DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

BERNARDO DE QUINTAVAL, COMPAÑERO DE SAN FRANCISCO
por Daniel Elcid, o.f.m.

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Bernardo de Quintaval (it.: Quintavalle), noble y rico caballero de Asís, fue el «primogénito» de San Francisco, quien le distinguió con especiales muestras de afecto y de delicadeza, no sólo por haber sido su primer seguidor, en 1208, sino, sobre todo, por su don de contemplación, como también por su natural propenso a zozobras y depresiones interiores. Murió en Asís el año 1241 y está sepultado en la Basílica de San Francisco; el Martirologio Franciscano lo recuerda el 10 de julio.

La hermana Clara ha sido exhibida en esta galería como una figura excepcional, y en la doble acepción de este adjetivo: porque tiene un relieve señero entre los seguidores del Pobrecillo, y porque no encaja literalmente en el título de esta obra: Compañeros primitivos de San Francisco. Pero creo que su presencia ha sido propia y oportuna, y espero que grata y eficaz.

De ella pasamos a otro retrato, digno de figurar -y por más de un concepto- junto a la hermana Clara. Tienen ella y él cierto paralelismo: Clara, noble y rica, y Bernardo también; y ambos fueron, cada uno en su pista, los primeros en salir tras las huellas de Francisco. Igual lealtad en los dos; pero en él, sobre el fondo de esa lealtad, vamos a ver destacada la actitud franciscana de la radicalidad. En el «retrato robot» del «verdadero hermano menor» trazado por Francisco (EP 85), Bernardo figura el primero, y con este rasgo: la fe, versión evangélica y original de la fe radical de Abraham, confianza total en Dios sin ninguna fianza humana.


El personaje

Este Bernardo de Quintaval es literalmente, en el franciscanismo, de máxima categoría. He aquí una letanía de títulos que le dan las fuentes primitivas: «El primogénito de San Francisco, tanto por la primacía del tiempo como por la prerrogativa de su santidad» (S. Buenaventura, LM 3,3), y así le llamaba el mismo Pobrecillo: «su primogénito» (Vida; cf. nota 1); «la primera plantita de la Orden de los hermanos menores, después del santo de Dios» (2 Cel 109); «de santa memoria, y primer compañero del bienaventurado Francisco» (Tres Compañeros, 1); «hijo predilecto de Francisco» (Vida); «hijo perfecto de Francisco» (2 Cel 15).

Tiene aún más títulos. Puede ser llamado «el cofundador de la Orden». Y «el primer superior general de la misma»: cuando los discípulos de Francisco sumaron con él doce, como los apóstoles, y se pusieron de camino hacia Roma para suplicarle al papa la aprobación de su modo evangélico de vida, les dijo el Pobrecillo:

-- Señalemos uno de nosotros que sea nuestro guía, y tengámoslo como Vicario de Jesucristo, para que vayamos donde él quiera y nos hospedemos donde él disponga.

Y entre todos, democráticamente, eligieron al hermano Bernardo (TC 46).

Anotemos, como último rasgo de esta tarjeta de presentación, su fidelidad a Francisco y a su espíritu hasta el último suspiro: «El primero que corrió tras el santo de Dios, perseveró en la santísima pobreza hasta el fin» (TC 39). «Posee todas las virtudes del primogénito, permaneciendo hasta el fin humilde, dulce, profundamente contemplativo aun en la acción», recalca el P. Gemelli. Y, en cuanto que haya llegado hasta nosotros un retrato fiel del original, valga esta otra afirmación del mismo Gemelli: hasta en las idealizadas Florecillas, «Bernardo es el más exactamente registrado».

Pasemos a conocer su historia, más bella que todos sus títulos.


Su conversión

Las fuentes primitivas nos dan hasta siete relatos -fundamentalmente concordes- sobre este acontecimiento, en que el nuevo Francisco empezó a tener nueva familia. Voy a darlo según la Vida de nuestro héroe.

«Había en la ciudad de Asís un hombre de honor llamado Bernardo, de los más nobles, ricos y ponderados del lugar, tanto que toda la ciudad atendía sus consejos». Asegura al respecto Fortini: «Bernardo era uno de los más reputados entre los Mayores -o nobles-, no sólo por su estirpe y por su riqueza, sino sobre todo por su sabiduría; habiendo sido doctorado en uno y otro derecho en la Facultad de Bolonia, su consejo era tenido muy en cuenta por todos los ciudadanos en los asuntos públicos y privados».

Y prosigue la narración de la Vida: «Este señor Bernardo empezó a darle vueltas en su mente al cambio de Francisco, que llevaba casi dos años por las calles de la ciudad despreciando todo lo mundano, soportando pacientemente las adversidades, y hasta alegrándose de las injurias; las gentes le tomaban por necio y lunático. Y el señor Bernardo, al cabo de muchas reflexiones y movido por Dios, un día le invitó a cenar con él y a pasar una noche en su casa; con eso maquinaba él observar mejor si era un loco o un santo. De propósito había hecho preparar en una habitación dos camas, una para él y otra para Francisco. Y a ella se retiraron ambos a dormir, acabada la cena. El bienaventurado Francisco simuló que se sentía cansadísimo y deseaba dormir mucho, mas lo decía con el plan de levantarse para orar mientras el dicho señor Bernardo durmiese. Este, a posta y pronto, fingió estar profundamente dormido, respirando con fuerza y roncando. Francisco creyó que dormía de verdad, se levantó, y, dirigiendo a lo alto el rostro y el alma, con las manos alzadas, todo ardoroso, con profusas lágrimas y devoción despaciosa repetía y repetía estas palabras:

-- ¡Dios mío, Tú lo eres todo!, ¡Dios mío, Tú lo eres todo! (2).

Y así casi toda la noche, sin pronunciar otra cosa.

El señor Bernardo, humilde y devoto, lo contemplaba a la luz de una antorcha encendida en el cuarto. (Y, en una expresión feliz de Fortini, "fue como si una llave de plata abriera una a una las puertas de hierro que habían tenido cerrado su corazón"). Pensaba: "La sabiduría divina se prepara a hacer grandes cosas por medio de este hombre sencillo y sin letras, para renovación y salvación de los hombres". El señor Bernardo lo iba meditando con un bajo sentimiento de sí mismo, atribuyéndolo todo a Dios y dándole gracias con admiración y piedad. El señor Bernardo se levantó de mañana todo férvido, y le dijo a Francisco:

-- Hermano Francisco, he resuelto dejar totalmente el mundo y seguirte, y hacer todo lo que tú me mandes.

A lo cual Francisco, jubilosísimo, le contestó:

-- Señor Bernardo: la empresa es tan ardua, que precisa pedirle consejo al mismo Dios. Así, pues, vayamos al obispado. Allí hay un buen sacerdote: que él, abriendo tres veces el libro sagrado, nos indique qué debemos hacer.

Y al obispado fueron. De camino, Francisco le propuso:

-- Primero oigamos la Misa, y luego perseveraremos en oración hasta media mañana, para que el Señor nos muestre su voluntad.

Así lo hicieron. Luego, Francisco buscó a aquel sacerdote y le suplicó que abriese el misal. El sacerdote trazó sobre él la señal de la cruz, lo abrió, y salió este texto: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres (Mt 19,21). Abriéndolo por segunda vez, salió este otro: El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo (Mt 16,24). Y a la tercera: No toméis nada para el camino (Lc 9,3). Oído eso, exclamó Francisco:

-- He aquí el consejo del Señor. Vete, pues, y cúmplelo.

E inmediatamente el señor Bernardo vendió todos sus bienes, que valían mucho, fue con Francisco a la plaza de San Jorge, y su importe lo distribuyó entre los pobres. Luego, Francisco le puso un vestido pobre como el suyo».

Hasta aquí el relato de la Vida. Literalidad evangélica, radicalidad evangélica, libertad y alegría evangélicas.

Era el 16 de abril de 1208. Ese día nació la Orden franciscana con ellos dos y con otro que se les quiso unir con pronta devoción: Pedro de Catáneo, también doctor en ambos derechos y canónigo de la catedral (Fortini).

Cuando llegaron a ser cuatro, Francisco les formó y confirmó en aquella opción evangélica. Luego, ampliando el horizonte apostólico, los puso en ruta hacia distintas partes de Italia. Y a su primogénito lo envió a Bolonia. Bolonia era la ciudad más culta de Italia, «la ciudad universidad». Muy a lo radical evangélico, lo hizo así para que ejercitara la humildad allí donde había logrado su doctorado en ambos derechos. Antes doctor, y ahora maestro práctico de la teología de la Cruz, este hermano Bernardo, sin darse cuenta, «iba a iniciar el contraste franciscano entre la Ciencia y la Humildad» (Fortini).

Por su parte, en cuanto llegó a Bolonia, pensó que era su mejor oportunidad de imitar a Francisco en lo que es más costoso e importante que la renuncia de las riquezas: la desapropiación del yo en el menosprecio de sí mismo. Era lo que le había llamado más poderosamente la atención en la conducta de Francisco: convertirse voluntariamente en loco y extravagante, por amor de Aquel que, por nosotros, quiso ser tratado como un demente (Lc 23,11). Y lo quiso probar, el antes caballero y notable. Y se fue derecho a la plaza principal.

Al verlo los chiquillos de aquella guisa, con el hábito rudo y raído, se mofaban de él y le injuriaban, como si se tratara de un orate. Y a los chiquillos se les sumaron pronto algunos jovenzuelos desvergonzados. Y unos le tiraban del capucho hacia atrás, y otros hacia adelante; quién le arrojaba polvo, quién le tiraba piedras; éste le empujaba por un costado, aquél por el otro. Y el hermano Bernardo, como si la cosa no fuera con él: ni se quejaba ni se inmutaba, a todo respondía mudamente, con una sonrisa beatífica.

La prueba le gustó, y volvió a la plaza durante varios días, a repetir la escena. Pensaba en Aquel que por nosotros se hizo vergüenza de la gente, desprecio del pueblo (Sal 21,7), y disfrutaba pareciéndosele.

Y pasó con él lo que a él le pasó con Francisco. Advirtió esa extraña conducta un tal Nicolás de Guillermo, sabio doctor en leyes, y se dijo para sí:

-- Imposible que este hombre no sea un santo.

Y se le acercó y le preguntó:

-- ¿Quién eres tú y por qué has venido aquí?

El hermano Bernardo, por toda respuesta, metió la mano en su seno, sacó la breve regla escrita por Francisco, y se la dio para que la leyese. Cuando la hojeó, aquel doctor en leyes se quedó estupefacto de admiración, y dijo a sus acompañantes:

-- Realmente, éste es el más perfecto estado que hay hoy en el mundo, y peca quien trata mal a este santo hermano.

Y añadió, dirigiéndose a nuestro hombre:

-- Si tenéis intención de asentaros aquí en un lugar donde poder servir a Dios a vuestro gusto, yo os lo daría de buen grado, por la salud de mi alma.

-- Señor -respondió rápido Bernardo-, creo que eso os lo ha inspirado nuestro Señor Jesucristo. Gustosamente acepto vuestra oferta, para honra de él.

Y el doctor, con alegría y amor, llevó al hermano Bernardo a su casa, y, luego, le donó el sitio que le había prometido, acomodándolo y completándolo a su costa. Y desde aquel momento «se constituyó en padre y defensor de los hermanos menores». Fortini, de quien es esa afirmación, asegura también que «entró en la Orden, y murió con fama de santo».

Y nuestro hermano pobre empezó a ser apreciado y honrado en la ciudad; y con este cambio de los vientos, de adversos en afortunados, temió que tanta bonanza le quitara la paz y la humildad, y un buen día dejó Bolonia, regresó a Asís, y le dijo a Francisco:

-- Padre, ya está hecha la fundación en Bolonia. Manda allá otros hermanos, porque yo, allí, temo perder más de lo que ganaba.

Más tarde, Francisco le envió a Florencia en compañía del hermano Gil. Hacía un frío que pelaba. Recorrieron las calles solicitando alojamiento por el amor de Dios, pero nadie los aceptaba. Ya de noche, dieron con una hospedería que tenía un soportal, y en él, en un rincón, un pequeño horno. Se dijeron:

-- Al menos aquí nos podremos alojar.

Salió la dueña, y ellos le pidieron que les hospedara. Ella, mirando la traza que tenían, se lo negó, temiendo que le robaran alguna ropa o cualquier objeto. Ellos le suplicaron:

-- Por el amor de Dios, déjanos siquiera pasar la noche al abrigo de este portal.

Y la hospedera se lo consintió. Pero más tarde llegó su marido, y, al verlos acurrucados junto al horno, entró veloz en la casa e increpó a su esposa:

-- ¿Por qué les has dado cobijo a esos bellacos ladrones?

-- ¿Yo? -contestó ella defendiéndose-. Yo me he negado a recibirlos en la hospedería. Sólo les he dejado pasar la noche ahí fuera. Después de todo, lo más que se puedan llevar será un poco de leña.

Y ni ella ni él les prestaron una manta ni nada parecido. Y, como los gritos se oían desde fuera, Gil y Bernardo disfrutaban como de miel sobre hojuelas: porque, sobre el frío de la noche y de su poca ropa, había caído sobre ellos aquella granizada de vocablos injuriosos; se alegraron mucho más que si en el rincón de aquel pórtico hubieran hallado un tesoro.

Antes del amanecer, se levantaron y se dirigieron a la iglesia más cercana. Y he aquí que la mujer de la fonda acudió también allí, y, al encontrarlos sumidos en devota y humilde oración, se dijo para sus adentros:

-- Si éstos fueran bandidos y bribones, como barbotaba mi marido, no estarían aquí rezando tan devotamente.

En eso entró en la iglesia un señor llamado Guido, y fue repartiendo limosnas a los pordioseros que allí había. Se la daba también a nuestros dos hermanos, pero ellos la rehusaron. Extrañado, les dijo:

-- ¿Por qué no la recibís como los otros, si sois pobres y estáis necesitados?

-- Cierto es -le contestó Bernardo- que somos pobres, pero porque lo hemos elegido voluntariamente, según el consejo de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, y no por ningún otro motivo, no queremos tu dinero.

La admiración del señor Guido se abrió en unos ojos como platos:

-- ¿Es que habéis tenido bienes propios?

-- Sí, y los hemos repartido entre los pobres, siguiendo el consejo de nuestro Señor.

Y el buen Guido se los llevó con gozo de huéspedes a su casa, y también, como el magistrado de Bolonia, les ofreció un terreno para levantar allí su conventito. Y la mujer del hospedero, viendo y oyendo todo eso, también les brindó su fonda como alojamiento. Pero ellos siguieron su evangélica vida errante, y, al poco tiempo, regresaron a Asís.

Comenzar una vida tal no es fácil. Perseverar en ella es heroico, y sólo se comprende como aprecio de un bien sabido y experimentado como superior.


Primer romero franciscano a Santiago

Sí, también en esto hay que llamarle a Bernardo el primerizo. La historia es que, cuando llegaron a ser cuatro parejas, Francisco repartió entre ellas las cuatro partes del mundo, y que el viaje de esa anécdota florentina que acabamos de leer no tendría como meta a la ciudad del Arno, sino el fin occidental del mundo, Santiago de Compostela. Santiago era el imán de los pasos peregrinos cristianos hacia occidente, como la Tierra Santa hacia oriente y Roma en el centro de la cristiandad. Poseemos este dato preciso de Celano: «Por este tiempo, los hermanos Bernardo y Gil emprendieron el camino de Santiago; San Francisco, a su vez, con otro compañero, escogió otra parte del mundo; los otros cuatro, de dos en dos, se dirigieron hacia las dos restantes». Mas, o porque se fueron entreteniendo en el camino con su predicación libre y original, o porque la nostalgia les impulsó como una querencia a reunirse de nuevo en Asís para tener el gozo de volver a verse, y orar juntos, y contarse sus experiencias apostólicas, el hecho es que Bernardo y su pareja se contentaron por entonces con seguir «el camino de Santiago» en las estrellas (1 Cel 30).

Sería eso en 1208. Entre 1213 y 1214, ya bien crecido su número, los idealistas pobrecillos sintieron fuerte el tirón hacia el sepulcro del primer apóstol martirizado por la fe en Jesús. Francisco se escogió un grupito -el primero, Bernardo-, y se puso en marcha peregrina. En este segundo intento progresaron más, algunos, con Francisco, hasta el mismo Santiago. Mas nuestro hermano Bernardo tampoco alcanzó esa suerte. Llegaron a Navarra, y en Navarra a una aldea llamada Rocaforte, a un kilómetro de la actual ciudad de Sangüesa. Y en Rocaforte «encontraron a un pobre enfermo, sin nadie que le atendiera. Y Francisco, compadecido, le dijo al hermano Bernardo:

-- Hijo mío, quiero que te quedes aquí a servir a este enfermo.

El hermano Bernardo, arrodillándose humildemente, e inclinando la cabeza, aceptó la obediencia del Padre santo y se quedó en aquel lugar, mientras San Francisco siguió con los demás compañeros para Santiago».

Es tradición constante que éste fue el primer convento estable de la Orden. En un sentido, el primer discípulo de Francisco resultó también el iniciador de su primer convento.

Pero, como romero de Santiago, tampoco esa segunda vez llegó a la ilusionada meta. Tuvo una tercera oportunidad, que seguramente no desaprovechó. Fue en 1215: «Al año siguiente, Francisco dio permiso al hermano Bernardo para ir a Santiago». Ese año, en la distribución de hermanos para establecerse en las distintas naciones, Francisco envió a España un grupo nutrido de sus frailes, y al frente de ellos, como cabeza del grupo, al hermano Bernardo. Una prueba más de su aprecio (Wadingo).


El refrendo de una bendición

Ese aprecio duró -y acrisolado- la vida entera de ambos. La del Pobrecillo se extinguió mucho antes que la de su primogénito, y no quiso irse de este mundo sin mostrarle exquisitamente su predilección. Los relatos sobre su bendición final son diversos y hasta divergentes, y no es fácil aclarar esa disparidad o desacuerdo. Dejo el problema a los estudiosos, y doy la versión que ofrece el mayor número de las fuentes primitivas, y abreviándola. Escenario, la Porciúncula. Antevíspera de la muerte del santo. Jacoba de Sietesolios, nobilísima dama romana y amiga prócer del Pobrecillo, el cual la había bautizado como «el hermano Jacoba», le trajo unos «mostaccioli» -manjar típico romano, hecho de almendras, miel y otros ingredientes suaves y nutritivos-, que le gustaban mucho a Francisco. El hermano Jacoba se los ofreció con ilusión y afecto (LP 8). Pero el Pobrecillo, en cuanto los vio, se acordó del hermano Bernardo y dijo a los asistentes:

-- Este manjar le placerá y le hará bien al hermano Bernardo.

Y le encargó a uno:

-- Vete y dile que venga inmediatamente.

Y el tal salió rápido, y no paró hasta dar con él, y lo trajo a la Porciúncula.

Al hermano Bernardo le importaron los «mostaccioli» menos que la extenuación en que halló a su padre y maestro. Sentándose al borde de su lecho, se explayó en una conversación emocionada, y le suplicó:

-- Padre, te ruego que me bendigas, y que me muestres el amor de padre. Con eso espero ser más amado de Dios y de los demás hermanos.

El Pobrecillo le oía pero no lo veía, ya del todo ciego. Junto al hermano Bernardo se hallaba el hermano Gil, y, al extender su mano para la bendición, la puso equivocadamente sobre la cabeza de éste, pero en seguida dijo:

-- Esta no es la cabeza del hermano Bernardo.

Entonces el hermano Bernardo se le arrimó, y Francisco, con la palma abierta sobre su cabeza, encargó con cierta emotividad solemne a uno de los presentes:

-- Escribe lo que te voy a dictar.

Y, en cuanto el amanuense estuvo listo, prosiguió:

-- El hermano Bernardo fue el primer hermano que me dio el Señor, y el primero que inició y cumplió a plenitud la perfección del Santo Evangelio, repartiendo sus cuantiosos bienes entre los pobres. Por ello, y por otras muchas gracias, me siento obligado a quererlo más que a ningún otro de la Orden. Por lo cual quiero y ordeno, en cuanto puedo, que quienquiera que sea ministro general, le ame y distinga como a mí mismo. Y lo mismo los ministros provinciales y los hermanos de toda la Orden: mírenlo como a mí mismo (3).

Quizá no hubo en toda la vida de nuestro protagonista, aun con la honda amargura de aquella despedida, un momento más grato que éste, mil veces más dulce que los sabrosos melindres del hermano Jacoba.

Con esas cálidas cláusulas testamentarias, el padre Pobrecillo no sólo reconocía gustosamente un derecho de primogenitura, sino que, además, canonizaba de cara al futuro -que preveía tormentoso- un ejemplar de fidelidad radical a su carisma. Pronto veremos que su primogénito no le defraudó.


Los crisoles de su fidelidad

Cuando he llamado al hermano Bernardo «nuestro héroe» y «nuestro protagonista», no he querido darles a esos vocablos mayor ambición que cuando lo he llamado «nuestro hombre»: simples recursos de escritor. Porque lo más atractivo y admirable de estos «compañeros primitivos de San Francisco» es que fueron personas sencillas, comunes, nada sublimes, ni heroicos, ni milagreros, ni extraordinariamente dotados. La maravilla de su vida se da simplemente porque entraron de lleno en la órbita de ese hombre excepcional -«límite de la especie» lo llamó Gastón Baquero- que fue el Pobrecillo de Asís: encandilados con su luz -con «el hombre luz», como también ha sido llamado-, esa lumbre los envolvió a ellos hasta transfigurarlos. Generación tras generación, la historia los sigue viendo nimbados de ese encanto.

Aun hablando de la fidelidad, representada en este hermano Bernardo, vamos a ver que fue una cualidad como la que todos debemos y podemos tener, cada cual como Dios le ha hecho y allí donde Dios le ha puesto. Aquí radica también la autenticidad de su arrastre santo y psicológico.

Bernardo de Quintaval cambió radicalmente su estilo de vida, y jamás le pesó. Pero ello no significa que no tuviera dificultades. Las tuvo, y en todos los cuarteles de su nuevo escudo de armas, por usar una imagen en consonancia con su época.

Por ejemplo: dio la espalda a su vida social y renunció a toda posesión; pero se llevó consigo su temperamento. Más: en el rico, prudente y respetado caballero Bernardo de Quintaval nadie -ni él mismo- veía otra cosa que aprecio, reverencias, elogios, adulaciones; y todo eso le halagaba tanto, que le cegaba para no verse como también era psicológicamente. El nuevo Bernardo no tardó en darse cuenta -y sus compañeros con él- de que era temperamentalmente propenso a mirar las cosas por su cara sombría, y a la inquietud, a la depresión, al desánimo, y hasta al escrúpulo.

Con la sensibilidad de aquel tiempo -quién sabe si religiosamente más realista que la nuestra-, achacaban esos estados de ánimo a tentaciones diabólicas. Al menos, el diablo tuvo en ese temperamento un buen aliado. Y más de una vez tendrían que decirle lo que un día le espetó el bendito hermano Gil:

-- «¡Sursum corda!», hermano Bernardo, ¡arriba los corazones! (Flor 6).

¿Fue también tentado contra la castidad? Se puede pensar en eso y aplicarle a él este relato: «Había un hermano, hombre espiritual y antiguo en la Orden, que gozaba de la amistad del bienaventurado Francisco. Pues bien: en cierta ocasión venía sufriendo días y días muy graves y penosas sugestiones del diablo, hasta quedar sumido en la más profunda desesperación. Tal desasosiego se apoderaba de él, que sentía vergüenza de confesarse todos los días. Y se penitenciaba acerbamente con abstinencias, vigilias, disciplinas... y lágrimas.

Mucho tiempo llevaba en ese tormento, cuando un día cayó por allí el bienaventurado Francisco. Pasearon juntos, y Francisco le dijo:

-- Hermano muy amado: quiero y te digo que en adelante no te consideres con la obligación de confesar a nadie esas sugestiones y tentaciones. No tengas miedo: ellas no han perjudicado a tu alma. Cada vez que te veas turbado con esas insinuaciones, reza siete veces el padrenuestro.

El tal hermano se alegró mucho, porque le había dicho que no tenía que confesar aquellas malas instigaciones, porque eso agravaba sus sufrimientos. Y quedó admirado de la santidad de Francisco, que había adivinado sus tentaciones, pues él a nadie se las había descubierto, sino a los sacerdotes. Y desde ese momento quedó libre de la gran crisis interior y exterior que había sufrido durante tanto tiempo» (LP 55).

* * *

¿Cómo iba a pensar este hermano Bernardo, aquella mañana en que difuminó sus bienes con la alegría loca de quien los quemaba como en una fiesta de fuegos artificiales, que aquel Francisco, que le acompañaba en el alegre disparate, iba a resultar más de una vez uno de sus sufrimientos mayores? Y no sólo por la cruz que conlleva a la larga toda humana convivencia. He aquí dos casos.

Iban los dos de camino a la buena de Dios. Llegaron a una población, y, como les mordía el estómago el gusanillo del hambre, decidieron mendigar algo que comer, el uno por unas calles, el otro por otras, y citándose al cabo en un punto convenido. Francisco, gozoso con su buena suerte, sacó los pedazos de pan y los colocó sobre una piedra, diciendo:

-- Mira, hermano, cómo ha sido generosa conmigo la divina Providencia. A ver lo que has recogido tú, y comamos juntos en el nombre del Señor.

El hermano Bernardo, saliéndole a la cara la vergüenza, se echó a los pies de Francisco y se excusó:

-- Padre, confieso mi culpa: no he traído la limosna que he recogido. Estaba tan hambriento que, según me la iban dando, me la iba comiendo.

Francisco, al oírlo, lloró de júbilo, lo abrazó y le dijo:

-- ¡Oh hijo dulcísimo! Realmente eres tú más feliz que yo; eres un perfecto cumplidor del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado nada para el día de mañana, sino que has puesto en el Señor todo tu cuidado (cf. Flor 13).

Esa vez, aun con la explosión del júbilo evangélico del Pobrecillo, la pena de nuestro hermano Bernardo fue doble: se tragó primero el bochorno de su egoísta falta de aguante, y luego la humillación del subido elogio de aquél, por quien sentía una admiración sin limites. ¡Qué iba a ser él más que su maestro en nada, y menos en pobreza evangélica!

En otra ocasión, la cosa fue más dura. Gemelli afirma que «quizá aquélla fue la prueba más penosa de su vida».

Sucedió en uno de los últimos años del Pobrecillo. Estaba ya casi ciego, por una grave afección a los ojos, provocada por un virus contagiado en Siria y aumentada por las continuas lágrimas de su amor a Jesús Crucificado. Un día se acercó al lugar donde moraba el hermano Bernardo, para conversar divinamente con él; pues el hermano Bernardo tenía una gracia especial para hablar del Señor, y el Pobrecillo anhelaba frecuentemente su conversación, y vez hubo que se pasaron ambos toda la noche en coloquio subidísimo. Cuando llegó y lo encontró, el hermano Bernardo se hallaba en la arboleda, absorto en la contemplación, como fuera de sí. Francisco le llamó:

-- Hermano Bernardo, ven, habla con este ciego.

Mas el hermano Bernardo, todo traspuesto en Dios, no le respondió palabra ni dio un paso hacia él. Francisco, extrañado, esperó un poco y le volvió a llamar:

-- Hermano Bernardo, ven, habla con este ciego.

Y su voz se perdió de nuevo entre los árboles. Otra pausa. Ya impaciente, la voz más fuerte de Francisco:

-- ¡Hermano Bernardo, ven, habla con este ciego!

Por tercera vez, el silencio por respuesta. El Pobrecillo quedó desolado. El fraile lazarillo que le acompañaba se lo llevó de allí, y él iba rezongando en su corazón, porque el hermano Bernardo no le había hecho caso. Buscó la paz en la oración. Y en la oración conoció la respuesta del Señor:

-- ¿De qué te turbas, pobre hombrecillo? ¿Acaso la criatura debe dejar a Dios por otra criatura? Cuando tú le llamabas, el hermano Bernardo estaba a solas conmigo, y no podía atenderte ni responderte, porque el sonido de tu voz no le llegaba en absoluto.

En cuanto la luz de Dios le aclaró así el problema, el Pobrecillo volvió rápidamente sobre sus pasos, para acusarse humildemente ante el hermano Bernardo por pensar mal de él. Quiso Dios que Bernardo estuviera también de vuelta de su abstracción, y, en cuanto divisó a Francisco, corrió hacia él y se echó a sus pies para recibir su bendición. Pero Francisco le hizo alzarse, y le contó su tormento y la luz con que Dios se lo quitó. Y concluyó enérgicamente:

-- Te mando por obediencia que cumplas lo que yo te diga.

El hermano Bernardo tembló, pues conocía los disparates que se le ocurrían a Francisco cuando buscaba su humillación. Y, queriendo curarse en salud, le contestó:

-- De acuerdo. Haré lo que me mandes, pero a condición de que también tú hagas lo que te mande yo.

-- De acuerdo también -accedió Francisco.

Entonces Bernardo, no sin algún temblor, le preguntó:

-- Padre, ¿me dices lo que quieres de mí?

Y Francisco se tendió en el suelo cuan largo era y le dijo:

-- Te mando por santa obediencia que, en castigo de la soberbia de mi alma y de la osadía de mi corazón, pases por encima de mí poniéndome un pie sobre mi cuello y otro sobre mi boca; y haz eso tres veces, yendo y viniendo sobre mí; y, según vas y vienes, me insultas a placer: «¡Bien estás ahí, tirado en el suelo, palurdo hijo de Pedro Bernardón!» Y, a ese estilo, añade todos los improperios que se te ocurran, como éste: «¿De dónde te viene a ti tanto orgullo, siendo, como eres, una criatura vilísima?»

El hermano Bernardo, atónito, juzgó tal obediencia desproporcionada y gravosa, pero, con la mayor delicadeza que supo y pudo, la cumplió. Y Francisco, satisfecho, se levantó y le dijo:

-- Mándame ahora tú, hermano Bernardo, que estoy dispuesto a obedecerte según mi promesa.

-- Te mando por santa obediencia -ordenó Bernardo con énfasis- que, siempre que estemos juntos, me corrijas mis defectos y me reprendas duramente.

El aturdido fue ahora Francisco, que tenía al hermano Bernardo en concepto de auténtica santidad, y, por eso, hasta le reverenciaba. Y, desde entonces, con lo mucho que le gustaba su compañía, procuraba permanecer poco tiempo con él, para librarse de tener que dirigirle algún reproche, en cumplimiento de la obediencia prometida. Por eso, cuando decidía verlo y hablar con él sobre algún tema espiritual, lo resolvía rápida y sucintamente. Era bonita de ver en tales encuentros la competencia entre los dos, intentando ganarse el uno al otro en obediencia y amor, en cortesía y humildad, ambos en pura lealtad al espíritu evangélico (Vida; Flor 3 y 28).

Así, entre los problemas que le creaba su temperamento, las tentaciones del Enemigo, y las dificultades naturales de la convivencia fraterna -hasta con aquel con quien más anhelaba vivir-, discurrieron los años del hermano Bernardo. Francisco oraba mucho por él, y obtuvo de Dios la seguridad de que «de todo saldría triunfante y con mucho provecho», y «desde entonces no dudó ya lo más mínimo sobre él»; y vaticinó que pasaría el otoño de su vida en una paz envidiable, y que en ella moriría. Por su parte, el mismo Bernardo, al fin de sus días, manifestó: «Nunca he sido mejor hermano menor que en mis tentaciones: en ellas he tenido siempre la ayuda del Señor». Celano, al adjetivar con su cualidad más señalada a los cuatro hermanos que tuvieron el privilegio de atender al enfermo Pobrecillo durante sus dos últimos años, califica a nuestro Bernardo como «de singular paciencia»; de esa paciencia, fuente de la paz y regalo de la Lealtad con mayúscula que canta el salmo: la de Aquel que es fiel con quien a El le es fiel (Sal 17,26; cf. Vida; 1 Cel 102).

* * *

Otro crisol de la lealtad del hermano Bernardo se llamó «el hermano Elías». Por el testimonio de Salimbene sabemos que «su padre era de la diócesis de Bolonia; su madre, de Asís. Antes de ser hermano, se llamaba Bombarone; fabricaba colchones y enseñaba a los niños de Asís a leer el salterio. Al entrar, tomó el nombre de Elías». Pero Eccleston afirma que fue escritor y notario en Bolonia. Fue sin duda una de las figuras más señaladas en la historia de franciscanismo primitivo. Venido al mundo para líder, podría haber sido el gran continuador de Francisco en aquella gesta de la renovación evangélica, llevando aquella bellísima primavera al verano de su opima madurez; pero históricamente, en su conjunto, no lo fue. Hoy se está tratando de recuperar su figura en lo que tuvo de positivo para la evolución de la Orden. Esa recuperación me alegraría, y mucho, por él y por la verdad histórica. Yo lo doy aquí con algunos de los datos de que dispongo. Estoy pintando el retrato del hermano Bernardo, y no puedo dejar de poner en el cuadro, como figura de contraste, al hermano Elías, tal como lo vieron estos «compañeros primitivos» de mi libro; es decir, que pinto con los colores que tengo en mi paleta. Pero también escribo fiado en historiadores serios, como Wadingo y Holzapfel, Sabatier, Lemps...

Protagonista significa etimológicamente «el primer actor», y llegó un tiempo en que el primogénito del Pobrecillo vino a serlo, como cabeza y símbolo de los leales al ideal primitivo franciscano, en oposición al hermano Elías cuando éste se desvió de él.

Y vaya por delante este apunte que da Wadingo: «Aunque el hermano Elías no adecuó su vida a las normas de la Regla dada por Francisco, sin embargo llevó a cabo grandes empresas, y estuvo dotado de tanta sabiduría, que se diría que la naturaleza le había dado a luz para emprender grandes negocios, y en Italia no hubo otros como él; por eso fue apreciado por los príncipes, que lo trataban con una gran confianza». Y siempre han de quedar a su favor, para su fidelidad franciscana, estas palabras de Santa Clara en su segunda carta a Santa Inés de Praga: «Sigue los consejos de nuestro venerable padre el hermano Elías, ministro general; antepón su consejo al de todos los demás, tenlo por más preciado que cualquier regalo».

Entró en la Orden, como tantos, atraído por la personalidad irresistible de Francisco, y sin duda con el deseo de ser como él. El Pobrecillo se fijó pronto en este hombre: «Aunque de diversa índole que San Francisco, sin embargo éste lo tuvo siempre en gran estima, sobre todo -así lo parece- por su notable arte para gobernar, que era lo que le faltaba al santo fundador»; y Celano ratifica ese aprecio diciendo que, en sus últimos años, «lo eligió para sí como madre, y para los demás hermanos como padre» (1 Cel 98). Por su parte, Elías amó al Pobrecillo con sinceridad, y hasta con delicadeza y entusiasmo; pero eso no le frenó para que, con sus dotes natas de organizador dinámico, viera aquella humilde grey -prodigiosamente creciente- como un ejército que, bien acaudillado y disciplinado, podría conquistar y cambiar la Iglesia y el mundo. Francisco le nombró su Vicario General -hoy dinamos «su viceejecutivo con plenos poderes»-, cargo que ejerció durante los últimos años de la vida del Pobrecillo, de 1221 a 1227; posteriormente volvería a tener esta plena autoridad tormentosamente, de 1232 a 1239.

Ya en su primer mandato introdujo algunos cambios en la estructura de la Orden, que alarmaron y dolieron a los más fieles y al mismo Pobrecillo; Elías los introdujo de acuerdo con un grupo de ministros provinciales y del mismo Cardenal Protector de la Orden, Hugolino. Pero la crisis de la Orden y los avatares de la historia le llevaron a una situación tal, que en 1239 fue depuesto de su cargo supremo por el Capítulo General; luego, en la lucha que enfrentaba al papa con el emperador, se pasó al bando de Federico II, por lo que Gregorio IX le excomulgó, y más tarde, como no era hombre de estarse mano sobre mano, Inocencio IV le volvió a excomulgar, hacia 1244. Elías se retiró a su Cortona natal, donde construyó la hermosa iglesia de San Francisco con su adjunto convento franciscano, y en esa iglesia yace sepultado todavía hoy. En 1253 se reconcilió plenamente con la Iglesia, y, arrepentido, murió repitiendo muchas veces: «Señor, perdóname a mí, pecador» (Holzapfel).

Cambiando ahora los términos, digamos que ése fue el protagonista al que tuvo que oponerse, como antagonista, nuestro hermano Bernardo. Afirma el P. Gemelli: «Las Florecillas personifican las dos tendencias de la Orden en el hermano Bernardo y el hermano Elías: una defendía la pobreza absoluta, la vida contemplativa y el apostolado sencillo; la otra afirmaba el valor de la pobreza mitigada, de la expansión grandiosa, de la excelencia intelectual -además de espiritual- de la Orden». El grupo de los más fieles al Pobrecillo -y Bernardo el primero- llegó a declararse en su abierta oposición. Pero el enfrentamiento del hermano Bernardo fue de su cuño personal, sin mimetismo grupal. También otros se distinguieron por sus actuaciones muy personales; por ejemplo, San Antonio de Padua -entonces ministro provincial de Romaña-, que se opuso al hermano Elías frontalmente en el capítulo que lo depuso, y acompañó al nuevo General, el hermano Juan Parente, a entrevistarse con el papa, del que consiguieron la primera declaración pontificia sobre la Regla -Quo elongati-, para arreglo de los graves conflictos de la Orden; y el hermano León, bautizado por el Pobrecillo como «Ovejuela de Dios», al que luego veremos actuando contra el hermano Elías con una furia propia de su primer nombre.

En la breve sinopsis biográfica que he dado sobre el hermano Elías, he dejado para aquí lo que podemos llamar «su vida personal», «nada en conformidad con el hermano menor» (Holzapfel). Se decía que con las copiosas limosnas que recogía de todas las regiones, y con el achaque de que lo necesitaba para gestionar debidamente sus asuntos, se aplicaba muchos de esos dineros, llevaba en su habitación una vida suntuosa, mantenía criados a su servicio, y se hizo con un soberbio caballo, cuando la Regla prohibía hasta montar en él. En suma, un lujo de vida que encrespaba a los leales. Nuestro hermano Bernardo, personalmente, no tenía nada contra él; al contrario, en el final de la vida de Francisco, ya ciego, cuando éste quiso bendecir a su primogénito, él declinó gentilmente la mano derecha del Santo, para que la preferencia cayera sobre el hermano Elías (Vida; cf. 1 Cel 108; Flor 6). Pero ahora los tiempos eran otros y muy distintos, y el hermano Elías también. Nuestro hermano Bernardo no perdía ocasión para desaprobarlo, para enrostrarle su conducta. Pero lo hacía franciscanamente, con acero y con donaire. ¿Que se topaba con Elías a caballo de su palafrén alto, elegante, lustroso? El hermano Bernardo silbaba o soplaba hacia él y le decía irónicamente:

-- Bien cuidas a tu caballo. ¡Qué orondo y reluciente va!

Y, repitiéndolo, le propinaba al soberbio animal unas palmadas en el anca, y, como si fuera su mozo de mulas, le ponía sobre la grupa su pobrecillo manto.

¿Que coincidía en el convento cuando el hermano Elías se daba en su habitación un banquete espléndido, mientras los hermanos comían pobrecillamente en el refectorio? Pues nuestro hermano Bernardo se levantaba de la mesa, tomaba en una mano su pedazo de pan y en la otra su plato de lo que hubiera, se dirigía a la celda del hermano Elías, llamaba a la puerta, entraba, y se sentaba sin más a la mesa con él, diciéndole:

-- También yo quiero comer contigo de los dones del gran Dios, que El regala a los pobres.

Estas bromas, y otras más por el estilo, le sabían al hermano Elías a ajenjo, pero lo disimulaba, y hasta se sonreía, por no atraerse más la enemistad de los frailes, que reverenciaban a Bernardo por su seria bondad, y no olvidaban que el Pobrecillo les había recomendado que lo amaran como a él mismo.

De este cuño fue la protesta del hermano Bernardo. Un estilo de censurar al modo de su maestro, el alegre e irónico Pobrecillo. Ejercicio de la fidelidad radical franciscana, en el espíritu y en las maneras. Salimbene nos ha dejado este retrato suyo: «Vi también al primero, a saber, al hermano Bernardo de Quintaval, con quien viví en el convento de Siena durante todo un invierno. Y fue para mí un amigo íntimo. Y a mí y a los demás jóvenes nos narraba las muchas y grandes obras de Francisco; y tantas cosas buenas que escuché y aprendí de él».


Volando en Dios como una golondrina

Cuando el notable y honrado caballero Bernardo de Quintaval siguió a Francisco en su locura evangélica, aquella mañana primaveral de 1208, no lo hizo simplemente por ser evangélicamente pobre como él: fue porque, vigilando a Francisco con disimulo y nocturnidad, había encontrado también él el verdadero tesoro: ¡Dios! Le envidió aquella su alegría vital de orante enamorado, para quien Dios lo era todo. Y de inmediato lo entregó todo -y a sí mismo- por poseerla.

¡Cuántas veces recordaría aquella noche, que le encendió la nueva luz! El Señor le concedió esa gracia, mas no fue como en el toma y daca de un negocio humano; su biógrafo anota: «Luego de muchas tentaciones y trabajos de su vida activa, el Señor le llevó al sosiego de la contemplación, en el que estuvo casi durante quince años». Pero eso fueron los últimos tres lustros de su larga existencia. Antes, necesitó de un largo y paciente aprendizaje. Otro modo de su fidelidad radical.

La fórmula de «oración-contemplación» es, en sí, sencilla, y nuestro hermano Bernardo la conoció bien: suprimir cuanto estorba orar y dedicarle a la oración muchas horas; o dicho en otra forma: quitar de la vida todo lo que no es Dios y dedicarle a Dios toda la vida. Claro que estas fórmulas, tan simples en su expresión, en la práctica resultan complejas y más que difíciles, a no ser que uno cuente para todo con Dios y acierte a aplicarlas con simplicidad evangélica radical. Porque esto es lo primero que aquí hay que entender: que aquí todo es Gracia y don de sí mismo a esa Gracia -el cual, a su vez, es también Gracia-. ¿Que esto suena a divino galimatías? Pero es que al Misterio se llega sólo desde el misterio... y desde la purificación interior: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Sólo ellos.

El hermano Bernardo tuvo desde un principio esa limpidez de alma, y bien podemos apodarle «el bien pensado», «el de los ojos del limpio amor». Veía a uno peor vestido que él, y se reprochaba:

-- Hermano Bernardo, éste guarda la pobreza mejor que tú.

Veía a otro bien vestido y se decía:

-- Quizá éste, bajo esas galas, lleva un cilicio penitencial, y combate la vanagloria mejor que tú, hermano Bernardo.

Y, así, de todos pensaba bien, mantenía su mirada impoluta de toda mala intención o mal juicio, y de todos y de todo se servía para elevarse al Creador. El hermano Bernardo se conformaba a esa norma como otra forma de su peculiar sabiduría franciscana incluso cuando hacía penitencia. Probaba de todo lo que ponían a la mesa -dentro o fuera del convento-, diciendo:

-- No es perfecta la abstinencia de las cosas que no se prueban, sino la de moderarse en las que a uno le saben sabrosas.

Sus ojos simples y límpidos fueron conociendo tanto a Dios, que hasta algunos notables clérigos le consultaban sus problemas, por la claridad de sus criterios; con su típica hipérbole dicen de él las Florecillas: «Volaba con su entendimiento hasta la luz de la sabiduría divina, como el águila -San Juan Evangelista-, y explicaba con gran profundidad la Sagrada Escritura».

Pero no es el águila su imagen más acertada. La mejor definición la dio el hermano Gil cuando afirmó que este hermano Bernardo «se sustentaba como las golondrinas». El agudo hermano Gil lo decía porque, así como la golondrina vive de lo que caza al vuelo, el hermano Bernardo se nutría espiritualmente yéndose por las sendas y cimas de los montes. Para eso le había dado el padre Pobrecillo, en su bendición final, el privilegio de los pájaros: «Y ningún hermano tenga potestad sobre ti, sino que vayas libremente donde quieras ir, y mores libremente donde quieras estar». Se pasaba a veces veinte o treinta días discurriendo por las crestas y picos de las montañas.

Pero tales aficiones de alpinista no le estorbaban la quietud de su contemplación, sino que se la cultivaban y dilataban. En estas alturas del paisaje, ejercitaba él las ascensiones del espíritu, de las que no bajaba ni cuando discurría a campo llano o se encerraba en su retiro conventual. Conoció, y frecuentemente, el éxtasis. Asistía una vez a la celebración eucarística, al punto del amanecer. Al alzar el celebrante el Cuerpo del Señor, el hermano Bernardo clavó en El los ojos con tal devoción y amor, tan cautivado, que quedó así -prendido y prendado-, todo absorto, inmoble e insensible, desde esa hora mañanera hasta bien entrada la tarde. Vuelto en sí, se sintió con un gozo tan incontenible que se lanzó por los pasillos del convento exclamando:

-- ¡Hermanos, hermanos, hermanos! Nada hay comparable, en nobleza y excelencia, a este trueque: ni que lleváramos un saco lleno de estiércol y nos dieran por él un palacio colmado de oro, sirve de parangón a nuestro empeño por merecer este bien tan excelso (Vida; Flor 48).

Con esas expresiones de su dichosa ebriedad canonizaba todos los años de su perseverante fidelidad a la oración. Y veía realizada en él -originalmente, como a la inversa- la parábola del tesoro escondido: en ella se encuentra primero el tesoro, y luego, por él, se desprende uno de todas sus riquezas (Mt 13,44); Bernardo había empezado dándolo todo por Cristo, y ahora El se lo premiaba con el hallazgo de su tesoro espiritual inefable.

Pero ni en esta etapa de alta contemplación le faltó el crisol de la prueba. Ahora consistía en la privación, a intervalos, de la presencia sensible del Señor: la sufría como una falta de respiración, como una agonía. Una de esas penosas carencias le duró ocho días. Los vivió en pura angustia. Se retiró a la soledad y oraba ardientemente al Único que se la podía remediar. Y he aquí que, de repente, vio en el aire una mano sobre un violín. Y la mano rasgó el violín de arriba abajo. Tanta dulzura le metió en el alma, que, si hubiera seguido otro rasgueo de abajo a arriba, habría muerto de placer (Vida).

En su libro sobre San Francisco dice Niko Kazantzakis que «el violín es la lengua de los ángeles». Pues ¡qué sería un ángel -o Dios mismo- tocando aquel violín! Divinamente inefable. Los místicos acuden a expresiones imposibles: «Tuve una visión, o lo que fuera». Ese toque del violín celestial me recuerda las palabras con que Angeles Sorazu -de quien es también la frase anterior- trata de explicar «dos toques sustanciales»: «noticias sabrosas, reproductivas de divinos misterios... Sabrosa comunicación inefable, que no puede expresarse en humano lenguaje. Dura brevísimo momento; queda el alma por varios días en una especie de elevación o estupefacción... Corrientes divinas, heridas de amor... Etc.»

En esa paz, en esas pruebas, en esos gozos, fue acercándose a la muerte. Le visitó el hermano Gil, y le alegró con el saludo antes citado:

-- ¡Arriba los corazones, hermano Bernardo!

Y éste, igual de contento, le completó:

-- ¡Lo tenemos levantado hacia el Señor!

Le placía mucho el agua de rosas, que además le venía bien para sus males. Y renunció a ese alivio perfumado, acordándose del Señor Jesús en la cruz. Hizo más: desprendiéndose hasta de sí mismo, le dijo al médico:

-- Dejo mi cuerpo en tus manos, para que hagas de él lo que quieras: si me dices que coma, comeré; si no, no.

A la noticia de su próximo fin, muchos, como el hermano Gil, vinieron aun de conventos lejanos, a visitarle y acompañarle en esa hora, pues le apreciaban y veneraban como una reliquia del Fundador. El se lo agradecía. Les invitó a comer algo con él, diciéndoles:

-- Os suplico que celebréis todos conmigo mi última Pascua.

Luego, como testamento de su fidelidad radical, quiso dirigirles unos avisos:

-- Hermanos muy amados: no os diré muchas palabras. Pero quiero recordaros que vosotros estáis viviendo la misma vida que he vivido yo, y que un día os hallaréis tal como yo me encuentro ahora. Y os participo lo que siento: que no querría, ni por mil mundos como éste, haber dejado de servir a nuestro Señor Jesucristo y a vosotros. Os suplico, hermanos míos muy queridos, que os améis los unos a los otros.

Bajó de la cama, se tendió en el suelo, y se confesó:

-- Me acuso de todo lo que he ofendido a mi Señor Jesucristo: porque no he sido un verdadero hermano menor sino en mis tentaciones y pruebas, en las cuales el Señor ha sido siempre mi seguridad; y sólo en esta otra cosa reconozco lo que he sido: en que, cuando uno me ofendía, después de la ofensa le amaba más que antes. Rogad por mí, y amaos como yo os he amado.

Y volvió a tenderse en el lecho. Emocionaba a todos su humildad, su serenidad. Su rostro se fue iluminando de gozo. Y se cumplió la profecía de su padre Pobrecillo: que moriría en paz. En una envidiable paz. Y así quedó su cadáver, por el testimonio de quienes lo vieron: «Parecía un santo que sonreía».

Su cuerpo fue sepultado en la basílica de San Francisco, inseparable de aquel a quien había sido radicalmente fiel. Su alma voló como una golondrina, perdiéndose gozosamente en la perenne aurora boreal del Paraíso. Su memoria permanece. Permanece -por decirlo con palabras de hoy- como una «referencia» extrema de que un cristiano puede vivir evangélicamente su opción fundamental, liberado y a tope.


NOTAS:

1) Vida del hermano Bernardo de Quintaval, el primero que entró en la Orden etc.; texto original latino en la Crónica de los veinticuatro Generales, en Analecta Franciscana, T. III, pp. 35-45 (Quaracchi 1907).- N.B.: En esta versión omitimos la mayoría de las notas o citas que lleva el texto original.

2) El original dice Deus meus et omnia!, tan célebre como de no fácil traducción. En castellano ha quedado como ¡Dios mío y mi todo!, o ¡Dio mío y todas mis cosas! He preferido esa otra versión por parecerme más literalmente fiel y más completa. En su larga contemplación nocturna, Francisco le buscaría varios, múltiples, inagotables contenidos: «Dios lo es todo» en Sí mismo, en la creación universal y en cada una de las criaturas, para con el mismo Francisco... Como afirma el Eclesiástico: Aunque siguiéramos, no acabaríamos; la última palabra: «El lo es todo» (Eclo 43,27). Tres lustros más tarde, en la madurez opima de su santidad, en la cima del Alverna, el mismo Francisco escribiría la mejor glosa a esta ardiente jaculatoria, con sus Alabanzas al Dios Altísimo.

3) Vida; LP 12; EP 107; Flor 6; Wadingo; y K. Esser, Opuscula Sancti Francisci Assisiensis (Grottaferrata, Roma 1978), p. 119-120. Fortini y otros piensan que esa bendición final a Bernardo corresponde al hermano Elías (1 Cel 108), y la del hermano Bernardo sería una interpolación. Otros suponen dos bendiciones en circunstancias distintas. Una cosa u otra, ya es mucho a favor de la autenticidad del texto de la Bendición a Bernardo que K. Esser la traiga en su edición crítica de los escritos de San Francisco.


[Daniel Elcid, O.F.M., El hermano Bernardo o la radicalidad, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 39-62]

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