DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

SALMO 28
Manifestación de Dios en la tempestad

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1Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
2aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.

3La voz del Señor sobre las aguas,
el Dios de la gloria ha tronado,
el Señor sobre las aguas torrenciales.

4La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica,
5la voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano.

6Hace brincar al Líbano como a un novillo,
al Sarión como a una cría de búfalo.

7La voz del Señor lanza llamas de fuego,
8la voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.

9La voz del Señor retuerce los robles,
el Señor descorteza las selvas.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!»

10El Señor se sienta por encima del aguacero,
el Señor se sienta como rey eterno.
11El Señor da fuerza a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz.

 

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. Algunos estudiosos consideran el salmo 28 como uno de los textos más antiguos del Salterio. Es fuerte la imagen que lo sostiene en su desarrollo poético y orante: en efecto, se trata de la descripción progresiva de una tempestad. Se indica en el original hebraico con un vocablo, qol, que significa simultáneamente «voz» y «trueno». Por eso algunos comentaristas titulan este texto: «el salmo de los siete truenos», a causa del número de veces que resuena en él ese vocablo. En efecto, se puede decir que el salmista concibe el trueno como un símbolo de la voz divina que, con su misterio trascendente e inalcanzable, irrumpe en la realidad creada hasta estremecerla y asustarla, pero que en su significado más íntimo es palabra de paz y armonía. El pensamiento va aquí al capítulo 12 del cuarto evangelio, donde la muchedumbre escucha como un trueno la voz que responde a Jesús desde el cielo (cf. Jn 12,28-29).

La Liturgia de las Horas, al proponer el salmo 28 para la plegaria de Laudes, nos invita a tomar una actitud de profunda y confiada adoración de la divina Majestad.

2. Son dos los momentos y los lugares a los que el cantor bíblico nos lleva. Ocupa el centro (vv. 3-9) la representación de la tempestad que se desencadena a partir de «las aguas torrenciales» del Mediterráneo. Las aguas marinas, a los ojos del hombre de la Biblia, encarnan el caos que atenta contra la belleza y el esplendor de la creación, hasta corroerla, destruirla y abatirla. Así, al observar la tempestad que arrecia, se descubre el inmenso poder de Dios. El orante ve que el huracán se desplaza hacia el norte y azota la tierra firme. Los altísimos cedros del monte Líbano y del monte Siryón, llamado a veces Hermón, son descuajados por los rayos y parecen saltar bajo los truenos como animales asustados. Los truenos se van acercando, atraviesan toda la Tierra Santa y bajan hacia el sur, hasta las estepas desérticas de Cadés.

3. Después de este cuadro de fuerte movimiento y tensión se nos invita a contemplar, por contraste, otra escena que se representa al inicio y al final del salmo (vv. 1-2 y 9b-11). Al temor y al miedo se contrapone ahora la glorificación adorante de Dios en el templo de Sión.

Hay casi un canal de comunicación que une el santuario de Jerusalén y el santuario celestial: en estos dos ámbitos sagrados hay paz y se eleva la alabanza a la gloria divina. Al ruido ensordecedor de los truenos sigue la armonía del canto litúrgico; el terror da paso a la certeza de la protección divina. Ahora Dios «se sienta por encima del aguacero (...) como rey eterno» (v. 10), es decir, como el Señor y el Soberano supremo de toda la creación.

4. Ante estos dos cuadros antitéticos, el orante es invitado a hacer una doble experiencia. En primer lugar, debe descubrir que el hombre no puede comprender y dominar el misterio de Dios, expresado con el símbolo de la tempestad. Como canta el profeta Isaías, el Señor, a semejanza del rayo o la tempestad, irrumpe en la historia sembrando el pánico en los malvados y en los opresores. Bajo la intervención de su juicio, los adversarios soberbios son descuajados como árboles azotados por un huracán o como cedros destrozados por los rayos divinos (cf. Is 14,7-8).

Desde esta perspectiva resulta evidente lo que un pensador moderno, Rudolph Otto, definió lo tremendum de Dios, es decir, su trascendencia inefable y su presencia de juez justo en la historia de la humanidad. Esta cree vanamente que puede oponerse a su poder soberano. También María exaltará en el Magníficat este aspecto de la acción de Dios: «Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos» (Lc 1,51-52).

5. Con todo, el salmo nos presenta otro aspecto del rostro de Dios: el que se descubre en la intimidad de la oración y en la celebración de la liturgia. Según el pensador citado, es lo fascinosum de Dios, es decir, la fascinación que emana de su gracia, el misterio del amor que se derrama sobre el fiel, la seguridad serena de la bendición reservada al justo. Incluso ante el caos del mal, ante las tempestades de la historia y ante la misma cólera de la justicia divina, el orante se siente en paz, envuelto en el manto de protección que la Providencia ofrece a quien alaba a Dios y sigue sus caminos. En la oración se conoce que el Señor desea verdaderamente dar la paz.

En el templo se calma nuestra inquietud y desaparece nuestro terror; participamos en la liturgia celestial con todos «los hijos de Dios», ángeles y santos. Y por encima de la tempestad, semejante al diluvio destructor de la maldad humana, se alza el arco iris de la bendición divina, que recuerda «la alianza perpetua entre Dios y toda alma viviente, toda carne que existe sobre la tierra» (Gn 9,16).

Este es el principal mensaje que brota de la relectura «cristiana» del salmo. Si los siete «truenos» de nuestro salmo representan la voz de Dios en el cosmos, la expresión más alta de esta voz es aquella con la cual el Padre, en la teofanía del bautismo de Jesús, reveló su identidad más profunda de «Hijo amado» (Mc 1,11 y paralelos). San Basilio escribe: «Tal vez, más místicamente, "la voz del Señor sobre las aguas" resonó cuando vino una voz de las alturas en el bautismo de Jesús y dijo: "Este es mi Hijo amado". En efecto, entonces el Señor aleteaba sobre muchas aguas, santificándolas con el bautismo. El Dios de la gloria tronó desde las alturas con la voz alta de su testimonio (...). Y también se puede entender por "trueno" el cambio que, después del bautismo, se realiza a través de la gran "voz" del Evangelio» (Homilías sobre los salmos: PG 30,359).

[Audiencia general del Miércoles 13 de junio de 2001]

MONICIÓN SÁLMICA

La contemplación de una furiosa tempestad, calificada hasta siete veces en este salmo como voz del Señor, eleva el alma del salmista hasta el trono mismo del Señor, que está encima del aguacero. A nosotros este salmo, situado al comienzo del primer día laborable de la semana, nos invita a contemplar la creación -y el mismo trabajo, con sus éxitos- como sacramento manifestativo de la grandeza de Dios.

Es muy posible que este salmo sea como la réplica de Israel a un antiguo himno al dios de la tempestad; en este contexto, nos puede servir de respuesta ante las frecuentes tempestades de nuestro mundo, que pretende divinizar y absolutizar sus propios triunfos y progresos. Del mismo modo que el salmista proclamaba que Dios estaba por encima de la grandiosa tempestad, que a los ojos de muchos de sus contemporáneos era un dios, así nosotros proclamamos que cuanto de grandioso hace el hombre es simplemente la voz del Señor, que ha dado tal poder a sus criaturas, e invitamos a toda la creación a aclamar, junto con nosotros, en el templo de Dios: «Gloria al Señor».-- [Pedro Farnés]

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NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL SALMO

En la tormenta ha experimentado el hombre la presencia de Dios fuerte: su voz es el trueno, casi corpóreo y activo. Al mismo tiempo, siente el hombre la trascendencia de Dios, que está por encima de la tormenta, dominador y en calma. Para el uso litúrgico, estiliza la tormenta en siete truenos, que se suceden irregularmente, y en unas cuantas imágenes de la naturaleza conmovida.

VV. 1-2: El contexto cúltico: forma hímnica, con repeticiones y ritmo marcado.

V. 3: Primer trueno: voz de Dios, desde la región celeste, atravesando la región de las aguas.

V. 7: Los relámpagos están vistos como efecto del trueno.

V. 9: A la voz de Dios en la naturaleza, responde el grito del pueblo en el culto.

V. 11: Dios no reserva para sí el poder y la calma, reveladas en la tormenta, sino que las comunica a su pueblo, sobre todo, en el acto litúrgico: da la fuerza y da la paz.-- [L. Alonso Schökel]

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MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL SALMO

Introducción general

Este viejo salmo que celebra al Dios de la tempestad está lleno y unificado por la presencia de Dios. Un movimiento interno presenta el «poder divino» con la siguiente gradación: En la introducción, como algo que recibe de los «hijos de Dios» (dioses inferiores); en el cuerpo del salmo Dios ostenta el poder en propiedad y lo manifiesta en la vehemencia de los siete truenos («voz de Dios») espaciados; en la conclusión, se lo dona a su pueblo. En medio de este poder transcurre la «gloria de Dios», que «los hijos de Dios» deben reconocer y el pueblo proclama.

El salmo tiene tres partes distintas que conviene tener en cuenta a la hora de rezarlo: Invitación a la alabanza: «Hijos de Dios... en el atrio sagrado» (vv. 1-2). Descripción de la tormenta: «La voz del Señor sobre las aguas... un grito unánime: Gloria» (vv. 3-9). Conclusión inclusiva: «El Señor se sienta... como rey eterno» (v. 10). Conclusión programática: «El Señor da fuerza... a su pueblo con la paz» (v. 11).

La presencia del Señor llena la tierra

El yahwista premonárquico que alaba a Dios en este salmo afirma la presencia de Dios en tierras antiyahwistas: el Mediterráneo, el Líbano, el Antelíbano, el desierto sirio, etc. Su presencia llena la tierra como las aguas el océano. Es una intuición sumamente importante para un cristiano: «el Dios desconocido» deja de ser tal desde el momento en que Dios puso su morada entre nosotros. Por otro lado, cuanto hay de bueno en la humanidad es un signo de la presencia de Dios. En nuestra alabanza matutina unimos los cuatro puntos cardinales y deseamos que todos los hombres reconozcan al único Dios.

«¡Ojalá escuchéis hoy su voz!»

Más allá de la imagen «mítica» -Dios deja oír su imponente voz en la tormenta-, la solemne teofanía del presente salmo sigue una invitación a escuchar la voz de Dios. Si en otro tiempo habló desde la cumbre sinaítica para que su pueblo le obedeciera y cumpliera sus mandamientos, en los tiempos finales nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien debemos escuchar o dar acogida. Su voz, cuyo eco ha llegado a toda la tierra, es como un estruendo de cascadas numerosas, y es, a la vez, la voz íntima que, por el Espíritu, grita en nuestro interior el inefable nombre del Padre. Escuchar hoy su voz es descubrirlo en el entorno, sobre todo el personal, y convertirse en eco (trueno) de ese rumor de aguas: ¡Saltan hasta la vida eterna!

«El poder es de nuestro Dios»

Un poder capaz de dominar las aguas destructoras, los árboles más engreídos, de sacudir los montes -morada de los dioses- y de hacer revivir el desierto. Es un poder sobre todo lo creado. Ese poder, creador y recreador, es el propio del Resucitado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Para quienes confesamos su nombre es un poder liberador; sus oponentes, por el contrario, lo experimentarán como un poder destructor. Por eso los creyentes contemplamos y esperamos el advenimiento del Hijo vestido con «gran poder y majestad» (Lc 21,27): es el momento de nuestra liberación. Pidamos ahora que nos conceda su fuerza para sacudir, dominar y vencer a tantos antidioses como tenemos.

«Soli Deo gloria»

La gloria divina es la irradiación fulgurante de Dios. La creación entera está marcada por las huellas de su gloria. Para Israel esa gloria es definitivamente salvadora. Desde Jerusalén -circundada por la gloria divina- se irradiará a todas las naciones. Todos vendrán a ver la gloria de Dios. Ahora que hemos visto su gloria con el Hijo Unigénito del Padre, somos atraídos por Él. El Dios que glorificó a su siervo Jesús, nos transforma en la imagen de su Hijo. ¡Ojalá que la presencia de Dios inspire nuestra conducta para que los hombres «glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos»! (Mt 5,16).

Resonancias en la vida religiosa

Si escuchas la voz de Dios: Contrasta este salmo con la sensación que se va imponiendo en nuestra sociedad del «silencio de Dios». En la medida en que los hombres se van haciendo más protagonistas de su destino y se sienten más autónomos, la voz de Dios tiene menos ámbito de resonancia. ¿Cómo proclamar hoy que la voz del Señor es potente, magnífica, que lanza llamas de fuego?

Si es que lamentablemente los hombres nos hemos creído la alternativa Dios-hombre, resulta pensable la incompatibilidad entre ambos. Sin embargo, no es así: Dios es el magnífico play back, el maravilloso fondo sinfónico en el que nuestras pobres melodías adquieren valor y marco expresivo. Un mundo sin la voz de Dios es un mundo de gritos desgarradores, de palabras malditas, de esbozos inconsistentes de intenciones de amor, felicidad y paz.

Nosotros, hijos de Dios, que deseamos escuchar su voz, y a quienes su voz poderosa ha arrancado de nuestra familia, posesiones, posibles proyectos, hemos de romper la sordera de nuestro mundo. Porque hoy también la voz de Dios es ese trasfondo ineludible de nuestra existencia. Y ni los orgullosos, ni los desolados, ni los rebeldes, ni los hombres de piedra podrán resistir su voz.

Ratifiquemos hoy nuestra fe en la Palabra de Dios. Dejémonos doblegar, sacudir, retorcer, descuajar por ella; y a través de esa alteración, que produzca en nuestra existencia, alterará y transformará este mundo, que se ilusiona autónomo, porque sólo percibe el silencio de Dios.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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