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San
Pedro Bautista (1542-1597) por Cayetano Sánchez, o.f.m. |
. | Aunque la conquista y la evangelización de la mayor parte de Filipinas se llevaron a cabo de forma fulgurante en las últimas décadas del siglo XVI, sin embargo, la presencia española se vio pronto seriamente amenazada. Uno de los mayores peligros procedía de los planes expansionistas japoneses. En 1586 tuvo lugar un encuentro armado entre un grupo de piratas nipones y fuerzas de la colonia. La victoria se inclinó del lado de los españoles, pero éstos se percataron inmediatamente de que, teniendo en cuenta la bravura de los japoneses y el tipo de armas que usaban, podría haber ocurrido exactamente lo contrario. A partir de aquel momento los conquistadores de Filipinas comenzaron a admirar a los japoneses, a quienes Santiago de Vera, Gobernador de las Islas, en carta fechada el año siguiente, describe como «gente de brío (...), belicosa, y entre todos los naturales temidos, y más de los chinos, que tiemblan al oír su nombre». Los españoles de Manila no temblarían ante los japoneses como los chinos, pero su admiración hacia aquéllos convirtió pronto en verdadero el temor. En 1591, las autoridades de Filipinas recibieron una carta de Hideyoshi Toyotomi, shogun de Japón conocido en los libros españoles de la época por el nombre de Taykosama con la siguiente amenaza: «Reconoced mi señorío, porque si no viniéredes luego a hacerme reverencia y postraros delante de mi rostro por tierra, sin duda enviaré mi ejército y os haré destruir y asolar». Gómez Pérez Dasmariñas envió inmediatamente una embajada por medio del padre Juan Cobo con el fin de que intentara frenar la arrogancia y los ímpetus expansionistas de Hideyoshi. El buen fraile dominico parece que lo consiguió, pero murió en Formosa, al regreso de su viaje, sin poder informar a las autoridades de Manila. Hideyoshi escribió una segunda carta, tan amenazadora como la primera. Dasmariñas, consciente de que Manila se encontraba desprotegida y en grave peligro en caso de una invasión, decidió enviar una segunda embajada para intentar apaciguar al irascible y ambicioso shogun de Japón. La persona elegido fue fray Pedro Bautista. Rumbo a Japón Superadas ciertas dificultades iniciales, la embajada se organizó inmediatamente y el 26 de mayo de 1593 emprendía viaje a Japón. Acompañaban a San Pedro Bautista tres hermanos de hábito, fray Bartolomé Ruiz, sacerdote de edad madura y hombre experimentado en los problemas de la evangelización; el hermano laico Francisco de La Parrilla, enfermero, religioso de fe profunda y vida intachable, y Gonzalo García, también hermano laico, nacido en la India de padre portugués y madre india, que había vivido ya en Japón, conocía la lengua japonesa y haría las funciones de intérprete, y varios seglares españoles y japoneses. La comitiva se dividió en dos grupos que emprendieron el viaje cada uno en un barco diferente. La travesía resultó mucho más larga y peligrosa de lo que se esperaba. Una serie de tifones zarandeó a los barcos, los separó y estuvo a punto de hundirlos. Finalmente, el 4 de julio de 1593, después de 39 días de navegación, el barco en que viajaba fray Pedro entraba en el puerto de Hirado, una modesta isla al noroeste de Japón. El segundo fue a parar a Amakusa. Ante Hideyoshi Toyotomi El encuentro entre el grupo de franciscanos y el poderoso shogun de Japón tuvo lugar, por razones de protocolo japonés, dos meses más tarde, en octubre del mismo año, en la ciudad de Nagoya, no lejos de Hirado. Los primeros momentos fueron de gran tensión. Taykosama habló en tono amenazante, exigiendo que los gobernantes de Manila le dieran signos claros de sumisión. Fray Pedro, dueño siempre de sí mismo y de sus sentimientos, no perdió la compostura un solo momento, rechazó las amenazas y se negó a dar las pruebas de sumisión que se le exigían. Rendido por fin Hideyoshi ante la pacífica actitud de fray Pedro e impresionado por su humildad y extrema pobreza, no sólo abandonó sus gestos y palabras intimidatorias sino que prometió proteger a los franciscanos e incluso concederles un solar en Miyako (la actual Kyoto), donde pudieran él y sus hermanos edificar un convento e iglesia. Esta actitud respecto a los misioneros significaba un cambio copernicano en Hideyoshi, quien seis años antes, en 1587, había decretado la expulsión de todos los jesuitas residentes en Japón. ¿Sería duradero este talante conciliador y tolerante? Sólo el tiempo lo diría. Este cambio radical de actitud de un hombre temido por toda la sociedad japonesa produjo un impacto enorme en los testigos del encuentro. Era, sin duda, un buen comienzo, pero sólo eso. Habría que esperar varios meses más hasta conseguir la firma de un pacto de amistad entre las dos naciones. Hideyoshi quería que fray Pedro pudiera comprobar por sí mismo su poderío demográfico, económico y militar, e invitó al embajador de Manila a visitar Kyoto, sede del emperador, y las ciudades de sus alrededores, Osaka, Sakay, Fushimi, etc. Antes de emprender viaje a Kyoto, fray Pedro informó a las autoridades de Filipinas sobre el resultado de su embajada. El encuentro con Hideyoshi había sido, en su opinión, moderadamente positivo. Se sentía fascinado, en cambio, por el pueblo japonés, porque, según afirmaba en su carta: «En todo lo descubierto del mundo no hay gente más dispuesta y capaz ni que más se aferre con lo que una vez recibieron (...). Son gente moderada en el comer y en el beber». En el corazón de Japón El encuentro de fray Pedro con la cultura y la religión japonesas produjo en éste una profunda impresión. No era para menos. Kyoto, con sus 1.858 calles, 137 palacios, 2.127 templos sintoístas, 3.893 budistas, 18.000 bonzos y 87 puentes, era una ciudad inmensa. El número de cristianos, bautizados por los jesuitas, ascendía a unos 6.000, perdidos en una masa de cerca de 400.000 habitantes. El reto evangelizador que se le ofrecía a fray Pedro y sus hermanos era inmenso. A pesar de todo, los misioneros se vieron obligados, durante más de seis meses, a observar un discreto silencio, limitándose a evangelizar con su sola presencia, el método franciscano que habían aprendido y practicado durante años en sus solitarios conventos de España. En enero de 1595 se firmó en Kyoto el pacto de amistad entre Japón y Filipinas. El shogun no sólo renunció, al menos de momento, a sus amenazas contra los Luzones, como llamaban los japoneses al archipiélago filipino, sino que se convirtió en el primer bienhechor de los franciscanos. Les concedió, en primer lugar, un enorme solar, que formaba «un cuadrado de 127 metros», de suerte que, «provisto de una buena cerca, suponía un paseo de medio kilómetro», exactamente 508 metros. Por si esto fuera poco, contribuyó con una importante suma de dinero a la construcción de los edificios y les enviaba alimentos periódicamente. Nuestra Señora de los Ángeles, primera iglesia franciscana de Japón Hacia finales de mayo o primeros de junio de 1595 fray Pedro y sus hermanos pusieron manos a la obra. Pronto comenzaron a recibir el apoyo y ayuda económica tanto de personas influyentes como de gente sencilla. San Pedro se había empeñado en que tanto la iglesia como el convento fueran inaugurados el día 2 de agosto, fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles. Pero las obras procedían a un ritmo tan acelerado que impedían a los religiosos dedicar tiempo a cosas quizá más importantes, como la oración. En consecuencia, fray Pedro decidió posponer la inauguración para el 4 de octubre, fiesta de San Francisco, y trabajar con más calma. A finales de septiembre, cuando estaban a punto de finalizarse las obras, llegó de Manila el segundo grupo de misioneros, compuesto por los padres Agustín Rodríguez, Marcelo de Ribadeneira y Jerónimo de Castro. Su llegada en calidad de embajadores les obligó a presentarse inmediatamente a Hideyoshi, que se encontraba en la cercana ciudad de Fuxhimi. A pesar de su ausencia, el nuevo templo y convento fueron inaugurados solemnemente por el padre Bartolomé Ruiz en medio del regocijo de muchos cristianos y el asombro de los no cristianos. Curar las almas y los cuerpos El proyecto evangelizador de San Pedro no se circunscribía sólo al anuncio verbal del Evangelio. Para él, el verdadero anuncio debía hacerse con obras y palabras. De ahí que, poco después de la inauguración del convento e iglesia, comenzara a edificar, con ayuda de un grupo de seglares entusiasmados por el ejemplo de los misioneros, un hospital destinado especialmente a acoger a los leprosos, «los más pobres de los pobres de Japón». Le puso el nombre de Hospital Santa Ana. Algún tiempo después, para dar respuesta a las necesidades de la población de Kyoto, ordenó la construcción de un segundo hospital, al que llamó de San José. No satisfecho con esto, decidió edificar también una escuela de niños y niñas para contrarrestar así el influjo nocivo de ciertas pagodas budistas. Lo que sorprendía a los japoneses, cristianos y no cristianos, no era sólo el que los franciscanos acogieran y cuidaran a los leprosos (una acción jamás vista hasta entonces en Japón), sino también el hecho de que el único medio utilizado por Pedro y sus compañeros para mantener aquel importante complejo asistencial, tan parecido a un Cotolengo, fueran las limosnas que recibían de la gente. Muchos, asombrados, se preguntaban: «Si éstos no reciben dineros, ni admiten rentas, ¿quién los sustenta a ellos y a tantos pobres con abundancia? ¿Quién les da la comida, la ropa y las medicinas que en estos hospitales se gestan?». La respuesta, aunque incomprensible para los no creyentes, resultaba fácil para los creyentes. El testimonio de amor a los pobres movía de tal forma el corazón de ricos y pobres, cristianos y no cristianos, nativos y extranjeros, que los franciscanos recibían cuantiosas limosnas de muchas personas de todas partes, «incluido el Emperador (Hideyoshi), el Rey (Hidetsugu), el gobernador de Meaco y otros gobernadores y señores de la monarquía». No todos, lógicamente, veían con buenos ojos la maravillosa obra sanitaria, asistencial y evangelizadora de los franciscanos. Muchos bonzos percibían en la rápida expansión de la fe cristiana una grave amenaza a la hegemonía budista e incluso al corazón de estructuras fundamentales y milenarias de la sociedad japonesa. Los portugueses, entre ellos un buen número de jesuitas, temían que la consolidación de la presencia de los franciscanos españoles pusiera en peligro el floreciente comercio lusitano entre Macao y Japón. Fray Pedro y sus hermanos caminaban sobre un campo sembrado de minas. Fundación de los conventos de Nagasaki y Osaka San Pedro no se amilanó ante las reacciones negativas que su abnegada actividad generaba en los ambientes mencionados. Se sentía comprendido por los más importantes para él, los pobres, y era consciente de que aunque Hideyoshi no le hubiera permitido de forma expresa predicar el Evangelio, conocía perfectamente cuanto hacía y no sólo no lo rechazaba sino que, al contrario, lo aprobaba y alababa. En diciembre de 1594 encontramos al padre Pedro en Nagasaki, dando los primeros pasos para fundar un convento que sirviera de punto de apoyo para los religiosos que fueran a Japón o regresaran a Filipinas, lugar de recuperación para los religiosos enfermos y punto neurálgico para el envío y recibo de la correspondencia entre él y las autoridades de Manila. No hubo importantes problemas al principio. Hacia finales de marzo del año siguiente se encontró con una fortísima oposición en ciertos sectores de la ciudad. Recuperada parcialmente la calma, regresó a Kyoto a mediados del mes de septiembre, dejando allí a fray Jerónimo de Castro y fray Marcelo de Ribadeneira. A mediados de junio de 1596 llegó el segundo grupo de refuerzo, compuesto por los jóvenes sacerdotes: Martín Aguirre y Francisco Blanco, futuros compañeros de martirio de fray Pedro. Los primeros intentos de los franciscanos por fundar en Osaka datan del mes de abril de 1595, aunque tuvo menos importancia que Kyoto y Nagasaki. Fue, desde el principio, una residencia minúscula, por lo que se le dio el significativo nombre de Nuestra Señora de Belén. De la gloria a la ignominia La sociedad japonesa vivía tan férreamente sometida a la omnímoda autoridad de Hideyoshi, que nada ocurría sin su beneplácito. Él era señor de vidas y haciendas. El menor gesto de aprobación o desaprobación de su parte significaba para sus súbditos la gloria o la ruina para siempre. Nadie escapaba a su control. Tampoco los franciscanos. El desgraciado naufragio de un galeón español que, cargado de mercancías de un valor incalculable, se dirigía hacia Nueva España (México) y embarrancó en la bahía de Tosa, fue la mecha que hizo explosionar un mundo electrizado de pasiones inconfesables surgidas en torno a la vida y actividad de nuestros misioneros. Fray Pedro intentó salvar la mercancía del barco y ayudar a sus pasajeros, pero se convirtió pronto, de forma incomprensible y aún no explicada satisfactoriamente, junto con sus hermanos, en el blanco de calumnias, envidias y hasta rencor de algunas personas pertenecientes a tres sectores importantes de la sociedad japonesa de la época: los consejeros de Hideyoshi, los sacerdotes budistas y los jesuitas portugueses. El 8 de diciembre de 1596 Hideyoshi ordenó el arresto domiciliario de fray Pedro Bautista y de sus hermanos de las comunidades de Kyoto y Osaka, dando así principio a un largo y cruento Vía crucis que culminaría con su muerte en cruz en el calvario de Nagasaki. ¿Quién o quiénes envenenaron la mente de Hideyoshi para que de amigo y bienhechor se convirtiera en verdugo de los franciscanos? Quizá nunca se llegará a saber. Vía crucis de Kyoto a Nagasaki El 3 de enero de 1597 fray Pedro y sus hermanos, junto con los catequistas y ayudantes del convento, a los que se unieron Pablo Miki, catequista de los jesuitas y otros dos ayudantes, fueron conducidos a la cárcel pública de Kyoto y sometidos al castigo del corte de parte de la oreja izquierda en señal de ignominia; se les hizo desfilar por las ciudades de Kyoto, Fushimi, Osaka y Sakay y, en pleno invierno japonés, con tremendas nevadas, emprender, unas veces a pie, otras a caballo y otras en barco, un largo viaje de unos 800 kilómetros hasta el lugar de su ejecución. Para Hideyoshi este largo Vía crucis pretendía ser una sádica tortura, con la que quería aterrorizar a los cristianos, principalmente a los de Nagasaki, la ciudad con mayor número de seguidores de Jesús en todo Japón. Para fray Pedro y sus compañeros fue, al contrario, una procesión gozosa y testimoniante de su fe inquebrantable, más fuerte que la muerte, en Cristo. Su muerte en cruz sobre la colina de Nishizaka, vueltas sus caras al sol naciente, ocurrida el 5 de febrero de 1597 ante miles de personas, confirmó la veracidad de las palabras proféticas de fray Pedro a uno de sus frailes: «Hermano, cuando fuéremos martirizados por la fe de nuestro Señor Jesucristo, entonces seremos verdaderos predicadores evangélicos, y más hará un muerto que muchos vivos». Así ha sido y es en realidad. Fray Pedro Bautista y sus compañeros han anunciado y continúan anunciando el Evangelio de Jesús, desde lo alto de la colina de Nishizaka, más poderosamente de lo que lo hicieron en vida. Cayetano Sánchez, O.F.M., |
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