DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

CÁNTICO DEL APOCALIPSIS (11, 17-18; 12, 10-12)
El juicio de Dios

.

 

11,17Gracias te damos, Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.

11,18Se encolerizaron las gentes,
llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra.

12,10Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,
y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.

12,11Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
12,12Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas.

 

COMENTARIO AL CÁNTICO DEL APOCALIPSIS 11-12

[Este Cántico de la Liturgia de Vísperas está formado por la unión de dos breves fragmentos tomados del Apocalipsis: capítulo 11, vv. 17 y 18; y capítulo 12, vv. 10b, 11 y 12a.

El capítulo 11 describe la escena en que, al toque de la séptima trompeta (v. 15), resuenan en el cielo cantos de júbilo por el establecimiento de la soberanía de Dios en el mundo; acto seguido, los veinticuatro ancianos adoran a Dios y entonan el himno de acción de gracias (vv. 17-18), que es la primera sección de nuestro Cántico. El capítulo 12 relata la maravillosa escena del enfrentamiento de la Mujer y el Dragón; entablada la batalla entre éste y Miguel, el Dragón y sus ángeles fueron derrotados y arrojados a la tierra; entonces, una fuerte voz hizo oír en el cielo el himno que celebraba la importancia de lo sucedido (vv. 10-12), y que es la segunda sección de nuestro Cántico.

Para una mejor comprensión del Cántico, reproducimos el contexto de los fragmentos que lo componen:

11 15Tocó el séptimo ángel su trompeta. Entonces sonaron en el cielo fuertes voces que decían: «Ha llegado el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos». 16Y los veinticuatro Ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios, se postraron rostro en tierra y adoraron a Dios diciendo:

17Gracias te damos, Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.

18Se encolerizaron las gentes,
pero llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra
.

19Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario, y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte granizada.

12 1Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; 2está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz. 3Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. 4Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. 5La mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. 6Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1.260 días.

7Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Angeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Angeles combatieron, 8pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. 9Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus Angeles fueron arrojados con él. 10Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo:

Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,
y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.

11Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
12Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas
.

¡Ay de la tierra y del mar!, porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.]

* * *

Cantos de júbilo por el establecimiento del reino de Dios (Ap 11,15-19). Estamos en el Apocalipsis. Como solemnemente lo anunció el ángel en 10,7, la séptima trompeta señala el momento en que se hará efectivo el misterioso plan de Dios sobre el mundo, que culmina con el establecimiento del reino de Dios en él. Lo que en el cielo se ha decidido es inmutable y no dejará de cumplirse. Por eso las milicias celestiales celebran el acontecimiento con himnos triunfales, como si ya se hubiera cumplido.

El primer himno, cantado por coros angélicos (v. 15), celebra en pocas palabras el hecho de que el dominio del mundo ha pasado a manos de Dios y de su ungido, el Mesías, y en su poder quedará eternamente. Dios, como criador que es del mundo, es también su señor; pero hasta ahora su señorío no era ilimitado. A su lado, en efecto, y no sin su consentimiento, potencias adversas a Dios ejercían en el mundo cierto poder maléfico, organizado por Satán, a quien el NT llega hasta llamar señor y dios de este mundo (Jn 12,31). Este estado de cosas ha terminado ya.

En el segundo canto (vv. 16-17), los ancianos agradecen a Dios el haber hecho por fin uso del gran poder de que dispone, para hacer efectiva su soberanía, poniendo así término al largo y funesto período en que, con longanimidad y paciencia increíbles, dejó obrar libremente a las fuerzas del mal.

Esta decisión había provocado la furia de los pueblos paganos (v. 18), que, siendo vasallos de las potencias hostiles a Dios, no quisieron plegarse a aceptar la soberanía divina. Su cólera y furor se manifiestan en el intento de aniquilar a la Iglesia de Dios (cap. 13) y en el ataque insensato que sus ejércitos lanzan contra el propio Dios y contra su ungido, como también contra el «campamento de los santos y la ciudad amada» (Ap 20,9). Pero precisamente su actitud ha hecho estallar contra ellos la ira de Dios y lo ha movido a intervenir en persona para castigarlos. Tras este castigo llega la hora de juzgar a los muertos, cuando todos los fieles servidores de Dios son llamados a recibir su recompensa y cuando también los que arruinaban la tierra encuentran el bien merecido castigo. Se comprende entonces por qué el canto de los ancianos, que hace eco a los salmos mesiánicos 2,1.5 y 99,1, se expresa, proféticamente, como si el hecho escatológico se hubiera ya cumplido. Esto explica también el que en la fórmula descriptiva del ser divino, aquí como en 16,5, se le diga «el que eres y el que eras» y falte el tercer miembro, «el que viene».

Himno a Dios y a su Ungido tras la derrota del Dragón (Ap 12,7-12). La escena que se describe en este capítulo 12 es una de las más maravillosas del Apocalipsis. El vidente contempla en la mujer circundada de luz a una figura de grandeza y esplendor sobrenatural. En agudo contraste con ella aparece el dragón, símbolo de las tenebrosas fuerzas del mal y de la perfidia diabólica. La mujer lleva un niño en su seno, y le ha llegado la hora de darlo a luz; cuando lo dio a luz, el dragón quiso devorarlo, pero el hijo fue arrebatado hasta el trono de Dios y la mujer huyó al desierto. Entonces se trabó en el cielo una batalla entre Miguel y el dragón, que fue derrotado y arrojado a la tierra con todos sus secuaces.

La mejor ilustración de esta escena se halla en dos declaraciones del Señor. En Lc 10,18 dice Jesús: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo», queriendo decir con esto que por obra suya Satán fue despojado de su poder. En Jn 12,31 dice: «Ahora tiene lugar el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera». El juicio del mundo hostil a Dios, iniciado ya con el ministerio público, llega a su punto culminante en la muerte de Jesús. Así, pues, la victoria de Jesús de que aquí se habla es su muerte. Se declara así perfectamente el sentido exacto de este pasaje: la exaltación del Mesías a la diestra de Dios, recompensa de su obra en la tierra y de su muerte, representa la primera decisiva victoria sobre Satán; con ella su poder se ve destruido en principio o, para usar el lenguaje del Apocalipsis, queda limitado a la tierra y a un determinado espacio de tiempo (v. 12).

Cuál haya sido la importancia de la victoria obtenida, se desprende de los nombres que el vidente acumula para ponderar la peligrosidad del vencido. Es «la antigua serpiente», que indujo a pecar a la primera pareja humana, es el «diablo-satanás», o adversario de los hombres, el seductor de todo el mundo.

A la caída del dragón, el cielo prorrumpe en un himno que celebra la importancia de lo sucedido (v. 10). La victoria de Miguel sobre Satán es el principio de su derrota definitiva, y por eso bien se puede decir que con ella se ha inaugurado el dominio de Dios y de su ungido. Al ser arrojado del cielo, Satán se ve despojado de la posición influyente que hasta ahora ha tenido ante Dios. Según el AT y el judaísmo contemporáneo de Cristo, Satán no es un ángel caído, sino un miembro de la corte divina, donde tiene la función de «fiscal» o acusador de los hombres ante Dios. Tal aparece en el libro de Job (1,1ss), y sobre todo en el de Zacarías (3,1ss), donde acusa al sumo sacerdote Josué. También para el Apocalipsis Satán ocupa un puesto en el cielo, donde actúa como censor, acusando ininterrumpidamente a nuestros hermanos (los justos) de infidelidad delante de Dios y sometiéndolos a duras pruebas (Lc 22,31). Pero en el NT en general, Satán es un personaje esencialmente hostil a Dios; es exactamente el polo opuesto a Dios.

El triunfo de Miguel es al mismo tiempo el triunfo de los hermanos de aquellos que cantan en el cielo (v. 11). Con la caída de Satán se les dio también a ellos la posibilidad de humillar a quien antes era su acusador, de rechazar victoriosamente todos las ataques de su adversario; fue la victoria que consiguieron cuando franca y valerosamente dieron testimonio de Cristo, refrendándolo incluso con la propia sangre. Los «hermanos» (v. 10) son, pues, los mártires cristianos, comprendidos por tales no sólo los degollados de Ap 6,9, sino todos los que ofrendarán su vida por la fe durante la gran prueba que está para sobrevenir. Para los que cantan en el cielo, la victoria es ya una realidad, como lo es también el comienzo del reino de Dios, gracias a la sangre del Cordero, es decir, la muerte de Cristo, que se la ha hecho posible y les ha dado la fuerza para conseguirla. Tenemos aquí una alusión al hecho de que la derrota del dragón fue efecto de la muerte de Cristo en la cruz.

La caída de Satán es para los ángeles y para los bienaventurados motivo de inmensa alegría (v. 12), mientras para los hombres lo es de grandes lamentos, ya que la tierra y el mar se han convertido ahora en el escenario de la lucha contra Dios y su ungido.

[Extraído de A. Wikenhauser, El Apocalipsis de San Juan. Barcelona, Ed. Herder, 1969]

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CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. El cántico que acabamos de elevar al «Señor Dios omnipotente» y que se reza en la Liturgia de las Vísperas, es fruto de la selección de algunos versículos de los capítulos 11 y 12 del Apocalipsis. El ángel ya ha tocado la última de las siete trompetas que resuenan en este libro de lucha y esperanza. Entonces, los veinticuatro ancianos de la corte celestial, que representan a todos los justos de la antigua y la nueva Alianza (cf. Ap 4,4; 11,16), entonan un himno que tal vez ya se usaba en las asambleas litúrgicas de la Iglesia primitiva. Adoran a Dios, señor del mundo y de la historia, dispuesto ya a instaurar su reino de justicia, de amor y de verdad.

En esta oración se percibe el latido del corazón de los justos, que aguardan en la esperanza la venida del Señor para hacer más luminosa la situación de la humanidad, a menudo inmersa en las tinieblas del pecado, de la injusticia, de la mentira y de la violencia.

2. El canto que entonan los veinticuatro ancianos hace referencia a dos salmos: el salmo 2, que es un himno mesiánico (cf. Sal 2,1-5), y el salmo 98, que celebra la realeza divina (cf. Sal 98,1). De ese modo se consigue el objetivo de ensalzar el juicio justo y decisivo que el Señor está a punto de realizar sobre toda la historia humana.

Son dos los aspectos de esta intervención benéfica, como son dos los rasgos que definen el rostro de Dios. Ciertamente, es juez, pero también es salvador; condena el mal, pero recompensa la fidelidad; es justicia, pero sobre todo amor.

Es significativa la identidad de los justos, salvados ya en el reino de Dios. Se dividen en tres clases de «siervos» del Señor, a saber, los profetas, los santos y los que temen su nombre (cf. Ap 11,18). Es una especie de retrato espiritual del pueblo de Dios, según los dones recibidos en el bautismo y que se han hecho fructificar en la vida de fe y de amor. Ese perfil se realiza tanto en los pequeños como en los grandes (cf. Ap 19,5).

3. Como ya hemos dicho, en la elaboración de este himno se han utilizado también otros versículos del capítulo 12, que se refieren a una escena grandiosa y gloriosa del Apocalipsis. En ella se enfrentan la mujer que ha dado a luz al Mesías y el dragón de la maldad y la violencia. En ese duelo entre el bien y el mal, entre la Iglesia y Satanás, de improviso resuena una voz celestial que anuncia la derrota del «Acusador» (cf. Ap 12,10). Este nombre es la traducción del nombre hebreo Satán, dado a un personaje que, según el libro de Job, es miembro de la corte celestial de Dios, donde forma parte del Ministerio público (cf. Jb 1,9-11; 2,4-5; Zc 3,1).

Él «acusaba a nuestros hermanos ante nuestro Dios día y noche», es decir, ponía en duda la sinceridad de la fe de los justos. Ahora es vencido el dragón satánico y la causa de su derrota es «la sangre del Cordero» (Ap 12,11), la pasión y la muerte de Cristo redentor.

A su victoria se asocia el testimonio del martirio de los cristianos. Los fieles que no han dudado en «despreciar su vida ante la muerte» (Ap 12,11) participan íntimamente en la obra redentora del Cordero. El pensamiento va a las palabras de Cristo: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,25).

4. El solista celeste que ha entonado el cántico lo concluye invitando a todo el coro de los ángeles a unirse al himno de alegría por la salvación obtenida (cf. Ap 12,12). Nosotros nos asociamos a esa voz en nuestra acción de gracias, gozosa y llena de esperanza, aun en medio de las pruebas que marcan nuestro camino hacia la gloria.

Lo hacemos escuchando las palabras que el mártir san Policarpo dirigió al «Señor Dios omnipotente» cuando ya estaba atado y preparado para la hoguera: «Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito Hijo Jesucristo..., bendito seas por haberme considerado digno de ser inscrito, este día y en esta hora, en el número de los mártires, con el cáliz de tu Cristo para la resurrección a la vida eterna de alma y cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Haz que sea acogido hoy entre ellos, en tu presencia, como pingüe y grato sacrificio, tal como tú, el Dios verdadero y ajeno a la mentira, de antemano dispusiste, manifestaste y realizaste. Por eso, sobre todo, yo te alabo, te bendigo, te glorifico a través del eterno y celeste Sumo Sacerdote, tu amado Hijo Jesucristo, por el cual sea dada gloria a ti con él y con el Espíritu Santo, ahora y por todos los siglos. Amén» (Atti e passioni dei martiri, Milán 1987, p. 23).

[Audiencia general del Miércoles 26 de mayo de 2004]

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EL JUICIO DE DIOS

1. El himno que acaba de resonar desciende idealmente del cielo. En efecto, el Apocalipsis, que nos lo propone, lo une en su primera parte (cf. Ap 11,17-18) a los «veinticuatro ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios» (Ap 11,16), y en la segunda estrofa (cf. Ap 12,10-12) a «una fuerte voz desde el cielo» (Ap 12,10).

Así nos vemos involucrados en la grandiosa representación de la corte divina, donde Dios y el Cordero, o sea Cristo, rodeados por el «consejo de la corona», están juzgando la historia humana en el bien y en el mal, pero mostrando también su fin último de salvación y de gloria. Los cantos, que abundan en el Apocalipsis, tienen precisamente como finalidad ilustrar el tema del señorío de Dios que gobierna el flujo, a menudo desconcertante, de las vicisitudes humanas.

2. A este respecto, es significativa la primera estrofa del himno puesto en labios de los veinticuatro ancianos, los cuales parecen encarnar al pueblo de la elección divina, en sus dos etapas históricas: las doce tribus de Israel y los doce Apóstoles de la Iglesia.

Ahora, el Señor Dios todopoderoso y eterno «ha asumido el gran poder y comenzado a reinar» (cf. Ap 11,17) y su ingreso en la historia no sólo tiene como fin frenar las acciones violentas de los rebeldes (cf. Sal 2,1.5), sino sobre todo exaltar y recompensar a los justos. A estos se los define con una serie de términos usados para delinear la fisonomía espiritual de los cristianos. Son «siervos», que cumplen la ley divina con fidelidad; son «profetas», dotados de la palabra revelada que interpreta y juzga la historia; son «santos», consagrados a Dios y temerosos de su nombre, es decir, dispuestos a adorarlo y a cumplir su voluntad. Entre ellos están «los pequeños y los grandes», una expresión que usa con frecuencia el autor del Apocalipsis (cf. Ap 13,16; 19,5.18; 20,12) para designar al pueblo de Dios en su unidad y variedad.

3. Pasemos a la segunda parte del cántico. Después de la escena dramática de la mujer encinta «vestida del sol» y del terrible dragón rojo (cf. Ap 12,1-9), una voz misteriosa entona un himno de acción de gracias y de júbilo.

El júbilo se debe a que Satanás, el antiguo adversario, que en la corte celestial actuaba de «acusador de nuestros hermanos» (Ap 12,10), como lo vemos en el libro de Job (cf. Jb 1,6-11; 2,4-5), ha sido ya «arrojado» del cielo y, por tanto, ya no tiene un poder tan grande. Sabe que «le queda poco tiempo» (Ap 12,12), porque la historia está a punto de dar un viraje radical de liberación del mal y por eso reacciona «con gran furor».

Por otra parte, destaca Cristo resucitado, cuya sangre es principio de salvación (cf. Ap 12,11). Ha recibido del Padre un poder regio sobre todo el universo; en él se realizan «la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios».

A su victoria se asocian los mártires cristianos, que han elegido el camino de la cruz, sin caer en el mal y su virulencia, sino poniéndose en las manos del Padre y uniéndose a la muerte de Cristo mediante un testimonio de entrega y de valentía que los ha llevado a «despreciar su vida ante la muerte» (Ap 12,11). Nos parece escuchar el eco de las palabras de Cristo: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,25).

4. Las palabras del Apocalipsis sobre los que han vencido a Satanás y al mal «con la sangre del Cordero» resuenan en una espléndida oración atribuida a Simeón, Catholicós de Seleucia-Ctesifonte, en Persia. Antes de morir mártir, juntamente con muchos compañeros, el 17 de abril del año 341, durante la persecución del rey Sapor II, dirigió a Cristo la siguiente súplica:

«Señor, dame esta corona: tú sabes cuánto la he deseado, porque te he amado con toda mi alma y con toda mi vida. Seré feliz al verte y tú me darás el descanso. (...) Quiero perseverar heroicamente en mi vocación, cumplir con fortaleza la misión que me ha sido encomendada y ser un ejemplo para todo el pueblo de Oriente. (...) Recibiré la vida donde ya no habrá penas, ni preocupaciones ni angustias, ni perseguidores ni perseguidos, ni opresores ni oprimidos, ni tiranos ni víctimas; allá ya no sufriré amenazas de reyes, ni terrores de prefectos; nadie me llevará a los tribunales ni me infundirá temor; nadie me arrastrará ni me asustará. Las heridas de mis pies cicatrizarán gracias a ti, oh camino de todos los peregrinos; el cansancio de mis miembros hallarán descanso en ti, Cristo, crisma de nuestra unción. En ti, cáliz de nuestra salvación, desaparecerá la tristeza de mi corazón; en ti, nuestra consolación y nuestra alegría, se enjugarán las lágrimas de mis ojos» (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 80-81).

[Audiencia general del Miércoles 12 de enero de 2005]

MONICIÓN PARA EL CÁNTICO

El cántico de hoy, entresacado de dos lugares muy distintos del Apocalipsis, canta el advenimiento del reino de Dios que, aunque tiene que contar aún con luchas y dificultades, alcanzará finalmente una victoria completa sobre las fuerzas del mal.

La primera y la segunda estrofa son el himno conclusivo de la descripción del Cordero que, con su muerte y resurrección, fue digno de abrir el libro sellado: el sentido de la historia y, en concreto, el porqué del sufrimiento de los mártires y de los justos. Ante este triunfo del Cordero, los ancianos se postran en signo de adoración y proclaman el reino de Cristo, quien, a pesar de su muerte, ha asumido, finalmente, por su resurrección, el gran poder y ha comenzado a reinar. Con este triunfo, ha llegado el tiempo de juzgar a los muertos, dando el premio a los profetas (santos del antiguo Testamento) y a los santos (mártires cristianos) y a los que temen su nombre (el conjunto de los cristianos), y de castigar a los que arruinaron la tierra (perseguidores de la Iglesia).

La tercera y cuarta estrofa son la parte poética de la conocida visión de la mujer que da a luz a un hijo y que, perseguida, escapa al desierto. Es la comunidad cristiana que, a pesar de la persecución, sale victoriosa. Los ángeles cantan este triunfo y a él son asociados los mártires, que no amaron tanto su vida que temieran la muerte.

El reino de Dios, aunque seguro, contará aún con numerosas luchas antes de llegar a su triunfo final. No hay, pues, que descorazonarse, no hay que hacer componendas con estas fuerzas del mal que revestirán formas bien diversas a través de la historia. Ello sería renunciar a la esperanza cristiana y no tener presente las palabras del Señor: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Oración I: Señor Jesucristo, que por tu resurrección has comenzado a reinar y has dado el galardón a los mártires, que, a semejanza tuya, han derramado su sangre, robustece nuestra esperanza y haz que ante la lucha no dudemos, sino que confiemos siempre que, como tú lo has prometido, también nosotros venceremos al mundo y contigo reinaremos, por los siglos de los siglos. Amén.

Oración II: Señor Dios, Padre todopoderoso, que, en la muerte y resurrección de tu Hijo, has precipitado el poder del diablo, el acusador de nuestros hermanos, haz que creamos siempre que también nuestro morir de cada día, por la palabra del testimonio cristiano, no es nunca una derrota, sino una victoria que contribuye a la salvación del mundo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Pedro Farnés]

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NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL CÁNTICO

Himnos al reino de Dios ya realizado (Ap 11,15-18). El son de la séptima trompeta del Apocalipsis inicia el desarrollo temático de dos himnos celestes que cantan la victoria de Dios en su Iglesia terrena y el comienzo de su reinado glorioso en ella y por ella. Son dos distintos, en contenido y forma. El primero lo entonan los ángeles y la turba celeste (v. 15). El segundo, los veinticuatro ancianos, figura de la Iglesia (v. 16-18). El tema es el reino de Dios realizado.

V. 15. Dios, como creador, es Señor del cielo y de la tierra; como formador de su pueblo, que es la Iglesia, es Señor de modo especial de la tierra, en ella y por ella. El reino de Dios en el cielo es indiscutido e indiscutible. Se trataba ahora de que se manifestase su señorío «así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10). El reino de la tierra le ha sido contrastado por fuerzas adversas. Con su gran poder y sabiduría ha hecho de manera que este reino terrestre dominara a los otros reinos aparentemente más potentes (Dan 2,44; 7,14.27). Por eso ahora los habitantes del cielo entonan un cántico a esa realización efectiva y arrolladora, aunque incipiente, del reino del mundo, que es la Iglesia, por obra de Dios el Padre y de su Ungido, el Mesías, Jesucristo, el Cordero (Sal 2,2); ambos como uno solo (cf. Mt 13,41.43) reinarán en ese reino terrestre por siempre jamás.

V. 16. Y los veinticuatro ancianos, todos a una, como muestra de la extraordinaria solemnidad del momento, adoran a Dios postrándose en el suelo, al estilo oriental, y, como símbolo de la humanidad redimida y de la Iglesia, entonan un himno de alabanza. Es eucarístico o de acción de gracias. Al repetir las hazañas divinas por las cuales el Señor es alabado, cuentan a modo de cántico nuevo la historia de lo sucedido y dan la pauta para entender el enfoque de ese triunfo. En sustancia se canta la intervención de Dios en el mundo para exaltar definitivamente a su Iglesia contra la acción de sus adversarios. Es preludio de lo que sucederá en otra esencia de la historia hasta llegar al triunfo total y final.

V. 17. En tres vocativos se ensalza a la Divinidad como a Señor, como a Dios y como a Omnipotente, dominador de todo, conforme se ha demostrado palmariamente en las precedentes páginas del Apocalipsis. Sigue un título divino, el que es y el que eras (cf. 1,8). Falta aquí el tercer miembro del título, que corresponde a el que será, que en el original de otros pasajes parecidos, traducido al pie de la letra, daría el que ha de venir. Algunos dicen que falta este elemento porque ya ha venido el reino de Dios. Dios se ha posesionado definitivamente de su gran poder, que es el ser Señor de la Iglesia, ahora triunfal, y ha empezado a reinar en ella, en el sentido semítico de un rey que sube efectivamente al trono, y a través de ella en el mundo.

V. 18. Se narra la acción de modo retrospectivo. Los paganos, las gentes, se habían airado contra la Iglesia. Pero llegó el tiempo de la ira justiciera de Yahvé contra ellos, el momento de devolverles lo merecido por los cristianos que habían matado y, a la vez, de dar la recompensa o salario de exaltación que merecían los que indeficientemente estaban sirviendo a Dios en su causa: los profetas o predicadores del Evangelio, como Juan; los santos, es decir, los simples cristianos; y los que temen, en el sentido del AT de observar con reverencia los mandamientos y preceptos, el nombre de Dios, o sea la esencia divina manifestada gloriosamente a los hombres, aquí en las magnificencias de su ley moral y de la Iglesia. En este último grupo se incluyen tal vez de preferencia los catecúmenos y simpatizantes de la verdadera Iglesia. Y esto, tanto a favor de las grandes clases sociales cristianas como de los de condición humilde, sin acepción de personas. Se ha cumplido la suprema ley de justicia de dar en la misma línea al transgresor lo que se merece. Dios arruinó, deshizo o corrompió a los que arruinaban, deshacían o corrompían la tierra santa, que es la Iglesia (Sal 2,1.5.12; 99,1).

Himno de alabanza en la Iglesia triunfante por la caída del Dragón (Ap 12,10-12). El capítulo 12 contiene una de las escenas más grandiosas del Apocalipsis. En pocas líneas maestras se pintan las dos imágenes que llenan todo el marco: la Mujer y el Dragón. El maravilloso contraste en las figuras realza más el contenido. Puede decirse que en pocas pinceladas de color expresionista se da la historia sintética del Dragón-Diablo en su lucha contra la Mujer y los que son de la Mujer.

Entablada en el cielo la batalla de Miguel y sus ángeles contra el Dragón y los suyos, vencieron los primeros y fueron derrotados los segundos. En consecuencia, el Dragón y sus secuaces perdieron su puesto en el cielo y fueron arrojados a la tierra. Ya nunca más podrá el Dragón con el cielo y con los que en él están, especialmente con la Iglesia triunfante.

En este lugar (v. 9) se da la ficha personal del Dragón. Es la Serpiente antigua, bien definida y conocida. Se trata de la serpiente del Paraíso que engañó a los primeros padres, les indujo a pecar, y con el pecado entró la muerte en el mundo (Gn 3). Es, además, el que tiene por nombre personal Diablo, el que separa a los hombres de Dios, el que disuade del bien, el que odia, ataca, acusa y calumnia a los hombres. Se llama también Satanás, que significa contradictor, adversario o fiscal (Job 1,6-2,6; Zac 3,1-2). Es el adversario que acusa a los hombres ante Dios. Se dice de él asimismo que es el seductor del mundo entero, induciéndolo a religiones y morales falsas, porque es mentiroso (Jn 8,44) y tentador (20,3).

La derrota decisiva del diablo provoca un himno de alabanza en la Iglesia triunfante, que da el sentido de la lucha y del triunfo. Sigue el vuelo lírico de otros himnos del AT. Quien vence es Dios en los suyos.

V. 10. A partir de esta derrota, que repercute esencialmente en bien de la Iglesia en la tierra, se ha manifestado la salud-salvación, que queda de suyo asegurada a los hombres, el poderío-potencia irresistible de Dios en defender y llevar a cabo sus planes salvíficos, y el reino divino sin trabas decisivas extrínsecas. Con esa acción infinitamente laudable de Dios el Padre, entra de modo par y concomitante la potestad de su Cristo, señor de la Iglesia. Esta alabanza hímnica está motivada porque ha sido precipitado a la impotencia ante la obra de Cristo el acusador de los hermanos que militan en la tierra en la Iglesia, el que los acusaba constantemente ante Dios, según el semitismo noche y día. Está aquí subyacente la idea del oficio perverso del Diablo en presentar ante el trono de la divina justicia las faltas y pecados de los miembros del pueblo de Dios para que el Señor justísimo de lo creado, al castigarlos, exterminara al pueblo (cf. Job 1,6ss; Zac 3,1-2; Lc 22,31-32).

V. 11. La victoria de Miguel y sus huestes angélicas, por el poder de Cristo, es la de los cristianos gloriosos. La obra redentora del Cordero Cristo Jesús deshará en adelante cualquier acusación de pecado, porque ella sola tiene poder infinito para justificar, borrando los pecados del mundo. Pero esta justificación del pecado original y de los pecados personales por la sangre de Cristo no se obtiene de cualquier manera entre los cristianos, sino con la observancia de lo que Cristo ha dispuesto en su Iglesia, y se llega al triunfo por la fidelidad al mensaje de Cristo, aunque sea necesario dar la vida antes que prevaricar. En el fondo se dice que la cruz de Cristo venció al Dragón, y los que son de Cristo le vencerán siendo fieles a Cristo e imitando a Cristo hasta las últimas consecuencias.

V. 12. Un arranque lírico recapitula el momento. El diablo ya no tiene poder sobre los que han triunfado. De ahí que los cielos y los que están a la sombra protectora de la tienda de Yahvé estén seguros. Pero tanto la tierra como el mar serán objeto del furor diabólico. La Iglesia será perseguida y los hombres serán inducidos a la apostasía. De la tierra y del mar saldrán las dos bestias aliadas del dragón. Será tanto más peligrosa esta lucha cuanto que el Dragón sabe que le queda poca oportunidad para perseguir y dañar a la obra de Cristo.

[Extraído de S. Bartina, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario, de la BAC]

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MONICIONES PARA EL REZO DEL CÁNTICO

Introducción general

Con el sonido de la trompeta del séptimo ángel del Apocalipsis estamos al final del drama escatológico: Dios establece definitivamente su reino y condena a las naciones adversarias. Aunque de suyo esta condena adviene después de ser precipitado el Gran Dragón y sus servidores con él (Ap 12,9), ha llegado lo definitivo desde el momento en que «Aquel que es y era» -sin el futuro «y será» o «ha de venir»- ha asumido el gran poder. Los dos fragmentos del Apocalipsis se pertenecen internamente. La caída del Gran Dragón provoca una «gran aclamación» (12,10a), que explica el «ahora», la irrupción definitiva del Reino de Dios, sin el «aún no».

En la celebración comunitaria, se puede rezar el cántico a dos coros, tal como está en el libro de las horas, pero haciendo una breve pausa entre las dos partes del cántico. Ambos coros se unen en la alegría final: «Por esto, estad alegres...».

«Rompe la tela de este dulce encuentro»

El Dios operante en la historia ha tenido siempre sus opositores. De entre ellos, el Faraón y sus ejércitos son un ejemplo locuaz: se rindieron al décimo asalto, lo que no obstó para que intentaran una nueva confrontación. Pero Yahvé, cuyo nombre se manifiesta obrando, quebrantó el poderío faraónico. Es el momento de la liberación del pueblo y de la epifanía del gran poder divino. Una liberación que será definitiva cuando Jesús, que sucumbió por el complot de las naciones, venga entre las nubes del cielo sentado a la diestra del Poder. Será el momento en que alcemos nuestras cabezas porque se acerca la liberación (Lc 21,28). Mientras tanto nos cabe orar con los místicos: «Rompe ya la tela de este dulce encuentro».

El «ahora» de la liberación

Ya la profecía celebraba la caída del tirano como un «ahora» salvífico (Ez 28,17). Ese «ahora» se transfiere a los discípulos de Jesús de Nazaret, a quienes se les da poder sobre toda potencia enemiga (Lc 10,19). No es un bello sueño, porque ya Jesús inició una guerra a muerte contra el acusador de los hombres, Príncipe de este mundo que «ahora es echado abajo». Ni el pecado ni la muerte han podido impedir el triunfo de la Descendencia de la Mujer. La comunidad cristiana se robustece con el poder de quien tiene todo poder, y cobra esperanza porque Él venció al mundo. Más, es bienaventurada si sufre persecución por el nombre de Cristo. Es una comunidad que ha ingresado en el «ahora» jubiloso de la liberación.

Una vida testimonial

Testigo de Dios es Israel y todos los elegidos singulares que surgen en el seno del pueblo. No se trata tan sólo de una confesión oral, sino una vida puesta al «servicio de ... ». La «gracia» de Dios puede convertirse en la «desgracia» del hombre, cuya vida está puesta en «jaque», como acontece con Elías, con Jeremías. El testimonio de quienes siguen a Jesús es cruento, porque han de cargar con la cruz para morir con Él en Jerusalén. La vida de estos hombres se trueca palabra dirigida al corazón del mundo; aquí hallaron persecuciones, pero prefirieron perder la vida para ganarla. Ellos vencieron al mundo con la fuerza de Cristo, el primer vencedor. Ahora testifican contra el mundo. ¡Alegría en el cielo y en sus moradores, que Dios ha consolado a quienes no tienen cabida en este mundo!

Resonancias en la vida religiosa

«Los que no amaron tanto su vida que temieran la muerte»: Hay un mundo hostil, empeñado en arruinar a los hombres alejándolos de Dios y enfrentándolos entre ellos mismos. Jesús, el Cordero de Dios, luchó hasta la sangre contra este mundo. Una multitud innumerable de hombres y mujeres, de pequeños y grandes, de hermanos, ha seguido su ejemplo a través de la historia. Jesús y todos ellos, «los suyos», «no amaron tanto su vida que temieran la muerte». He aquí por qué está ya establecido, aunque todavía en una cierta clandestinidad, el Reinado de Dios, y yace derrotado el acusador e inmisericorde Satán. Dios ha comenzado a reinar, y por ello este himno nos invita a la alegría y a la acción de gracias.

Que nuestra comunidad religiosa se sienta solidaria con la lucha entablada contra los poderes del mal por Jesús y «los suyos»; la victoria contra el mundo perverso podremos conseguirla uniendo nuestro martirio a la sangre de Jesús y no enmudeciendo la palabra del testimonio.

Oraciones sálmicas

Oración I. Señor, Dios omnipotente, gracias te damos porque has derrotado los poderes de este mundo tenebroso y has comenzado a reinar dando el poder a tu Cristo. Mantén nuestra esperanza en la liberación definitiva, cuando nos darás el galardón junto con tus siervos los profetas, con los santos y con cuantos, desde todos los rincones de la tierra, temen tu nombre. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II. Dios de poder infinito, que en la debilidad de la cruz has establecido la potestad de tu Ungido y nos has descubierto que ahora es el tiempo de la salud y de tu poderío; robustece la firmeza de tu Iglesia con tu fortaleza e infunde en su corazón la consoladora esperanza de que Tú nos libras del Maligno. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III. Padre, lleno de amor, Tú has depositado en nosotros la gracia de tu elección. Queremos ser testigos de tus designios amorosos en los aconteceres diarios, cargando con la cruz cada día tras las huellas de Jesús. Te pedimos que no amemos tanto la vida que temamos la muerte y así seremos un día acogidos entre los moradores celestiales. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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