los cistercienses, canónigos regulares. premonstratenses, etc., en el Diz. Ist. Perf.

[12] Mansi, J. D., Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, 22, 476-78 (a. 1181).

[13] Esta decretal fue recibida en varias colecciones canónicas, y especialmente en la Compilatio tertia antiqua, lib. 5, tit. 4, cap. 1 (ed. Antonio Agustín, Opera omnia 4, Lucae, 1769, 576), y después en el Liber extra de Gregorio IX, lib. 5, tit. 7, cap. 10 (ed. Friedberg, E., Decretalium Collectiones, Leipzig, 1879 = Graz, 1955, 782-83).

[14] Entre la bibliografía más relevante sobre el tema de todo este apartado, remitimos a los lectores al estudio de Maccarrone, M., I papi del secolo XII e la vita comune regolare del clero, "La vita comune del clero nei secoli XI e XII", Atti della Settimana di studio (Mendola, settembre 1959), I, Milano, 1962, 349-98.

[15] Cap. 148 (PL 214.ccxxvi).

[16] CCQL, 60-62.

[17] Chronica ... auctore ignoto monacho Cisterciensi, 34. Esta noticia del ignoto monje cisterciense se refleja de alguna manera en los Gesta Innocentii tertii, cap. 149 (PL 214.ccxxvii).

[18] CCQL, 62, donde se da el texto de este c. 13 críticamente mejor atestiguado que en las ediciones anteriores: "Ne nimia religionum diuersitas grauem in ecclesia Dei confusionem inducat, firmiter prohibemus ne quis de cetero nouam religionem inueniat, set quicumque uoluerit ad religionem conuerti, unam de approbatis assumat... Similiter qui uoluerit religiosam domum de nouo fundare, regulam et institutionem accipiat de religionibus approbatis. Illud etiam prohibemus ne quis in diuersis monasteriis locum monachi habere presumat, nec unus abbas pluribus monasteriis presidere". Como se indica a pie de página en el lugar citado, esta legislación tiene claros antecedentes en las siguientes cartas del papa Inocencio III: "Tacti sumus", 15 febrero 1203 en Maccarrone, M., Studi su Innocenzo III, Padova, 1972, 328-30; "Verbum est Sapientis", 17 Marzo 1207, y "Ordinem religionis", 20 Agosto 1210 (ver Potthast, A., Regesta Pontificum Romanorum..., 1, Berlin, 1874 = Graz, 1957, n. 3.045 y 4.067).

[19] Grundmann, H., Religióse Bewegungen im Mittelalter, 106-7.

[20] Maccarrone, M., Studi su Innocenzo III, 322-23.

[21] Bernardo de Parma de Botone, Glossa Ordinaria in X 3.36.9 v. Ne nimia.

[22] Andrés, J. de, In Tertium Decretalium Librum novella commentaria (X 3. 36. 9), Venetiis, 1581 = Torino, 1963, f. 186ra.

[23] Chronica, "Monumenta Germaniae historica". "Scriptores", t. 32, p. 22.

[24] X 3.36.9.

[25] CCQL, 145.

[26] Para todo este apartado, ver sobre todo Maccarrone, M., Studi su Innocenzo III; Id., Il IV concilio Lateranense, "Divinitas" 2 (1961) 270-98; Id., Riforma e sviluppo della vita religiosa con Innocenzo III, "Rivista di Storia della Chiesa in Italia" 16 (1962) 29-72, en gran parte integrado en su obra Studi antes citada.

[27] Sobre los "vivae vocis oracula", ver Capobianco, P., Privilegia et facultates Ordinis Fratrum Minorum, 2ª ed., Nuceriae Sup. - Salerno, 1948, n. 23-24, 32-34, con mención expresa de los concedidos a las clarisas.

[28] Tanto las fuentes como la bibliografía sobre los orígenes del franciscanismo y de su normativa son muy numerosas y no procede dar aquí ni siquiera una selección de las mismas. Para una información relativamente actualizada, cf. las voces "Francescanesimo", "Francescani" y "Francesco (di Assisi)", Diz. Ist. Perf., IV, Roma, 1977, col. 446-511 y 513-27.

[29] Escritos de Santa Clara y documentos complementarios. Introducciones, traducción y notas de I. Omaecheverría, 2 ed., Madrid, 1982, 201.

[30] Santa Clara, Testamento, v. 34.

[Antonio García y García, OFM, La legislación de las clarisas. Estudio histórico-jurídico, en Archivo Ibero-Americano 54 (1994) 183-197]

.