DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

23 de septiembre

Beato Pío de Pietrelcina (1887-1968)

(Cf. L'Osservatore Romano, ed. esp., del 30-IV-99)

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Este dignísimo seguidor de San Francisco de Asís nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento (Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente, con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el sacramento de la confirmación y la primera comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y, el 27 de enero de 1907, la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció con su familia hasta 1916. En septiembre de ese año fue enviado al convento de San Giovanni Rotondo, en el que permaneció hasta su muerte.

Impulsado por el amor a Dios y al prójimo, el padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía, momento cumbre de su actividad apostólica, en el que los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se esforzó siempre por aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la «Casa de Alivio del Sufrimiento», inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para él la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Se dedicaba asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: «En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios». La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.

Vivió siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No solamente era un hombre de gran esperanza y total confianza en Dios, sino que, además, infundía, con su palabra y su ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios lo llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular era crecer y hacer crecer en la caridad.

Su máximo servicio al prójimo lo realizó acogiendo, durante más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se entregaba a todos, reavivando la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero veía la imagen de Cristo especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, y a ellos atendía con mayor caridad.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia: obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trataba a todos con justicia, con lealtad y con gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. Aceptó en silencio las numerosas intervenciones de las autoridades y calló siempre ante las calumnias.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y, a la vez, de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: «Quiero ser sólo un pobre fraile que reza».

El padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,19-20). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.

Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente. La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Su funeral se caracterizó por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, Pablo VI, dirigiéndose a los superiores de la Orden Capuchina, dijo de él: «¡Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porque era un sabio? ¿Porque tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento».

Su fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas, aumentó tras su muerte, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. La Postulación del Siervo de Dios presentó al Dicasterio competente la curación de la señora Consiglia De Martino, de Salerno (Italia); cumplimentados los trámites pertinentes, la S. Congregación, en diciembre de 1998, aceptó el milagro. Por último, Juan Pablo II beatificó solemnemente al padre Pío el 2 de mayo de 1999, y estableció que su fiesta se celebre el 23 de septiembre.

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Discurso del Santo Padre Juan Pablo II
en el Santuario de Santa María de las Gracias
de San Giovanni Rotondo
(Sábado 23 de mayo de 1987)

Los valores esenciales y perennes del sacerdocio
reflejados en el padre Pío de Pietrelcina

En mayo de 1987 el Papa visitó cinco diócesis de Italia en la región de Pulla. La primera etapa de este viaje apostólico fue San Giovanni Rotondo (Foggia), ciudad de más de 20.000 habitantes, donde pasó la mayor parte de su vida y donde murió el 23 de septiembre de 1968 el padre Pío de Pietrelcina. El Papa había estado ya allí en 1947, siendo estudiante en Roma, y en 1974, siendo cardenal arzobispo de Cracovia. El día 23 de mayo de 1987 por la tarde, en el centenario del nacimiento del padre Pío, el Papa acudió al Santuario de Santa María de las Gracias, donde pronunció el discurso que reproducimos a continuación y visitó, en la cripta, la tumba del padre Pío, ante la que oró unos momentos. A continuación Juan Pablo II se dirigió al cercano hospital «Casa Alivio del Sufrimiento», obra que inspiró y promovió el padre Pío y que hoy es una gran institución; allí pronunció el Papa el discurso que reproducimos más adelante.

Queridos padres franciscanos, queridos hermanos y hermanas:

1. Doy las gracias ante todo al padre Flavio Roberto Carraro, ministro general de los Hermanos Menores Capuchinos, por el afectuoso saludo que me ha dirigido también en nombre de toda la familia franciscana, aquí representada en sus cuatro ramas.

Grande es mi alegría por este encuentro, por varios motivos. Como sabéis, estos lugares están ligados a recuerdos personales, es decir, a las visitas que hice al padre Pio durante su vida terrena y las que he hecho luego, espiritualmente, después de su muerte, a la tumba.

Y, además, siempre es una alegre ocasión para mí encontrar a los hijos de San Francisco, que hoy veo aquí en gran número. Amo mucho la espiritualidad franciscana. Uno de mis primeros viajes apostólicos en Italia fue a la tumba del Padre Seráfico en Asís, y todos ciertamente recordáis la Jornada ecuménica celebrada allí en octubre del año pasado. Me alegro de encontrarme ahora en este templo, dedicado a Santa María de las Gracias. Ciertamente, este lugar sagrado ha conocido, en época reciente, una gran irradiación espiritual gracias a la obra del padre Pio: pero, ¿cómo se ha realizado esta obra, sino por una continua efusión de gracia que ha descendido, a través de María, sobre las multitudes que llegan aquí buscando la paz y el perdón?

El padre Pío fue devoto de la Virgen, Madre de los sacerdotes, que desarrolla con ellos una función especial para hacerlos conformes al modelo supremo de su Hijo.

2. El deseo de imitar a Cristo fue particularmente vivo en el padre Pío. Dócil desde niño a la gracia, ya a los quince años recibió de Dios el don de ver claro en su vida. Recordando aquel período, él nos narra: «El puesto seguro, el refugio de paz era la escuadra de la milicia eclesiástica. ¿Y dónde mejor podré servirte, oh Señor, sino en el claustro y bajo la bandera del Pobrecillo de Asís?... Que Jesús me conceda la gracia de ser un hijo menos indigno de San Francisco, que pueda servir de ejemplo a mis hermanos».

Y el Señor le escuchó, podemos decir, más allá de sus mismas expectativas. En efecto, como religioso vivió generosamente el ideal de fraile capuchino, como vivió el ideal de sacerdote. Por ello, constituye también hoy un punto de referencia, puesto que en él encuentran especial acogida y resonancia espiritual los dos aspectos que caracterizan el sacerdocio católico: la facultad de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor y la de perdonar los pecados. ¿Acaso no fueron el altar y el confesonario los dos polos de su vida? Este testimonio sacerdotal contiene un mensaje tan válido como actual.

El Sacrificio eucarístico

3. Basta recordar, a este propósito, lo que enseña el Concilio Vaticano II sobre el sacramento del sacerdocio, sobre todo en el Decreto «Presbyterorum ordinis».

Este Decreto afirma esos valores esenciales y perennes del sacerdocio, que en el padre Pío se realizaron de un modo excelente. Es cierto que propone nuevas perspectivas también y nuevas formas de testimonio, más adaptadas a la mentalidad de nuestros tiempos. Pero sería un gran error que, por un impulso mal orientado hacia la renovación, el sacerdote olvidase esos valores fundamentales: y ciertamente no puede apelarse al Concilio para justificar tal olvido.

Un aspecto esencial del ministerio sagrado, reconocible en la vida del padre Pío, es la ofrenda que el sacerdote hace de sí mismo, en Cristo y con Cristo, como víctima de expiación y de reparación por los pecados de los hombres. El sacerdote debe tener siempre delante de los ojos la definición clásica de la propia misión, contenida en la Carta a los Hebreos: «Todo pontífice es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,1). El Concilio se hace eco de esta definición cuando enseña que «como ministros sagrados, señaladamente en el sacrificio de la Misa, los presbíteros representan a Cristo, que se ofreció a Sí mismo como víctima por la santificación de los hombres» (Decr. Presbyterorum ordinis, 13).

Esta ofrenda ha de alcanzar su máxima expresión en la celebración del Sacrificio eucarístico. ¿Y quién no recuerda el fervor con el que el padre Pío revivía, en la Misa, la pasión de Cristo? De aquí la estima que él tenía de la Misa -llamada por él «un misterio tremendo»-, como momento decisivo de la salvación y de la santificación del hombre mediante la participación en los mismos sufrimientos del Crucificado. «En la Misa -decía- está todo el Calvario». La Misa fue para él la «fuente y el culmen», el punto de apoyo y el centro de toda su vida y de toda su obra.

El sacramento de la reconciliación y la dirección espiritual

4. Esta íntima y amorosa participación en el Sacrificio de Cristo fue para el padre Pio el origen de la entrega y la disponibilidad en relación con las almas, sobre todo las enredadas en los lazos del pecado y en las angustias de la miseria humana. Es algo tan conocido que no me detendré sobre ello; pero quisiera destacar algunos puntos que me parecen importantes, porque también en ello encontramos que el comportamiento del padre Pío y la enseñanza conciliar coinciden.

El humilde religioso acogió con docilidad la infusión de ese «espíritu de gracia y de consejo», del que habla el Concilio, es decir, ese espíritu que debe permitir al Pastor de almas «ayudar y gobernar al Pueblo de Dios con corazón limpio» (cf. Decr. Presbyterorum ordinis, 7).

Él se empeñó de un modo particular -según otra enseñanza conciliar (cf. ib., 9)- en la dirección espiritual, prodigándose para ayudar a las almas a descubrir y a valorar los dones y los carismas, que Dios concede cómo y cuándo quiere en su misteriosa liberalidad.

También esto puede servir de ejemplo a muchos sacerdotes para reanudar o mejorar un «servicio a los hermanos», tan ligado a su misión específica, que siempre ha sido y todavía hoy debe ser rico en frutos espirituales para todo el Pueblo de Dios, principalmente en orden a la promoción de la santidad y de las vocaciones sagradas.

5. El elemento que caracteriza al sacerdocio es la administración de los sacramentos, y este mismo ministerio no podrá ser creíble a los ojos de los hombres, si el sacerdote no satisface al mismo tiempo las exigencias de la caridad fraterna. También sobre este punto sabemos muy bien lo que hizo el padre Pío: cuán vivo era su sentido de justicia y de misericordia, su compasión por los que sufren, y cuán activamente se empeñaba en favor de ellos, con la ayuda de válidos y generosos colaboradores. «En el fondo de esta alma -decía el padre Pío de sí mismo- me parece que Dios ha derramado muchas gracias respecto a la compasión de las miserias de los otros, singularmente en relación a los pobres necesitados... Así, pues, cuando sé que una persona está afligida, en el alma o en el cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus males? De buena gana, con tal de verla salvada, cargaría con todas sus aflicciones, cediendo en su favor los frutos de tales sufrimientos, si el Señor me lo permitiese».

Quiero dar las gracias al Señor con vosotros por habernos dado el querido padre, por haberlo donado en este siglo tan atormentado, a esta nuestra generación. Con su amor a Dios y a los hermanos, él es un signo de gran esperanza e invita a todos, principalmente a nosotros, los sacerdotes, a no dejarle solo en esta misión de caridad.

Que la Virgen del Santo Rosario, de la que fue tan devoto, y que veneramos de forma especial en este mes a Ella dedicado, nos ayude a ser perfectos imitadores del único Maestro: su Hijo Jesús.

Con mi afectuosa bendición.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 31-V-87]

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Discurso del Santo Padre Juan Pablo II
en el hospital "Casa Alivio del Sufrimiento"
de San Giovanni Rotondo
(Sábado 23 de mayo de 1987)

Queridos hermanos y hermanas, queridos enfermos:

1. Agradezco vivamente a Mons. Riccardo Ruotolo, presidente de esta Obra, las palabras de saludo que me ha dirigido.

A todos vosotros mi cordial saludo: al personal médico y auxiliar, a los sacerdotes, a los enfermos, a los fieles.

Grande es mi emoción por encontrarme, de nuevo, en este lugar, que visité la primera vez en el lejano 1947, cuando hacía poco que se había iniciado la edificación de este hospital.

Estoy contento de ver, en su moderna realización, todo lo que el padre Pío ideó y predijo: «Una ciudad-hospital, técnicamente adecuada a las más audaces exigencias clínicas junto con un "orden ascético" de franciscanismo militante. Lugar de oración y de ciencia, donde el género humano se encuentre con Cristo crucificado como un solo rebaño con un solo Pastor». Y esta ciudad está creciendo aún. Una «Ciudadela de la caridad», junto al santuario de María, que -por voluntad del padre Pío- tiene el significativo nombre de «Casa Alivio del Sufrimiento», Casa Sollievo della Sofferenza.

2. ¡El alivio del sufrimiento! En esta dulce expresión se compendia una de las perspectivas esenciales de la caridad cristiana, de esa caridad fraterna que Cristo nos ha enseñado y que, por mandato expreso suyo, debe ser el signo distintivo de sus discípulos; de esa caridad, cuyo ejercicio efectivo, sobre todo hacia los más necesitados, es un imprescindible motivo de credibilidad de ese mensaje de verdad, de amor y de salvación, que el cristiano está obligado a anunciar al mundo. Esta Obra, por la cual el padre Pío tanto rezó y tanto se prodigó, es un magnífico testimonio del amor cristiano.

La gran intuición del padre Pío ha sido la de unir, con la fe y la oración, la ciencia al servicio de los enfermos; la ciencia médica, en la lucha cada vez más avanzada contra la enfermedad; la fe y la oración, para transfigurar y sublimar ese sufrimiento que, pese a todos los progresos de la medicina, será siempre, en alguna medida, una realidad en la vida de aquí abajo.

3. Por ello, un aspecto esencial del gran designio del padre Pío era y es que la permanencia en esta casa ha de comportar ciertamente un cuidado del cuerpo, pero también una verdadera y específica educación en el amor entendido como aceptación cristiana del dolor. Y esto ha de suceder, sobre todo, gracias al testimonio de caridad ofrecido por el personal médico, auxiliar y sacerdotal que asiste y cuida a los enfermos. De este modo, se debe formar una verdadera y propia comunidad fundada en el amor de Cristo: una comunidad que hermana a quienes cuidan y a los que son cuidados: «Hospitalizados aquí -decía el padre Pío en 1957-, médicos y sacerdotes serán reservas de amor que cuanto más abundante sea en ellos más se comunicará a los otros». Esta era la intención del padre Pío, y ¡que ésta sea siempre la intención fundamental de esta bella institución!

Al asegurar mi cercanía afectuosa a todos los enfermos que habitan en esta casa, deseo ardientemente que cada vez más se beneficien de un clima de amor y de solidaridad, fundado en la fe y en la oración. «En todo enfermo -decía el padre Pio- está Jesús que sufre. En todo pobre está Jesús que languidece. En todo enfermo pobre está doblemente Jesús que sufre y languidece».

4. Pido a Dios que el espíritu de amor fraterno que anima esta «Casa Alivio del Sufrimiento» continúe floreciendo y creciendo. Vuestro testimonio, queridos médicos, queridos enfermos, queridos sacerdotes, es muy valioso no sólo para aquellos que están hospitalizados aquí, sino que es un signo muy importante también para toda la Iglesia y para la sociedad.

Y a vosotros, queridos enfermos, que la Santísima Virgen os alcance de su Hijo la luz y la fuerza para comprender, en la fe, el valor de cruz que estáis llevando.

A todos vosotros y a vuestros seres queridos, mi afectuosa bendición.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 31-V-87]

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