DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

INTRODUCCIÓN A LA LECTURA
DE LAS «FLORECILLAS» DE SAN FRANCISCO

por Agustín Gemelli, o.f.m.

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I.- Origen de las «Florecillas»

Este pequeño libro, que cuenta casi setecientos años, nació en latín y con dimensiones más amplias, con el nombre de Actus Beati Francisci et sociorum eius.

Los Actus son una recopilación de episodios de la vida de San Francisco y de sus primeros compañeros que se realizó en las Marcas hacia fines del siglo XIII. Fundamento de esta recopilación es la tradición oral mantenida viva por el amor de los frailes contemporáneos y más allegados al Santo y por aquellos que lo conocieron y guardaron sus recuerdos. Un fraile marquesano obedeció a la necesidad de fijar estos recuerdos sobre el papel para asegurarlos a la posteridad.

Más tarde, en pleno siglo XIV, cuando el latín vulgar había recibido con Dante Alighieri su bautismo literario, otro fraile seleccionó veinticuatro capítulos de los Actus, los que juzgó más hermosos y más edificantes; los tradujo, intitulándolos Florecillas según la costumbre medieval que llamaba Floretum a la selección de los mejores pasajes de una obra. Probablemente el mismo traductor tomó algunos capítulos de los Actus que se referían a los estigmas, pero no se contentó con ello; los refundió y los completó, no sin confusión cronológica, «con otro copioso material de fuentes más antiguas o de viva tradición toscana» (B. Bughetti). El traductor toscano que, precisamente por ser tal, sabía más acerca del episodio sucedido en el Alvernia que el escritor marquesano, y que se empeñaba más en hacerlo conocer con cierta amplitud, quiso dar del milagro de los estigmas una historia completa y actualizada, conservando, sin embargo, el plan marquesano; y lo consiguió maravillosamente. Fue, pues, a un mismo tiempo, nuevo compilador y traductor.

«El texto latino de su Trattato delle stimate tal como nunca ha existido», afirma el P. Bughetti; por consiguiente puede considerarse obra original y obra que integra, aunque impensadamente, a las Florecillas.

Surge en el lector el deseo de conocer la paternidad de estos tres escritos:

¿Quién es el autor de los Actus?

¿Quién es el traductor de las Florecillas?

¿Quién es el reconstructor de las Consideraciones sobre las llagas?

Puede considerarse como autor de los Actus al fraile Ugolino de Montegiorgio, en las Marcas, ayudado por otro fraile (algunos dicen Ugolino de Sormano, su sobrino) quien declara haberle oído los episodios que narra. Sabatier, en su edición de los Actus, ha seleccionado los capítulos donde aparece el escritor y aquellos en que aparece el relator inmediato. Si esta documentación no es suficiente para indicarnos con plenitud y con precisión qué capítulos se deben a la pluma de fray Ugolino y cuáles a la pluma de otro, basta, sin embargo, para llevarnos a la persuasión de que «por medio de Ugolino y del otro fraile se ha formado toda la recopilación». Puede considerarse a fray Ugolino de Montegiorgio como principal autor de los Actus. Lo ayudó y continuó, especialmente en los últimos capítulos, un discípulo suyo, de ambiente marquesano, pero siempre bajo su asistencia e inspiración» (B. Bughetti).

Conocemos, pues, el autor de los Actus; ignoramos, en cambio, el traductor y compilador de las Florecillas.

Probablemente fue un toscano de mediados del siglo XIV; según los antiguos historiadores (Wadding, Sbaralea), seguidos por algunos modernos, fue fray Juan de los Marignolli, florentino. Según los atentísimos estudios del P. Bughetti fue, en cambio, un ignorado fraile menor sienés. De cualquier modo, supo exponer con sencillez encantadora la austeridad y belleza de los orígenes del Franciscanismo y también el drama divino del Alvernia. En efecto, generalmente se considera que el autor de las Consideraciones sobre las llagas es el mismo que tradujo los cincuenta y tres capítulos de los Actus y que los recopiló como Florecillas. Si tanto fray Ugolino de Montegiorgio como el anónimo traductor y compilador no respetaron rigurosamente la cronología y la exactitud histórica, comprendieron muy bien, en cambio, el espíritu de San Francisco y de sus primeros compañeros, y lo trasmitieron con devoto amor, ese amor que confiere al claro relato eficacia de apostolado y de poesía.

II.- Lectura de las «Florecillas»

La lectura de las Florecillas ofrece diversos aspectos e intereses, según la mentalidad de los lectores.

El historiador encuentra allí documentos, si no de los hechos, del animus franciscano de los orígenes. El literato encuentra en las Florecillas la frescura de una prosa cándida y vigorosa como los episodios que relata; encuentra una naturaleza virgen, redescubierta por los ojos cristianos y vivida en el fervor de la penitencia y de la oración; encuentra caracteres egregiamente entregados al diálogo o introducidos en la corporeidad de los hechos; encuentra un primitivismo que nada tiene de ferino, y todo de sincero y de puro.

El hombre de vida interior, aun reconociendo la importancia de las Florecillas desde estos puntos de vista, encuentra algo que, para él, es más importante: las Florecillas son, para el cristiano, el testimonio de la gran fe que Jesucristo exigía de sus discípulos y que tuvo en San Francisco a uno de sus más eficaces paladines. Por otra parte, las Florecillas nos dicen qué es esa vida a la que San Francisco exhortaba a sus hijos, es decir, la observancia del Evangelio según la letra, o sea, la esencia misma del Cristianismo: el amor.

Otros libros llevan, ciertamente, este sello religioso.

En la innumerable literatura originada o inspirada por el Cristianismo, ¡cuántas obras parten de los mismos principios de las Florecillas! Basta con nombrar una entre todas: La Imitación de Cristo, que fue consuelo, luz y guía para un sinnúmero de almas y que continuará siéndolo permanentemente. Juan Joergensen, el notable franciscanófilo danés, pone a las Florecillas junto a la Imitación; me parece obvio, sin embargo, observar que entre las dos obras existe una diferencia fundamental, no ya de ideas sino de base. La Imitación es obra meditativa y didáctica, las Florecillas son obra de arte. En la Imitación existe siempre, claro o sobreentendido, un preceptor, en las Florecillas existe «el niño» que admira a los hombres y a los hechos con estupor y amor.

Las Florecillas, presentándose como obra de arte, toman el camino del corazón, el camino que los Franciscanos, a ejemplo de San Francisco, de San Buenaventura y de todos sus Doctores, adoptan para llegar a conquistar e iluminar la inteligencia, e inducen al más escéptico lector a meditar esa verdad que las Florecillas más que proclamar, dejan entrever. Hasta un incrédulo se conmueve ante el relato del leproso o de los ladrones de Monte Casale, y una vez conmovido, se encuentra, sin advertirlo, a las puertas de la luz.

Por otra parte, el lector creyente no debe detenerse en la poesía de las Florecillas; en ese lenguaje del siglo XIV que nos acerca como ningún otro al Pobrecito de Asís, debe recoger la esencia del libro, es decir, la imitación de Cristo, esa imitación que, precisamente, se encuentra prescripta con razonamientos, sentencias y aforismos en la obra de Kempis y que aquí está representada por ejemplos ingenuamente heroicos, que culminan en los estigmas, de acuerdo con la más precisa pedagogía franciscana.

Saber leer las Florecillas significa, pues, no tanto abandonarse a un goce estético, menos aún soñar un siglo de oro del Cristianismo, sino acercarse piadosamente a la Cruz, comprender la necesidad y la novedad de la negación de sí mismo que el Cristianismo ha enseñado, abrazar al Crucificado, disponerse también a dejarse crucificar por la paterna voluntad de Dios como San Francisco en el Alvernia. Era ésta, por otra parte, la intención del fraile Ugolino de Montegiorgio y de su traductor, quienes quisieron realizar obra de edificación, no de arte; si ellos fueron (especialmente el segundo) artistas, lo fueron sin querer y aun sin saber, como sucede a menudo a los Franciscanos.

III.- San Francisco en las «Florecillas»

Desde el primer capítulo de las Florecillas se comprende cómo nos presenta el autor a San Francisco: «En todos los actos de su vida estuvo conformado a Cristo». Los estigmas sellaron dignamente esta semejanza con el Maestro Divino, observada por los primeros compañeros del Santo y demostrada más tarde con difuso paralelismo por Bartolomé de los Albizzi en su obra: De conformitate vitae Beati Francisco ad vitan Domini Jesu. Mas las Florecillas no constituyen un esquema; aun en su poética fragmentación que, no obstante, incluye una visión unitaria del fundador y de su Orden, agrupan múltiples aspectos de San Francisco.

Nos presentan al «caballero de la pobreza» que prefiere una piedra blanca, pocos mendrugos de pan y agua de fuente, a una mesa palaciega; que realiza expresamente un peregrinaje a Roma para invocar a San Pedro y a San Pablo, con lágrimas y súplicas, el tesoro de la «altísima pobreza»; que prescribe a cinco mil frailes -reunidos en capítulo, en campo abierto, bajo la enorme bóveda del cielo-, no ocuparse del comer y del beber, sino sólo de «orar y alabar a Dios»; que ante la ofrenda del Conde Orlando teme el peligro de la posesión y recomienda a sus fieles: «Tened por cierto que cuanto más despreciemos la pobreza tanto más nos despreciará el mundo y más necesidades padeceremos».

Las Florecillas nos presentan al gran contemplativo que pasa secretamente la noche en oración; que pasa una cuaresma completamente solo en la isla Mayor del Trasimeno; que se embosca en las florestas de las Carceri y del Alvernia para elevarse a Dios. Nos presentan al apóstol que en Asís, en Gubbio, en Siena, en Bolonia, en presencia del Califa o entre sus frailes, habla con ardor maravilloso arrastrando a las masas profanas y aferrando a las conciencias timoratas; nos presentan al maestro rápido para intuir el estado de ánimo de los discípulos y, como buen pastor, solícito en ampararlos con la oración, el consejo, el sacrificio; nos presentan al Santo llegado a tal punto del «para mí el vivir es Cristo» de estar no sólo espiritualmente, sino sensiblemente crucificado.

Pero las Florecillas atisban también el corazón humano de San Francisco. Ese nacimiento burgués, que en el mundo había tratado de hacer olvidar con la generosidad magnánima y con el honor de las armas, debía quedarle siempre en la carne como una señal de inferioridad cuando, convertido, la recordaba a sí mismo y a los demás para humillarse y para ser humillado. «Humíllate villano, hijo de Pedro Bernardone», ordena decir a fray Bernardo. «¿De dónde en ti tanta presunción, hijo de Pedro Bernardone, vil hombrecito, para condenar a fray Rufino, que es de los hombres más nobles de Asís?», se dice a sí mismo, después de haber ordenado al discípulo ir a predicar «desnudo y sólo con calzones», es decir, sin la túnica campesina que llevaban los frailes. Enamorado de la belleza, la ceguera debía golpearlo en lo más vivo. Conmueve su triple grito a fray Bernardo: «Ven y habla con este ciego». El hombre de Dios mendigaba el consuelo de la amistad. Su actitud caballeresca hacia la mujer, que creyó digna de nuevos horizontes de apostolado, se revela en el ágape fraternal con Santa Clara y en el convite y en la acogida a dama Jacoba. Las Florecillas nos presentan al asceta; pero nos presentan también al hombre generoso, delicado, afectuoso con los amigos y con los huéspedes; sensible a toda gentileza y, tal vez, a toda frase intencionada. La pobreza voluntaria no le impide aceptar las cortesías de los demás; pero las somete a la humillación, dolorosa para un donante magnífico como él, de no poder devolverlas. Pero esta humillación le es tan querida como un beso de la Pobreza y le da derecho a pedir al Señor, su gran tesorero, lo que desea para sus benefactores. Las Florecillas nos presentan al poeta de la pobreza, de la libertad, de la naturaleza y, en modo particular, de los pájaros, las criaturas menos sometidas al trabajo, menos ligadas a la tierra, por eso más libres y felices del mundo. Un intenso batir de alas se cierne sobre estas paginas: tórtolas en las Carceri, golondrinas en Bavena, pájaros de toda especie en el Alvernia, alondras en la Porciúncula, sobre la cabaña del Tránsito. Parece sólo poesía pero es mucho más; es la felicidad de la naturaleza inocente, como antes de la caída de Adán. Respecto a la sensibilidad estética del Santo de Asís, no es necesario negar ni exagerar; sería siempre desfigurar su fisonomía.

El Romanticismo ha extraído de las Florecillas un San Francisco poéticamente suave, el Pobrecito dulcísimo, amigo de los pájaros y de los corderitos, pero en realidad las Florecillas nos presentan también a un Francisco duro consigo mismo y con los demás; capaz de castigar severamente a sus discípulos, de responder al diablo con plebeya violencia; un Francisco audaz hasta la temeridad, que hace frente a lobos, bandidos y sediciosos en luchas; que emprende, en plena guerra, un viaje a Palestina; que se arriesga desarmado en medio de los sarracenos; que desafía la hoguera por sed de martirio y por ansias de pureza.

Pero el hombre es absorbido por el santo, es decir, las tendencias naturales de Francisco, sus mismas flaquezas, son consumidas por el fuego que arde en el centro de su vida; el amor de Dios, ese amor «que no endurece el corazón del hombre fiel, antes bien, lo ablanda», hace a Francisco paternal con el frailecito joven, con fray Ricerio, con el caballero cortés, con los ladrones de Monte Casale, con el leproso encolerizado, con el Sultán irreductible. Su dolor más grande es la ofensa a Dios. Su obra tiende a beneficiar a los hombres, librándolos del pecado para llevarlos a celebrar al Creador. Cuida del cuerpo para llegar al alma porque sabe que nada mejor que la caridad diligente, incansable, afectuosa induce a un acto de Fe. La bondad de un hombre hace creer en Dios. La obra fraternal de San Francisco comienza siempre por la oración. Sin oración no hay Gracia, sin Gracia no hay salvación, ni temporal ni eterna. Por eso, antes de salir al encuentro del lobo, San Francisco hace la señal de la cruz; antes de curar al leproso, «ruega devotamente por él a Dios»; mientras el Guardián atiende con pan y vino a los ladrones, «ruega a Dios que ablande sus corazones y los convierta a la penitencia»; antes de descubrir al «hombre cortés», que muy gentilmente lo había hospedado, el deseo de tenerlo entre sus frailes, ruega «larga y devotísimamente» al Señor para que lo llame a la vida religiosa; antes de corregir a sus discípulos, ruega; en cualquier cosa que haga, su acción es precedida, acompañada, seguida por la oración, atmósfera divina de su alma.

El Romanticismo, tomando literalmente la humildad de San Francisco que se confiesa «idiota e ignorante», se complace en presentarlo como un poeta primitivo, inspirado por la naturaleza e inmediato en la expresión; pero las Florecillas muestran, a quien las lee con la debida preparación religiosa, una vigorosa trama bíblica y especialmente paulina, que informaba la oración de San Francisco, sus diálogos y sus cantos.

Las Florecillas descubren, para nuestro consuelo, la humanidad del santo, pero nos enseñan, sin embargo, que en San Francisco el santo prevalece sobre el hombre. Prevalece, pero, me apresuro a añadir, sin anular al hombre; lo limpia de las escorias terrenas para hacer resplandecer sus rasgos divinos. San Francisco fue originalísimo, porque, negándose a sí mismo para dejar vivir en sí a Jesucristo, tuvo la recompensa que Jesús da a sus fieles y que en el fondo es el homenaje al Padre Celestial. Por este camino San Francisco se encontró a sí mismo, acentuó la propia personalidad con esos rasgos que el Padre divino había impreso en él, y que una vida pecadora habría borrado y una vida demasiado humana habría alterado reduciéndolos a un nivel común. Donde Jesucristo entra y reina, allí entra y reina el Creador que forja las almas con lineamientos propios y, artista supremo, no se repite jamás.

Esto explica la singular fascinación que San Francisco ejerce sobre el mundo, y que, hasta en su época, provocaba en fray Maseo la impertinente pregunta: «¿Por qué todo el mundo viene en pos de ti?», y en nosotros, con más respeto pero con el mismo estupor: «¿Cómo es posible que un santo de vida austerísima, inimitable por su absoluta pobreza, que pareció sobrepasar el consejo evangélico, atraiga a los hombres alejados de la Iglesia, según el testimonio de siete siglos y especialmente de los últimos, los más laicos de todos?»

Los antiguos, por ser creyentes, respondieron: por su conformidad a Jesucristo. Los modernos, por ser incrédulos, responden: por su amor a la naturaleza y por su profunda humanidad. Las dos respuestas no se contradicen, se complementan. San Francisco quiso imitar fielmente al Maestro y lo consiguió, al punto de obtener el don de la crucifixión; pero no fue una copia exterior; se empeñó en sentir como su Señor, solicitó el honor de amar y sufrir como Él, actuando las palabras de San Pablo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Ese su transferirse todo en Cristo, bien observado por San Buenaventura, no ocurrió sólo en el momento de los estigmas, sino siempre, y por eso, ayudado sin duda por su temperamento de poeta, miró y amó a la naturaleza sin temor de pecar y se unió a la pobreza y a la penitencia como a la oración y a la alabanza. Lo sombrío del Alvernia, la rusticidad de las Carceri, la soledad boscosa de la pequeña isla de Trasimeno lo llevaron a la presencia de Dios no menos que las grandes catedrales y las humildes iglesitas de campaña. Tal vez en esos lugares solitarios pensaba en Jesús orante en la noche sobre los montes, o en el desierto, o en Getsemaní; para imitarlo, precisamente, prefería rezar al descubierto, sintiéndose en cualquier parte en la casa del Padre y amando al universo como templo de Dios.

La presencia del Creador iluminaba a sus ojos la belleza íntima de las criaturas, el corazón de Cristo se las hacía amar. San Francisco era, ciertamente, poeta por naturaleza, pero ese amor respetuoso que sintió por todas las cosas creadas provenía de fuente más elevada. San Francisco era, en verdad, poeta por temperamento, más aún, generoso por impulso; pero esa bondad intuitiva hacia los ladrones, esa abnegación paciente hacia los leprosos, ese coraje ante el Sultán provenían del Maestro. Y también ese no sé qué de sencillo y de libre, de primitivo y de genial, que brilla en cada uno de sus gestos dulcificando la aspereza de la ascesis, ese no sé qué de alado que lo distingue de entre los santos y que nosotros llamamos poesía, es, en realidad, una compenetración total del espíritu de Nuestro Señor que también fue sumo poeta, si por poesía se entiende no «el insignificante verso», sino la belleza y el heroísmo.

IV.- Los «pobrecitos» en las «Florecillas»

Las Florecillas nos hacen asistir al nacimiento de la Primera y de la Tercera Orden. El origen es humilde como la fuente de algunos ríos, que manan exiguos de remotos manantiales montanos y que después crecen a través de los continentes hasta el mar.

La Primera Orden nació aquella noche de abril de 1209 en que Bernardo de Quintavale espió a San Francisco orante en su habitación. Mientras el santo rezaba y temía la revelación de la responsabilidad de fundador que Dios le imponía, él, Bernardo, convencido ya de la santidad del hijo de Pedro Bernardone, se decidía a imitarlo. La Primera Orden nacía con la oración matutina de los dos amigos en la Iglesia de San Nicolás, con el sello del sacrificio de la Misa y con la Regla basada directamente en el Evangelio. La Primera Orden fue manifestada al pueblo con el grandioso gesto de maese Bernardo, el estimado caballero de Asís que en la plaza comunal distribuyó lo suyo a los pobres en medio del estupor de todos. Y si un sacerdote allí presente tuvo un momento de mezquindad pensando que el otro, ese Francisco que esparcía a diestra y siniestra los dineros de maese Bernardo, olvidaba pagar sus deudas, y se lo recordó groseramente, en ese momento de avaricia hubo sin embargo un sentimiento de envidia por la nueva maravillosa vida de los dos hombres que, de un salto, se elevaban por encima de la muchedumbre afanosa de ganancia. En efecto, el sacerdote Silvestre se volvió fray Silvestre, hombre de oración y de consejo.

Los primeros compañeros de San Francisco son todos caballeros de dama Pobreza, pero todos conservan una fisonomía inconfundible, no debilitada por la Regla, no mortificada por la obediencia que, no obstante, era severísima. El más enteramente reconocido en las Florecillas es Bernardo, que posee todas las virtudes del primogénito, permaneciendo hasta el final humilde, pobre, dulce, profundamente contemplativo aún en la acción. Interrumpe gustoso el peregrinaje a Santiago de Compostela que, en verdad, su corazón deseaba, para asistir a un leproso; enviado a Bolonia «para que rindiera frutos», en lugar de destilar doctas prédicas, Bernardo calla. En vez de presentarse como hombre inteligente y sabio se expone a ser juzgado idiota, en el sentido moderno de la palabra, y se deja burlar por los rapazuelos. Este método, según la lógica corriente, en una ciudad de estudiosos debería naufragar desacreditando a Bernardo y, con él, a todos los franciscanos; por el contrario, puesto que él se aniquiló para dejar obrar sólo a Dios, Dios le concedió plena victoria. Los intelectuales fueron conquistados precisamente por ese silencio, por esa sencillez evangélica; el «lugar», que así se llamaban los primeros conventos, fue fundado y floreció, tanto que Bernardo para evitar la admiración de los boloñeses ruega a San Francisco ser enviado a otra parte. Hombre de oración, «marcha con la mente y el rostro elevados al cielo», ama el retiro en los montes por veinte o treinta días, sin preocuparse del alimento, tanto que fray Gil dice de él que «volando se saciaba como las golondrinas». Hombre de penitencia, come lo suficiente para sentir el sabor del renunciamiento. Admirador sin límites de San Francisco, Bernardo llega a la tortura cuando éste le ordena ponerle un pie sobre la boca para castigarlo por una sospecha alimentada contra él. Esa es, tal vez, la prueba más difícil de su vida. El maestro no encuentra defecto que reprocharle y en el momento de la muerte lo bendice con muy especial bendición. Bernardo posee exquisita delicadeza con los frailes sus hermanos; próximo a morir, cuando ve llegar a fray Gil que alegremente le dice: «Sursum corda», piensa en seguida en los gustos del amigo y ordena prepararle un lugar apto para la contemplación.

La intensa vida interior de fray Gil está luego representada en su silencioso abrazo con Luis IX, episodio legendario, pero de esa leyenda que recoge el núcleo de la historia.

Fray Maseo, alto, fuerte, excelente, facundo, afortunado en la cuestación, está un poco pagado de sus cualidades, como lo demuestra la pregunta un tanto burlona que por tres veces hizo a su fundador: «¿Por qué a ti?», pero se sometió humildemente al triple oficio de cocinero, portero y pordiosero, y al molinete que San Francisco le impone en el trivio cercano a Siena. Las duras lecciones del Maestro caen en buen terreno; fray Maseo pedirá a Dios la virtud de la humildad «con ayunos, vigilias, oraciones y grandísimo llanto».

Fray Rufino, noble de Asís, es virtuosísimo, pero anida en él un pequeño resto de soberbia feudal, cuando el demonio, bajo la forma de crucificado, lo tienta a abandonar a San Francisco, o cuando rehúsa predicar en Asís y, por ello, como todos saben, es castigado.

Fray León goza de toda la confianza de San Francisco que lo define «ovejuela de Dios». Él es su confesor, secretario, enfermero, y más tarde será el documentador de su íntima santidad, el narrador cándido y nostálgico de los episodios característicos de su vida (El Espejo de perfección, a pesar de la negación de algunos estudiosos de cosas franciscanas, es casi totalmente suyo). Dos diálogos famosos se desarrollan con él en las Florecillas: el diálogo de la perfecta alegría, en el que la teoría paulina de la Cruz es celebrada con grado de poesía, y el diálogo de la humildad, o sea esos maitines recitado sin breviario por San Francisco y por fray León en el que la humildad del santo fue vencida por la «sencillez de paloma» del discípulo que respondía lo contrario de cuanto él quería.

Fray León está junto a San Francisco en el Alvernia durante el período de los estigmas. Queda aterrorizado ante los hechos sobrenaturales que revelan quién es su maestro. Ve a San Francisco en éxtasis, levantado de la tierra, y llora su miseria de pecador; va de noche a su pequeña celda para recitar juntos los maitines, pero no encontrándolo, «a la luz de la luna va buscando lentamente por la selva»; lo sorprende en coloquio con Dios; ve «una luz bellísima y muy resplandeciente sobre su cabeza»; después, sintiéndose descubierto, queda aterrorizado y querría «que la tierra lo tragase» antes que disgustar al maestro con riesgo de ser privado de su compañía. En cambió, cuando San Francisco lo consuela, se le confía y le permite, precisamente a él «entre todos el más sencillo y el más puro», curar sus llagas, fray León se sumerge en la humildad ante su penitente, de quien será el intérprete más fiel.

Entre estos hombres interesados en ocultarse resalta fiera la figura de fray Elías que rehúsa responder al incógnito peregrino, en el que se oculta un ángel. Pero por mucho que el autor de las Florecillas ponga en evidencia su carácter autoritario, su expulsión de la Orden, su rebelión contra la Iglesia, no calla, sincero como es, un hecho indiscutible que lo rehabilita frente a Dios y a la historia, es decir, que Elías ama a San Francisco y confía en su protección. Por este amor, que sabe comprender la grandeza social del santo y la misión de la Orden en el mundo, merece la bendición del maestro y su oración que lo salva del infierno.

Además de estas figuras de mayor relieve, otras se presentan en el fondo: Nicolás de Pepoli, el «sabio doctor en leyes», boloñés, que intuyó la santidad de fray Bernardo y de su Regla; Peregrino y Ricerio, «dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona», el primero «muy literato y gran decretalista», el otro tan convencido de la santidad de San Francisco que remite a su intuición el saber si él estaba o no estaba en gracia de Dios; el frailecito joven curioso de conocer la oración nocturna del maestro; el desconocido fraile de la Porciúncula, liberado de una fuerte tentación de odio hacia un hermano.

Son originales estos frailes. Rezan bien en la soledad, en las cumbres, en las selvas. «Hombres crucificados» los define y los quiere San Francisco que, corazón valeroso, enseña a amar el dolor y la muerte; hombres crucificados y, sin embargo, libres como pájaros, crucificados alados que, rezando, extendiéndose en los cielos y predicando y convirtiendo, rozan como golondrinas la tierra. Según la bendición de San Francisco van, como pájaros, a todos los puntos cardinales, a Francia, a Alemania, a España, a Egipto, a Palestina; sin dinero, sin ropas, sin temor al hambre, al frío, a los peligros (pero ¿existen peligros para quien no tiene nada que perder, ni siquiera la vida, ya ofrendada a Dios?); van hacia lo desconocido con magnífico espíritu, que el mundo diría de aventura y que los cristianos dicen de apostolado.

En sólo doce años los «pobrecitos» crecieron a tal punto que en 1221 el capítulo de las esteras ofrecía el panorama de cinco mil frailes en el llano de Santa María de los Angeles, alrededor de la Porciúncula, «divididos en grupos» en chozas de zarzas. Si bien paraban allí por pocos días, prontos a emprender el vuelo hacia lejanas tierras, como una bandada de pájaros, causaban una impresión poderosa. Cinco mil hombres: una fuerza. Parécele al Cardenal Ugolino, gran protector y amigo de San Francisco, «un verdadero campo y ejército de caballeros de Cristo» armados de cilicio y de oración.

Sin embargo ese campo, tan compacto en apariencia, estaba ya surcado por dos tendencias, que las Florecillas personifican en fray Bernardo y en fray Elías; una, la de quienes propugnaban la absoluta pobreza, la vida contemplativa y el apostolado sencillo, activo entre el pueblo; la otra, la de quienes afirmaban el valor de la pobreza mitigada, de la expansión grandiosa, de la excelencia intelectual además de espiritual de la Orden.

Desde que tuvo la primera revelación, aquella noche de abril en casa de Bernardo, hasta la vigilia de los estigmas, la Orden constituye la apasionada preocupación de San Francisco. «Señor Dios, después de mi muerte, ¿qué será de tu pobre familia que por tu dignidad has encomendado a mí, pecador?» Ante la gran promesa del Señor: «Tu Orden se mantendrá hasta el día del juicio», el santo se tranquiliza; las Florecillas parecen atestiguar la realización de esa promesa con la figura del árbol de la raíz de oro, que, tronchado por la tempestad, renace con áurea y maravillosa florescencia; y con el ejemplo de muchísimos frailes de las dos sucesivas generaciones franciscanas, comenzando por el grande y popularísimo San Antonio de Padua, elocuente aún a los peces.

Pero los autores de los Actus ilustran preferentemente a los frailes de su tierra, Marca de Ancona, la que fue, «como el cielo de estrellas, adornada de santos y ejemplares frailes» como Pedro de Monticello, que habló con San Miguel Arcángel y con la Virgen María; Juan de la Penna, que conoció la hora de su muerte y la esperó con luchas interiores y dulzuras sobrehumanas; Liberato de Loro, que fue curado por la Virgen con tres vasos de electuario paradisíaco; fray Juan del Alvernia (nacido, sin embargo, en Fermo), el místico torturado y embriagado por el amor divino. Estos frailes no poseen, es verdad, la «vivaz santidad... el impulso amoroso y alegre... la serena, imperturbable alegría de niños y, al mismo tiempo, de poetas de la santidad» (B. Bughetti) de los doce primeros, pero su vida angélica termina siempre con «gran alegría y júbilo», como si la hora de la muerte fuese la hora de las nupcias. Así, hasta lo último, el ejemplo de San Francisco era imitado por los suyos, alejados en el tiempo, no en el espíritu.

La Segunda Orden se perfila en las Florecillas con la figura de Santa Clara tomada, sobre todo, en tres momentos fundamentales para la obra del Santo: el convite místico en la Porciúncula, la bendición de los panes en San Damián, la noche de Navidad pasada milagrosamente en la basílica de San Francisco, mientras yacía enferma en su convento. En el primer momento es la pequeña planta frente a su gran jardinero; en el segundo, es la Abadesa Santa frente al Pontífice Gregorio IX, que quería mitigar la Regla; en el tercero, es la virgen de Cristo que obtiene del Esposo divino dones sobrehumanos. Detrás de ella aparecen fugazmente las «hermanas e hijas amadísimas» que la esperan ansiosas y la contemplan admiradas y reverentes.

En otra parte la vemos dar a San Francisco, en pocas palabras y discretamente, el consejo de predicar; más tarde la vemos dar al estigmatizado y casi ciego el consuelo de una «pequeña celda de juncos»; por último, dar el llanto del corazón filial a los despojos del santo, gloriosamente transportados de la Porciúncula a Asís.

Las Florecillas nos hacen también asistir al nacimiento de la Tercera Orden y la colocan, diría, arquitectónicamente, entre la mediata y aconsejadísima decisión de San Francisco de entregarse al apostolado y a la prédica a los pájaros, que puede significar prodigiosa difusión del espíritu seráfico en todas las clases sociales y en todas las partes del mundo. Dama Jacoba y el Conde Orlando son, en las Florecillas, los ejemplos de la muchedumbre que en los siglos siguió al santo y que, sin formar parte de los «pobrecitos», lo amó y asimiló su espiritualidad.

V.- El Franciscanismo en las «Florecillas»

En las Florecillas el Franciscanismo se manifiesta genuino en su ideal de pobreza y en sus hechos para defenderlo, en su doble exigencia de contemplación y de acción, en sus directivas constantes de humildad que conducen a la formación de la verdadera personalidad de pobreza, que inicia en la verdadera libertad, libertad que es disciplina, de una disciplina que es amor, de amor que es sacrificio de sí mismo y comprensión del prójimo. El Franciscanismo se afirma en la fuerza sobrenatural que dirige todas las acciones de los «pobrecitos», insertándose, sin embargo, en la naturaleza que palpita siempre en estas páginas; se manifiesta en la austeridad que llega basada, no obstante, en un plano de cándida y sincera alegría; se manifiesta en el método de apostolado que se sirve de la oración, del ejemplo, de la ayuda fraternal antes que de las palabras, y que en el prójimo culpable ve a un hermano que socorrer antes que a un pecador que convertir, atrae a los alejados antes con el canto que con el precepto.

Los «pobrecitos» rompen los lazos con el mundo, no con la humanidad. No desprecian a nadie, prefieren ser despreciados; en este querer ser despreciado hay una indiferencia que a algún laico puede parecer desprecio y desafío, pero los franciscanos no lo advierten porque se sienten humilde y fraternalmente ligados a la humanidad pecadora.

Se ha dicho que las Florecillas son el breviario del pueblo italiano. Este juicio es al mismo tiempo acertado y exagerado. Acertado, si se quiere decir que refleja ciertas inconscientes virtudes de nuestro pueblo, especialmente la humildad, la adaptabilidad a las incomodidades, la generosidad, la cordial sencillez, la confianza en la Providencia, el espíritu de aventura; exagerado, si se quiere decir que las Florecillas es el libro más leído por los italianos, el libro que más contribuye a su educación religiosa. Al contrario, las Florecillas, conocidas y amadas siempre por los franciscanos celosos, apreciadas por los lingüistas y sobre todo por los puristas del siglo XIX, fueron valoradas como libro de actualidad y nacional por los extranjeros (Görres, Ozanan, Renan, Sabatier, Jeorgensen), fueron puestas nuevamente de moda entre nosotros por los extranjeros, según nuestra pésima costumbre de admirar sólo aquello que nos llega o nos viene de vuelta del otro lado de los Alpes o del otro lado del mar. Pero si con una mayor penetración de la cultura en todos los niveles sociales entraron las Florecillas verdaderamente en nuestras casas, ellas serán no sólo un libro abstractamente representativo de la religiosidad italiana, sino un libro que retempla las virtudes capaces de hacer grande a un pueblo con la linfa divina del Cristianismo.


Agustín Gemelli, O.F.M., Introducción a la lectura de las «Florecillas», en Idem, S. Francisco de Asís y sus "Pobrecitos". Buenos Aires, Ed. Pax et Bonum, 1949, pp. 107-120.

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