DIRECTORIO FRANCISCANO

Santa Clara de Asís


¿QUIÉN ES CLARA?
Santa Clara de Asís y su posteridad

por Marco Bartoli

 

[Texto original: «Qui est Claire?», Sainte Claire d'Assise et sa postérité, Actas del Coloquio internacional organizado con ocasión del VIII Centenario del nacimiento de santa Clara, UNESCO (29 sept. - 1 oct. 1994), París 1995, pp. 29-41].

En esta versión informatizada, insertamos las citas breves en el cuerpo del texto, a la vez que mantenemos la numeración de las notas

Giotto - Sta. Clara ¿Quién es Clara de Asís? La primera respuesta a esta pregunta nos viene de Tomás de Celano en su primera Vida de san Francisco. La página es muy conocida: evoca, primero, la iglesia de San Damián, donde residió Francisco, y añade: «Este es el lugar bendito y santo en el que felizmente nació la gloriosa Religión y la eminentísima Orden de señoras pobres y santas vírgenes por obra del bienaventurado Francisco, unos seis años después de su conversión. Fue aquí donde la señora Clara, originaria de Asís, como piedra preciosísima y fortísima, se constituyó en el fundamento de las restantes piedras superpuestas. Cuando, después de iniciada la Orden de los hermanos, ella, por los consejos del Santo, se convirtió al Señor, sirvió para el progreso de muchos y como ejemplo a incontables. Noble por la sangre, más noble por la gracia. Virgen en su carne, en su espíritu castísima. Joven por los años, madura en el alma. Firme en el propósito y ardentísima en deseos del divino amor. Adornada de sabiduría y singular en la humildad: Clara de nombre; más clara por su vida; clarísima por su virtud» (1Cel 18).

Sin la menor duda, aquí se trata de una página de propaganda. La leyenda oficial del nuevo santo estaba destinada a leerse en toda la cristiandad; su autor consideró útil insertar esta descripción de Clara, para promover otras vocaciones femeninas.[2] Pero lo que sorprende es que, cuando se escribió la leyenda de Francisco, entre 1228-1230, Clara no tenía entonces más que 36 años. Normalmente, antes de escribir una página hagiográfica, se espera a que haya muerto el héroe. Aquí, Tomás de Celano no ha querido esperar, y desde 1230 presentó a Clara como una santa digna de imitación. Ningún otro discípulo de Francisco ha gozado de un privilegio semejante.[3]

¿Quién era, pues, Clara de Asís y por qué todavía en vida se la presenta como una santa? Como ya lo dice Celano, era noble por nacimiento; ésta era una cualidad exigida en el siglo XIII para la canonización de una mujer. André Vauchez lo ha destacado en su tesis sobre los procesos de canonización.[4] Sin embargo, su nobleza no era de las más altas, ya que casi todas las mujeres canonizadas en esta época son reinas. Por otra parte, si se mira de cerca, uno tiene la impresión de que las virtudes descritas por Tomás de Celano expresan más bien carencias. Se podría, efectivamente, presentarlas así: aunque era joven -algo que evidentemente era un defecto-, era madura de espíritu; aunque llena de un amor entusiasta -lo que podría ser peligroso-, estaba repleta de sabiduría y de una incomparable humildad. De hecho, Tomás sólo le reconoce dos cualidades reales: era virgen en su cuerpo y se llamaba Clara; y aun esto le sirve para decir que su virginidad era, sobre todo, la del alma, y que, si era Clara, lo era, sobre todo, por su vida y sus virtudes.

El retrato que se trasluce en las palabras de Tomás de Celano es el de una joven procedente de una familia de importancia modesta, comprometida, con un fervor entusiasta, en el camino indicado por Francisco de Asís.

Tomás dice que Clara era: «ardentísima de deseo en el divino amor». Este entusiasmo lo hemos visto manifestarse con motivo de una visita de Gregorio IX a San Damián. El episodio debe situarse en 1228, durante la estancia del Papa en Asís para la canonización de Francisco.[5] Gregorio había conocido a Clara cuando fue cardenal-legado en Umbría y tenía gran solicitud por la comunidad de San Damián.[6] Como dice la Leyenda de santa Clara: «Gregorio IX… amaba muy particularmente, con paternal afecto, a nuestra santa. Mas, al intentar convencerla a que se aviniese a tener algunas posesiones, que él mismo le ofrecía con liberalidad en previsión de eventuales circunstancias y de los peligros de los tiempos, Clara se le resistió con ánimo esforzadísimo y de ningún modo accedió. Y cuando el Pontífice le responde: "Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto", le dice ella: "Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo"» (LCl 14). Clara no sólo rechazó la proposición del Pontífice, sino que mantuvo que tal proposición iba contra el evangelio.

Por lo demás, la joven asisiense manifestó varias veces la misma extraordinaria libertad de espíritu. Así, el día en que llegó la noticia del martirio de los primeros franciscanos enviados a Marruecos: «Madonna Clara tenía tal fervor de espíritu, que a gusto deseaba soportar el martirio por amor al Señor. Y lo demostró cuando, al enterarse de que en Marruecos habían sido martirizados algunos frailes, dijo que quería ir allí; y la testigo había llorado por este motivo. Esto ocurrió antes de que ella enfermase» (Proc VI,6). La actitud así descrita está en completo desacuerdo con la misión tradicional de una mujer, sobre todo de una abadesa de comunidad de monjas. Clara, a ejemplo de Francisco, había pensado dejarlo todo para ser testigo del Evangelio.

Siendo así, cuando en 1230 Tomás de Celano redactaba su Vita prima, ¿no había algún peligro de insertar en esta biografía oficial de Francisco el elogio de una mujer susceptible de manifestar tales actitudes de libertad? Algunos han podido pensarlo.

El mismo Celano en la Vita secunda ni siquiera pronuncia ya el nombre de Clara. Es evidente que hubo un cambio, y de manera muy visible, por ejemplo, en el capítulo 10, en el que Tomás habla de la primera visita de Francisco a San Damián. Si en la Vita prima había hablado con esta ocasión de Clara y de las damianitas, aquí ya no dice nada. Este silencio es todavía más sorprendente si se piensa que es en la Vita secunda cuando Tomás habla por primera vez del encuentro entre Francisco y el crucifijo que se encontraba en el interior de la iglesia, y que este encuentro está vinculado, en los más antiguos relatos, al sueño de Francisco de ver nacer en San Damián una comunidad de monjas.[9] Incluso en los párrafos 204-207, donde trata de las relaciones entre Francisco y las hermanas, Tomás optó por no mencionar más el nombre de Clara.

¿Por qué este silencio? ¿Qué había sucedido?

De hecho, Clara no había permanecido apartada de la tormenta que había sacudido el movimiento nacido de Francisco. En 1230, justamente después del encuentro entre Clara y Gregorio IX, la Orden celebró en Asís un importante capítulo general. Tomás de Eccleston habla de un enfrentamiento entre fray Elías de Cortona y el ministro general, Crescencio de Iesi.[10] Tales discusiones debieron ser numerosas, si es verdad que el capítulo fue incapaz de pronunciarse sobre ciertas cuestiones de un interés esencial para el futuro mismo de la Orden. Se decidió, pues, constituir una comisión encargada de presentar al Papa las cuestiones en suspenso. Los miembros de esta comisión eran todos hermanos clérigos, es decir, letrados. Las cuestiones que sometieron al Papa se referían a la obediencia al Evangelio, a la observancia del Testamento de Francisco, al uso del dinero, la pobreza, las casas de los hermanos, la confesión, la predicación, la recepción de los novicios a la obediencia, la elección del ministro general y las relaciones con los monasterios femeninos.[11]

El Papa se sintió feliz de tener que responder a las cuestiones planteadas por los miembros del capítulo general, y esto por dos razones. La primera era política: el Papa acababa de firmar, el 23 de julio de 1230, la paz con el emperador Federico II y deseaba utilizar la Orden de los hermanos menores para restablecer su autoridad, particularmente sobre algunas regiones de Italia central. La segunda razón del interés de Gregorio era sus lazos de amistad con Francisco y su calidad de cardenal protector de la Orden: pensaba conservar por este hecho una alta y especial autoridad sobre el movimiento nacido de la predicación de Francisco.[12]

La bula Quo elongati, del 28 de septiembre de 1230, respondió a las cuestiones planteadas. El Papa adoptaba una postura contra una observancia estricta del Testamento de Francisco, diciendo: «Vosotros no estáis obligados a la observancia de este mensaje (el Testamento), puesto que Francisco no podía obligar a un hermano sin la conformidad de todos los otros hermanos y, sobre todo, de los hermanos ministros.[13] En relación con el Evangelio, los hermanos le habían pedido al Papa si estaban obligados a observarlo en todo su contenido, según lo que está escrito al comienzo de la regla: La regla y vida de los hermanos menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, o bien si en el Evangelio se podía distinguir entre consejos y preceptos, con el fin de estar sólo obligados a estos últimos. El Papa respondió que sólo estaban obligados a los preceptos del Evangelio citados en la regla, los otros sólo podían «ser observados a la letra a costa de un gran esfuerzo o bien casi nunca».[14] Las cuestiones siguientes recibieron una respuesta análoga.

La última cuestión dirigida al Papa se refería a las relaciones con los monasterios femeninos. La regla prohibía a los hermanos entrar en las comunidades femeninas, excepto a los que habían recibido una autorización especial de la Sede apostólica. Sin embargo, en un capítulo general, en vida todavía de Francisco, los hermanos se habían dado una constitución según la cual esta prohibición afectaba exclusivamente a los monasterios de la Orden de las pobres monjas reclusas, es decir, la Orden fundada en Toscana por el cardenal Hugolino, el futuro Gregorio IX. Cuando en 1230 a este mismo Pontífice se le planteó esta cuestión, se sintió feliz de poder precisar que la prohibición afectaba a toda la vida religiosa; y que únicamente la Sede apostólica podía conceder la facultad de entrar en los monasterios femeninos.[15]

La bula Quo elongati ofrecía una primera tentativa de interpretación oficial de la vida franciscana. Muchos de los puntos que ella trataba y muchas de las interpretaciones que había dado el Papa suscitaron problemas y sabemos por una carta de Pedro Olivi, fechada al final del siglo, que algunos grupos de hermanos italianos rechazaron la bula,[16] sin que se produjeran reacciones oficiales. El Papa había hablado con la autoridad no sólo de su magisterio, sino contando también con su amistad personal con Francisco.

Conocemos la reacción, y una reacción muy firme a la carta pontificia, de uno solo de los discípulos de Francisco: Clara de Asís. Según la Leyenda de santa Clara, «en cierta ocasión, el señor papa Gregorio había prohibido que ningún fraile se acercase sin su licencia a los monasterios de las damas. Entonces la piadosa madre, doliéndose de que las hermanas iban a tener más escaso el manjar de la doctrina sagrada, dijo entre gemidos: "Quítenos ya para siempre a todos los frailes toda vez que nos retira a los que nos administraban el nutrimiento de vida". Y de inmediato devolvió al ministro todos los hermanos, pues no quería tener limosneros que procuraran el pan corporal cuando ya no disponía de los limosneros del pan espiritual. Oyendo esto el papa Gregorio, remitió inmediatamente tal prohibición al criterio y autoridad del ministro general» (LCl 37).

Los lazos de amistad entre Clara y Francisco eran muy anteriores a los existentes entre Francisco y Gregorio, y Clara se sirvió, sin duda, de ello en su respuesta a este último. Esto no es obstáculo para destacar la gran independencia manifestada por la joven de Asís en esta ocasión.

Más tarde, esta independencia encontró todavía la ocasión de manifestarse en las cartas enviadas por Clara a Inés de Bohemia que quería seguirla en el camino de la perfección evangélica.[18]

Inés, hija del rey Ottokar I, le había pedido al Papa permiso para vivir en Praga según la misma forma vitae dada por Francisco a Clara y sus hermanas. Gregorio IX se negó, diciendo que este texto redactado para principiantes sólo era un potum lactis, leche para bebés, mientras que la verdadera regla para las Señoras Pobres era la que el Papa, es decir, él mismo, había escrito.[19]

Inés le escribió entonces a Clara para pedirle consejo. Clara respondió resaltando sin equívoco el valor de la opción por la pobreza: «y esto único es lo que protesto y aconsejo… que, recordado como otra Raquel tu propósito, y mirando siempre tu punto de partida, retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y jamás cejes. Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino, recorre la senda de la felicidad, segura, gozosa y expedita, y con cautela: de nadie te fíes ni asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos para que no cumplas tus votos al Altísimo con la perfección a la que el Espíritu del Señor te ha llamado» (2CtaCl 10-14).

Nadie duda de que el «ninguno que quiera apartarte de este propósito (vocación)», puede interpretarse como significando al Papa mismo. Clara, sin embargo, cree oportuno reforzar su afirmación diciendo: «Y para avanzar con mayor seguridad en el camino de la voluntad del Señor, sigue los consejos de nuestro venerable padre el hermano Elías, ministro general; antepón su consejo al de todos los demás, y tenlo por más preciado que cualquier regalo. Y, si alguien te dijere o sugiriere algo que estorbe tu perfección, o parezca contrario a tu vocación divina, aunque estés en el deber de respetarle, no sigas su consejo, sino abraza como virgen pobre a Cristo pobre» (2CtaCl 15-18).

Clara e Inés, apoyadas por fray Elías, se habían puesto de acuerdo para pedirle permiso al Papa para vivir, también en Praga, según la forma de la pobreza evangélica vivida en San Damián. El Papa aceptó esta vez el punto de vista de Inés, dándole una bula semejante al Privilegio de la Pobreza, que Clara ya había recibido.[22] Pero parecería que las relaciones entre Gregorio IX y Clara no eran ya tan buenas como cuando sólo era todavía el cardenal Hugolino.

Siendo esto así, tal vez se comprende mejor las razones del silencio advertido sobre Clara en la Vita secunda de Celano, sobre todo si se considera que fray Elías había sido depuesto en 1239. Nada mejor que este silencio para manifestarnos las dificultades que Clara encontró, incluso en el interior del movimiento franciscano.

Sin embargo, la Vita secunda es un trabajo complejo. Se sabe que fue redactado por invitación del ministro general Crescencio de Iesi, que había pedido a todos los que tenían recuerdos del Pobrecillo, se los enviaran para la redacción de una segunda Vida del Padre san Francisco. El material recibido fue utilizado en parte por Tomás de Celano para su Vita secunda, y el resto se encontró en algunas recopilaciones como la Leyenda de los tres compañeros y la Leyenda perusina.[23]

De hecho, se encuentran en el conjunto de la Vita secunda pasajes muy negativos sobre las relaciones entre los hermanos y las monjas, pero se encuentran igualmente otros muy favorables a estas relaciones. Uno tiene la impresión, al leer esta Vita secunda, de volver a encontrar las mismas posturas antagónicas manifestadas ya en el capítulo general de 1230, seguido de la bula Quo elongati. Tomás de Celano, para satisfacer a todo el mundo, alterna páginas hostiles a las monjas con páginas que les son favorables.

Se diría que Clara, desde el fondo de su extrema debilidad, condenada al silencio, consigue, sin embargo, hacernos oír su voz. Se puede percibir esto en el párrafo 204 de la Vita secunda, donde se dice: «En efecto, el Santo -que las veía abonadas por pruebas de muy alta perfección, prontas a soportar y padecer por Cristo toda suerte de persecuciones e incomodidades, decididas a no apartarse nunca de las ordenaciones recibidas- prometió prestar ayuda y consejo a perpetuidad, de su parte y de la de sus hermanos, a ellas y a las demás que profesaban firmemente la pobreza con el mismo tenor de vida» (2Cel 204). Esta página de la Vita secunda corresponde perfectamente al capítulo VI de la regla que Clara escribió personalmente, cuando dice: «Y viendo el bienaventurado Padre que ni la pobreza, ni el trabajo, ni la tribulación, ni la afrenta, ni el desprecio del mundo nos arredraban, y que, antes al contrario, todas estas cosas las considerábamos como grandes delicias, movido a piedad nos redactó la forma de vida en estos términos: "Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud." Lo que cumplió diligentemente mientras vivió, y quiso que sus hermanos hiciesen siempre lo mismo» (RCl 6,2-5).

Es muy posible que Clara le hiciera conocer a Tomás de Celano, desde 1246-1247, el texto de esta promesa de Francisco para permitirle insertarlo en la Vita secunda, antes de insertarlo ella misma en su propia regla.

¿Quién era, pues, Clara? Probablemente ella era todavía casi desconocida a mediados del siglo XIII. Su nombre había desaparecido de las leyendas hagiográficas oficiales relacionadas con Francisco.[26] Incluso dentro del movimiento franciscano, no se la conocía verdaderamente bien. Buenaventura, por ejemplo, cuando residía en París, sólo la conocía deficientemente, hasta el punto que, algunos años más tarde, convertido en ministro general de la Orden, tuvo que pedir informes a fray León para escribir una carta a las clarisas.[27]

En el mismo tiempo, sin embargo, Clara estaba muy presente dentro de la familia franciscana. San Damián, donde ella vivía con sus hermanas, es el lugar que conservaba el recuerdo del diálogo entre Francisco y el crucifijo. El relato de ese diálogo comienza a figurar en la literatura hagiográfica franciscana desde los años cuarenta del siglo XIII, y es muy posible que Clara y sus hermanas estuvieran en el origen de esta difusión.[28]

Al cabo de los años, esta mujer, llena de entusiasmo, parece convertirse en un testigo sólido de la vida franciscana, permaneciendo, al mismo tiempo, alegre y libre. Sin embargo, acepta y busca tal vez el silencio en torno a su persona: en todos sus escritos no usará ni una sola palabra respecto a su vida personal.[29]

Únicamente después de su muerte, se hablará de Clara. Ante todo en el anuncio de su muerte hecho por las hermanas, luego en la bula de canonización y en las actas del Proceso, por fin en su biografía oficial, la Leyenda de santa Clara virgen. El conjunto de estos documentos suministra un material muy interesante para el trabajo del historiador. Pero se trata de hacer una lectura a contraluz, si se quiere trazar de nuevo el perfil biográfico de la señora de Asís y responder a la cuestión: ¿quién es Clara?[30]

No se puede hacerlo en unas cuantas páginas. Hemos intentado aquí mostrar quién fue Clara en algunas circunstancias más difíciles de su vida. Sin embargo, podemos añadir algunas consideraciones para tener una idea algo más general.

Para el autor del libro del Eclesiástico, «sólo a su término es conocido el hombre» (Eclo 11,28). El fin de Clara nos permite conocer su vida. Esta vida que terminó consumida por el sufrimiento y rodeada de amistad. Sufrimiento, porque estuvo mucho tiempo enferma y el último año de su vida fue particularmente difícil.[32] Pero también amistad, porque se vio rodeada del afecto de sus numerosos visitantes: el cardenal protector de la Orden, gran número de hermanos menores, entre ellos Ángel, León, Junípero, y hasta el mismo Papa (LCl 41 y 45). Pero lo que sorprende en las páginas de la Leyenda dedicadas a la muerte de Clara, es la amplitud del mundo femenino en cuyo seno muere. En sus últimos días no es solamente su hermana Inés quien viene a unírsele; también Inés de Praga, en cierto modo, está presente en su cabecera, puesto que Clara le dirige entonces una última carta.[34]

Hasta una monja de San Pablo de las Abadesas -el monasterio que dejó Clara antes de entrar en San Damián-, no pudiendo salir a causa de la clausura, tuvo una visión: «se ve a sí misma en San Damián, juntamente con sus hermanas, asistiendo a la enfermedad de madonna Clara, y ve a ésta yacer en un lecho precioso. Y mientras lloran todas aguardando entre lágrimas el tránsito de la bienaventurada Clara, aparece una hermosa mujer a la cabecera del lecho y dice a las que lloran: "¡No lloréis, oh hijas! -les dice- a la que aún ha de seguir viviendo; porque no podrá morir hasta que venga el Señor con sus discípulos"» (LCl 40). La noticia de la visión pronto fue comunicada a San Damián, donde fue interpretada como un presagio de la próxima llegada del Papa a la cabecera de Clara.

Hay, pues, un vínculo, una solidaridad entre mujeres, una comunión que no se da sólo entre las vivas, incluso alejadas como Inés de Praga, sino también entre las muertas, las santas.

Otra visión expresa todavía mejor este vínculo entre santas, la de sor Bienvenida de madonna Diambra, quien declaró en estos términos:

«Le parecía que toda la corte celestial se ponía en movimiento y se preparaba para honrarla. Y especialmente nuestra gloriosa Señora, la bienaventurada Virgen María, preparaba sus prendas para vestir a la nueva santa… Y una gran multitud de vírgenes, vestidas de blanco, con coronas sobre sus cabezas, que se acercaban y entraban por la puerta de la habitación en que yacía la dicha madre santa Clara. Y en medio de estas vírgenes había una más alta, y, por encima de lo que se puede decir, bellísima entre todas las otras, la cual tenía en la cabeza una corona mayor que las demás. Y sobre la corona tenía una bola de oro, a modo de un incensario, del que salía tal resplandor, que parecía iluminar toda la casa.

»Y las vírgenes se acercaron al lecho de la dicha madonna santa Clara. Y la que parecía más alta la cubrió primero en el lecho con una tela finísima, tan fina que, por su sutileza, se veía a madonna Clara, aun estando cubierta por ella.

»Luego, la Virgen de las vírgenes, la más alta, inclinó su rostro sobre el rostro de la virgen santa Clara, o quizá sobre su pecho, pues la testigo no pudo distinguir bien si sobre el uno o sobre el otro. Hecho esto, desaparecieron todas» (Proc XI,4).

Sin duda, se puede reconocer en este relato el recuerdo de los cuentos de caballería, en el que la reina, para acoger a una nueva doncella en su corte, la revestía con uno de sus vestidos. Pero lo que manifiesta una visión así, es la conciencia de la fuerza de la amistad, ese vínculo que transciende la misma frontera de la muerte para permanecer eternamente.

Esta visión de amistad, es tal vez todavía hoy la mejor respuesta a la cuestión planteada: ¿Quién es Clara de Asís?

Murillo: La muerte de Santa Clara (fragmento)

N O T A S:

[2] Para una primera presentación de la obra de Celano, véase S. di Mattia Spirito, Il francescanesimo di fra Tomaso da Celano, Santa María de los Ángeles, Asís 1963.

[3] Si se exceptúa, evidentemente, el culto extraordinario que se le reservó muy pronto a san Antonio de Padua, pero aquí se trata de un culto «post mortem».

[4] A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du Moyen Age d'après les procès de canonisation et les documents hagiographiques, París, 2ª ed., 1988.

[5] Presentación más desarrollada de este episodio en mi «Gregorio IX, Chiara d'Assisi e le prime dispute all'interno del movimento francescano», Rendiconti dell'Accademia nazionale dei Lincei. Classe di scienze morali, storiche e filosofiche, 35 (1980) 97-108.

[6] Hay constancia de esta preocupación, por ejemplo, en una carta que Gregorio había dirigido a Clara cuando era cardenal. Véase SCAdoc, p. 244.

[9] Es el mismo Tomás de Celano quien explica el vínculo entre el encuentro de Francisco y el crucifijo y la «profecía» sobre las Damas Pobres, 2Cel 204.

[10] Tomás de Eccleston, Tractatus de adventu fratrum minorum in Angliam, collatio 13, ed. A.G. Little - G.R.H. Moorman, Manchester, 1951, pp. 65-67.

[11] Se consultará con provecho a este respecto Gratien de París, Historia de la fundación y de la evolución de la Orden de los frailes menores, Desclée 1948.

[12] Fue el mismo pontífice quien puso de relieve su amistad personal con Francisco en la introducción de su respuesta: Et cum ex longa familiaritate quam idem Confessor nobiscum habuit... Cf. H. Grundmann, «Die Bulle Quo elongati Papst Gregors IX», AFH 54 (1961) 1-25.

[13] Ad mandatum illud vos dicimus non teneri... Bula Quo elongati. Véase la nota precedente.

[14] Vix vel numquam omnia possint ad litteram observari. Ibid.

[15] Cf. M. Bartoli, «Gregorio IX, Chiara d'Assisi e le prime dispute all'interno del movimento francescano», Rendiconti dell'Accademia nazionale dei Lincei. Classe di scienze morali, storiche e filosofiche, 35 (1980) 102-104.

[16] Se trata de la carta a Conrado de Offida, de 1295, publicada en L. Oliger, «Petri Johannis Olivi. De renuntiatione papae Coelestini V quaestio et epistola», AFH 11 (1918) 340-373.

[18] Las circunstancias que han determinado la redacción de las cartas de Clara han sido estudiadas por A. Marini, «Ancilla Christi. Gli scritti di santa Chiara e la Regola», Chiara d'Assisi, Atti, SISF XX (1992), Espoleto 1993, pp. 127-145.

[19] Se trata de la famosa carta Angelis gaudium que Gregorio IX envió a Inés el 11 de mayo de 1238. Texto en BF, vol. I, n.º 264, pp. 242-245.

[22] Se trata de la carta Pia credulitate tenente, del 16 de abril de 1238. Texto en BF, vol. I, n.º 255, pp. 236-237.

[23] Presentación del problema de las fuentes franciscanas por Th. Desbonets, De la intuición a la institución, Aránzazu 1991. Para el conjunto de los problemas suscitados por las fuentes oficiales, hay que ver en todo caso La Questione francescana dal Sabatier ad oggi, Atti, SISF I (1973), Asís 1974.

[26] En la Leyenda Mayor de san Buenaventura, por ejemplo, apenas si aparece Clara.

[27] Carta enviada desde el Alverna en 1259. Véase S. Bonaventurae Opera omnia, Quaracchi, vol. 8 (1898) 473-474.

[28] El relato del encuentro entre Francisco y el crucifijo está en 2Cel 10; TC 13; 3Cel 2; LM 2,1.

[29] Las únicas palabras autobiográficas -todavía engloban a todas las hermanas- figuran en TestCl 3.

[30] Es algo de lo que yo he intentado hacer en mi Clara de Asís, Aránzazu 1992. Yo quisiera señalar también el trabajo de A. Rotzetter, Klara von Assisi. Die erste franziskanische Frau, Friburgo 1993.

[32] Sobre el tema del sufrimiento, se puede consultar O. Schmucki, San Francesco e santa Chiara. Modelli nelle loro infermità e nell'assistenza ai malati, Florencia 1982.

[34] Se trata de la cuarta y última carta.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVII, núm. 79 (1998) 55-64]

 


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