DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís y la Eucaristía

El anuncio del misterio eucarístico
de san Francisco de Asís,
ejemplo para la piedad y la predicación
eucarísticas de sus hijos (Adm 1)

por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.

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El presente texto, que gira todo él en torno a la primera Admonición de san Francisco, es la ponencia que el Autor expuso en unas jornadas celebradas en Cremona, del 16 al 18 de febrero de 1976, por la Provincia capuchina de Lombardía, y cuyo tema central era «La Eucaristía en la Teología contemporánea y en la predicación».

Es muy cierto que san Francisco vivió varios siglos antes que nosotros y en condiciones de vida muy diversas de las nuestras. Además, su piedad y predicación eucarísticas no pueden ser transferidas, tales cuales fueron, al contexto de una sensibilidad diversa y de una reflexión teológica necesariamente mucho más desarrollada, en la que actualmente nos movemos.

Sin embargo, quien se acerca a sus Escritos con la necesaria apertura interior y con el suficiente conocimiento de la época en que Francisco vivió y actuó, no puede menos que asombrarse de la profundidad y seguridad con que habla de la Eucaristía aquél que se autodefine «ignorante e iletrado» (CtaO: «quia ignorans sum et idiota»). Evidentemente, no esperamos encontrar en él una teología eucarística en el sentido técnico de la palabra, aunque sorprende la habilidad con que supo asimilar los elementos eucarísticos de la Biblia y del magisterio eclesiástico de entonces. En su síntesis personal, no se advierte el más mínimo rastro de lo que, no sin razón, se ha definido como el divorcio entre misterio y mística, entre los valores objetivos y su experiencia subjetiva. En él, reflexión y devoción, no sólo se alternan, sino que se compenetran por doquier. Muchos de vosotros os habéis familiarizado ya con la devoción eucarística del Seráfico Padre mediante el estudio personal de sus Escritos o de trabajos aparecidos sobre este tema. Por otra parte, sería casi imposible ofreceros, en el ámbito de una sola relación, toda la riqueza de sus enseñanzas eucarísticas. Por eso, me ha parecido más provechoso explicaros, de forma tal vez profunda, un fragmento de los Opúsculos que me parece, sin exageración, uno de los más sublimes y más iluminadores de sus Escritos sobre el tema. Se trata, a la vez, de un ejemplo concreto para haceros ver cómo san Francisco, partiendo de diversos fragmentos bíblicos, meditaba él mismo las palabras divinas y cómo, de reflejo, las comunicaba tanto a sus hijos como a los cristianos en general. Es la primera de las Admoniciones, sobre el Cuerpo del Señor, que ahora alguno de vosotros tendrá la amabilidad de leernos muy lentamente.

Admonición 1: «EL CUERPO DEL SEÑOR»

«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9).

»El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63). Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo.

»Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55).

»De donde, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29).

»Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.

»Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28, 20)».

I. ALGUNAS OBSERVACIONES GENERALES

Si bien no es mi intención daros una lección de historia, creo útil anteponer al comentario algunas observaciones de carácter general. Por desgracia no sabemos en qué año y en qué circunstancias históricas el Seráfico Padre se dirigió a sus hermanos con esta sublime exhortación. Un punto de referencia concreto, sin embargo, lo advertimos en la profesión de fe así como en dos cánones del Concilio Lateranense IV del año 1215, que son de evidente inspiración del papa Inocencio III. En la primera constitución, el gran Pontífice, dirigiéndose contra los errores de los Cátaros y de los Valdenses, enuncia con firmeza y límpida claridad la doctrina católica de la transubstanciación. El pan y el vino permanecen después de la conversión como especies, las cuales contienen verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo.

Con una actitud típica de su sentido eclesial, san Francisco trató de traducir una enseñanza del magisterio supremo -apenas llegó a su conocimiento- a la práctica de su propia vida y de propagarla entre el pueblo cristiano. Tal hecho resulta aún más claro respecto a los dos cánones, el 19 y el 20, con los que el Concilio inculca el aseo de las iglesias y de los vasos sagrados, así como la necesidad de guardar las sagradas especies en lugar digno y bajo llave.

Pocos años después, el papa Honorio III, en la carta «Sane cum olim», del 22 de noviembre de 1219, vuelve de nuevo sobre el tema del culto eucarístico. San Francisco, en sus Cartas, se inspira, no sólo en cuanto a los conceptos sino también en cuanto a las palabras mismas, en la desconsolada exhortación del Pontífice. Se ha hablado, sin exagerar, de una especie de cruzada eucarística emprendida por el Seráfico Padre a continuación del documento del Papa.

Su meditación sobre el Cuerpo del Señor se inserta precisamente en este contexto histórico. Con una exposición ferviente, pero sosegada, empapada de espíritu marcadamente bíblico, Francisco se opone con decisión a la negación herética, sin atacar ni ofender a nadie. Contra el docetismo cátaro y contra el evanescente simbolismo y donatismo de los Valdenses, el Poverello pone de relieve el realismo bíblico de la Encarnación y la estructura eminentemente sacramental de la vida cristiana.

Espero haber logrado mientras tanto suscitar vuestro interés para acoger la doctrina eucarística del Seráfico Padre. Pero, antes de afrontar la exégesis del texto, es necesaria una última observación para guiar con mayor seguridad la comprensión de cualquier texto del Poverello. Faltándole una cultura filosófico-teológica, en el sentido técnico de la palabra, el desarrollo de su exposición se mueve más por asociación de ideas, según unas ciertas afinidades, que por lógica de razonamiento. Esto comporta un discurso, por así decirlo, con movimientos en espiral, con flujo y reflujo, donde son frecuentes las repeticiones. Para hacer un comentario que ayude eficazmente al hombre moderno a captar los propósitos y las instancias del Santo, se impone, pues, un intento de sistematizar la admonición de san Francisco según un orden lógico que respete, sin embargo, plenamente el contenido religioso y el desenvolvimiento psicológico.

II. COMENTARIO

1. Dios invisible

La transcendencia de Dios constituye el punto de partida de la meditación. Es un hecho que he subrayado ya en otra parte: en la experiencia religiosa del Santo sobresale Dios misterioso y majestuoso. En el presente fragmento, Francisco revive, de forma refleja e intensísima, esta verdad de fe: Dios es infinitamente superior a toda criatura; Él es invisible por naturaleza, porque, siendo espíritu puro, necesariamente se esconde al ojo humano. El carácter inalcanzable de Dios para las facultades humanas lo deduce el Poverello de textos bíblicos elegidos con perfecta propiedad. El primero está tomado de la doxología de san Pablo en la primera carta a Timoteo (6,15ss): «Él, bienaventurado y único soberano, rey de reyes y señor de señores, único que posee la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver. A Él honor y dominio eterno. Amén». A la imagen de un Dios envuelto con tal fulgor de luz que es capaz de cegar las potencias visuales humanas, se unen dos afirmaciones bíblicas, sacadas la una del prólogo de san Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18), y la otra del diálogo entre Jesús y la samaritana: «Dios es espíritu» (Jn 4,24).

2. Cristo, como Hijo de Dios, participa de la invisibilidad de Dios

Con el segundo pasaje de la admonición, Francisco empieza a atraer la atención de sus hijos sobre Cristo. La frase clave es la siguiente: «Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo» (ésta es la versión según la ed. de K. Esser; el A. da esta otra versión: «Pero tampoco al Hijo, en cuanto igual al Padre, lo ve nadie, si no el Padre y el Espíritu Santo»). El Verbo, como Hijo unigénito, es consustancial al Padre y es por ello, como también el Espíritu Santo, infinitamente partícipe de su naturaleza espiritual. De ello se sigue, con lógica implacable, que también Jesucristo, en su naturaleza divina, es accesible y penetrable sólo al Padre y al Espíritu Santo, pero escapa por completo a los sentidos humanos. Aquí vislumbramos la raíz teológica del por qué Francisco, en la aproximación a Cristo, pone tan fuertemente de relieve su divinidad. Sus oraciones, aun manifestando un afecto increíblemente cálido, nunca abajan al Señor al nivel de una relación dulzona que sepa, aunque sea mínimamente, a falsa familiaridad.

3. Cristo, como Verbo encarnado, es perennemente el revelador del Padre

Francisco antepone a todo el fragmento este nexo lógico esencial de su meditación teológica, citando algunos versículos del diálogo de despedida de Cristo con los Apóstoles (Jn 14,1 ss). A la objeción típica del positivismo de Tomás, que persiste en ignorar el destino del proyectado viaje de Jesús y, por ello, también el camino que conducirá al mismo, el Señor responde que Él es el camino viviente y la verdad personificada que lleva a aquellos que creen en Él al conocimiento del Padre. No se trata de una manifestación sensible, como Felipe suponía erróneamente. Sobre la admirable pantalla de la humanidad de Cristo, se abre a todos los fieles la revelación concreta y definitiva de Dios Padre. Dios invisible e inaccesible se hace visible y accesible al hombre en el Verbo encarnado. (Además de esta alusión a la función inderogable de María madre de Cristo en la Encarnación, hay otros dos textos en los que Francisco recuerda a la Virgen en relación con el misterio eucarístico: «Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno... ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar!» (CtaO 21-22); y en la Carta a todos los fieles (2CtaF 4), el Poverello conmemora la institución de la Eucaristía, después de haber subrayado con palabras muy realistas la Encarnación del Verbo: «El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad»). «Quien me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14,9).

Es difícil para nosotros, tan lejanos del Seráfico Padre, imaginarnos cuántas veces y con qué profundidad haya rumiado él este versículo bíblico. De alguna forma, sin embargo, nos daremos cuenta del papel determinante que esta intuición cristológica asume en toda la meditación presente.

4. Ver a Cristo según el espíritu

Otra clave interpretativa de nuestro fragmento está en la exhortación a ver a Cristo según el espíritu. A los apóstoles y a los otros contemporáneos de Cristo no les bastaba atenerse únicamente a los aspectos visibles y palpables de su santa humanidad, sino que tenían que atravesar, por así decirlo, la envoltura de la carne, para poder llegar a la fe en su naturaleza y misión divinas. Ver a Cristo según el espíritu significa no permanecer anclados en la dimensión puramente humana, sino llegar a la fe en la divinidad de Cristo. «Contemplarlo espiritualmente» no es más que abrirse dócilmente a la gracia de la fe para superar los límites de una observación puramente experimental. Descubrimos aquí una actitud típicamente franciscana. Ser hombres espirituales implica maleabilidad ante la acción divina para dejarse guiar dúctilmente por el Espíritu Santo; equivale, además, a pobreza interior y simplicidad evangélica, de modo que no se tengan ofuscados los ojos interiores y se logre salir del propio egoísmo y divisar la luz de Dios y su presencia en todos los acontecimientos de la vida. Hago notar de paso que las palabras del Santo: «contemplar» a Dios, a Cristo, los misterios divinos, «con los ojos espirituales» o «espiritualmente», traducen admirablemente lo que encierran la meditación franciscana y la actitud contemplativa del auténtico hijo de san Francisco.

5. Creer, según el espíritu, en el cuerpo y sangre de Cristo

El «espíritu» que vivifica, como don y fruto del Espíritu Santo, no es sino la facultad «visiva» espiritual y nuestra disponibilidad interior para saber llegar, a través de los sentidos y por encima de ellos, a la fe en la continua y benéfica presencia de Cristo en el misterio eucarístico de la Iglesia. A pesar de que san Francisco se declara repetidamente iletrado, llegó a intuiciones teológicas de sorprendente profundidad. Con la experiencia mística, el Maestro evidentemente lo había introducido Él mismo en sus misterios. El Seráfico Padre, en efecto, captaba perfectamente la analogía entre la Encarnación del Verbo y su prolongación en el misterio eucarístico. Revalorizando profundamente la estructura sacramental de la vida cristiana -sin conocer, por lo demás, tal terminología-, afirma con insistencia la función insustituible de las especies sacramentales para favorecer y sostener nuestra fe.

Durante su vida terrena, la humanidad de Jesús, tal cual se manifestó en su cuerpo, con sus gestos y sus acciones, permitió al observador contemporáneo encontrarse con su riquísima personalidad, llevándole gradualmente, en la medida de su buena voluntad, a traspasar poco a poco el nivel fenoménico y puramente humano. Los elementos perceptibles de su naturaleza humana servían tanto de punto de contacto como de medio de superación en el movimiento misterioso hacia la fe en su naturaleza divina.

De forma ciertamente menor, pero de ningún modo desatendible, el aspecto visible y palpable de los signos eucarísticos del pan y del vino consagrados ayudan a encontrar, en un espacio limitado y concreto, la presencia redentora y el amor oblativo de Cristo. Las sagradas especies ayudan a la naturaleza sensible del hombre, atrayendo los ojos corporales y espirituales sobre un punto bien determinado. «Y como se mostró (Cristo) a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado».

Aquí se nos revela otra de las características de la espiritualidad franciscana: su acentuada tendencia a la concretez. Ningún peligro le es más ajeno que el espiritualismo. Por doquier se esfuerza en realizar lo que el primer Prefacio de Navidad enuncia así: «... para que conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleve al amor de lo invisible».

6. «Viene a nosotros en humilde apariencia»

Francisco ilumina los puntos comunes entre Eucaristía y Encarnación, incluso bajo el prisma del anonadamiento de Cristo. La exinanición del Hijo que oculta la gloria de su condición divina tras el velo de la humanidad asumida realmente en María, se prolonga a través de los siglos en la humillación de la presencia sacramental de Jesús. Su obediencia incondicional al Padre divino se renueva y perpetúa en el «sacramento del cuerpo de Cristo, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino». El Poverello se torna lírico cada vez que recuerda tal milagro del amor divino infinito: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote». Tanto los Santos Padres como san Francisco tenían un concepto de humildad mucho más profundo que el que se impondría comúnmente en la teología moral a partir de la Escolástica del s. XIII. De hecho, esta amorosísima venida de Dios, cuya grandeza trasciende infinitamente todo entendimiento humano, al nivel de la criatura suya no podemos, evidentemente, insertarla en el estrecho marco de la humildad como moderación del deseo desordenado de superioridad...

La minoridad franciscana se inspira profundamente en la humildad de Cristo eucarístico. Si queremos vivir realmente este elemento constitutivo del espíritu de san Francisco, no existe ejemplo más sublime ni fuente más rica que el misterio eucarístico.

7. «El espíritu recibe el santísimo cuerpo de Cristo»

Suena casi a pleonasmo afirmar aún que Francisco exalta continuamente la necesidad de una fe firme e intensa en el misterio eucarístico. No me parece completamente superfluo presentar de nuevo a sus hijos espirituales esta exigencia, en una época en que no pocos teólogos han osado atacar este centro vital de la Iglesia.

El Poverello destaca entre otras cosas: «Y lo mismo que ellos (los Apóstoles) con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». En el fragmento reproducido impresiona de inmediato la insistencia en la cualidad de «vivo y verdadero» (cf. 1 Tes 1,9) que el Santo atribuye a Jesús hecho presente bajo las apariencias del pan y del vino. Quien come el cuerpo de Cristo no consume sólo un alimento espiritualmente nutritivo, ni sólo toma posesión de una cosa, aunque sea preciosísima, ni recuerda simplemente la memoria de un finado queridísimo, sino que se encuentra realmente con la persona viva y vivificante de Cristo mismo.

Ahora bien, semejante encuentro no puede realizarse más que en el ámbito de una fe explícita y generosa. De hecho, así como los contemporáneos de Jesús decidieron su suerte eterna en el abrirse o cerrarse ante su naturaleza humano-divina, así también nuestra creencia en la presencia real de Cristo bajo los velos sacramentales es decisiva para la salvación escatológica. Francisco, en este contexto, no vacila lo más mínimo en emplear el concepto amenazante de condenación, para llamar la atención de todos los oyentes o lectores sobre el valor determinante de su actitud ante Cristo y la Eucaristía. Les ruega encarecidamente que se esfuercen en vencer su pereza religiosa, su insensibilidad espiritual, para estar en condiciones de reconocer efectivamente la verdad revelada y de creer sin sombra de dudas en el Hijo de Dios perennemente presente bajo los signos sacramentales.

En este contexto se encuentra una afirmación del Santo un poco desconcertante: «De donde, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor». Si tenemos en cuenta todo lo que hasta ahora veníamos diciendo sobre el significado del término «espíritu» en los Escritos de san Francisco, el enigma se desvanece fácilmente. Es evidente que Francisco no quiere afirmar que el Espíritu Santo, como tercera persona de la Santísima Trinidad, de quien todo cristiano en estado de gracia es templo vivo, recibe en nosotros la comunión eucarística. Es, en cambio, el «amor de Dios» que «inunda nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rom 5,5) y que habita en nosotros (cf. 1 Cor 6,19), quien hace fructífera la recepción del sacramento.

De hecho, la resonancia teologal de la fe y de la caridad y el amor hecho don oblativo total son los que favorecen el encuentro perfecto entre Cristo y los fieles. En la Carta a toda la Orden, el Seráfico Padre describe tal actitud de forma insuperable. Dirigiéndose a los hermanos-sacerdotes, les exhorta: «Que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona». Además, con una frase de insondable profundidad y de perenne actualidad, amonesta: «Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 15 y 29).

8. Presencia viva y perenne de Cristo en la Iglesia

Francisco lleva su meditación hasta un punto que concluye el vasto panorama teológico-espiritual que nos ha abierto hasta ahora. Sin pretender en absoluto el mérito de la originalidad, une la promesa de Cristo durante su última aparición a los apóstoles reunidos en Galilea: «Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), con su indefectible presencia eucarística en la Iglesia. Si bien el vaticinio de Jesús no se agota en el amor que Él prodiga infatigablemente en el sacramento eucarístico, es innegable que la Iglesia vive y crece por su presencia real por excelencia en la Eucaristía. En este misterio, en efecto, convergen y se arraigan todos los demás sacramentos. El Magisterio eclesiástico ha expresado esta relación con una frase feliz e incisiva: «Por ello, el sacrificio eucarístico es la fuente y el culmen de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana» (Instr. Euch. Myst.).

III. NOTA COMPLEMENTARIA

Después de nuestro intento de acercarnos a la primera admonición, se impone una observación de cierta importancia. Por muy profunda que sea la meditación de san Francisco, no puede, sin embargo, contener todos los elementos constitutivos de su doctrina y piedad eucarísticas. Antes de enunciar algunos elementos de perenne valor práctico, me parece indispensable completar el cuadro con algunos datos tomados de otras fuentes.

El fragmento de la admonición está concebido clarísimamente en la perspectiva de la Encarnación. Según el Seráfico Padre, en la presencia eucarística de Cristo se prolonga misteriosamente su entrar en el mundo encarnándose. También este ángulo de vista particular de la admonición explica fácilmente el acento puesto sobre el carácter de presencia real y permanente de Cristo bajo las humildes apariencias del pan. Pero el Poverello no se limita a esta visión sectorial que le vino de la fuerte predilección de sus contemporáneos por el aspecto visible y salvífico de las sagradas especies.

En el texto analizado, Francisco emplea más de una vez el binomio «cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo». Habla, pues, no sólo del sacramento permanente [la reserva eucarística], sino también de la celebración eucarística de la que nace la presencia real, aunque use una terminología marcadamente arcaica. Se le había pasado inadvertido el progreso teológico que, desde finales del siglo XII, se venía efectuando en el uso de la palabra «consagrar» y en la aplicación del hilemorfismo («forma» y «materia») al sacramento. Así afirma en la primera admonición: «... el sacramento, que se santifica (por se consagra; en el original latino: "quod sanctificatur") por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y de vino (por bajo las especies de pan y vino...; en el original latino: "in forma panis et vini")».

Aunque el binomio «cuerpo y sangre del Señor» ya contiene una referencia explícita al misterio de la Pasión, no faltan otros textos aún más explícitos a este propósito. En la Carta a toda la Orden, el Seráfico Padre, gravemente enfermo, dicta estas palabras: «Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 14). Resulta, pues, que para él la Eucaristía no es sólo el epílogo y la prolongación de la Encarnación, sino que constituye, además, la continua renovación de la Pasión de Cristo. El misterio eucarístico es para él la obra maestra del amor de Jesús, en el cual se resume y se compendia su vida y su muerte.

IV. ELEMENTOS DE PERENNE VALIDEZ
PARA LA DEVOCIÓN Y PREDICACIÓN FRANCISCANAS

Tras esta premisa complementaria, quisiera proponeros ahora brevemente algunos principios prácticos que, evidentemente, deberán ser reanudados y completados en la subsiguiente reflexión comunitaria.

1. La doctrina y la práctica eucarísticas de san Francisco no presentan aspectos de una novedad revolucionaria. Como he indicado antes, se atiene fiel y firmemente a las enseñanzas del magisterio, sea pontificio o conciliar. Creo que aquí se nos revela un aspecto de imperecedera actualidad del espíritu franciscano. La doctrina de la «santa madre Iglesia» debe inspirar siempre tanto nuestra reflexión teológica como la piedad eucarística y el testimonio apostólico. Creo no ofender a nadie afirmando que, en este punto, nos queda mucho que cumplir y que redescubrir. ¿Quién de nosotros puede afirmar, sin mentir, que ha agotado la enseñanza eucarística conciliar y postconciliar, que se contiene, por ejemplo, en la Constitución sobre la Liturgia, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, en la Encíclica de Pablo VI sobre la Eucaristía y en el admirable documento de la Sagrada Congregación para el Culto: Eucharisticum Mysterium?

2. En el fragmento que he tratado de exponeros, Francisco se dirigía a sus hermanos con la intención de preservarles del contagio de la herejía cátara y valdense, pero sin nombrarla nunca ni, mucho menos, arremeter contra sus adeptos. En sus Cartas, en las que se dirige tanto a todos los responsables de la Iglesia y del estado, como a sus hermanos y a todos los fieles, no se aparta de su habitual método pastoral de vencer en cualquier parte el mal con el bien (cf. Rom 12,21).

En el actual temple eclesial no nos encontramos ya frente a los mismos movimientos heréticos, aunque no falten puntos de contacto. Así, algunos escritores defienden ahora vigorosamente la posibilidad de que, en caso de carencia prolongada de sacerdote, las comunidades de base pueden designar a un laico para que celebre la Eucaristía, aun no habiendo sido ordenado sacerdote. Pero son infinitamente más graves las insidias que se derivan de la doctrina que -velada o desenmascaradamente- niegan la divinidad de Cristo. Es obvio que este error elimina inexorablemente todos los sacramentos de la fe y la práctica religiosa. Ahora bien, una de las características de los hijos de san Francisco ha de ser tratar de salvar la fe del pueblo cristiano, cuando sea puesta en peligro, orientándose para este apostolado en las enseñanzas seguras de la Iglesia.

3. Sin pretender agotar todas las virtualidades de la primera admonición, os recuerdo la visión del Poverello sobre la historia entera de la salvación que el misterio eucarístico renueva admirablemente. La reforma litúrgica no alcanzará sus objetivos hasta que no logremos esclarecer al pueblo cristiano el misterio pascual que en la celebración eucarística se hace presencia real y viva, haciendo partícipe de él a quien consciente y activamente se asocia a la misma.

4. A esta visión se halla unido inseparablemente el carácter vivo, concreto y casi visivo de la fe eucarística de san Francisco. La celebración eucarística, para él, no fue un rito cualquiera, mera formalidad que cumplir, sino un encuentro eminentemente existencial y profundamente vivido con Cristo, con quien trató de hacerse contemporáneo. Es un empeño inmenso tratar de llevar a los fieles a experimentar así su presencia en la misa dominical. ¿No deberá ser, quizá, un punto permanente de nuestro examen de conciencia la cuestión de si nuestra celebración es expresión visible de una fe inmensa que arrastra a toda la asamblea a Cristo?

5. La devoción eucarística de san Francisco está centrada, además, en el amor infinito de Cristo, como se manifestó, en línea continua, en los misterios de la Encarnación, Pasión y Resurrección, y que resume ininterrumpidamente en el sacramento del altar. Si la caridad es el corazón del cristianismo -¿quién osará dudarlo?-, no se precisa mucha perspicacia para descubrir dónde está el gozne y la fuente de la vida cristiana. Pero, en la práctica, ¡cuántos cristianos viven, en sus prácticas religiosas, descentrados, es decir, en la periferia de formas mágicas y supersticiosas!

6. Después de todo lo expuesto hasta ahora, no sorprenderá el gran hincapié que el Poverello pone en la adoración de Cristo eucaristía. Indudablemente, una grave laguna de la religiosidad postconciliar es la falta de espíritu de adoración eucarística. Nadie podrá objetarme lo contrario si afirmo que, en nuestras fraternidades, «Jesucristo presente en la Eucaristía» no es o no es suficientemente «el centro espiritual», como piden nuestras Constituciones renovadas (n. 37).

7. Finalmente, una visión tan profunda del misterio eucarístico incluye necesariamente un respeto patente, una exquisita reverencia a todo cuanto tiene alguna relación -lejana o inmediata- con Cristo eucaristía. Me refiero al culto de san Francisco a las palabras de la consagración, a los vasos sagrados y al decoro de las iglesias (Testamento). La fe y el amor deben manifestarse visiblemente, de acuerdo con nuestra naturaleza de espíritus encarnados. Así, los signos externos vendrán a ser apoyo válido y vivo de la fe misma. Aquí, la creatividad franciscana debería inventar nuevos modos de expresión para llevar de nuevo al hombre de la época técnica a encontrarse más sentidamente con Cristo eucaristía, sacerdote eterno, víctima de amor y hermano nuestro primogénito.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, n. 17 (1977) 188-199.-- Nota: En esta edición informática hemos suprimido las notas y bibliografía que lleva el texto impreso]

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