DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

I. LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES HASTA 1517

Capítulo XII
MISIONES ENTRE LOS ACATÓLICOS

Con el siglo XIII comienza una nueva etapa en la historia de las misiones; éstas se hacen pontificias, gracias a la flexibilidad de la organización centralizada de los mendicantes, que pone en manos de la santa Sede los medios más eficaces de acción; son además internacionales, en cuanto que los misioneros se reclutan indistintamente de todas las naciones y provincias religiosas, y universales, teniendo como campo de acción todo el viejo continente, cuyos confines se conocen ahora por primera vez; finalmente, son desinteresadas, porque, a diferencia de los centros de evangelización de la anterior época monástica, los conventos o residencias misionales de los mendicantes no perciben provecho alguno temporal a título de ocupación en los países convertidos.

Vocación misionera de la orden

San Francisco fue adquiriendo progresivamente conciencia del destino evangelizador de la fraternidad hacia un radio de acción cada vez más universal. El hecho de la cruzada contra los pueblos de la media luna, que comenzaba ya a perder popularidad, a él le resultaba incomprensible. Tenía que haber otro medio de aproximar aquellos dos mundos antagónicos; tenía que ser válido también para los odiados infieles el lenguaje y el testimonio del evangelio.

A fines de 1212 ocurrió probablemente el intento de su primer viaje a Oriente. Al año siguiente fracasó también su plan de llevar la cruzada espiritual a los moros de España. En 1219 la fraternidad, reunida en capítulo, se decide a programar en serio la labor entre los infieles. Mientras un grupo de hermanos parte para Marruecos, Francisco se dirige a Egipto y, fiado en la sinceridad de su mensaje, logra atravesar con un compañero la línea de combate en Damieta y llegar a la presencia del sultán para anunciarle la fe de Cristo. No logra el intento de convertir al soberano o padecer el martirio, pero el éxito corona la empresa. Se establece permanentemente la misión franciscana en Levante.

Como resultado de este viaje y de la nueva gozosa del martirio de san Berardo y sus compañeros en Marrakech, aparece en la regla de 1221 el capítulo De euntibus inter saracenos et alios infideles, «sobre los que van entre sarracenos y otros infieles» (1R 16), novedad de primer orden en la legislación monástica.

El martirio por Cristo es la suprema aspiración y el móvil primario del apostolado franciscano entre los infieles. Es el "ápice de la perfección" (1Cel 55) en la imitación de la pobreza y humildad del Salvador. "¡Ahora sí que puedo decir que tengo cinco verdaderos hermanos menores!", exclamó el fundador al recibir la noticia del martirio de los primeros misioneros de Marruecos1. El contexto martirial aparece claro en el citado capítulo 16 de la regla primera: todos los pasajes evangélicos que lo motivan hablan de la valentía ante los perseguidores, de abnegación y de fidelidad a Cristo hasta la muerte.

La vocación misionera es, en la doctrina de san Francisco, efecto de una inspiración divina, que crea en el llamado como un derecho sagrado que ningún superior debe atreverse a frustrar. La regla de 1223 modificó la expresión, en bien de la disciplina jerárquica, dejando en manos de los ministros la concesión del permiso y el juicio sobre la idoneidad, pero mantuvo el concepto de "inspiración divina". El hermano que, impulsado por el espíritu del Señor, se decide a pedir esa autorización ejercita una obediencia meritoria (2Cel 152).

Si bien la meta es el martirio, Francisco no quiere en los misioneros actitudes de fanatismo. El método misional está indicado en la misma regla de 1221: ante todo, el testimonio de una vida sinceramente cristiana: "No armen luchas ni discusiones, sino más bien sométanse a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13), y confiesen que son cristianos". Después, si se ofrece oportunidad, la predicación directa de la fe y la exhortación a entrar en la iglesia por el bautismo.

Esta norma de pastoral misionera, extraña en aquel clima de cruzada militar, no siempre sería observada por las expediciones de misioneros franciscanos. Con frecuencia, en su ansia de martirio, adoptarían una actitud de reto, provocando la reacción violenta de los musulmanes. La mística del martirio obró, en efecto, fuertemente en las primeras generaciones franciscanas, como se echa de ver en los biógrafos de san Francisco, en los expositores de la regla y principalmente en los escritos de san Buenaventura, quien coloca el martirio en la cima de la perfección evangélica, y obraría más tarde en las épocas de mayor exaltación misionera2.

En virtud de la regla, el examen de la vocación de los candidatos pertenecía al ministro provincial; pero, a medida que los papas fueron echando mano de los menores para las grandes empresas evangelizadoras, se fue avanzando hacia una mayor centralización. En la segunda mitad del siglo XIII el envío de misioneros era incumbencia del ministro general; las constituciones de Narbona señalaban, entre los asuntos que pertenecían al capítulo general, el "proveer al envío de religiosos entre los sarracenos y otros infieles". Las constituciones benedictinas de 1334 determinaron que el envío de misioneros fuera de exclusiva incumbencia del ministro general, previo el juicio sobre la idoneidad dado por el ministro provincial. Pero ocurría con frecuencia que los provinciales se mostraban egoístas, reteniendo a los súbditos de mejor disposición, y para obviar este inconveniente y dar rapidez a la formación de las expediciones, los superiores de las misiones solían enviar sus comisarios directamente al papa, de quien obtenían facultades extraordinarias para recorrer las provincias y reclutar las mejores vocaciones. Esto mismo daba a las misiones de Asia un carácter peculiar de internacionalidad3.

En 1252, a iniciativa, según parece, de los dominicos y bajo la protección decidida de la santa Sede, apareció la Societas Peregrinantium propter Christum, interesante organización misionera, compuesta en un principio de dominicos y franciscanos, que se comprometían mutuamente a trabajar en la conversión de herejes e infieles. Fue reorganizada bajo Juan XXII, Gregorio XI y Urbano VI; sus socios gozaban de especiales privilegios, que fueron confirmados todavía en 1399 por Bonifacio IX. No parece que alcanzó entre los franciscanos tanto éxito como entre los dominicos4.

La expresión inter saracenos et alios infideles hacía entrar, como la entendían los expositores de la regla, en el campo de acción de la actividad misionera de la orden a los mahometanos, idólatras, herejes y cismáticos. Y, efectivamente, a todos ellos se dirigen los hijos de san Francisco ya desde los primeros decenios. Los hallamos en África y Siria, con los secuaces de Mahoma; en Asia Menor y el Oriente europeo, con los disidentes de diferentes credos; en las costas del Báltico, completando la cristianización de Europa, y entre los mongoles dueños de Asia.

En el campo de las misiones estables no fue uniforme la constitución territorial, si bien desde mediados del siglo XIII adquirió una estructura fija. Mientras las del Mediterráneo oriental quedaban agrupadas en la provincia de Tierra Santa con sus tres custodias, el resto de las misiones asiáticas se dividía en tres vicarías: la Oriental, la Aquilonar y la de Cathay o China.

Podemos distinguir tres períodos en la historia de las misiones franciscanas de la época que nos ocupa. Uno de máximo despliegue en dirección a Oriente, que se prolonga durante un largo siglo; otro de decadencia, desde mediados del XIV hasta mediados del XV, y el tercero de renovación a impulso de los observantes, pero virando hacia Occidente y preludiando la época de las misiones del patronato.

La misión de Tierra Santa

Fray Elías había sido nombrado ministro provincial de Siria en el capítulo de 1217. Quizá acompañó a san Francisco cuando éste, provisto de un salvoconducto del sultán de Damasco, fue a visitar el santo sepulcro en la primavera de 1220. Desde entonces, la orden franciscana ha considerado como su más preciado servicio la defensa y guarda de los santos lugares. En un principio se limitaron a fundar en las plazas fuertes ocupadas por los cruzados: Damieta, Antioquía, San Juan de Acre, Chipre. Durante la tregua de 1229-1239, debida a la diplomacia de Federico II, se establecieron en Jerusalén, Belén, Nazaret y otros puntos. Arrojados los latinos de Palestina después de la derrota de Gaza (1244), los menores lograron mantenerse en medio de grandes dificultades y persecuciones y a costa de grandes gastos, luchando con las arbitrariedades y el fanatismo de los musulmanes no menos que con la audacia de los cismáticos griegos. Centenares de misioneros sucumbieron en matanzas periódicas y en la asistencia a los apestados.

La provincia de Tierra Santa fue extendiendo sus límites desde Egipto hasta Grecia. Hacia 1260 constaba de la custodia de Siria, formada por trece conventos, la de Chipre, con cuatro conventos, y una tercera que probablemente llevaba el nombre de Romania y comprendía el territorio del Imperio Latino de Constantinopla. En 1263 esta última fue declarada provincia independiente.

En general, la labor apostólica de los misioneros de Siria y Palestina se redujo a la asistencia espiritual de los cruzados y peregrinos; nada podía intentarse con los musulmanes y muy poco con los cismáticos. En cambio, en el siglo XV mantuvieron un eficacísimo contacto entre los maronitas católicos y la santa Sede; varios libaneses llegaron a tomar el hábito franciscano, distinguiéndose por su fervor apostólico y su adhesión a Roma fray Gabriel Ibn-al-Qela'f. En la segunda mitad del mismo siglo un franciscano desempeñó el cargo de comisario apostólico permanente entre los maronitas, drusos y sirios melquitas.

Obra de caridad y de apostolado fue también el cuidado de los cautivos, en favor de los cuales llevaron en diversas ocasiones embajadas ante los sultanes de Damasco, de Alepo y de El Cairo, en nombre de la santa Sede y de los príncipes cristianos.

A la provincia de Siria pertenecía la custodia de Chipre, donde los franciscanos gozaron de gran influencia durante los siglos XIII y XIV, bajo la dinastía de Lusignan. Llegaron a poseer en Nicosia un studium generale. Pero en el siglo XV hubieron de padecer mucho en las incursiones de los sarracenos de Egipto5.

Apostolado entre los cristianos de Oriente

La formación del Imperio Latino de Constantinopla (1204-1261) y la amenaza constante en que se vieron posteriormente los emperadores bizantinos hasta la caída de la capital en poder de los turcos (1453) ofrecieron numerosas coyunturas favorables a la unión de los cristianos ortodoxos con Roma, coyunturas que no desaprovechó la santa Sede, sirviéndose siempre de los menores y predicadores como intermediarios. El primer intento, basado en las buenas intenciones que parecía mostrar el emperador griego Vatatzes, tuvo lugar entre los años 1232 y 1234; en las negociaciones tomaron parte dos dominicos y dos franciscanos, uno de éstos era Haymón de Faversham; todo cayó por tierra ante la disposición equívoca de los griegos.

Nuevamente se reanudaron bajo Inocencio IV por espacio de diez años (1245-1255); los franciscanos Domingo de Aragón, Lorenzo de Orte y Juan de Parma lograron esta vez resultados algo más positivos, como la sumisión del patriarca ortodoxo de Antioquía y un acuerdo preparatorio entre el emperador y el papa. Más tarde, el emperador Miguel Paleólogo, para conjurar los ataques de los príncipes católicos, en particular del temible Carlos de Anjou, volvió a entablar negociaciones de unión, que eran interrumpidas apenas veía logrado su intento; en todas ellas hicieron de emisarios los franciscanos. Hubo un momento en que pareció la unión un hecho definitivo, gracias al celo y diplomacia del papa Gregorio X: una comisión de franciscanos, presidida por Jerónimo de Ascoli, preparó en Constantinopla las bases de la sumisión al papa; Paleólogo y su hijo Andrónico juraron profesar la fe católica, después de imponer su voluntad al clero ortodoxo recalcitrante, y enviaron una embajada al Concilio II de Lyon (1274), convocado primariamente para este fin; las sesiones se desarrollaron con buenos augurios, bajo la dirección principalmente de san Buenaventura. El día 6 de julio de 1274 los embajadores y los prelados griegos abjuraron solemnemente el cisma ante el concilio; la unión estaba consumada; con semejante solemnidad se ratificó lo hecho en Lyon el 16 de enero siguiente en Constantinopla. Pero la sinceridad de Paleólogo hubo de habérselas con la obstinación de su clero y fue sometida a dura prueba por las campañas de Carlos de Anjou. Todas las esperanzas se frustraron en 1281, al lanzar Martín IV, partidario de los de Anjou, sentencia de excomunión contra el emperador6.

Entre tanto, los misioneros franciscanos, esparcidos por todo el Oriente, llevaban a cabo una labor más lenta, pero más efectiva, de aproximación, mediante el ejemplo de su vida y el apostolado de la palabra o de la pluma. Las expediciones misioneras menudearon durante todo el siglo con destino a Bulgaria, Servia, Rusia, Georgia, Armenia, Líbano y Persia. El fruto fue consolador. Juan de Pian Carpino logró reducir a la unión de la iglesia romana a un duque de Moscovia y a un prelado de Albania; otros franciscanos aseguraron la comunicación de Georgia con la santa Sede y consolidaron la unión de Armenia, llevada a cabo en 1199; el rey de esta nación, Haytón II, llegó a tomar el hábito franciscano con el nombre de fray Juan; también se incorporaron al seno de la iglesia católica varios grupos jacobitas y nestorianos de Persia. Peor suerte tuvieron los franciscanos en los Balcanes. Este apostolado unionista costó la vida a varios de los misioneros7.

En el siglo XIV continuaron trabajando los franciscanos en Bosnia, Servia, Bulgaria y Rusia, entre alternativas de paz y persecución; con la expansión del poderío turco empeoró la situación lo mismo en estas regiones que en Armenia y Persia. Gran número de misioneros sufrieron el martirio8.

Bajo el pontificado de Sixto IV, en el siglo XV, hubo un momento de contacto con la iglesia monofisita de Abisinia, cuando el joven negus Alejandro se declaró decididamente católico y quiso ser coronado por un obispo católico. La embajada llevada en esta ocasión a la corte del "Preste Juan" por los observantes Juan de Calabria († c. 1482) y Bautista de Imola († 1511) no parece tuvo resultado alguno permanente. Los esfuerzos por atraer al negus a una inteligencia con Roma databan desde el viaje de Juan de Montecorvino, pero habían resultado vanos los intentos realizados por Eugenio IV y Juan XXII. Alberto de Sarteano, enviado a la corte etiópica en el siglo XV, fue echado atrás por el sultán de Egipto; Tomás de Florencia († 1447), delegado por él en su lugar, no pudo hacer otra cosa que poner en manos del negus los despachos del papa9.

Entre los coptos de Egipto trabajó con buen éxito en el siglo XV y principios del XVI Antonio de Garay, obispo de Tama, en el Nilo10.

Misiones entre los musulmanes

La cruzada pacífica contra el Islam, iniciada por san Francisco, es toda una historia roja de martirio, auténtica palestra de perfección minorítica. Escasísimo, casi nulo, fue el fruto de conversiones; ni era éste el éxito soñado por los intrépidos misioneros que partían para las costas africanas, muchas veces haciendo valer ante los superiores su derecho a buscarse el martirio, y siempre provocando audazmente el fanatismo de los evangelizados. Como no a todos convencía semejante temeridad, uno de aquellos héroes, el francés fray Livino, perteneciente a la custodia de Tierra Santa, escribió en 1345 un tratado demostrando que es licito penetrar en las mezquitas para predicar la fe católica y combatir la ley de Mahoma. Así lo hizo él y consiguió el martirio.

La primera misión de Marruecos fue acordada en el capítulo de 1219. Mientras san Francisco se embarcaba para Oriente, Berardo y los otros compañeros se dirigían a España y llegaban a Sevilla, impulsados por el ansia del martirio. Arrojados de aquí pasaron a la costa africana y lograron ver cumplido su anhelo por sentencia del sultán Yusef-el-Mostansir el 16 de enero de 1220. Las expediciones continuaron en los años siguientes. En 1227 padecían el martirio en Ceuta san Daniel y otros seis compañeros, que habían sido enviados por fray Elías, viviendo aún san Francisco. En 1232 nuevo martirio de cinco franciscanos que habían logrado abrir al culto una iglesia en Marrakech, capital del imperio marroquí.

Mientras estos intentos tenían lugar, la santa Sede trataba de restaurar la jerarquía africana. En 1225 fue nombrado el primer obispo de Marruecos, un dominico que parece no llegó a su sede; al año siguiente hízose otro nombramiento; en 1233 aparece como obispo de Fez el franciscano fray Agnelo. El aragonés fray Lope de Ayn († 1266), nombrado por Inocencio IV en 1246, ejercía su jurisdicción desde Túnez hasta la costa occidental africana; fue portador de una importante embajada entre el papa y el sultán. Durante los siglos XIV y XV continuó la serie de obispos de Marrakech, ya dominicos, ya franciscanos, ausentes en general de su diócesis. En 1266 fue nombrado obispo de Ceuta fray Lorenzo de Portugal; pero, a lo que parece, la serie de los obispos de esta sede no comienza hasta 1421, en que la plaza fue conquistada por el rey de Portugal.

Los misioneros residentes en Marruecos tuvieron que limitarse también a ejercer su ministerio entre los cautivos y entre los soldados de la milicia cristiana que los jalifas almohades tuvieron a su servicio hasta fines del siglo XIV11.

La misión de Túnez remonta su origen asimismo al capítulo de 1219, tan fecundo en ambiciones evangelizadoras. La primera expedición iba dirigida por fray Gil, el tercer compañero de san Francisco. Apenas llegados los misioneros, los mismos cristianos, temerosos de una matanza general, les obligaron a reembarcarse para Italia. No faltó tampoco aquí la rúbrica de sangre en las personas de dos nuevos expedicionarios, llegados muy poco después, uno de ellos por nombre fray Electo. En 1235, otros dos franciscanos fueron portadores de una embajada pontificia ante el rey de Túnez; y al año siguiente hallamos al sobrino del mismo rey, Yahia-Abuzakaría, dirigiéndose a Roma para recibir el bautismo, si bien fue retenido en Sicilia por el emperador Federico II por razones políticas. Este dato prueba que por entonces la misión de Túnez marchaba con paso muy halagüeño. A raíz de la expedición de san Luis en 1270 y por intervención del rey de Sicilia Carlos II, los misioneros franciscanos y dominicos gozaron de amplia libertad de acción, hasta el punto de lograr absoluta libertad religiosa, incluso para convertirse del islamismo al cristianismo. Aun después de perdida esta situación privilegiada, los franciscanos continuaron prestando sus servicios a la colonia cristiana de Túnez, formada principalmente por comerciantes genoveses, venecianos y catalanes. En el siglo XIV la misión dependió de la custodia de Barcelona, formando parte de la provincia de Aragón12.

Entre los misioneros del norte de África no puede omitirse el nombre del beato Conrado de Ascoli († 1289), a quien sus biógrafos atribuyen incontables conversiones entre los beduinos de Libia. Pero nadie contribuyó a atraer la atención hacia el apostolado entre los musulmanes como el beato Ramón Lull († 1316); una de las iniciativas de este arrebatado propulsor de las misiones, terciario franciscano, fue la escuela de Miramar, en que un grupo de frailes menores adquiría preparación especializada para la labor entre los mahometanos13.

En el imperio mongólico

En 1241 los mongoles, dueños de casi toda el Asia, irrumpían en Europa, llenando de consternación a la cristiandad. Nadie creía posible hacer frente con las armas a aquel huracán asolador que en treinta años había creado el mayor imperio continental que registra la historia, sin probar una sola derrota. Creyóse más hacedero poner en juego los procedimientos indirectos, echando mano de las dos órdenes mendicantes. Se comenzaría por embajadas de paz y se terminaría implantando toda una red misional, al amparo de la tolerancia de los rudos conquistadores.

La primera embajada fue en 1245, la de Juan de Pian di Carpine († 1252). El franciscano fracasó en su misión diplomática, pero prestó a la cristiandad un gran servicio descorriendo, con sus noticias, el misterio que envolvía al temible enemigo y, lo que es más importante, abriendo panoramas inconmensurables al celo misionero de sus hermanos de hábito.

Tras un segundo intento del dominico Andrés de Longjumeau, realizó la tercera embajada otro franciscano, Guillermo de Rubruck († c. 1270). El mejor resultado de su viaje es la famosa relación que debemos a su pluma.

Fracasada la vía diplomática, comenzóse a pensar en la empresa misional. Partiendo de Polonia y Hungría fueron introduciéndose los misioneros en los dominios de la Horda de Oro. No tardaron en ocuparse del asunto de estas misiones los capítulos generales y el fervor evangelizador fue cundiendo en la orden, principalmente a partir de los viajes de los hermanos Polo y del mensaje que éstos trajeron del Gran Khan Kubilay pidiendo cien sabios europeos para instruirse en la religión cristiana.

En 1291 fue enviado por Nicolás IV el fundador de las misiones de China, Juan de Montecorvino († 1328). En lugar de seguir la ruta común hacia Karakorum, hubo de atravesar Persia y tomar la vía marítima por las costas de la India; aquí murió el dominico que le acompañaba y él continuó solo su camino hasta Pekín o Khambalik. En 1303 recibió el primer refuerzo de nuevos misioneros. Cuando al cabo de doce años llegaron sus primeras cartas a Europa describiendo los frutos obtenidos y el favor que se le dispensaba en la corte del Khan, el papa Clemente V planeó la creación de una amplia jerarquía misionera en China. Mandó al ministro general, Gonzalo de Balboa, que designase siete religiosos selectos para ser enviados como obispos sufragáneos de Montecorvino, a quien ellos consagrarían arzobispo de Khambalik, con jurisdicción sobre todo el imperio tártaro. Junto a los seis obispos (uno tuvo que retardar el viaje), púsose en camino una nutrida expedición de misioneros. Llegados al Malabar, gran parte sucumbieron víctima de las fiebres, entre ellos tres obispos; los restantes continuaron su viaje entre penalidades sin cuento y quedó plantada la nueva iglesia china.

Entabláronse por entonces relaciones muy activas y eficaces entre el Khan de Persia y la santa Sede. Bajo los pontificados de Juan XXII y Benedicto XII menudearon las expediciones no sólo al Extremo Oriente, sino también a los demás territorios tártaros. Uno de los más insignes misioneros de este tiempo fue el beato Odorico de Pordenone († 1331), que realizó su viaje de ida y vuelta por toda Asia entre 1318 y 1330. Nuevo incremento recibieron las misiones con la embajada del nuncio pontificio Juan de Marignolli († 1358), que partió de Avignon en 1338, acompañado de unos cincuenta misioneros, y llegó a Pekín en el verano de 1342. Cuando en 1353 pudo entregar a Inocencio VI un mensaje del Gran Khan pidiendo más operarios evangélicos, el papa escribió sin tardanza al capítulo general próximo a celebrarse.

Pero eran días tristes aquellos que siguieron al paso de la peste negra. El llamamiento del papa no halló eco sino muy débilmente. Lo grave fue que, antes que en Europa, la epidemia había causado una verdadera hecatombe entre los misioneros. Desde entonces, las vicarías de Oriente no pudieron levantar cabeza. Mas los heroicos supervivientes no cejaron en la empresa. Para 1370 aquel grandioso despliegue misionero había quedado reducido a unos cuantos centros, mal atendidos por religiosos ancianos y sin arrestos, de ellos bastantes indígenas de conducta poco recomendable. Urbano V quiso en aquel año despertar la conciencia misionera de la orden con una serie de documentos, pidiendo nuevos operarios y depurando el personal existente. En 1371 púsose en camino una nueva expedición de hasta sesenta misioneros al mando de Guillermo de Prato. Pero tres años antes se había derrumbado la dinastía mongólica en China y con ella dejaban de existir las misiones franciscanas. A esto se unió en Europa la gran calamidad del Cisma y en el Próximo Oriente la aparición de un nuevo imperio, el de los turcos otomanos, que suplantaba al de los mongoles.

En el período de su mayor esplendor todas las misiones mongólicas estuvieron agrupadas en tres inmensas vicarías. La Aquilonar, con sus dos custodias de Gazaria y Saray, llegó a contar hasta 24 residencias en toda la extensión de la Horda de Oro, hasta el mar Caspio; la de Cathay o China comprendía el Asia central, India y China; la de Tartaria Oriental, dividida en las tres custodias de Constantinopla, Trebisonda y Thauris, estaba enclavada plenamente en el Imperio del Centro, Armenia, Mesopotamia y Persia. En total, pasaban de 50 las residencias principales de que tenemos noticia, algunas de las cuales eran verdaderos conventos, con capacidad para 20 y más religiosos.

En lo eclesiástico, la sede arzobispal de Khambalik, creada en 1307, ejercía jurisdicción teórica in toto dominio Tartarorum; de la jerarquía franciscana dependían también los misioneros dominicos, hasta que en 1318 Juan XXII instituyó el arzobispado de Sultanieh, capital del imperio mongol de Persia, nombrando, además del metropolitano, otros seis obispos de la orden de Predicadores. Previóse el conflicto jurisdiccional, y el papa invitó a las dos órdenes a llegar a un acuerdo amistoso, como se hizo. Los franciscanos renunciaron generosamente a sus derechos y se fijaron para en adelante los límites, sancionados por una bula pontificia:

Jurisdicción franciscana: a) Imperio septentrional de Kiptschak hasta el mar Negro y el Cáucaso. b) Imperio de Cathay hasta el Ganges. c) Asia Menor y Armenia.

Jurisdicción dominicana: a) Imperio de Persia. b) Todos los reinos desmembrados del primitivo imperio de Chagatay hasta el Tibet. c) Toda la India propiamente dicha hasta la desembocadura del Ganges (India Prima).

Al morir Juan de Montecorvino en 1328 dejaba erigidos seis obispados en el territorio evangelizado por sus hermanos de hábito. Las sedes eran: Zaytón (Tsian-Tcheu), frente a Formosa; Armalek (Kuldya), en la frontera septentrional de China; Cumusch (Chemakha), en el Cáucaso; Saray (Tsarew), sobre el Volga; Tana (Azow), en la desembocadura del Don, y Caffa, en Crimea14.

Para completar el mapa misional debe también hacerse mención de la labor llevada a cabo por los misioneros franciscanos en los siglos XIII y XIV en la conversión de los habitantes paganos de Lituania15.

Evangelización de las Canarias y de la costa occidental de África

Con el cambio de frente operado en la historia de las misiones en el siglo XV coincide una poderosa renovación del espíritu misional en la observancia. Los focos de atracción son las islas Canarias, cuya rápida cristianización constituye uno de los capítulos más gloriosos del franciscanismo, y las costas africanas exploradas por los navegantes portugueses. Es el preludio, además, de la nueva organización nacional de las misiones bajo la égida del patronato hispano-lusitano, aunque todavía la santa Sede conserva la iniciativa y la suprema dirección.

La evangelización de Canarias había comenzado a mediados del siglo XIV en forma pacífica por iniciativa de los franciscanos y otros religiosos de Mallorca; la primera sede episcopal fue erigida en 1351; la evangelización prosiguió lentamente bajo la protección de los reyes de Aragón hasta que en 1402 se produjo la invasión violenta de los aventureros franceses Juan de Béthencourt y Gadifer de la Salle, provistos de breves de Benedicto XIII. Los conquistadores aceptaron el vasallaje del rey de Castilla, y la evangelización cambió de procedencia. En 1404 Benedicto XIII nombraba obispo de Rubicón a fray Alonso de Sanlúcar de Barrameda. Las primeras islas evangelizadas metódicamente fueron Lanzarote y Fuerteventura. Los conventos fundados dependían de la vicaría observante de Castilla. En 1445 fue nombrado guardián del convento central el hermano lego san Diego de Alcalá, que trabajó grandemente en la conversión de los indígenas, lo mismo que su compañero Juan de Santorcaz († 1485). Con la conquista de Gran Canaria (1480) se dio por terminada la ocupación misional de todo el archipiélago. Para entonces había surgido ya allí una vicaría regular, que luego se transformaría en custodia y por fin en provincia. En 1484 trabajaban en las islas cerca de 200 religiosos.

Ya desde los primeros años del siglo XV se estableció en Sanlúcar de Barrameda una casa procura, de la que dependía exclusivamente el envío de los misioneros que fuesen necesarios y de los recursos económicos, con entera independencia de cualquier superior de la orden; los candidatos se reclutaban entre varias provincias de la Península Ibérica. En 1484, en virtud de un breve de Sixto IV, se constituyó en Ondárroa, Vizcaya, un colegio de misioneros, que, por la oposición de los superiores de la observancia, hubo de acogerse a la protección del ministro general16.

De las Canarias se extendió la acción misionera a Guinea y demás territorios de la costa africana, por iniciativa principalmente de fray Alonso de Bolaño († 1480), procurador de la misión. Muy poco es lo que se sabe de los éxitos de estas empresas, en que compitieron franciscanos españoles y portugueses durante varios decenios17.


NOTAS:

1. Passio sanctorum Martyrum fratrum Beraldi..., AF, III, 593.

2. Lázaro de Aspurz [Lázaro Iriarte], La vocación misionera en la orden franciscana antes de la época del patronato regio, en España Misionera 5 (1948) 18-20, 102-130.- P. Anasagasti, El alma misionera de san Francisco. Roma 1955; Francisco de Asís busca al hombre. Vocación y metodología misioneras franciscanas. Bilbao 1964.- H. de Roeck, De normis Regulae Ord. Fr. Minorum circa missiones inter infideles ex vita primaeva franciscana profluentibus. Roma 1961.

3. Lázaro de Aspurz, l. c., 113-122.

4. R. Loenertz, La Societé des Frères Pérégrinants. Roma 1937.

5. G. Golubovich, Biblioteca bio-bibliografica, vols. I-V.- L. Lemmens, Die Franziskaner im hl. Lande. Münster i. W. 1925. Geschichte der Franziskanermissionen, 25-34, 61-78.- O. Van Der Vat, Die Anfänge der Franziskanermissionen und ihre Weiterentwicklung im nahen Orient und in dem mohammedanischen Ländern während des 13. Jahrhunderts. Werl i. W. 1934.- M. M. Roncaglia, Storia della provincia di Terra Santa. I, Cairo 1954.

6. L. Lemmens, Geschichte, 34-36.- M. Roncaglia, Les Frères Mineurs et l'Eglise grécque orthodoxe au XIIIe (1231-1274). Le Caire 1954.- B. Roberg, Die Union zwischen der griechischen Kirche auf dem II. Konzil von Lyon (1274). Bonn 1964.- G. Matteucci, La missione francescana di Costantinopoli. I: La sua antica origine e primi secoli di storia (1217-1585). Firenze 1971.

7. Marcellino da Civezza, Storia delle missioni francescane. I, 304-377; II, 209-253.- L. Lemmens, Geschichte, 37-42.- B. Pandzic, Historia Missionum Ord. Fr. Minorum. IV: Regiones Proximi Orientis et Peninsulae Balcanicae. Roma 1970.

8. Marcellino da Civezza, Storia. III, 521-552; IV, 57-105.- L. Lemmens, Geschichte, 55-60.- A. Matanic, De duplici activitate S. Iacobi de Marchia in Regno et vicaria franciscali Bosnae, AFH 53 (1960) 111-127.- I. Dujcev, Il francescanesimo in Bulgaria nei secoli XIII e XIV, MF 34 (1934) 254-264, 323-329.

9. Marcellino da Civezza, Storia. IV, 551-596.- L. Lemmens, Geschichte, 175-179.

10. L. Lemmens, Geschichte, 18-25.

11. L. Lemmens, Geschichte, 10-16.- H. Koehler, L'Eglise chrétienne du Maroc et la mission franciscaine, 1221-1790. Paris 1934.- A. López, Obispos en el África septentrional desde el siglo XIII. Tánger 1941.

12. Marcellino da Civezza, Storia. I, 251-281; II, 396-440; IV, 338-383.- L. Lemmens, Geschichte, 16-18.

13. Marcellino da Civezza, Storia. II, 396-440.- B. Altaner, Ramón Llull i el canon II del Concili de Vienna, en Estudis Franc. 45 (1933) 405-408; L'execució del decret del Concili Viennés sobre creació de cátedres de llengües orientals, ibid. 46 (1934) 108-115.

14. G. Golubovich, Biblioteca. II, 261-274; III, 197-207.- Sinica Franciscana. Itinera et relationes fratrum minorum saec. XIII et XIV. Ed. A. van den Wyngaert. I, Quaracchi 1929.- J. Ghellinck, Les franciscains en Chine aux XIII-XIV siècles. Louvain 1927.- F. Margiotti, Sinae, en Hist. Missionum Ord. Fr. Minorum. I, 105-127 (copiosa bibliografía).- N. Simonut, Il metodo d'evangelizzazione dei francescani tra musulmani e mongoli nei secoli XIII-XIV. Milano 1947.

15. Marcellino da Civezza, Storia. III, 288-326; IV, 106-142.- L. Lemmens, Geschichte, 50-55.- V. Gidziunas, De missionibus fratrum minorum in Lituania (saec. XIII et XIV), AFH 42 (1949) 3-36. De vita et apostolatu Fr. Min. Observantium in Lituania saec. XV et XV, AFH 68 (1975) 298-340; 69 (1976) 23-106.

16. J. Zunzunegui, Los orígenes de las misiones en las Islas Canarias, en Rev. Esp. Teol. 1 (1941) 361-408.- I. Omaechevarría, En torno a las misiones del archipiélago Canario. Un colegio de misioneros en Ondárroa en el último cuarto del siglo XV, en Missionalia Hisp. 14 (1957) 539-560.- J. Vincke, Comienzos de las misiones cristianas en las Islas Canarias, en Hisp. Sacra 12 (1959) 193-207.

17. A. Brasio, Monumenta Missionaria Africana, 2.ª serie, I (1342-1499). Lisboa 1958.- F. Félix Lopes, Missiones Lusitaniae in Africa, en Hist. Missionum Ord. Fr. Min., II, 27-36, 45-47.

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