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SAN FRANCISCO DE
ASÍS
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El Concilio Vaticano II subraya con fuerza, en su Constitución dogmática Lumen gentium, el cometido de los santos en la Iglesia peregrinante: «En la vida de aquellos que, siendo hombres como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cf. 2 Cor 3,18), Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En ellos Él mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino...» (LG 50b). Y afirma poco después: «El consorcio con los santos nos une a Cristo, de quien, como Fuente y Cabeza, dimana toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios» (LG 50c). Todos los santos, en efecto, están investidos de una función profética específica, al servicio de los cristianos de su tiempo y de las generaciones futuras. Su mensaje religioso existencial, aun constituyendo sólo un aspecto, un fragmento de la plenitud de la revelación cristiana, interpela con vigor a la conciencia de los fieles. San Francisco goza de gran actualidad en nuestro mundo; así lo demuestra la amplísima producción literaria que sobre él se publica en muchos países.1 Con todo, sigue siendo una incógnita si nuestro mundo considera actual el carisma de Francisco «por afinidad o analogía con nuestro tiempo, o por nostalgia de aquello de lo que carecemos», como ha expresado recientemente Fausta Casolini.2 Como en estas fechas nos disponemos a clausurar el 750 aniversario de la muerte del Pobrecillo, será oportuno reflexionar sobre el significado teológico y espiritual de su modo de afrontar el acontecimiento final de su peregrinación terrena. Para ello, reconstruiré, en cuanto las fuentes biográficas lo permitan, los días inmediatamente anteriores a aquel anochecer del sábado 3 de octubre de 1226 en que Francisco expiró (I). En la segunda parte expondré los aspectos concretos del mensaje franciscano sobre la experiencia cristiana de la muerte (II). I. LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL POBRECILLO Antes de adentrarnos en nuestro tema, los acontecimientos de la última semana terrena de Francisco, será conveniente formarnos una idea sobre sus enfermedades.3 Según la autorizada Leyenda de Perusa, que contiene sin duda material proveniente del círculo de los primeros compañeros de Francisco, éste, «desde joven, fue de constitución delicada y frágil, y en el mundo no podía vivir sino rodeado de cuidados» (LP 50f). La salud del joven Francisco quedó minada por primera vez en 1203/1204, durante su terrible reclusión en una cárcel de Perusa. Alrededor de 1215, sufrió en España un total desfallecimiento de sus fuerzas físicas. Un testimonio explícito sobre un hecho ocurrido durante el invierno de 1220/1221, indica que Francisco padeció por entonces un gravísimo ataque de «fiebres cuartanas» (cf. LP 80); este testimonio merece pleno crédito, más aún si tenemos en cuenta que las fuentes antiguas hablan contestes de la persistencia de alteraciones morbosas en el bazo y el hígado de Francisco, y la afirmación del cronista cisterciense inglés Radulfo de Coggeshall, referida al año 1222: «No se recuerda ninguna época en la que haya habido tantos enfermos de cuartanas como este año, a causa del excesivo calor y sequedad de este verano». Los médicos de entonces estaban, indudablemente, en condiciones de diagnosticar la presencia de «fiebres cuartanas» en un paciente, tanto por el carácter periódico de los accesos febriles, seguidos regularmente de dos días sin fiebres, como por el triple estadio típico de los ataques de cuartanas, a saber: el del frío, el del calor y el del sudor, así como por el tumor esplénico que se manifiesta inevitablemente en caso de recaídas. Basándome sobre un conjunto de indicios, sostengo que, al menos desde 1225, en Francisco se verificaba el cuadro clínico de una malaria cronificada en sus efectos. No se había curado totalmente de ella y, al seguir viviendo en zonas maláricas, estaba inevitablemente sujeto a «posteriores picaduras de mosquitos malarígenos causantes de reinfecciones». De ahí que la infección se volviera de manera ineludible permanente con un decurso crónico y progresivo, con «lesiones permanentes de los órganos internos en los que anidan establemente los parásitos... El hígado y el bazo -duraderamente engrosados y endurecidos- se convierten en "depósitos biológicos" de los parásitos de la malaria crónica, caracterizada por la siguiente tríada clínica: esplenomegalia (hinchazón del bazo); hepatomegalia (hinchazón del hígado); anemia de tipo hipocrómico secundario y que con mucha frecuencia se agrava progresivamente, confiriendo a la piel del paciente un color gris-terroso característico. En los casos más avanzados el cuadro clínico se completa con un adelgazamiento grave y progresivo, con una profunda astenia... desazón, hinchazones edematosas en las piernas».4 Todos estos fenómenos patológicos descritos por los Profesores Segatore y Poli, encuentran, en el caso de Francisco, la confirmación de testimonios biográficos incontestables y concordantes. En 1219/1220, la participación de Francisco en la V Cruzada, en Egipto, fue ocasión de que contrajera por contagio la enfermedad egipcia o, según la terminología médica, «conjuntivitis tracomatosa». Dice la Leyenda de Perusa acerca del origen de esta enfermedad: «Y, cuando marchó a ultramar para predicar al sultán de Babilonia y Egipto, contrajo una grave enfermedad de la vista a consecuencia de lo que sufrió por la fatiga del viaje, en el que, tanto de ida como de vuelta, tuvo que soportar grandes calores» (LP 77). La estadía del Pobrecillo en el campamento de un ejército beligerante, en una región medio-oriental, con precarias condiciones higiénicas, así como el contacto directo con la corte del sultán, inducen de inmediato a pensar que su «enfermedad de la vista» fue la contagiosísima conjuntivitis granulosa de origen vírico, con abundante secreción lacrimal, progresivas complicaciones de la córnea, fotofobia y alteraciones de la vista. Durante un violento ataque oftálmico, con la consiguiente intolerancia a la luz, sufrido en San Damián cuando quiso despedirse de santa Clara y sus hermanas, Francisco tuvo que permanecer durante más de un mes clavado al lecho en una celdilla de esteras, privada de toda luz, que le acondicionaron en una estancia. Confortado por una experiencia mística con la que el Señor le aseguró la gloria celestial, Francisco dictó las ocho primeras estrofas de las Alabanzas de las criaturas. Por aquellos días compuso también la admirable poesía, descubierta no hace mucho, Audite, poverelle, dal Signor vocate, para confortar a las Damas Pobres de San Damián, afligidas por su enfermedad.5 Durante el otoño de 1225, un cirujano-practicón sometió a Francisco, en Fontecolombo, a una cauterización desde la oreja a la sobreceja, a fin de desecar el humor inflamatorio transportado al ojo por los vasos aferentes. El enfermo la soportó con increíble resistencia y entereza, pero no obtuvo el más mínimo alivio. En el otoño de 1226, el paciente fue trasladado desde Siena y Celle de Cortona a la Porciúncula, y desde Bagnaia, cerca de Nocera, al palacio episcopal de Asís. El ocaso físico de Francisco había llegado ya a la caquexia malárica. Este «extremado declive de las condiciones generales de nutrición y sanguificación de un organismo y sus fuerzas»6 puede explicar el interminable vómito de sangre que le sobrevino en el eremitorio de Alberino, en Rovacciano, cerca de Siena. Tras estas alusiones de tipo general al estado de salud de Francisco antes de 1226, entramos más o menos en la semana que precedió a su santo tránsito. La Leyenda de Perusa refiere un diálogo entre el enfermo, cuando todavía yacía postrado en una estancia del palacio episcopal de Asís, y el médico que le atendía, Bongiovanni d'Arezzo. Francisco se dirige a su visitante con las siguientes palabras: «¿Qué opinas, Finiatu, de mi hidropesía?» El Santo, acordándose de uno de sus textos evangélicos preferidos: «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Lc 18,19), elude llamarlo con el título honorífico de «bonus» reservado sólo a Dios. Con la habilidad propia de un médico experimentado, el interlocutor soslaya una respuesta directa: «Hermano, con la gracia de Dios te irá bien». Pero el enfermo advierte el subterfugio, e insiste en que se le diga toda la verdad: «Hermano, dime la verdad; yo no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir» (LP 100a-c). Entreviendo tanto valor y firmeza en su amigo moribundo, el médico le declara abiertamente: «Padre, según nuestros conocimientos médicos, tu mal es incurable, y morirás a fines de septiembre o el 4 de octubre»7 El texto de la respuesta revela que el encuentro tuvo lugar en septiembre. También es evidente que la predicción de la muerte, en cuanto a la fecha 4 de octubre, ha sido precisada más tarde a partir del hecho histórico. El médico diría, refiriéndose en concreto a la hidropesía progresiva: «Morirás a finales de este mes o a principios del próximo». El compilador anónimo de la Leyenda de Perusa añade: «El bienaventurado Francisco, que yacía enfermo, extendió los brazos y levantó sus manos hacia el cielo con gran devoción y reverencia y exclamó con gozo inmenso interior y exterior: "Bienvenida sea mi hermana la muerte"» (LP 100d). En la segunda parte de este estudio veremos con más detalle el significado espiritual de este saludo, en el que, empleando la figura poética de la prosopopeya, se designa a la muerte con el nombre de hermana. Hacia finales de septiembre, presintiendo la inminencia de su muerte, Francisco pidió a los hermanos presentes «que cuanto antes lo trasladaran (desde el palacio episcopal) a Santa María de la Porciúncula, pues deseaba entregar su alma a Dios donde, como se ha dicho, conoció claramente por primera vez el camino de la verdad» (1 Cel 108). Lo llevaron en una camilla, pues «no podía ir a caballo, ya que se había agravado su enfermedad» (LP 5). «Al pasar junto al hospital (de San Salvador delle Pareti, hoy día Casa Gualdi), pidió a los que lo llevaban que dejaran la camilla en el suelo; y como, a consecuencia de la gravísima y larga enfermedad de los ojos, apenas podía ver, pidió que le giraran la camilla de suerte que quedara con el rostro vuelto a la ciudad de Asís» (LP 56). Esta fuente advierte expresamente que Francisco había perdido la vista casi por completo, a consecuencia de su gravísima y prolongada enfermedad de ojos. El deterioro caquéctico había llegado pues a tal extremo, que el enfermo hubo de ser trasportado en camilla. Por otra parte, Francisco consiguió -tal vez sostenido por un hermano enfermero- levantar un poco la cabeza y el busto, para bendecir a su ciudad natal. El detalle transmitido por la Leyenda de Perusa sobre la situación clínica de los ojos del Santo es importante. A consecuencia del tracoma cicatrizado, la córnea se había vuelto casi opaca, produciendo una ceguera poco menos que total. Tras la conmovedora oración a Cristo en favor de sus amados conciudadanos (LP 5b), el enfermo fue trasladado a Santa María de los Ángeles, donde lo acomodaron, probablemente, en una de las cabañas cercanas al santuario mariano. Allí, una noche, «se vio tan fuertemente atacado por los dolores de las enfermedades, que le era casi imposible descansar y dormir» (LP 22a). A la mañana siguiente -quizás el viernes 25 de septiembre-, bendijo a todos los hermanos presentes, considerándolos representantes de toda la Orden. Luego, creyendo por error que aquel día era jueves, quiso imitar también la última Cena del Señor. Pidió que le leyeran el evangelio del lavatorio de los pies (Jn 13,1-15: 2 Cel 217). «Luego mandó traer panes y los bendijo. Como, a causa de la enfermedad, no podía partirlos, hizo que un hermano los partiera en muchos trozos; y, tomando de ellos, entregó a cada uno de los hermanos su trozo, ordenándoles que lo comieran entero» (LP 22b). Desde el punto de vista clínico, merece subrayarse que el enfermo tenía tan mermadas las fuerzas físicas de sus manos que era incapaz de partir el pan. También es significativo que el enfermo hubiera perdido el sentido del tiempo. Respecto al sentido religioso de la escena, salta a la vista su referencia al ejemplo de Cristo, aun cuando el Fundador pudo haberse inspirado también en la costumbre de los monjes de distribuir pan bendito, las llamadas «eulogias». En cualquier caso, la Leyenda de Perusa subraya la fuente evangélica: «Pues así como el Señor el jueves santo quiso cenar con los apóstoles antes de su muerte, del mismo modo -así les pareció a aquellos hermanos- el bienaventurado Francisco quiso antes de su muerte bendecirles a ellos y, en ellos, a todos los demás hermanos, y quiso también que comieran de aquel pan bendito como si realmente lo comieran con todos los demás hermanos» (LP 22b). Este intento de interpretación no incluye el relato del lavatorio de los pies de los apóstoles, cuya lectura tenía por finalidad recordar a los hermanos circunstantes la característica de la minoridad que, en el espíritu franciscano, debe acompañar necesariamente a la fraternidad evangélica simbolizada en el pan distribuido. Entre el sábado 26 de septiembre y el 3 de octubre llegó a Santa María de los Ángeles la noble señora Jacoba Frangipane de Settesoli, de la familia de los Normanni, para saludar por última vez a su gran amigo moribundo. Como es obvio, no puedo ponderar aquí todos los datos que sobre este hecho nos transmiten de manera bastante concordante el Compilador y Tomás de Celano (LP 8; 3 Cel 37-39). Quisiera únicamente subrayar la profunda humanidad del relato: la noble señora, intuyendo un último deseo de Francisco, llevó consigo «almendras, azúcar o miel y otros ingredientes», para prepararle una vez más un pastel que los romanos llaman «mortariolum» (LP 8~a). «Esta señora preparó el manjar que el santo Padre había deseado. Pero él comió poco, porque su cuerpo iba desfalleciendo cada día más a causa de su gravísima enfermedad y acercándose a la muerte» (LP 8f). El moribundo venció su irresistible náusea y probó un poco del dulce, más por la alegría de la visita que por apetito. El rápido y continuo declinar de las fuerzas de Francisco era tan evidente que nadie dudó de la inminencia de su fallecimiento. Con relación a la historia de las enfermedades del Pobrecillo, hay que recordar también el episodio de aquella noche, «hacia el fin de su enfermedad», en que le apeteció comer perejil. El «codex Little»8 localiza el episodio en el palacio episcopal, y añade, entre otros, un nuevo dato que me parece creíble. El enfermo habría dicho: «"Quisiera, hermanos, refocilarme y comer algo, si lo logro". Los compañeros le preguntaron: "¿Qué te gustaría comer, padre?" Respondió: "Si tuviera perejil, intentaría comer un trozo de pan con él"». El hermano cocinero le objetó que aquellos días había cortado tanto, que le resultaría difícil acertar con él a la luz del día, cuánto más en plena oscuridad de la noche. El Santo, que amaba mucho en sus hijos la obediencia rápida y sin discusiones, le rogó que fuera y le trajese las primeras hierbas que le vinieran a las manos. «Se fue el hermano al huerto, y, arrancando hierbas agrestes, las que de primero le venían a las manos -él no veía-, las llevó a casa. Miran los hermanos las hierbas silvestres, las remiran con más atención, y descubren entre ellas un perejil lozano y tierno. El Santo, con lo poco que tomó, se reanimó mucho» (2 Cel 51). Del conjunto del relato se deduce que la planta deseada y encontrada fue «petroselinum hortense frondosum», de la familia de las umbelíferas, una planta aromática, condimenticia y medicinal, que tenía varios usos tanto en la cocina como en la medicina medievales. En el caso concreto, Francisco, que sufría una anorexia tan fuerte que casi no podía tomar alimentos sólidos, confiaba superar la náusea con la ayuda de esta planta aromática. El mismo día que gustó un poco del pastel («mortariolum») que le había preparado Jacoba de Settesoli, Francisco se acordó del primer hermano que el Señor le había dado. Dijo, pues, dirigiéndose a los hermanos: «Este pastel le gustaría al hermano Bernardo», e inmediatamente lo hizo llamar a su cabecera. Cuando llegó, Bernardo pidió al Santo una bendición especial y un signo de afecto. «El bienaventurado Francisco no podía verle, pues hacía muchos días que había perdido la vista. Extendió la mano derecha y la puso sobre la cabeza del hermano Gil, que fue el tercer hermano y se encontraba entonces sentado junto al hermano Bernardo, creyendo que la ponía sobre la cabeza de éste. Mas al palpar, como hacen los ciegos, la cabeza del hermano Gil, reconoció su error por virtud del Espíritu Santo, y le dijo: "Esta no es la cabeza de mi hermano Bernardo". Entonces éste se acercó más al bienaventurado Francisco, quien posó las manos sobre su cabeza y le bendijo» (LP 12b-d). No es mi intención reconstruir aquí históricamente la sugestiva escena de la bendición del primer hermano de la Orden, ni destacar el profundo significado de la recomendación que entonces hizo Francisco a todos los ministros y hermanos para que consideraran a Bernardo como a otro Francisco, «como si de mí se tratara» (LP 12d), aspectos de los que se ha ocupado magistralmente el profesor Raoul Manselli en un estudio recientemente publicado.9 Pero sí quiero llamar la atención sobre el hecho de que, según este testimonio, Francisco había perdido ya total y definitivamente la vista. Durante sus últimos años de vida y sobre todo cuando ya se acercaba la «hermana muerte», el Poverello demostró un permanente y vivo interés por el futuro de su Fraternidad, una extraordinaria fuerza de ánimo para soportar los atroces dolores y un espíritu admirablemente alegre: actitudes que contrastan fuertemente con su estado caquéctico, que precisamente produce disminución de las facultades psíquicas, apatía e incluso estados depresivos. El signo más convincente de su regocijo espiritual lo tenemos en sus Alabanzas de las criaturas, compuestas mientras sufría una terrible crisis oftálmica y que, por mandato suyo, los hermanos le cantaron con frecuencia durante su enfermedad. En este sentido merece crédito la afirmación de Tomás de Celano: «... los pocos días que faltaban para su tránsito los empleó en la alabanza, animando a sus amadísimos compañeros a alabar con él a Cristo» (2 Cel 217b). En cuanto a la situación clínica de los últimos días, no parece excesivo el breve resumen escrito por el mismo biógrafo: «No había quedado en él miembro que no sufriera intensamente; y, perdiendo poco a poco el calor natural, día a día se iba avecinando hacia el final. Los médicos se quedaban estupefactos y los hermanos maravillados de cómo un espíritu podía vivir en carne tan muerta, pues, consumida la carne, le restaba sólo la piel adherida a los huesos» (1 Cel 107b). En primer lugar, este testimonio concuerda perfectamente con lo que se sabe del cuadro clínico de la caquexia palúdica, en la que se manifiesta un extremo adelgazamiento, «con el que contrasta la tumefacción del abdomen por la esplenomegalia y la hepatomegalia», así como por edemas difusos.10 Este síndrome -junto con el tracoma- justifica la afirmación, aparentemente enfática, de un dolor generalizado. El detalle relativo al color cutáneo anormal viene a completar otro pasaje de Celano en el que habla del cambio de color de la carne de Francisco, «naturalmente morena antes», y de extraordinaria blancura luego de su muerte (2 Cel 217a; cf. 1 Cel 112). También este dato concuerda perfectamente con la sintomatología de las fiebres intermitentes cronificadas: «Los enfermos de malaria crónica presentan... color pálido de la piel y las mucosas, a veces amarillo-terroso».11 Uno de los últimos días de su itinerario terreno, Francisco brindó a sus hermanos más íntimos la posibilidad de observar cómoda y exactamente el aspecto poco atrayente de un cuerpo enormemente enjuto, con el abdomen y las articulaciones tumefactos y con una piel desagradablemente negruzca. Siguiendo con poética libertad la costumbre monástica observada para los moribundos claustrales, «hizo que le pusieran desnudo» sobre un cilicio, o sea, un grosero paño hecho de pelo de cabra, sobre el que se habían esparcido cenizas, en forma de cruz. Impulsado por su ingenio mímico e ideoplástico, quiso con esta acción escénico-simbólica, unirse a Cristo en la cruz, en su extrema pobreza. «Puesto así en tierra, despojado de la túnica de saco, volvió, según la costumbre, el rostro al cielo y, todo concentrado en aquella gloria, ocultó con la mano izquierda la llaga del costado derecho para que no se viera. Y dijo a los hermanos: "He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra"» (2 Cel 214b). Los biógrafos silencian a menudo datos que serían particularmente interesantes para el lector moderno. Así, ninguna de las fuentes antiguas contiene la más mínima alusión al momento en que Francisco recibió el Viático y la Unción de los enfermos, hecho sobre el que, evidentemente, no puede existir duda alguna, tanto menos si tenemos en cuenta que el enfermo conocía perfectamente la gravedad de su estado. Por otra parte, la devoción de Francisco al sacramento del Cuerpo de Cristo era tan ardiente, que hablaba de él en casi todas sus cartas. Basándonos sobre un «Ritual» de la época, podemos formarnos una idea aproximada de cómo se desarrolló esta doble celebración sacramental. Primero, el sacerdote y los ministros, revestidos con los paramentos, se dirigían desde la iglesia a la enfermería, recitando el salmo «Miserere». Tras escuchar la confesión general del enfermo, el sacerdote le administraba la Extremaunción, en tanto que los ministros recitaban los siete salmos penitenciales. Luego se llevaba procesionalmente la Eucaristía al enfermo. Es interesante el detalle de que la sagrada especie del Pan se mojara en vino no consagrado, pues se tenía la convicción de que así éste se transformaba en la Sangre de Cristo.12 El biógrafo Tomás de Celano ha acuñado esta sugestiva frase: Francisco «recibió la muerte cantando» (2 Cel 214a). De hecho, poco antes de su nacimiento para el cielo, llamó a fray León y a fray Ángel Tancredi para que, «espiritualmente gozosos, cantaran en alta voz las alabanzas del Señor por la hermana muerte que se avecinaba». Después, el mismo Francisco «entonó con la fuerza que pudo aquel salmo de David: "Voce mea... Con mi voz clamé al Señor, con mi voz imploré piedad del Señor"» (1 Cel 109b). De todos modos, afirmar que el Pobrecillo expiró recitando este salmo 141 [142], es un malentendido comprensible, y repetido no pocas veces por los biógrafos modernos. En los últimos instantes de su madurar a la gloria celestial, el salmo «Voce mea» es un momento significativo que revela, en una antinomia muy expresiva, la angustia de la agonía, de la que tampoco se libró Francisco, y su inquebrantable confianza en Dios, su refugio, así como la espera serena de la gloria celestial. Ninguna fuente transmite noticias que permitan formarnos una idea exacta de cómo fue la agonía y el momento de la muerte del Santo. Como su intención al describir la vida de Francisco era sobre todo edificar a los lectores, los aspectos que suelen subrayar son los religiosos y extraordinarios. Así, Tomás de Celano escribe: «Nuestro beatísimo padre Francisco, cumplidos los veinte años de su total adhesión a Cristo en el seguimiento de la vida y huellas de los apóstoles..., salió de la cárcel de la carne y remontó felizmente el vuelo a las mansiones de los espíritus celestiales el año 1226 de la encarnación del Señor, en la indicción decimocuarta, el 4 de octubre, domingo (es decir, según el cómputo moderno, el sábado 3 de octubre, hacia el anochecer), en la ciudad de Asís, lugar de su nacimiento, y cerca de Santa María de la Porciúncula, que fue donde primero estableció la Orden de los Hermanos Menores» (1 Cel 88b). Después de todo lo expuesto, me parece evidente que la causa determinante de la muerte biológica de san Francisco fue la caquexia malárica consecutiva, es decir, una «preponderancia de los procesos de desasimilación sobre los de asimilación»,13 que le llevó a un total desmoronamiento de las fuerzas de su organismo, hasta el momento en que las células nerviosas del cerebro dejaron de vivir. II. ASPECTOS DEL MENSAJE
ESPIRITUAL Aunque incompletos, estos apuntes históricos sobre las enfermedades del Poverello en general y sus últimos días en particular evidencian que a Francisco le era familiar la experiencia de intensos y persistentes sufrimientos físicos. Sus enseñanzas sobre cómo vivir con las «hermanas enfermedades» y la «hermana muerte» no provienen, por tanto, de quien habla como maestro, sino de alguien que en su propio «vía crucis» no buscaba otra cosa que seguir las huellas de Jesucristo. En esta segunda parte me limitaré a esbozar algunas líneas maestras que se imponen a la reflexión de quien medita los acontecimientos biográficos de Francisco. 1. San Francisco vive su
propia muerte Se ha escrito con razón señalando la existencia de una especie de conjura del silencio con que la sociedad de consumo envuelve el fenómeno de la muerte. De forma parecida a como acontecía con los leprosos de la Edad Media, en la actualidad los enfermos graves son confinados por la sociedad, cuidadosamente segregados de las personas sanas, en los complejos anónimos que son los hospitales. «Hoy día la muerte concluye una vida en la clandestinidad. El nuevo estilo exige que el enfermo ignore su propia muerte. Ocultarle al enfermo desahuciado cómo se encuentra, es un deber de cuantos le rodean, desde el médico a los familiares. Esto es algo que quienes atienden al enfermo sienten como una especie de norma moral; desean ardientemente que la muerte sobrevenga sin que el enfermo se sienta morir... Para ello, el enfermo debe ser tratado como un menor de edad, a quien el cónyuge o los parientes toman a su cargo, separándolo del resto del mundo. De este modo, el muriente pierde irremediablemente su papel de protagonista». Esta caracterización exacta y penetrante es de Sandro Spinsanti.14 A pesar de la profunda y progresiva postración a que lo sometió la caquexia malárica, Francisco vivió su muerte en primera persona y casi en público. Pidió con insistencia que se le informara exactamente de la auténtica gravedad de su estado, para salir al encuentro del abrazo de la «hermana muerte» con plena conciencia y total adhesión a la voluntad divina. Así lo demuestra, además de la conversación antes mencionada con el médico Giovanni d'Arezzo, el anuncio que de la inminencia de su muerte le dio un hermano innominado, quizá el mismo fray Elías: «Padre, es necesario que sepas que, si el Señor no envía desde el cielo un remedio para tu cuerpo, tu enfermedad es incurable y vas a vivir poco tiempo, según dijeron ya los médicos. Te hablo así para confortar tu espíritu, para que te alegres de continuo en el Señor interior y exteriormente; sobre todo, para que los hermanos y cuantos vienen a verte te encuentren alegre en el Señor, pues saben y están persuadidos de que vas a morir muy pronto; y con el fin de que, para los que presencien esto y para los que lo oigan, tu muerte constituya un memorial, como lo ha sido para todos tu vida y tu conducta» (LP 7). La experiencia de Francisco confirma oportunamente un principio moral por desgracia no siempre respetado: el derecho sacrosanto de todo enfermo a ser informado -sin duda, de manera gradual y con fino tacto psicológico, pero a tiempo- del riesgo de muerte que eventualmente corre a causa de su enfermedad. No todos los pacientes alcanzan ese espíritu de pobreza que animaba a Francisco incluso respecto al preciosísimo don divino de la vida. Con todo, sería muy deseable que el mismo enfermo cristiano, sometido a una larga postración sin mejoría sensible, fuese quien se adelantara a tender una mano preguntando a personas competentes y de confianza cuáles son sus perspectivas de curación. La oportuna información sobre la cercanía de la hora decisiva se le revelará a todo cristiano convencido como una gracia inestimable. Sólo así estará en condiciones de recibir todas las ayudas sacramentales de la Iglesia y de prepararse a su principio de eternidad. Con mucha frecuencia, sin embargo, los familiares no tienen la capacidad de asumir el delicado cometido del «anuncio de la muerte» para el familiar a punto de morir, ni tienen el valor necesario para ello. En tales casos recaerá sobre otras personas el deber de informar al paciente: el médico que lo atiende, los enfermeros, el sacerdote o el amigo personal. ¡Ante la conjura del silencio, el ministerio pastoral del sacerdote encuentra obstáculos que sólo una fe capaz de trasladar montañas (cf. Mt 17,20) puede superar! 2. Francisco,
además, vive su última enfermedad Un psicólogo moderno afirma con toda razón: «A nivel psicológico, la enfermedad se caracteriza por tres elementos: el recortamiento del propio mundo, el egocentrismo y una actitud entreverada de tiranía y dependencia. El conjunto de estos fenómenos acerca el comportamiento del enfermo al del niño; se trata, esencialmente, de un comportamiento regresivo».15 En claro contraste con este dato real y que hemos comprobado con frecuencia, el decurso morboso de Francisco está constelado de una larga serie de atenciones exquisitas hacia los demás y de actos de bondad conmovedora. Por ejemplo, Francisco recuerda que a fray Bernardo le gustaron los pasteles que la noble dama Jacoba les había ofrecido cuando la visitaron en Roma, y que ha confeccionado también ahora, y lo manda llamar para que los pruebe. Estando en la celdilla sin luz que le habían preparado en una estancia en San Damián, le comunican la preocupación de Clara y sus hermanas por su salud; y Francisco compone un «Canto de exhortación», a fin de confortar a las «Pobrecillas» de San Damián. Es muy significativo que, enfermo y clavado al lecho, Francisco piense sobre todo en las hermanas enfermas y en quienes las atienden: «Las que están por enfermedad
gravadas El Pobrecillo tuvo la confortación de ser amorosamente atendido por compañeros muy íntimos: Ángel Tancredi, Rufino de Asís, León y probablemente Juan «de Laudibus» (cf. 1 Cel 102). Y es muy humano que diera a entender la pena que sentía al verse convertido en una carga para ellos; no menos característico es su inmenso agradecimiento y delicadeza hacia sus hermanos enfermeros. Según relata la Leyenda de Perusa, tras someterse en Fontecolombo al cauterio y haber pasado una noche en vela, Francisco dijo a sus compañeros: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os moleste ni os pese el tener que ocuparos en mi enfermedad. El Señor os dará por mí, su siervecillo, en este mundo y en el otro, el fruto de las obras que no podéis realizar por vuestras atenciones y por mi enfermedad; obtenéis incluso una recompensa más grande que aquellos que prestan sus servicios y cuidados a toda la Religión y a la vida de los hermanos. Debíais decirme: "Contigo haremos nuestros gastos y por ti será el Señor nuestro deudor"» (LP 86d). Me parece que una de las ayudas humanas y pastorales más necesarias que hay que prestar a los enfermos graves o crónicos, consiste en tratar de impedir en ellos, mediante la persuasión, contactos y ejercicios apropiados, que se replieguen sobre sí mismos. Como es natural, para lograr este objetivo hace falta tiempo, un ambiente favorable, auténtico amor fraterno y una capacidad nada común para identificarse con las situaciones de los demás. 3. Aunque desprovisto de todo medio
material Tomás de Celano afirma justamente de Francisco: «Nadie ha ansiado tanto el oro como él la pobreza» (2 Cel 55). La historia de las últimas enfermedades es una prueba palpable de la verdad de esta frase lapidaria. Por o tra parte, y frente a esta pobreza absoluta, la conciencia que Francisco tenía de su misión de enriquecer espiritualmente a los demás parece casi una paradoja. Así, desde su lecho de muerte, el Pobrecillo bendice y exhorta repetidas veces a sus hijos espirituales. En varias ocasiones dicta testamentos, no para hacer disposiciones patrimoniales, sino para legar enseñanzas vinculantes que favorezcan en los hermanos la fidelidad a la vocación evangélica. Así, durante una grave enfermedad, compone su Carta a toda la Orden, cuyo propósito fundamental, inculcar la liturgia eucarística y la de las horas, junto con la observancia regular, revela claramente intenciones testamentarias. Cuando le sobreviene en Siena, durante la primavera de 1226, un interminable vómito de sangre, dicta el llamado «Pequeño Testamento», o Testamento de Siena, en el que bendice «a todos mis hermanos, a los que están en la Religión y a los que han de venir hasta la consumación del siglo», y donde se lee: «... que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente, que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden, y que vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 1.3-5). Baste, por último, aludir brevemente al Testamento propiamente dicho, dictado probablemente por Francisco en las últimas semanas de su vida, y en el que reaparecen las ideas que constituyen los elementos calificantes de su vida «según la forma del santo Evangelio» (Test 14; TestS 2). Merece subrayarse con fuerza que nuestro Santo, aun sin tener estudios teológicos escolásticos, proponga en su Testamento con sabio equilibrio el culto a la Palabra revelada y al Pan consagrado, infiriendo como consecuencia la necesidad de honrar y venerar a los sacerdotes y a los teólogos. En el restringido espacio de una conferencia no pueden ponerse de relieve otros aspectos perennes y universales del Testamento de Francisco. Me parece, no obstante, que se aviene perfectamente al ejemplo del Santo pedir que a toda persona en trance de muerte se le dé la oportunidad de sacar en limpio los resultados de la propia vida y enriquecer a los familiares y amigos con las experiencias recogidas a lo largo del tiempo que se le ha concedido vivir. Una palabra de exhortación dirigida por el padre agonizante a los hijos y la señal de la cruz trazada sobre sus frentes, pueden determinar el curso de toda una vida. 4. Antes del acontecimiento final de su
vida, La muerte de Francisco manifiesta, al igual que su vida, una transparencia casi-sacramental de Cristo. Recordemos dos hechos ya citados: su celebración de la Última Cena y su intento de reproducir incluso la desnudez de Cristo crucificado. Encaja perfectamente en este contexto la orden impartida dos días después, con el fin de recordar en su propio cuerpo exánime el descendimiento de Cristo de la cruz: «Cuando me veáis a punto de expirar, ponedme desnudo sobre la tierra, como me visteis anteayer, y dejadme yacer así, muerto ya, el tiempo necesario para andar despacio una milla» (2 Cel 217), es decir, durante un cuarto de hora largo. Además, debemos tener en cuenta que, desde septiembre de 1224, el Pobrecillo estaba condecorado con los cinco estigmas. Gracias a ellos, reproducción plástica en sus propios miembros de las cinco llagas de Cristo, y al persistente dolor que le causaron, Francisco vivió en íntima y continua comunión con Jesús crucificado. Después de su muerte, ante los ojos de los hermanos y de la gente de Asís se hizo patente un espectáculo nunca visto hasta entonces: «Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los crímenes del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y pies traspasados por los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza» (1 Cel 112). Así y todo, sería erróneo subrayar sólo, en el espíritu religioso de Francisco, la dimensión de la cruz. Significativo es, por ejemplo, que Francisco recuerde expresamente en su Oficio de la Pasión, incluso en la hora de Nona del Viernes Santo, el misterio de la resurrección de Cristo: «Padre santo, sostuviste mi mano derecha y me guiaste según tu voluntad y me acogiste en gloria» (OfP 6,12). Esta cita, por otra parte, refleja la visión dominante de este Oficio votivo: en los versículos tomados previa y libremente de diversos salmos y completados con palabras propias, Francisco escucha la oración que Cristo dirige a su Padre. La actitud básica que Francisco capta en Jesús no es tanto la congoja de sus sufrimientos físicos, cuanto su entrega absoluta y confiada en la voluntad del Padre. Y esto mismo es lo que subraya también el Pobrecillo cuando, en la segunda redacción de la Carta a todos los fieles, medita en la agonía de Jesús: «Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre» (2CtaF 10). Sin ninguna duda, esta mirada serena, fija en la voluntad del Padre, a ejemplo del Salvador sufriente, fue la actitud característica de Francisco durante los últimos días de su vida. Sabemos por la fe que la disponibilidad de Cristo a entregar su propia vida constituye la hora suprema de nuestra salvación. El entero «ars moriendi» (arte de morir) del cristiano consiste en tratar de conformarse al máximo a Cristo, aceptando serena y gozosamente la voluntad divina, que establece ese límite del itinerario terreno que da paso a la orilla de la eternidad. El don oblativo de uno mismo transforma la propia muerte en gracia divina que salva. Este anuncio evangélico, que podemos ver ejemplarmente encarnado en el morir del Poverello, es el fundamento y la meta de toda pastoral de los enfermos. 5. San Francisco no sólo acepta
libremente la muerte, En cuanto un hermano, cuyo nombre no nos ha sido transmitido, le anunció la inminencia de su muerte, Francisco «alabó al Señor con ardiente fervor de espíritu y gozo interior y exterior» (LP 7). Hizo luego llamar al hermano Ángel y al hermano León, para que le cantaran las Alabanzas de las criaturas. Fue precisamente en esa ocasión cuando hizo añadir la estrofa de la «hermana muerte»: «Loado seas, mi Señor, por
nuestra hermana la Muerte corporal, De todo lo hasta aquí expuesto se deduce claramente que Francisco no cultivó una especie de dolorismo malsano, de tanatolatría acristiana o de necrofilia aberrante. Los artistas de los siglos XVII y XVIII que lo han representado meditando ante una calavera, se han inspirado en las ideas corrientes de su propia época, no en las auténticas fuentes franciscanas. Por otra parte, si el Pobrecillo llama hermana a la muerte, no es porque, ignorando su carácter terrible e inexorable, la idealice falsamente, sino porque la une inseparablemente a la muerte redentora de Cristo y por eso la acepta alegremente de manos del Padre celestial. Está profundamente convencido de que sólo hay que temer la segunda muerte, la muerte que aleja eternamente de Dios a aquel (cf. Ap 2,11) que concluye su vida en estado de muerte espiritual. En cambio, la muerte del justo, que ha fundido su voluntad con la de Dios, se vuelve «puerta de la vida» (2 Cel 217). La muerte y la glorificación de Cristo fueron la luz que iluminó el tránsito de Francisco. Apuntando su mirada, por encima del paso temible y obligado para todos, a la meta gloriosa, canta justamente la ayuda fraterna que le ofrecerá la muerte abriéndole la puerta que conduce a la alegría sin fin. En esta perspectiva, las Alabanzas de las criaturas, incluida la estrofa de la muerte, son un canto eminentemente pascual. Así se explica la alegría que envuelve la muerte de Francisco. A pesar de la condición singular en que se encontraba nuestro gran místico a la hora de morir, su actitud ante la muerte contiene un insuperable valor ejemplar para todos los creyentes. Transformando su muerte en plegaria, le confiere su exacta dimensión teologal; colmando de letra y de espíritu bíblico la estrofa de la muerte, pone de manifiesto la verdadera fuente de donde mana su vida y su muerte. Indudablemente uno de los objetivos principales que debe proponerse a los moribundos es el de que se unan a Cristo en la cruz y conviertan el momento decisivo de su opción fundamental en oración humilde y confiada. Aquí radica el principal objetivo pastoral de quien se dedica a asistir a los enfermos: orar con ellos y mostrar, de manera sencilla y concreta, cómo se desenvuelve el diálogo de salvación con Dios. Para transformar el dolor en alegría y la angustia en confianza, es preciso llegar a saber «orar» la propia muerte. A ello nos ayudarán, sobre todo, los salmos con su vastísima gama de sentimientos religiosos y situaciones humanas. Llegados al final de nuestra meditación, lo mínimo que puede afirmarse es que Francisco no se limita a considerar el fenómeno biológico de la muerte, sino que la eleva al nivel de factor de salvación, pues la interpreta a la luz de Cristo y la vive como paso pascual de la primera a la segunda vida (cf. Ap 20,6). Las enfermedades y la muerte, si son vistas y vividas como lo hizo Francisco, significan una inmersión bautismal en la muerte de Cristo (Rm 6,2-4) y un lanzarse en la fe hacia el propio futuro definitivo. De hecho, muriendo en la cruz, el Hijo de Dios, el Emmanuel, es decir, Dios con el hombre, ha asociado nuestra muerte a la suya, y la ha convertido en puerta y puente que conducen a la vida eterna.
N O T A S: 1) He indicado parte de esta producción internacional en la reseña: Messis opima librorum ab obitu S. Francisci Assisiensis anno 750º recurrente vulgatorum, en Collectanea Franciscana 46 (1976) 321-364; 47 (1977) 119-134; cf. también ibid, 136-141; respecto a los numerosísimos congresos nacionales e internacionales dedicados a san Francisco, véase Isidoro de Villapadierna, Selectiores nuntii de actuositate scientifica franciscana an. 1976, en Coll Franc 47 (1977) 195-210. 2) F. Casolini, en Vita Minorum 48 (1977) 197. 3) Permítaseme remitir a los lectores a mis siguientes estudios: Enfermedades que sufrió S. Francisco de Asís antes de su estigmatización, en Selecciones de Franciscanismo n. 47 (1987) 287-323; Los dos últimos años de la vida de S. Francisco y la renovación de nuestra vida, en Selecciones de Franciscanismo n. 17 (1977) 136-154; Las enfermedades de Francisco durante los últimos años de su vida, en Selecciones de Franciscanismo n. 48 (1987) 403-436; «Loado seas, mi Señor, por aquellos que... soportan enfermedad». Interpretación franciscana de la enfermedad, en Selecciones de Franciscanismo n. 49 (1988) 25-36. La versión informática de estos cuatro trabajos puede verse en esta misma sección que dedicamos a San Francisco En las notas críticas de esos estudios cito las publicaciones anteriores sobre este tema. 4) L. Segatore - G. A. Poli, Dizionario medico, Novara 19582, 270s. 5) Cf. G. Boccali, Canto de exhortación de san Francisco para las «pobrecillas» de San Damián, en Selecciones de Franciscanismo n. 34 (1983) 63-87; también O. Schmucki, «Audite, poverelle». El redescubierto «Canto de exhortación» de S. Francisco para las Damas Pobres de San Damián, en Selecciones de Franciscanismo n. 37 (1984) 129-143. 6) L. Segatore - G. A. Poli, ibid., 196a. 7) «Pater, secundum physicam nostram infirmitas tua est incurabilis, et aut in fine mensis septembris aut quarto nonas octobris morieris»: LP 100d. 8) Cf. R. B. Broocke, editor, Scripta Leonis, Rufini et Angeli, sociorum. S. Francisci, Oxford 1970, 296-299. 9) R. Manselli, L'ultima decisione di S. Francesco. Bernardo di Quintavalle e la benedizione di S. Francesco morente, en Bulletino dell'Istituto Storico Italiano per il Medio Evo ed Archivio Muratoriano 78 (1967) 137-153; cf. Bibliog Franc XIII, n. 615. 10) Cf. P. Tolentino, Malattie infettive, Turín 1961, 934. 11) M. Giordano, Patologia, parassitologia ed igiene nei paesi caldi, Roma 1950, 410s. 12) Cf. L. Bracaloni, en Archivum Franciscanum Historicum 16 (1923) 76s. 13) Cf. artículo Cachessía, en Dizionario enciclopedico italiano II, Roma 1955, 548s. 14) S. Spinsanti, artículo Morte, en Dizionario enciclopedico di Teologia morale, Roma 1973, 628a. 15) Cf. Delay - Pichot, citado por S. Spinsanti, Malattia, en ibid, 558b nota 4. 16) Cf. G. Boccali, Canto de exhortación, p. 71; O. Schmucki, «Audite, poverelle», p. 133; cf. más arriba, nota 5. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 50 (1988) 247-264] |
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